Alaska

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VI. MUNDOS DESAPARECIDOS

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—¡En absoluto! —contestó bruscamente la testaruda Praskovia—. Hace falta gente en los Estados Unidos. Hay demasiado territorio desierto. Demasiados hombres murieron en la guerra. Nos suplicarán que nos quedemos. —Miró a sus interlocutores, uno a uno, y añadió—: Y los Voronov se quedarán. Esto se ha convertido en nuestro hogar. —Después de lanzar su desafío, se calmó y se quedó mirando al príncipe Maksutov—: Se equivocó, señor, cuando nos envió al fuerte de Nulato. Permitió que viéramos Alaska, y nos hemos enamorado de ella. Vamos a quedarnos aquí y contribuiremos a su progreso; y me importa un comino quién sea su propietario.

¡Bravo! —exclamó MacRae—. Brindaré con vosotros en mis próximos viajes.

Praskovia intentó sonreír ante la broma, pero le fue imposible: hundió la cara entre las manos, y se echó a llorar.

La cesión de Alaska de manos rusas a las de los Estados Unidos constituye un extraño episodio de la historia: hacia el año 1867, Rusia deseaba ardientemente deshacerse de la colonia, mientras que los Estados Unidos, que todavía recuperaban fuerzas después de la guerra de secesión y que estaban preocupados por el inminente proceso del presidente Johnson, se negaban a aceptarla, bajo ningún concepto.

En tales circunstancias, el protagonismo recayó en un hombre extraordinario. No era ruso (cosa que cobraría importancia más de un siglo después), sino un supuesto barón de origen dudoso, medio austriaco, medio italiano; era un hombre encantador, que en 1841 fue escogido para representar temporalmente a Rusia ante los Estados Unidos, y se quedó allí hasta 1868. En esa época, Edouard de Stoecki, que se presentaba como aristócrata, aunque nadie sabía con seguridad cómo ni cuándo había obtenido el título (si es que tenía alguno), se convirtió en un apasionado partidario de los Estados Unidos, hasta el punto de que se casó con una rica estadounidense y asumió la responsabilidad de actuar como mediador entre Rusia, que consideraba su patria, y los Estados Unidos, el país donde residía.

Se enfrentaba a un difícil cometido: al principio, los Estados unidos vacilaban en quedarse con Alaska, por lo que en Rusia perdieron fuerza los partidarios de la venta; más tarde, cuando Rusia estuvo dispuesta a vender, cinco o seis importantes políticos estadounidenses, encabezados por el neoyorquino William Seward, secretario de Estado, comprendieron con gran clarividencia las ventajas de tomar posesión de Alaska y convertirla en el baluarte de los Estados Unidos en el Ártico. Sin embargo, los sensatos empresarios del Senado y la Cámara Baja, así como la mayoría de ciudadanos, se opusieron desdeñosamente a la adquisición. Las pullas más amables fueron: «la nevera de Seward» y «el disparate de Seward». Algunos murmuradores acusaron a Seward de colaborar con los rusos; otros acusaron a Stoecki de comprar votos en la Cámara Baja. Un mordaz escritor satírico pretendía que en Alaska no había más que osos polares y esquimales; y muchas personas se oponían a que los Estados Unidos se quedaran con una propiedad helada e inútil, aunque Rusia se la regalara.

Varios hicieron notar que Alaska no era rica en nada, ni siquiera en renos, que tanto abundaban en otras zonas septentrionales, y algunos expertos aseguraron que en esa parte del Ártico no podía haber minerales ni yacimientos de valor. Se multiplicaron los ataques contra aquel territorio desconocido y algo intimidante; las críticas habrían tenido gracia, de no ser porque influyeron en la forma de pensar y en la conducta de los estadounidenses y condenaron a Alaska a un olvido de décadas.

Pero el barón de Stoecki era un hombre de recursos, al que era difícil apartar de los objetivos que se proponía, y, gracias a las habilidades de estadista de Seward, su acérrimo partidario, se aprobó la compra, por un solo voto de diferencia. Con un margen tan estrecho, los Estados Unidos estuvieron a punto de renunciar a una adquisición que podía resultar muy valiosa; sin embargo, los que habían podido contemplar Alaska en 1867, desde un fuerte Nulato congelado, con el termómetro a casi cincuenta grados bajo cero, y esperando que les invadieran los

atapascos rebeldes, pensaban, evidentemente, que venderla por poco más de siete millones de dólares era muy mal negocio.

En ese momento, la situación pasó de cómica a ridícula: aunque el Senado de los Estados Unidos había decidido comprar el territorio, el Congreso se negaba a conceder fondos para pagarlo, por lo que durante varios meses llenos de tensión la venta estuvo pendiente de un hilo. Cuando por fin se consiguió una votación favorable, estuvo a punto de anularse, pues se descubrió que el barón de Stoecki había gastado ciento veinticinco mil dólares en efectivo y no estaba dispuesto a mostrar sus cuentas. Aunque se extendió la sospecha general de que Stoecki había sobornado a algunos congresistas para que votaran a favor de adquirir un territorio que evidentemente no tenía ningún valor, el barón esperó a que la operación se hubiera llevado a cabo y abandonó discretamente el país, tras haber logrado la ambición de su vida.

Un congresista, con un agudo sentido de la historia, la economía y la geopolítica, comentó sobre el asunto: «Si tantas ganas teníamos de agradecer a Rusia la ayuda que nos brindó durante la guerra de secesión, ¿por qué no le dimos los siete millones y le dijimos que se quedara con su maldita colonia? Nunca nos servirá para nada».

Pero la venta se llevó a cabo, y el escenario de la comedia se trasladó a San Francisco, donde un apasionado general del Norte llamado Jefferson C. Davis (sin parentesco alguno con el presidente de la Confederación) recibió la información de que Alaska pertenecía ahora a los Estados Unidos, y los icebergs, los osos polares y los indios quedaban bajo la autoridad del propio Davis. Era un hombre de mal carácter: durante la guerra de secesión había disparado contra un general del Norte que le inspiraba antipatía (el otro general murió, y se absolvió a Davis alegando que era un hombre irritable), Pasó los años posteriores a la guerra persiguiendo a los indios en las Grandes Planicies, y, cuando aceptó su puesto en Alaska, tenía la impresión de que su función allí era continuar acosando a los indios.

El 18 de septiembre de 1867, el vapor John L. Stevens zarpó de San Francisco cargado con los doscientos cincuenta soldados que tenían que controlar Alaska durante las próximas décadas. Uno de los que se fue ese día escribió un lúgubre relato:

Mientras desfilábamos hacia el barco en traje de combate, no hubo doncellas que nos arrojaran rosas desde las esquinas ni multitudes entusiastas que nos vitorearan al pasar. La compra de Alaska había disgustado tanto a los ciudadanos, que éstos solamente nos demostraban su desprecio. Un hombre me gritó: «¡Devolvedla a Rusia!».

Se armó un gran lío cuando el Stevens llegó a Sitka. Los rusos siguen un calendario que está once días atrasado con respecto al nuestro, por lo que reinaba una confusión general. Además, en Alaska mantienen la hora de Moscú, que está un día por delante de la nuestra. Podéis imaginároslo. El caso es que, cuando llegamos, el gobernador ruso dijo: «Han venido demasiado pronto. Esto sigue siendo Rusia y ningún soldado extranjero podrá desembarcar mientras no llegue el representante del Gobierno de los Estados Unidos»; de modo que los pobres soldados tuvimos que quedarnos diez días en nuestros apestosos camarotes, contemplando un volcán no muy lejos, a babor, un volcán que estoy viendo ahora mismo, mientras escribo. No me gustan los volcanes, y Alaska me gusta todavía menos.

Por fin llegó al estrecho el barco que traía a los representantes estadounidenses, y entonces, con cierto retraso, se permitió desembarcar a los soldados; estaban tristes y quejosos, pero en seguida tuvieron que tomar parte en la ceremonia de cesión, que se celebró esa misma tarde, para sorpresa de todos.

El asunto no estuvo bien llevado. El príncipe Maksutov, que podría haber manejado estupendamente la situación, no pudo hacerlo a causa de la presencia de un remilgado funcionario de segundo rango enviado desde Rusia en representación del zar; por su parte, a Arkady Voronov, el hombre que mejor conocía la colonia rusa, no se le permitió participar en absoluto. Ahora bien, sí se llevó a cabo una pequeña ceremonia que resultó del agrado de las pocas personas que ascendieron los ochenta escalones que conducían al castillo de Baranov, donde la bandera rusa ondeaba en lo alto de un mástil de veintisiete metros, fabricado con el tronco de una de las píceas de Sitka.

Desde la bahía se dispararon salvas de cañón, y se celebró una ceremonia formal para arriar una bandera e izar la otra; sin embargo, el ritual quedó empañado por un incidente muy estúpido, que Praskovia Voronova relató en una carta dirigida a su familia:

Aunque ya habíamos comunicado nuestra intención de convertirnos en ciudadanos estadounidenses, Arkady, como cabía esperar, quiso que la ceremonia rusa de despedida se llevara a cabo con la debida dignidad, como correspondía al honor de un gran imperio. Hizo que nuestros soldados ensayaran cuidadosamente el momento de arriar la bandera, y yo ayudé a zurcir los uniformes rotos y supervisé el lustrado de los zapatos. Debo decir que Arkady y yo dejamos impecables a nuestros soldados.

Lamentablemente, no sirvió de nada. Cuando un soldado de confianza comenzó a tirar de las drizas para arriar nuestra gloriosa bandera, una súbita ráfaga de viento la enroscó en el mástil, y quedó tan enredada que era imposible soltarla. El pobre hombre, con la cuerda en las manos, miraba tristemente a Arkady, quien le hizo un gesto indicando que tenía que dar un buen tirón. El soldado obedeció, pero sólo consiguió desgarrar la tela que adornaba la bandera y dejarla todavía más enredada en el asta. Era evidente que, por más fuerte que tirara, la bandera no se desplegaría, yo estuve a punto de prorrumpir en gritos de júbilo, porque lo tomé por un presagio de que no se llevaría a cabo la venta.

En aquel momento, Arkady se apartó de mi lado, despotricando por lo bajo, y le oí decir a dos de sus soldados: «Bajad ese maldito trapo ahora mismo». Ellos no tenían ni idea de cómo conseguirlo; me avergüenza confesar que fue un marino estadounidense el que gritó: «¡Hay que izar una silla de calafate!». No vi cómo lo hicieron, pero muy pronto un hombre trepaba por el mástil, como un mono por una cuerda; consiguió desenredar la bandera, aunque con las prisas la desgarró un poco más.

Una vez suelta, la bandera cayó vergonzosamente: fue a parar sobre las cabezas de nuestros soldados, que no consiguieron recogerla con las manos, y luego se enganchó en las bayonetas. Me sentía humillada. Arkady seguía maldiciendo, algo no muy propio de él; el príncipe Maksutov mantenía la vista fija hacia delante como si no hubiera bandera ni mástil, y su guapa esposa se desmayó.

Yo me puse a llorar. Arkady y yo estamos decididos a seguir viviendo en Sitka, como la llaman ahora, y convertirnos en unos buenos ciudadanos de nuestro nuevo país. Él quiere quedarse porque sus padres estuvieron muy vinculados a estas islas; yo, porque he llegado a tomar cariño a Alaska, que encierra enormes posibilidades. El año próximo, cuando vengáis a visitarnos, creo que encontraréis una ciudad mucho más grande y próspera, pues aseguran que los Estados Unidos, en cuanto se hagan cargo del gobierno, invertirán millones de dólares en convertir esto en una importante colonia.

Praskovia y los otros rusos que declararon su intención de adoptar la nacionalidad estadounidense no tomaron una decisión prematura: los días anteriores a la cesión, el príncipe Maksutov reunió a los cabezas de familia para explicarles con gran entusiasmo el tratado rusoamericano por el que se regiría la cuestión. Con su impecable uniforme blanco de oficial y con una cordial sonrisa, manifestó un evidente orgullo por el trabajo que su comisión había llevado a cabo.

—Los dos países se merecen una felicitación por las magníficas normas que han acordado.

Un maestro joven del colegio local, un tal Maxim Luzhin, quiso saber más detalles, y Maksutov explicó pacientemente:

—Yo colaboré en la redacción del borrador del reglamento, y puedo asegurar que, cualquiera que sea la decisión que ustedes tomen, les ampara totalmente.

—¿Puede dar un ejemplo? —insistió Luzhin.

—Si alguien quiere volver a Rusia —precisó el príncipe—, tiene tres años para hacerlo. Podrá viajar gratuitamente hasta su región de origen. Si decide permanecer aquí y convertirse en estadounidense, el nuevo gobierno promete conceder automáticamente la plena ciudadanía, sin ninguna limitación por el hecho de ser rusos, y otorgar una completa libertad de culto. —Sonrió a su audiencia, que confiaba en él, y comentó con franqueza—: En la vida no es frecuente poder elegir entre dos alternativas, excelentes las dos. Escojan lo que les parezca mejor y no se equivocarán.

Por eso los Voronov participaron en la ceremonia de cesión como ciudadanos estadounidenses; sin embargo, el ingreso en su nueva patria resultó algo violento, porque el primer día, en cuanto la bandera estadounidense estuvo izada en lo alto del mástil, el general Davis profirió una orden alarmante:

—¡Que los rusos de la colina desalojen sus viviendas antes de la puesta del sol! —Y un comandante ordenó a sus soldados que ocuparan los edificios.

Arkady se presentó ante el comandante para explicarle, en un tono sereno y respetuoso:

—Mi esposa y yo hemos adoptado la nacionalidad estadounidense. Aquí tenemos nuestro hogar —señaló hacia su vivienda, en lo alto del castillo.

—Ustedes son rusos, ¿no? —refunfuñó el comandante—. Salgan antes de la puesta del sol. Me quedo con esa vivienda.

Voronov, muy indignado, le explicó la orden a su esposa, pero ella se echó a reír.

—Al príncipe y la princesa también les han echado de casa. El general Davis quiere sus aposentos.

—¡No puedo creerlo!

—Mira a esos criados. —Y Arkady vio cómo se llevaban colina abajo las pertenencias de los Maksutov.

Los Voronov trasladaron sus cosas a una casita cercana a la catedral y vieron que sus amigos rusos tomaban angustiosas decisiones. Los que habían tenido en Sitka una vida agradable deseaban continuar allí, y estaban dispuestos, como los Voronov, a confiar su destino a la generosidad estadounidense; pero los amigos que vivían en Rusia insistían tanto en que regresaran que la mayoría decidió embarcarse en el primer vapor que les llevara a Petropávlovsk.

—¿Qué pasará cuando lleguen a Rusia? —preguntó Praskovia.

—No quiero ni pensarlo —respondió Arkady.

Algunos de los vecinos, preocupados e incapaces de tomar por su cuenta una decisión, se presentaron en casa de los Voronov para pedir consejo a Arkady.

—Volved a casa —proponía él normalmente. Y cuando dos esposos tenían opiniones diferentes, invariablemente les aconsejaba regresar a Rusia—: Allá al menos sabréis qué piensan hacer vuestros vecinos.

El repetir esa recomendación a las personas que abrigaban dudas tuvo un efecto curioso sobre sí mismo: aunque al principio se había hecho el propósito firme de quedarse en Alaska, como continuamente tenía que ponerse en el lugar de otras personas e imaginar su situación y sus opiniones, descubrió lo poco seguro que estaba de su elección. Una tarde, mientras volvía a casa con Praskovia de una reunión con los Maksutov, que se habían resignado a regresar a Rusia e incluso parecían impacientes por hacerlo, Arkady preguntó inesperadamente:

—¿Crees que hacemos bien, Praska?

Su mujer no le contestó directamente, porque quería saber hasta qué punto dudaba:

—¿A qué te refieres, Askady?

—En realidad —Arkady le confesó sus dudas—, la decisión me da miedo. Es para toda la vida. Ya no sabemos cómo es Rusia, después de una ausencia tan larga. Y tampoco sabemos cómo son los Estados Unidos, porque no podemos prever cómo van a comportarse dentro de diez años… ni siquiera ahora, de hecho. El general Davis… no sé si tiene idea de lo que es Alaska. Dudo que sea muy inteligente.

—Las primeras decisiones que tomó no me gustaron mucho, desde luego —reconoció Praskovia—; pero tal vez mejore.

Animó a su marido a que expusiera todos sus temores, y, cuando él se los explicó, Praskovia comprendió que de lo único que se trataba era que la edad les obligaba a actuar con prudencia antes de tomar una decisión tan grave.

—Dime: ¿qué es lo que te da más miedo?

—Que jamás nos veremos ante una elección tan importante —contestó su marido, muy serio—. No es por mí, en realidad. Nunca he sentido mucho cariño por Rusia, como sabes. Pertenezco a las islas. Pero tú…

Se la quedó mirando, con el intenso amor que siempre había caracterizado a los hombres de la familia Voronov. Su bisabuelo y su abuelo, ambos de Irkutsk, habían tenido la buena suerte de amar a sus esposas. Vasili, su padre, había encontrado en las islas, en su compañera

aleuta, un amor que pocos hombres conocen. Y a él le había ocurrido lo mismo: no había querido a otra mujer que Praskovia, desde que la conoció, en su época de estudiante en la capital; pero ahora temía estar comportándose como su padre, que había abandonado a Sofía Kuchovskaya por ascender rápidamente en la Iglesia. Había pensado en sí mismo, en vez de pensar en su esposa.

—Yo soy un isleño —dijo en voz muy baja—. Te estoy obligando a una cruel elección.

Ella no se rió, y ni siquiera sonrió ante la ingenuidad de su marido; le tomó del brazo, le llevó hasta la catedral, donde entraron juntos para sentarse en las toscas sillas del fondo, entre las sombras, y allí Praskovia le explicó su idea del futuro:

—Tienes sesenta y seis años, Arkady. Yo tengo cincuenta y ocho. ¿Cuántos años arriesgamos? No muchos. Aunque cometamos un error, si es que lo cometemos, no habremos malgastado la vida entera. —Antes de que él pudiera contestar, Praskovia continuó con vehemencia—: En Nulato, cuando veíamos cómo corría el Yukón delante nuestro, cuando teníamos que soportar aquel terrible frío, cuando me mostraron los perros del trineo, cuando vi cómo recibían al padre Fyodor en las aldeas… —sonrió y estrechó la mano de Arkady—, entonces tomé mi decisión, sin importarme si Alaska seguía o no siendo rusa. Ésta es mi patria. Quiero vivir aquí, y ver cómo acaba nuestra gran aventura. Arkady —concluyó, antes de dejar hablar a su esposo—, creo que si tú decidieras volver a Rusia, yo me quedaría aquí, sola. No se lo digas al príncipe —añadió finalmente, en voz baja—, pero la verdad es que prefiero el nombre americano de Sitka al nombre ruso de Nueva Arkangel.

Después de ese instante de revelación, Arkady dejó de aconsejar a los demás, y tampoco informó a nadie sobre qué pensaban hacer Praskovia y él cuando zarpara el primer barco, el que iba a llevarse al príncipe Maksutov y a su esposa. En lugar de eso, el matrimonio Voronov compró una casa algo mayor, que había dejado libre una familia que volvía a Rusia, y comenzaron a llenarla con algunas chucherías que, cuando Sitka se convirtiera en una ciudad totalmente estadounidense, representarían mucho para ellos y les servirían de consuelo.

—Será una vida nueva y maravillosa —decía Praskovia; pero Arkady, que día a día presenciaba la incapacidad de los estadounidenses para gobernar las nuevas posesiones, tenía motivos para sentirse receloso.

Poco antes de la Navidad del fatídico 1867, los Maksutov ofrecieron una cena de despedida para demostrar su agradecimiento a los fieles amigos que tanto habían hecho por Rusia, aunque hubieran decidido adoptar ahora la ciudadanía estadounidense.

—No puedo criticar la decisión que habéis tomado —dijo amablemente el príncipe—, pero os ruego que sirváis honradamente a vuestra nueva patria.

Explicó que, si bien él se quedaría dos semanas más para completar la cesión, su esposa se embarcaría al día siguiente. Pero la naturaleza les jugó una mala pasada. Durante esas semanas de cambios, la niebla y las nubes típicas de Sitka habían hecho que la gente tuviera ganas de despedirse; pero el último día desapareció la bruma, y Sitka se mostró en todo su esplendor: allí estaban el magnífico volcán, el círculo de montañas cubiertas de nieve, la infinidad de verdes islas, la gran cúpula de la catedral ortodoxa, la ordenada disposición del puerto más acogedor de la América rusa.

—¡Ay, Praska! —se lamentó la princesa, abrazando a su amiga—. Hemos perdido la ciudad más bonita del imperio ruso. —Y se fue con un gran sentimiento de amargura.

Dos semanas después, el príncipe Maksutov, escoltado por el matrimonio Voronov, descendió dignamente la colina hasta el bote que le estaba esperando para llevarlo al barco.

—Dejo Alaska en vuestras manos, queridos Voronov. La conocéis mejor que nadie.

Desde lo alto de la colina, el general Davis, que ahora gobernaba el lugar desde el castillo de Baranov, ordenó que se disparara una salva, y mientras el eco resonaba por las montañas y los valles de Sitka, llegó a su fin el imperio ruso en Alaska.

Los Estados Unidos se hicieron cargo de Alaska el 18 de octubre de 1867; a principios de enero de 1868, los Voronov y los Luzhin se habían convencido ya de que no se iba a instaurar ningún gobierno razonable (de hecho, ningún tipo de gobierno, razonable o no). Se suponía que los responsables eran el general Davis y sus soldados, pero no todo era culpa suya.

El culpable fue el Congreso de los Estados Unidos: con argumentos poco serios, que recordaban los de cuando se habían opuesto a la adquisición de Alaska, declararon que era un territorio sin valor y que sus habitantes no merecían ninguna consideración. Por increíble que parezca ahora a los historiadores, los Estados Unidos se negaron a conceder a Alaska ningún tipo de gobierno. Incluso se negaron a darle un nombre adecuado: en 1867 se llamó Distrito Militar de Alaska; en 1868, Departamento de Alaska; en 1877, Distrito Aduanero de Alaska, y en 1884, simplemente Distrito de Alaska. Habría que haberla nombrado, desde el primer día, Territorio de Alaska, pero eso habría supuesto la posibilidad de que se convirtiera en estado. Los oradores que se oponían a la idea despotricaban: «¡Esa nevera nunca tendrá suficientes habitantes para merecer la condición de estado!». Por eso, al principio se negó a la región la experiencia de aprendizaje gradual que hubiera representado ser, al principio, un territorio no autónomo, con jueces y jefes de Policía; después, uno autónomo, con su propia asamblea legislativa Y con un gobierno incipiente, y finalmente un estado de pleno derecho.

¿Por qué no se concedieron a la región los derechos habituales? Porque empresarios, taberneros, cazadores de pieles, mineros y pescadores exigieron carta blanca para explotar las riquezas de Alaska, y tuvieron miedo de que un gobierno autónomo aprobara leyes restrictivas. Y sobre todo, porque en esa época (y posteriormente también) los Estados Unidos tenían prejuicios sobre Alaska. Pasara lo que pasase (por muchas riquezas que se descubrieran, por muchos éxitos que se consiguieran), nunca lo iban a aceptar ni los ciudadanos estadounidenses ni su gobierno. Durante varias generaciones, aquel tesoro quedó abandonado a su suerte en el mar congelado, como un barco vacío cuyo casco se fuera pudriendo lentamente.

A mediados de enero, Arkady Voronov comenzó a temer que una especie de parálisis progresiva se hubiera apoderado de Sitka y el resto de Alaska, pero no comprendió la gravedad del problema hasta que habló con el joven maestro Maxim Luzhin:

—¡No puedes imaginarte la situación, Arkady! Ha venido al norte, en el barco que trajo a los soldados, un entusiasta empresario californiano. Quiere establecerse aquí y abrir no sé qué negocio. Pero no puede comprar tierras para construir una casa y las oficinas, porque no hay una ordenación del terreno. Y tampoco puede instalar el negocio porque no hay ningún reglamento de comercio. Si se establece aquí, no podrá legar sus propiedades a sus hijos, porque no hay ningún departamento que registre o haga cumplir los testamentos.

Los dos rusos investigaron si había más impedimentos:

—No se puede recurrir al jefe de policía para que proteja los derechos de uno —les aseguraron—, porque no hay policía ni cárcel; ni se puede reclamar en ningún tribunal, porque no hay tribunales ni jueces.

Los dos hombres subieron juntos la colina para comunicar al general Davis que a los rusos les preocupaba su seguridad en semejante caos. Al verlo tan cómodo en sus habitaciones les sorprendió su aspecto apuesto y militar: alto, delgado, muy erguido, con una poblada barba negra, un voluminoso bigote y una romántica mata de pelo negro que le cubría gran parte de la frente. Parecía haber nacido para gobernar, pero la ilusión se hizo trizas en cuanto habló:

—Ojalá pudiera hacer cumplir la ley, pero es que no hay ley alguna. Y no puedo imaginar cómo será porque nadie sabe qué es lo que hará el Congreso. —Le preguntaron qué tipo de gobierno se había instituido, y respondió—: Me parece que según la ley somos un Distrito Aduanero. Supongo que cuando llegue el funcionario de aduanas, será él quien asuma el mando.

Pese a la astucia con que le interrogaron, no lograron arrancar al general ninguna explicación importante, y se fueron confundidos y desalentados; por eso no les sorprendió que, a la llegada de un barco de pasajeros, más de la mitad de los rusos decidiera irse de Alaska y embarcarse hacia Siberia. Cuando el general Davis vio la gran cantidad de personas que se marchaban, trató en vano de persuadirles para que se quedaran; pero ellos estaban hartos de las dudas de los estadounidenses y se negaron a escucharle.

Voronov y Luzhin, que conocían mejor que Davis la categoría de las personas que abandonaban Sitka, pensaron sin embargo: «Los que nos quedamos tendremos más trabajo que hacer y más oportunidades para hacerlo»; este pensamiento esperanzado les consoló, a ellos y a sus esposas, y cada uno de los cuatro decidió convertirse en tan buen ciudadano estadounidense como le fuera posible.

El resto de la historia de los rusos en Alaska puede relatarse con triste rapidez. Una vez se hubo marchado el primer contingente de emigrantes, los indisciplinados soldados estadounidenses, sin una misión precisa que les mantuviera ocupados y sin un jefe severo que les controlara, empezaron a desmandarse; Voronov, igual que los otros rusos que habían decidido quedarse, se escandalizó ante lo que estaba ocurriendo.

Algunas mujeres

aleutas que habían trabajado como criadas de familias rusas comenzaron a servir en los cuarteles donde se alojaban los soldados, y en menos de una semana se denunciaron tres desagradables casos de violación. Como no se adoptó ningún castigo contra los soldados, éstos salieron de las murallas y violaron a dos mujeres

tlingits, cuyos maridos mataron inmediatamente a un soldado como represalia, aunque no era uno de los violadores.

Este caso en particular se resolvió pagando a los maridos ofendidos veinticinco dólares estadounidenses por cabeza; a la madre del soldado muerto se le envió una medalla, con la noticia de que su hijo había muerto valientemente en combate contra el enemigo.

Pero entonces la violencia se extendió a las familias rusas, que tuvieron que cerrar las puertas con llaves y trancas. Dos hombres se quejaron amargamente ante el general Davis, que no hizo nada. A pesar de todo, Voronov aseguró a su esposa:

—Tanta locura tiene que acabar.

No fue así. Un grupo de soldados borrachos bajó tambaleándose hasta una aldea cercana, donde agredieron a tres mujeres; los

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