Alaska

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IX. X. SALMÓN

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La predicción era acertada pues, tras dos semanas de ausencia, Bigears apareció tranquilamente para reanudar sus trabajos de carpintería, como si nunca se hubiera ausentado.

—Tenía que preparar cosas —fue su única explicación.

Y cuando Tom le preguntó:

—¿Qué cosas? ¿Dónde? —Él dijo, crípticamente:

—Tienda está muy bien. Pronto terminada. Entonces tú, yo, vamos mi casa.

—¡Pero si ya derribamos ese cobertizo!

—Mi casa de verdad, digo. Río Pléyades.

Tom notó, con una vaga desilusión, que esa vez no había traído a su hija y supuso que se había quedado en la otra casa. A finales de agosto, cuando la tienda estaba casi acabada y sólo faltaban algunos detalles, el muchacho juzgó que se podía tomar sin problemas algunos días de descanso. Entonces dijo a Bigears:

—Podemos partir mañana, si preparas tu canoa.

Una luminosa mañana, cuando el sol se elevaba sobre las grandes superficies heladas de Juneau, los dos iniciaron el fácil trayecto hacia el estuario del Taku.

Pero en Juneau sólo los tontos creían en el buen tiempo; no habían avanzado mucho por el canal Gastineau cuando empezó a llover. Por varias horas continuaron viaje sin quejarse, pues la lluvia de esa ciudad no era como la de otros lugares: no caía a gotas, grandes ni pequeñas, sino como una especie de bruma benévola que lo impregnaba todo sin mojar nada a fondo.

El paseo en canoa fue una nueva experiencia para Tom, un viaje de inusual belleza. Bigears era un remero fuerte, que impulsaba la embarcación de modo parejo; Tom, desde la proa, agregaba su vigor juvenil mientras estudiaba el paisaje cambiante. Antes de entrar en el estuario, vio a su alrededor las colinas que protegían Juneau por todas partes, haciendo de sus cursos de agua tentadores canales; pero cuando viraron por el estuario, el paisaje cambió radicalmente. Ahora estaban frente a la cadena de altos picos que coronan la frontera entre Alaska y Canadá, y por primera vez, Tom tuvo la sensación de estar entrando en uno de los fiordos sobre los que había leído de niño. Pero sobre todo tenía conciencia de estar adentrándose en un lugar salvaje y primitivo, sin señales de ocupación humana; sus paladas se hicieron más potentes a medida que la canoa se deslizaba silenciosamente en el estuario.

Antes de que avanzaran mucho, Tom vio un paisaje tan encantador y equilibrado que parecía dibujado por un artista. Desde el oeste descendía un pequeño glaciar, de chispeante color azul, como si intentara encontrarse con una roca grande que apenas emergía en medio del estuario; más allá, se elevaban las grandes montañas de Canadá.

—¡Esto es estupendo! —exclamó el muchacho.

Y Bigears dijo:

—Agua baja como ahora, se ve la Morsa; agua alta, no se ve más.

Cuando Tom preguntó qué era la Morsa, Sam señaló una roca semisumergida que, en verdad, tenía el aspecto de una morsa que saliera del mar para tomar aliento. Mientras pasaban ante la faz del glaciar, Tom exclamó:

—¡Qué hermoso paseo, Sam!

Pero remar más de cuarenta y cinco kilómetros, aun con aguas relativamente tranquilas, llevaba tiempo. Cuando ya empezaba a oscurecer, el muchacho preguntó:

—¿Llegaremos esta noche?

Bigears respondió, aplicando a la canoa un impulso más potente:

—Muy pronto viene oscuridad, vemos luces.

Y en el momento en que el crepúsculo parecía a punto de envolver el estuario, Tom vio más adelante, en la ribera izquierda, los últimos rayos del sol contra la faz de un glaciar, cuyo hielo relucía como una cascada de esmeraldas, mientras en lo alto de un promontorio, sobre la orilla derecha, brillaban las ventanas iluminadas de una cabaña de troncos.

—¡Eh, hola! —gritó Bigears—. ¡Hola!

Tom vio movimientos en el promontorio, pero estaban ya en el extremo sur del estuario formado por la entrada del río de las Pléyades y tuvieron que remar con energía para cruzarlo. Entonces el muchacho divisó a una mujer india y a una jovencita que descendían a la orilla para saludarlos.

—Ella mi esposa —dijo Bigears, mientras sus manos potentes arrastraban la canoa a tierra—. Nancy ya conoces.

La señora Bigears era más baja y rechoncha que su esposo, una mujer taciturna a la que nunca sorprendía lo que su emprendedor esposo hiciera; su tarea consistía en supervisar la casa que ocuparan, cualquiera que fuese, y era obvio que en esa cabaña había hecho un buen trabajo, pues las tierras circundantes estaban pulcras y el interior era un modelo de vivienda

tlingit tradicional. Aunque no hablaba inglés, indicó con un gesto de la mano derecha que el joven invitado de su esposo ocuparía un pequeño recinto; Nancy, al parecer, tenía su propio rincón, mientras que los padres dispondrían de la gran cama de agujas de pícea.

En la cocina de hierro que Sam había comprado en Juneau algunos años antes, varias cacerolas producían un aroma que auguraba cosas buenas, pero Tom estaba extenuado de tanto remar y se durmió mucho antes de que la familia Bigears estuviera preparada para comer. No le despertaron.

Por la mañana, tras un abundante desayuno de tortas y embutido de venado, Nancy dijo:

—Tienes que ver dónde estamos. —Y lo guió por la cuña de tierra en la que sus antepasados habían edificado su refugio contra los rusos—. Tenemos esta colina protegida. Al otro lado del estuario se ve el glaciar verde. Allá abajo, la bahía en donde desagua el río de las Pléyades. Y dondequiera que mires, las montañas que nos protegen.

Tom aún estaba admirando el lugar, tan adecuado para una cabaña, cuando ella señaló las amplias tierras del este, con un amplio ademán del brazo:

—En esos bosques, venados de los que alimentarnos. En el río, salmones todos los años. Pronto pescaremos muchos salmones para secarlos allí.

Al mirar hacia los secaderos, Tom vio que en el suelo, detrás de la cabaña, había un objeto grande, considerablemente largo, con muchas astillas de cierto material esparcidas alrededor.

—¿Qué es eso? —preguntó.

Y Nancy gritó, con una mezcla de placer y reverencia:

—Para eso quería mi padre que vinieras.

Y lo condujo hacia un objeto extraordinario, que ejercería una influencia decisiva en la vida de Tom.

Era el tronco de un gran abeto, transportado hasta allí desde una considerable distancia. La corteza había sido cuidadosamente retirada para dejar al descubierto la madera beis en que Sam había estado trabajando. Tom quedó asombrado al ver el tipo de trabajo que su carpintero estaba haciendo. Porque eso era un tótem

tlingit en proceso, una majestuosa obra de arte que simbolizaba las experiencias de su pueblo. Tal como estaba todavía, estirado en el suelo, provocaba una impresión poderosa; las figuras que lo componían parecían fluir, arrastrarse y retorcerse en desconcertante confusión.

—¡Qué grande es! —exclamó Tom—. ¿Lo ha tallado todo tu padre?

—Hace mucho tiempo que trabaja en él.

—¿Ya está acabado?

—Creo que sí. Pero como no ha cortado la parte superior, no sé.

—¿Qué significan las figuras?

—Será mejor que se lo preguntemos a papá.

La muchacha llamó a Sam. Éste salió con las herramientas que había utilizado para tallar esa obra maestra: una azuela, dos cinceles, una gubia y Un mazo; también traía un serrucho para el acto final de cortar el extremo.

—¿Qué significa? —preguntó Tom.

Bigears dejó todas las herramientas a un lado, salvo el serrucho, que conservó en la mano derecha a manera de puntero con el que señalar las figuras contorsionadas.

—Primero, la rana que nos trajo aquí. Luego, la cara del abuelo de mi abuelo, el que construyó la fortaleza de Sitka. Luego, el venado que nos alimentó, el barco que trajo a los rusos, los árboles.

—¿Y el hombre del sombrero de copa?

—El gobernador Baranov.

—¿No era enemigo de ustedes? ¿No combatió contra los

tlingits y mató a los guerreros?

—Sí, pero triunfó.

—¿Y ahora está aquí, arriba de todo?

—No del todo. Hoy termino.

A lo largo de todo ese día, Tom Venn permaneció junto a Nancy Bigears, mientras la madre traía comida a su esposo y éste aplicaba vigorosamente sus herramientas a la madera del extremo. Primero aserró la punta del abeto, dejando sesenta centímetros de madera. Luego, con su tosca gubia, empezó a desprender los grandes trozos que sobresalían del sombrero de Baranov; su trabajo parecía tan carente de sentido que Tom preguntó:

—¿Qué haces, Sam?

Pero no recibió respuesta. Era como si el tallador trabajara en una especie de trance.

Al caer la tarde, mientras una llovizna fina reemplazaba al sol de la mañana, Tom ya estaba completamente desconcertado. Pero entonces Bigears empezó a trabajar con la azuela, haciendo cortes mucho menos impresionantes que los anteriores. Gradualmente, en el extremo superior del árbol caído, iba emergiendo la silueta difuminada de un ave… y nadie hablaba. Por fin, con toques rápidos y seguros, el artista

tlingit dio vibrante forma a la figura del extremo y, en triunfante conclusión, presentó al cuervo, símbolo de su tribu y de su pueblo. Los rusos, con sus sombreros altos, habían triunfado momentáneamente, pero sobre los rusos estaba el cuervo, en concordancia con la historia. A su modo, silencioso y persistente, los

tlingits también habían triunfado.

—¿Cómo harás para erguirlo? —preguntó Tom.

Y Bigears, por fin dispuesto a hablar, señaló un sitio elevado desde donde el tótem sería visible en muchos kilómetros a la redonda, desde el estuario y también desde el río.

—Cavamos agujero allí, tú, yo, Nancy.

—Pero ¿cómo arrastraremos el tótem hasta allí?

—Potlatch.

Tom no conocía la palabra ni comprendía su significado, pero aceptó el hecho de que algún tipo de milagro

tlingit llevaría el tótem hasta la cima del promontorio y lo pondría en su posición erguida. Pero, en qué consistía ese misterioso

potlatch[9], era algo que no lograba adivinar.

Cuando el tótem estuvo terminado, con todas sus partes pulidas, Bigears desapareció secretamente en su canoa. Cuando Tom preguntó adónde había ido, Nancy respondió, simplemente:

—A avisar a los otros.

Durante seis días no le vieron. En el período de espera Nancy sugirió a su madre que preparara un hatillo de comida para que ella y Tom pudieran hacer una excursión a un lago, en el nacimiento del río.

—Es un hermoso lugar. Tranquilo. Todo montañas. Quince kilómetros; es un paseo fácil.

Partieron una bonita mañana de septiembre. Mientras marchaban, Nancy iba indicando el camino, un sendero largamente usado por su pueblo; Tom experimentaba el sereno encanto de esa parte de Alaska, tan diferente del desolado poder del Yukón, del vasto desierto de Nome y del mar de Bering. Le gustaban los árboles, las cascadas, los helechos que daban gracia al paisaje y el omnipresente ondular del pequeño río.

—¿Hay pesca aquí? —preguntó.

Y Nancy respondió:

—Siempre vienen algunos salmones, pero en septiembre llegan muchísimos.

—¿Salmones, en este arroyuelo diminuto?

—Vienen al lago. Llegaremos pronto.

Y al terminar el ascenso, Tom vio uno de los sitios escogidos del sudeste de Alaska: el lago de las Pléyades, circundado por sus seis montañas.

—Valía la pena —exclamó, al contemplar el agua plácida, con las montañas reflejadas en su superficie.

Almorzaron en su serena orilla, luego Tom hizo rebotar piedras planas en la superficie del agua; ella comentó que el muchacho parecía tener muchas habilidades.

En el camino de regreso a la cabaña, con el sol brillante guiñándoles el ojo al pasar junto a las cascadas, Nancy iba la primera, unos seis metros más adelante. De pronto, Tom se dio cuenta de que alguien le seguía. Suponiendo que sería algún

tlingit con intenciones de visitar la cabaña de Bigears, se volvió para hablarle. Entonces se encontró frente a un gran oso pardo que se acercaba con celeridad.

Como el oso estaba aún a cierta distancia, Tom supuso erróneamente que podría escapar corriendo, pero en el momento en que iba a clavar la punta de los pies para huir a un lugar seguro, recordó algo que había narrado, en una noche de invierno, un anciano al que le faltaba la mitad de la cara:

—No hay quien pueda correr más que un oso pardo. Yo lo intenté. Me atrapó desde atrás. Un solo zarpazo. Mírenme ustedes.

Impulsado por el miedo, Tom aceleró el paso, pero al oír que el oso le iba restando ventaja aulló:

—¡Nancy! ¡Socorro!

Al oír su grito, la muchachita giró y vio, horrorizada, que él no tenía ninguna posibilidad de escapar corriendo: el animal, disfrutando de la cacería, avanzaba a pasos cada vez más grandes y pronto saltaría hacia Tom desde atrás. Estaba aterrorizada, pues sabía que el oso no iba a detenerse hasta someter a su presa. Bastaría un movimiento de esa gigantesca zarpa, con sus uñas de espada, para desgarrar la cara a Tom y, tal vez, cortarle la garganta.

En ese momento, Nancy Bigears supo lo que debía hacer, lo que habían aprendido sus antepasados

tlingits a lo largo de los siglos, enfrentados al oso pardo en las tierras que compartían con esa bestia feroz. «Puedes hacer una de estas tres cosas», le había dicho su abuela. «Correr y que te mate. Trepar a un árbol y sobrevivir, tal vez. O detenerte a hablar con el oso, haciéndole creer que eres más grande de lo que eres».

Había árboles a poca distancia, pero ninguno lo suficientemente cerca ni adecuado para trepar. La única esperanza consistía en hablar con el oso. Con valentía casi espontánea, Nancy corrió hacia Tom, a quien el animal ya casi había alcanzado, y lo detuvo asiéndole la mano con firmeza. Entonces enfrentó al oso, que aminoró la velocidad y se detuvo abruptamente, a unos tres metros de distancia, parpadeando ante el objeto que ahora le bloqueaba el paso.

—El oso tenía un olfato excepcional y éste le aseguró que su presa aún estaba cerca; pero su vista era deficiente, cuanto menos, y le fallaba con frecuencia; por eso no pudo determinar qué era lo que se interponía. Entonces se oyó una voz grave y potente, que dijo en

tlingit, sin miedo:

—Señor Oso, no tengas miedo. Somos amigos tuyos y no queremos hacerte daño.

La bestia permaneció inmóvil, con las orejas erguidas para captar esos sonidos tranquilizadores.

—Deténte ahí, señor Oso. Sigue tu camino, que nosotros seguiremos el nuestro.

El pequeño cerebro se confundió. Al perseguir al hombre, el animal no hacía otra cosa que jugar, en cierto modo; probablemente lo habría matado al alcanzarlo, más por diversión que por furia. Sabía que ese hombre no representaba una amenaza, sólo una intromisión en sus riberas. Mientras Tom corrió, fue una presa atractiva, pero ahora todo había cambiado: no había nada que perseguir, ninguna cosa esbelta con que jugar. Sólo había esa cosa grande e inmóvil, esos sonidos firmes que provenían de ella, esa sensación de misterio y confusión. En un instante todo se había alterado.

Poco a poco, el oso volvió la grupa, miró por encima del hombro ese extraño objeto del sendero y dio el primer brinco potente de la retirada. Al marcharse, seguía oyendo esos sonidos serenos, pero enérgicos:

—Sigue tu camino, señor Oso. Vuelve a tus salmones y que tu pesca sea buena.

Sólo cuando el enorme oso se hubo ido soltó Nancy a Tom, sabiendo que ahora él podía bajar la guardia. Si hubiera echado a correr, si hubiera hecho siquiera un movimiento llamativo frente al oso, tal vez ambos habrían perecido. Al dejar la mano de Tom sintió que él se aflojaba, trémulo.

—Faltó muy poco.

—Sí, para los dos.

—No sabía que eras capaz de hablar con los osos.

Ella se irguió a la luz del sol, con el rostro plácido y redondo, sonriente como si no hubiera ocurrido nada.

—Necesitaba que le hablasen.

—Fuiste muy valiente, Nancy.

—No tenía hambre. Sólo curiosidad. Ganas de jugar. Había que hablarle.

El viernes comenzaron a llegar las familias indias vecinas; navegaban por el estuario del Taku en sus canoas pintadas o en pequeñas embarcaciones a vela, impulsadas por el famoso viento Taku que soplaba desde Canadá. No vestían ropas de trabajo, sino atuendos festivos: vestidos llenos de cuentas, pantalones ribeteados de piel y sombreros que Tom nunca había visto. Los niños iban adornados de conchillas y se abrigaban con decorados mantos de venado. Formaban un grupo colorido. Cada vez que llegaba una familia, Nancy y su madre la recibían con las mismas palabras, que la muchachita tradujo para Tom:

—Es un honor para nosotros que hayáis venido. El amo pronto estará aquí.

Ante eso, los visitantes hacían una reverencia y se alejaban para inspeccionar el tótem postrado, que consideraban excelente.

De pronto se produjo un alboroto a lo largo de la costa y los niños bajaron corriendo para saludar a Sam Bigears, que llegaba remando, con la canoa llena de cosas compradas en Juneau. Los pequeños le ayudaron ansiosos a descargar, pasándose los paquetes que pronto prestarían dignidad al

potlatch. Cuando les llegó el turno a tres pequeños envoltorios bastante pesados, los niños preguntaron con impertinencia:

—¿Qué hay aquí?

Y él les indicó que rompieran las envolturas. Al hacerlo, se encontraron con tres latitas de pintura hecha por los blancos, que fueron llevadas al sitio donde descansaba el tótem medio terminado.

Sus segmentos principales estaban ya coloreados con los tonos apagados que proporcionaba la tierra: un gris suave, un azul reluciente, un rojo discreto. Lo que Bigears se proponía era dar vistosidad al poste con toques de verde vivo, carmín chispeante y negro azabache. Se encaminó directamente al tótem, sin detenerse siquiera para saludar a sus invitados, y abrió las tres latas. Luego entregó sus propios pinceles a dos artesanos tan dotados como él y les explicó lo que deseaba:

—La rana tiene que ser negra, con puntos negros. El sombrero, negro, por supuesto. Las caras, rojas; las alas del otro pájaro, verdes; los ojos del castor, rojos también.

Los hombres aplicaron diestramente los últimos toques. Los puristas del grupo habrían preferido que sólo se usaran colores naturales, como en tiempos pasados, pero aun ellos tuvieron que reconocer que los moderados toques de pintura industrial se fundían agradablemente con el resto del diseño, proporcionándole acentos de intensidad reveladores del carácter de su tallador.

Cuando aplicaron la tercera mano, con el sol apretando para ligarla a la madera, las mujeres se acercaron para aplaudir y todos estuvieron de acuerdo en que Bigears había hecho su trabajo como un tallador de los viejos tiempos. Una mujer señaló que el tótem de su aldea era más alto; otra no estaba demasiado satisfecha con los toques de rojo intenso, pero en general la obra fue aprobada:

—Se erguirá en esta cala como corresponde: de frente al glaciar, para hablar con todos los que naveguen por el estuario.

Entonces se dio comienzo al

potlatch. Habían acudido diecisiete familias para participar de la hospitalidad de Sam Bigears; a medida que los visitantes fueron recibiendo la comida y los regalos, todos reconocieron que Sam era tan generoso como sus antepasados. Tom Venn quedó atónito ante tal dispendio. «Esto debe de haberle costado muchísimo», pensó. Durante la celebración, Sam se paseaba entre sus huéspedes, sin dar muestras de que sus regalos le parecieran excesivos; tampoco hacía comentario alguno sobre los abundantes montones de comida. Cuando Tom, con los ojos dilatados, le preguntó:

—¿Haces estos

potlatch con frecuencia? —Sam evadió la respuesta directa:

—Tengo suerte. Buen trabajo. Buena esposa. Buena hija.

Tom le contó la aventura con el oso pardo y el

tlingit se echó a reír.

—Lástima yo no sabe antes. Pongo oso en tótem. Celebración.

De pronto, Tom quiso saber muchas cosas: ¿Qué se celebraba? ¿En honor de qué era el

potlatch? ¿Qué principio reunía a esos amigos? ¿A qué potencia rendía homenaje el tótem? ¿De dónde brotaba la fuerza o el espíritu que unía a esas personas? Y al resonarle esas preguntas en la cabeza, cayó en la cuenta de lo mucho que respetaba a su carpintero y de lo imposible que sería pedirle una explicación.

Pero podía preguntar por el tótem en sí, que ahora yacía por última vez en el suelo, donde cada parte se podía estudiar de cerca. Se paseó a lo largo del poste, preguntando qué papel desempeñaba la tortuga, por qué el ave descansaba en esa postura, por qué las alas estaban agregadas al poste en vez de formar parte genérica de él. Sam, obviamente orgulloso de su obra y complacido con el efecto de los tres colores comprados entre los suaves tonos de la tierra, habló de su tótem de buena gana, en esas horas previas a su erección formal a la entrada de la cala; era como si, en ese momento, el tótem dejara de ser creación suya para pasar a ser propiedad de todos.

—No hombre especial, no pájaro especial, no cara especial. Como yo siendo, na más. Como cae la lluvia.

Estaba empezando a llover; los hombres trajeron lonas para proteger la pintura todavía húmeda y, a lo largo de esa primera noche del

potlatch, uno tocó el violín y las mujeres bailaron. Tom Venn se quejó a Nancy:

—Nadie me explica qué es esto. ¿Un

potlatch para qué?

La muchacha, contemplando los festejos como desde lejos, explicó la antigua costumbre:

—Cuando todo marcha bien, cuando hay dinero en la casa y tus vecinos piensan bien de ti, tal vez lo correcto sea regalarlo todo y comenzar de nuevo. Tal vez haya que probar fuerzas otra vez. Tal vez no haya que elevarse demasiado por encima de los vecinos. ¡Mira! Cantan, bailan.

Y Sam Bigears crece ante sus ojos, pues ha hecho un verdadero

potlatch. Los misioneros detestaban el

potlatch. Aseguraban que era cosa del demonio. Demasiado ruido. Poco rezo. En el

potlatch pasan muchas cosas. Cosas buenas. Cosas ruidosas. Tal vez parezca salvaje. Pero la celebración…

Movió suavemente la cabeza al compás del chirriante violín, sonriendo al ver que su madre bailaba en un rincón, como acompañada por un fantasma, siguiendo una música que sólo ella oía.

A la mañana del tercer día, todos se reunieron junto al tótem para participar en el rito de su erección. Puesto que el poste medía nueve metros de longitud y era amplio en la base, la operación sería todo un problema de ingeniería. Pero a lo largo de los siglos los

tlingits habían perfeccionado un sistema para poner sus grandes tótems en posición vertical, y en ese momento lo pusieron a prueba.

Bigears, Tom y Nancy ya habían preparado el agujero, rodeándolo con piedras. Lo que se hizo fue cavar una zanja que formaba una suave pendiente desde el fondo del agujero, junto al poste, con una longitud equivalente a un tercio de la del tótem. Cuando la inclinación fue la debida, los hombres aplicaron músculo y cuerdas a la tarea de deslizar el largo poste de costado y hacia abajo, al interior de la zanja. El extremo superior, que permanecía fuera de ella, fue levantado en diversos puntos con fuertes leños. Todo estaba listo, pero en el último instante los hombres introdujeron en el agujero, a lo largo de la cara más alejada, una piedra grande y plana, contra la cual se apoyaría el extremo inferior del tótem, de modo que, al izarse la parte alta, la piedra le impediría clavarse en la tierra blanda.

Ataron sogas en muchos puntos, a lo largo del poste; una de las más importantes era la que le impediría balancearse demasiado cuando se lo irguiera. Otras estaban destinadas a impedir que se moviera lateralmente. Los más experimentados en la tarea empezaron a dar órdenes a gritos, mientras los otros tiraban de las cuerdas. Las mujeres contemplaban con admiración el hermoso objeto tallado, que empezaba a elevarse majestuosamente en la mañana soleada, reflejando la luz en sus superficies pintadas. Ellas comenzaron a cantar un estribillo, ante lo cual los hombres tiraron con más vigor; los que estaban atrás, para evitar un ascenso demasiado rápido, se esforzaban por mantener un punto medio entre la celeridad y la prudencia. El bello poste se elevó en el aire, se estremeció por un momento al aproximarse a la perpendicular y luego se deslizó silenciosamente hacia el agujero. Tom Venn, encargado de una de las sogas que impedían el movimiento lateral, sintió que el gran tronco asumía la Posición de descanso.

—¡Halloo! —gritó el hombre a cargo de las cuerdas.

Y todos soltaron. Mientras las sogas caían cómodamente a lo largo del alto poste, hombres y mujeres gritaron de júbilo, pues ahora el tótem de Sam Bigears se erguía solo y vertical frente a la costa, como para saludar a todas las embarcaciones que se aproximaran al estuario.

El Potlatch había terminado. Los vecinos de Sam llevaron sus regalos a las canoas; cada hombre iba consciente de que, en algún momento futuro, tendría que retribuir a Sam con un regalo de igual valor; cada mujer se preguntaba qué podía coser y tejer que fuera tan presentable como lo que le había dado la esposa de Sam. De ese modo se preservaba y fomentaba la economía de los

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