Alaska

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III. LOS NORTEÑOS

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Los vecinos, que habían salido de las chozas cercanas y se habían congregado allí, ahogaron una exclamación al oír aquella dura condena, y hasta el jefe, que tantas veces y tan capazmente había dirigido a su pueblo, tuvo miedo de hablar. Pero, en medio del silencio temeroso que se formó, Nuklit se plantó junto a su esposo y abrazó a su hija de cuatro años: hizo saber, con aquel simple gesto, que, si Ugruk era expulsado, ella le acompañaría.

El chamán pretendía que Ugruk se marchara inmediatamente, pero su plan se vio frustrado por aquel cambio inesperado, y los visitantes se retiraron algo confundidos, llevándose el kayak. Sin embargo, a pesar del momentáneo contratiempo, el chamán no renunció a la idea de reorganizar la aldea y hacerse con una mujer, de modo que, aquella noche, en medio de la oscuridad, se escurrieron hasta la casa del jefe algunos jóvenes a los que no se identificó y destrozaron casi completamente el nuevo kayak de tres plazas.

Por la mañana temprano, Nuklit, que había salido en busca de leña, fue la primera en descubrir aquel acto vandálico, pero no se asustó al ver lo que el chamán había causado. Como su choza, aparentemente, estaba condenada por los espíritus que custodiaban la aldea, era consciente de que podía haber gente espiándola, así que prosiguió su camino hacia la playa, en busca de la madera que el mar hubiera arrojado tras el deshielo, y volvió a casa en cuanto hubo reunido una brazada. Despertó a los hombres, y les advirtió de que no se lamentaran públicamente cuando viesen qué había ocurrido con el kayak.

Ugruk y su suegro salieron en silencio a inspeccionar los daños, y el primero decidió que las partes rotas del armazón se podían cambiar y la piel desgarrada se podía reparar. Tres días después, los dos hombres habían vuelto a reconstruir el kayak, pero esta vez lo introdujeron a medias en la cabaña; Ugruk dormiría sentado en el agujero que quedaba fuera de la vivienda y apoyaría la cabeza sobre los brazos, cruzados por encima del borde de la abertura.

Los esquimales, tanto los de aquel período como los de épocas posteriores, eran un pueblo pacífico que no cometía asesinatos; por ello, aunque el chamán podía declarar la guerra contra los dos hombres, no podía matar ni ordenar que los matasen. Nadie lo habría tolerado. Sin embargo, su condición de chamán le daba derecho a alertar a su pueblo contra las personas que pudieran acarrear desgracias a la aldea; eso hizo, con vehemencia y con eficacia.

Comentó que la bizquera de Ugruk demostraba su maldad y, cuando gritó: «¿Qué otro motivo podrían tener los espíritus para desviar la mirada de un hombre?», su auditorio se divirtió mucho porque el chamán mismo bizqueó durante un momento, con lo que su cara se volvió aún más fea. Se dudaba mucho de no incluir en sus parrafadas una sola palabra contra el Jefe, al que alababa efusivamente por su habilidad en la dirección de los

umiaks; de hecho, intentaba introducir una cuña entre los dos hombres, y lo habría conseguido, si no hubiese cometido un error crucial.

Una tarde se acercó a Nuklit, que recogía las primeras flores del año, movido por su deseo cada vez mayor de conquistarla; le cautivaron la belleza morena de la mujer y su forma armoniosa de moverse aquí y allá por la pradera, en busca de los brotes de la primavera, y, contra toda prudencia, se abalanzó torpemente sobre ella e intentó abrazarla. Como Nuklit, de muchacha, había estado con varios jóvenes de gran atractivo e incluso había sido durante algunos meses la mujer del apuesto Shaktulik, sabía cómo eran los hombres y nunca, ni con el mayor esfuerzo de la imaginación, hubiera imaginado a aquel chamán repulsivo como su pareja. Por otra parte, en Ugruk había descubierto al tipo de compañero que cualquier mujer querría conservar, a pesar de sus evidentes defectos. Era delicado, pero valiente; amable con los demás, pero resuelto cuando tomaba una decisión. Había demostrado su valentía al desafiar al chamán y había demostrado su habilidad al construir el kayak nuevo, y Nuklit, ya en la plena madurez de los veintiún años, se sabía afortunada por haberle conocido.

Por su parte, el chamán, sucio, con su pelo grasiento y sus harapos malolientes, tenía muy pocos atractivos, al margen de su relación privilegiada con los espíritus y su capacidad de hacer que trabajasen en su provecho.

Cuando Nuklit sintió que él la agarraba, se dio cuenta de que también podía desafiar aquellos poderes.

—Vete, asqueroso —le dijo, mientras le empujaba con fuerza.

Entonces, asqueada, cometió una falta de prudencia: se rió de él, algo que el hombre no podía tolerar. El chamán retrocedió, tambaleándose, y juró destruir a aquella mujer y a todos sus compañeros, incluyendo a la niña inocente. La aldea de Pelek no volvería a saber de aquellos seres malvados.

Una vez en su choza situada al margen del pueblo, donde vivía en comunión con las fuerzas que gobernaban el Universo, lleno de ira fue ideando un plan tras otro para castigar a la mujer que le había desdeñado. Pensó en venenos, puñales y naufragios, hasta que finalmente cedieron sus pasiones más salvajes y decidió que, al día siguiente, al amanecer, convocaría a los aldeanos y pronunciaría un anatema absoluto contra el jefe, su hija, el esposo y la niña. Pensaba recitar una lista de todas las maldades que habían cometido para acarrear la desgracia a la aldea y provocar la enemistad de los espíritus. Quería infundir gran violencia a sus acusaciones, de modo que el público, Finalmente, en su frenesí olvidara la aversión de los esquimales por el asesinato y decidiera matar a aquellas cuatro personas a fin de evitar el castigo de los espíritus.

Sin embargo, al amanecer, cuando comenzó a convocar a los aldeanos para llevarlos hasta la choza del jefe, donde pensaba efectuar sus denuncias se encontró con que la mayoría estaban ya reunidos en la playa. Se abrió paso entre ellos a codazos y vio que todos miraban hacia el mar; en el horizonte, tan lejos que no les alcanzaría ni el

umiak más veloz, tres siluetas encajadas en las tres aberturas de un kayak de estilo nuevo, se dirigían rumbo al mundo desconocido del lado opuesto.

En su frágil kayak, los atrevidos emigrantes iban a necesitar tres días enteros para cruzar desde Asia hasta América del Norte, porque el agua estaba picada en alta mar y todavía quedaban algunos icebergs a la deriva, en dirección al sur; pero en aquel amanecer luminoso todo parecía posible, y navegaban hacia el este con una alegría en el corazón que nadie que no estuviera tan relacionado con el mar hubiera podido comprender. Cuando ya no se veía la costa de Asia y delante suyo no había nada, continuaron la marcha, con el sol cayendo de pleno sobre sus caras. Se encontraban solos en alta mar, sin saber con certeza qué podría ocurrirles durante los días siguientes; contenían el aliento cuando el kayak se precipitaba por la pendiente de una ola poderosa y, cuando se encaramaba en la siguiente cresta, lanzaban una exclamación de placer. Estaban unidos a las focas que jugaban bajo la llovizna, y eran parientes de las morsas que iban al norte a aparearse. Cuando vieron una ballena que lanzaba su chorro en la distancia, el jefe gritó:

—No te muevas de ahí, que volveremos por ti más tarde.

Como consecuencia de la precipitada marcha de Pelek, se habían producido dos situaciones de una gravedad tal que daban sentido a toda una vida. Nuklit había vuelto pálida de espanto de su enfrentamiento con el chamán y, cuando su padre le preguntó qué había ocurrido, se limitó a responder:

—Tenemos que irnos cuando se haga oscuro.

—¡No podemos! —gritó Ugruk.

—Es preciso —fue la única respuesta de la mujer.

No dijo más, no explicó que había rechazado al chamán y se había reído de él, ni confesó tampoco que no podían continuar ocupando la choza, sobre la cual ella había atraído tanto peligro. Los hombres comprendieron que se había rebasado algún límite y se limitaron a preguntar:

—¿Tiene que ser esta noche?

Al principio, Nuklit asintió con un gesto, pero comprendió que tenía que dar una respuesta convincente, de modo que no pudiesen rebatirla.

—Nos iremos tan pronto como se duerman en la aldea. Si no, vamos a morir.

La segunda ocasión en que tuvieron que tomar una decisión comprometida se produjo cuando los obligados emigrantes llegaron a la playa; el suegro y el yerno transportaban el kayak en silencio, y la madre y la hija llevaban el ajuar que habían reunido. Los hombres echaron al agua la embarcación y acomodaron a Nuklit en el espacio central, donde iba a llevar a la niña durante la huida; y después el jefe se dirigió con toda naturalidad hacia el asiento trasero, el puesto de mando del kayak, porque suponía que iba a ser él el capitán de la expedición. Sin embargo, Ugruk se interpuso antes de que pudiera ocupar su sitio.

—Yo llevaré el timón —dijo Ugruk en voz baja a su suegro, que tuvo que cederle el mando.

Cuando ya estaban lejos de la playa y a salvo de las represalias del chamán, los cuatro esquimales del frágil kayak establecieron las reglas por las que iban a regirse durante los tres días siguientes. A popa, Ugruk marcaba un ritmo lento y regular: doscientos golpes de remo a la derecha, seguidos de un gruñido: «¡Cambio!», luego, doscientos golpes de remo a la izquierda. En el asiento de proa, el jefe remaba con todas sus fuerzas, como si el avance dependiese solamente de él; principalmente era él quien impulsaba la canoa hacia adelante. Nuklit, en el asiento central, les daba de vez en cuando agua de beber y algún pedazo de grasa de foca que iban masticando mientras remaban.

Alguna vez, la niña intentaba subirse al borde de la abertura, para aliviar el peso que su madre tenía que soportar, pero Nuklit la atraía de nuevo hacia sí y la mantenía en su regazo por mucho que le pesara.

—Si el kayak vuelca mientras tú estás afuera —le advertía—, ¿cómo quieres que te salvemos?

Por la noche continuó el viaje, porque tanto Ugruk como su suegro eran conscientes de la importancia de seguir avanzando en medio de la plateada oscuridad y se habían impuesto un ritmo lento y continuo, que mantenía la proa del bote apuntada hacia el este incluso después de la puesta del sol, que en aquellos días del principio del verano tardaba en producirse. Pero nadie puede remar sin pausa, y, por eso, cuando salió el sol, los hombres se turnaron para dormir un poco, el jefe primero y después Ugruk; para dormir guardaban con cuidado el remo, tan valioso, en el interior de la embarcación, junto a una pierna, lo que les permitía recuperarlo con rapidez.

Durante los dos primeros días, Nuklit no durmió, aunque intentaba que su hija sí lo hiciera, y se sentía más madre que nunca cuando la niña apoyaba sobre ella la cabecita soñolienta, porque ella, Nuklit, era la única que podía proteger a su hija de la muerte en aquel mar infinito. Al mismo tiempo experimentaba otras dos sensaciones casi igual de intensas. Durante la arriesgada travesía, apoyaba el pie izquierdo contra la piel de foca que contenía el agua, para asegurarse de que seguía allí, y apoyaba el derecho contra el remo de repuesto, que sería tan necesario si uno de los hombres perdía el suyo por accidente. Se veía a sí misma alargando la mano para alcanzar el remo y dárselo a su marido o a su padre. En la vasta soledad del mar, estaba segura de que, de ocurrir un incidente así, el remo lo perdería su padre y no Ugruk.

La mañana del tercer día, ya no podía mantenerse despierta, y hubo un momento en que se adormeció y cayó en la cuenta de que había dejado a su hija sin protección.

—¡Padre, encárgate tú un rato de la niña! —le pidió entonces a su padre.

—Tráela aquí —intervino Ugruk, cuando su mujer iba a llevar a la niña hacia proa.

Mientras se dormía, Nuklit pensó, con lágrimas en los ojos: «No es hija suya, pero la lleva en el corazón».

Durante la tarde del tercer día alcanzaron a ver el territorio oriental, lo que movió a los hombres a remar con más energía, pero se hizo de noche antes de que llegaran a la costa, y cuando salieron las estrellas, que les parecieron más brillantes porque las iluminaba la esperanza además de su propia luz, los cuatro silenciosos inmigrantes avanzaron con determinación, con Nuklit abrazada de nuevo a su hija, y apoyando todavía los pies contra la seguridad que le ofrecían el agua y el remo de repuesto.

Un poco después de medianoche, se oscurecieron las estrellas, se levantó viento y, en un cambio brusco del tiempo, tal como solía ocurrir en la región, se descargó súbitamente sobre ellos una tormenta; el kayak comenzó a girar y a dar tumbos en la oscuridad, mientras se precipitaba en los hondos abismos del mar y se elevaba hasta alturas terroríficas. Los dos hombres tenían que remar furiosamente para impedir que volcase la frágil embarcación; cuando los brazos les dolían tanto que no se sentían capaces de soportarlo más, Ugruk gritaba «¡Cambio!» por encima del aullido del viento; entonces, en un ritmo perfecto, cambiaban de lado y mantenían el movimiento hacia adelante.

Al sentir que el kayak se deslizaba de un lado a otro, Nuklit estrechaba con más fuerza a su hija, que no lloraba ni daba muestras de miedo; aunque la pequeña estaba aterrorizada por la oscuridad y la violencia del mar, su única señal de preocupación era la fuerza con que se aferraba al brazo de su madre.

Entonces surgió una ola gigantesca de la oscuridad, y el jefe gritó:

—¡Volcamos!

El kayak volcó y se inclinó profundamente hacia el lado izquierdo hasta hundirse por completo bajo la gran ola. Hacía mil años se había decidido que el remero, en caso de que volcara un kayak, tenía que intentar, con un fuerte golpe de remo y con una torsión de su cuerpo, que la embarcación continuara girando en la dirección que siguiera al zozobrar; sumergidos en el agua oscura y helada, los dos hombres obedecieron las antiguas instrucciones: lucharon con los remos y empujaron con todo su peso para que el kayak siguiera girando. Automáticamente, Nuklit hizo lo mismo, tal como había aprendido desde su nacimiento, e incluso la niña comprendió que la salvación dependía únicamente de que el kayak continuara girando: se aferró a su madre con más fuerza que nunca y, de este modo, ella también ayudó a mantener la rotación.

Cuando el kayak estaba completamente sumergido, con los pasajeros cabeza abajo en aquellas aguas estigias, se puso de manifiesto el prodigio de su construcción: la piel de foca, cuidadosamente ajustada, mantuvo el agua por fuera y el aire en el interior; y, gracias a esto, la ligera embarcación continuó girando, batalló contra el poder terrorífico de la tempestad, y acabó por enderezarse. Cuando los viajeros se enjugaron el agua de los ojos vieron, al este, las primeras señales del nuevo día; vieron también que estaban aproximándose a tierra, y al ceder las olas y al regresar la calma al mar, los hombres remaron serenamente, mientras Nuklit estrechaba a su hija, a quien había protegido de las profundidades.

Desembarcaron antes del mediodía, ignorando si la aldea que habían visitado en aquella ocasión estaba situada hacia el norte o hacia el sur, aunque estaban bastante seguros de encontrarla. Cuando los dos hombres izaron el kayak a tierra, Nuklit los detuvo un momento y sacó del kayak el remo de repuesto. De pie entre los dos hombres, irguió el remo en el aire claro de la mañana.

—No ha hecho falta —les dijo—. Los dos sabíais qué teníais que hacer. Entonces los abrazó: primero al padre, como muestra de profundo respeto por todo lo que había hecho en la antigua patria y por lo que haría en la nueva; después, a su valiente esposo, por el amor que le profesaba.

Así llegaron a Alaska aquellos esquimales morenos y de cara redonda.

Hace 12 000 años, según una cronología que confirman los restos encontrados por arqueólogos (el armazón de piedra de algunas casas y hasta restos de aldeas, ocultos durante mucho tiempo), en distintos puntos situados cerca del extremo alaskano del puente de tierra, existía un grupo de esquimales diferente a otros grupos de esa raza tan especial. No está clara la causa de las diferencias; hablaban el mismo idioma que los otros esquimales, habían logrado adaptarse igualmente a la vida en los climas más fríos y, en ciertos aspectos, eran aún más capaces de sacar provecho de los animales de aquellas tierras y de los mares cercanos.

Eran algo más pequeños que los demás esquimales, y de piel más oscura, como si provinieran de otra zona de Siberia o incluso de un territorio situado más al oeste, en el centro de Asia; pero ya llevaban bastante tiempo en los territorios cercanos al extremo occidental del puente de tierra y habían adquirido los rasgos básicos de los esquimales de aquel lugar. Sin embargo, cuando cruzaron hacia Alaska, se instalaron aparte, y despertaron la suspicacia y hasta la enemistad de sus vecinos.

No era extraño que se produjera tal antagonismo entre grupos diferentes; cuando Varnak y sus antiguos compañeros llegaron a Alaska, pasaron a ser conocidos como

atapascos y, tal como veremos, ellos y sus descendientes poblaron la mayor parte del territorio. Más tarde, cuando llegaron los esquimales de Ugruk y pretendieron hacer valer sus derechos sobre la costa, los

atapascos les recibieron con hostilidad, pues estaban instalados allí desde hacía mucho y monopolizaban las mejores zonas, entre los glaciares; y se convirtió en norma que los esquimales se mantuvieran en la costa, donde podían mantener su antiguo estilo marinero de vida, en tanto que los

atapascos se quedaban en las tierras más productivas del interior, donde subsistían como cazadores. Pasaban décadas sin que un grupo se adentrara en el territorio del otro, pero, cuando al fin entraban en contacto, solían producirse disturbios, riñas e incluso muertes, normalmente con la victoria de los

atapascos, que eran más fuertes. Después de todo, habían ocupado aquellas tierras miles de años antes de que llegaran los esquimales.

Aunque no se trataba del tradicional y universal antagonismo entre los habitantes de la montaña y los de la costa, se le parecía bastante; al grupo de Ugruk ya le resultaba difícil defenderse de los

atapascos, que eran más agresivos. Pero aquella tercera oleada de recién llegados, más pequeños y apacibles, parecía incapaz de protegerse de nadie. Cuando surgieron dudas sobre la posibilidad de continuar establecidos en aquella zona, una de las mejores de Alaska, los doscientos miembros del clan comenzaron a plantearse el futuro.

Por desgracia, precisamente en aquel momento desafortunado, el sabio que tanto reverenciaban, un anciano de treinta y siete años, comenzó a encontrarse tan mal que ya no podía dirigirles, y todo quedó un poco a la deriva, pues las decisiones importantes se postergaron o se abandonaron. Por ejemplo, en su emigración obligada, el grupo se había establecido temporalmente en una zona muy atractiva situada al sur de la península, que, durante los milenios en que el crecimiento de los océanos había llegado a sumergir el puente de tierra, había constituido el extremo occidental de Alaska. En aquella época, el puente estaba a la vista y no había océano en quinientos quilómetros a la redonda; en cambio, existía un recurso natural, de riqueza abundante y variada, que permitió la subsistencia del grupo.

Hace unos 12 000 años, por motivos que quizá nunca llegaremos a explicarnos, en Alaska y en el resto de la Tierra proliferó la vida animal a un ritmo desconocido hasta entonces. Había una variedad extraordinaria de especies animales, el número de ejemplares era casi excesivo y, cosa aún más inexplicable, su tamaño era muchísimo mayor que el de sus descendientes. Los castores eran inmensos. Los bisontes parecían monumentos peludos. Los alces se elevaban como torres, sus cornamentas eran grandes como algunos árboles; y los desgarbados bueyes almizcleros alcanzaban un tamaño impresionante. Los animales grandes eran característicos de aquel período, y los hombres tenían suerte de vivir entre ellos, porque, si abatían a un solo ejemplar, tenían carne asegurada para muchos meses.

Los mamuts, que eran con mucho los animales de mayor tamaño y de aspecto más majestuoso, abundaban como en la época de Varnak el Cazador. A lo largo de los 15 000 años transcurridos desde que Varnak había perseguido sin éxito a Matriarca, los mamuts habían aumentado tanto en tamaño como en número, y, en la zona que ocupaba en aquel momento el grupo de esquimales, había tal cantidad de aquellas bestias enormes que cualquier niño criado en el extremo oriental del puente de tierra estaba habituado a ellas. Aunque no las viese cada día, ni siquiera cada mes, sabía que estaban allí, junto a los grandes osos y a los leones astutos.

Azazruk era uno de aquellos muchachos; tenía diecisiete años, era alto para su edad y todos sus rasgos eran asiáticos. Su pelo era de un negro más oscuro que el de sus compañeros; su piel, de un color más pardo; y sus brazos, de mayor longitud. No cabía duda de que sus antepasados descendían de los mongoles de Asia. Era hijo del anciano moribundo, y el padre había albergado la esperanza de que el niño asumiera en su madurez el cargo que él había ejercido, pero año tras año se hacía más evidente que no iba a ser así; él nunca reprochaba esa incapacidad a su hijo, aunque no conseguía disimular su desengaño.

Pese a sus esperanzas, el anciano no conseguía determinar un aspecto en que su hijo pudiera contribuir a la vida del clan. No sabía cazar, no podía fabricar con trozos de sílex afiladas puntas de flecha, y no demostraba ninguna aptitud de mando en las batallas que a veces emprendían contra sus enemigos. Cuando quería, podía hablar con una voz fuerte, de modo que podría haber dirigido las deliberaciones del grupo; pero normalmente prefería hablar con mucha suavidad, hasta el punto de que a veces casi parecía afeminado. Sin embargo, era un muchacho bueno, como reconocían tanto su padre como toda la comunidad. La cuestión era, de hecho, de qué le serviría su bondad en caso de crisis.

Su padre, que era un sabio, sabía que muy pocos hombres, aunque lleven una vida normal, se libran de los grandes momentos de prueba. Los jefes natos como él se enfrentaban continuamente con esas situaciones, y las decisiones que había que tomar en el rastreo de un animal, en la construcción de una choza o en la elección del próximo rumbo que seguiría el clan, eran sometidas al juicio de sus pares. Los privilegios de la jefatura quedaban justificados por esta carga que se les imponía. Pero también había observado que el hombre común, el que no tenía ninguna cualidad de mando, tenía que enfrentarse a su vez a momentos de equilibrio inestable. En esos momentos, cualquier hombre tenía que actuar con rapidez, sin pararse a deliberar meticulosamente ni a emprender un cálculo cauteloso de las posibilidades. De repente, el mamut que estaban cazando se daba la vuelta y alguien tenía que enfrentarse a él. O bien volcaba un kayak en el agua turbulenta del río, y el remero, como era habitual, impulsaba el movimiento de giro para tratar de enderezarlo; pero entonces se encontraba con una piedra y ¿qué ocurría? O un hombre que intentaba siempre evitar antipatías se encontraba de pronto ante un provocador. Las mujeres tampoco estaban exentas de tener que tomar decisiones rápidas: en un parto, el niño salía de nalgas, y, en ese caso, ¿qué hacían las mujeres de más edad?; o a una niña tardaba en llegarle su primera menstruación, y ¿cómo se resolvía eso?

En la fortaleza de hielo de Alaska la vida ofrecía desafíos continuos a los seres humanos, de modo que Azazruk, a sus diecisiete años, ya debería haber desarrollado su personalidad; no era así, sin embargo, y su padre moribundo no lograba adivinar cuál iba a ser el futuro de su hijo.

Un día de primavera, la fatalidad quiso que los

atapascos del norte realizaran una incursión contra el clan, justo cuando el anciano agonizaba. Su hijo se encontraba con él y no con los guerreros que trataban, bastante inútilmente, de proteger sus tierras. Al sentir acercarse la muerte, el padre le susurró:

—Azazruk, tienes que conducir a nuestro pueblo a un hogar seguro.

Antes de que el joven pudiera responder, o siquiera comunicar a su padre que había escuchado su petición, la muerte acabó con las aprensiones del anciano.

Aunque no fue un combate duro, sino una mera continuación del hostigamiento que ejercían los

atapascos contra los esquimales, estuvieran éstos donde estuviesen, el clan se sintió confundido porque coincidió con la muerte de quien había sido su jefe durante mucho tiempo, y los hombres, sentados frente a las chozas, se preguntaron desconcertados qué hacer. Nadie, y mucho menos los guerreros, se dirigió a Azazruk en busca de dirección o de consejo. Le dejaron solo, enfrentado al misterio de la muerte. Azazruk salió de la aldea mientras cavilaba sobre las últimas palabras de su padre, y caminó hasta llegar a un arroyo que descendía desde el glaciar situado al este.

Mientras intentaba desenredar los pensamientos que se le agolpaban en la cabeza, miró por casualidad el torrente y se dio cuenta de que estaba casi blanco porque arrastraba miles de trocitos de piedra desprendidos de las rocas situadas frente al glaciar; se quedó un rato maravillado por aquella blancura y se preguntó si representaría algún tipo de presagio. Meditaba sobre esa posibilidad, hasta que vio que del barro negro de la orilla sobresalía un extraño objeto, dorado y reluciente; al agacharse para rescatarlo del cieno, vio que se trataba de un trocito de marfil, del tamaño de dos dedos. Tal vez se había desprendido del colmillo de algún mamut o quizá provenía de la antigua cacería de una morsa, pero tenía algo que, incluso en aquel primer momento, cuando Azazruk lo sostenía, le daba una cualidad especial: por casualidad, o por obra de algún artista muerto hacía ya mucho, el marfil representaba un ser vivo, tal vez un hombre, tal vez un animal. No tenía cabeza, pero sí se veía un torso, un par de piernas cortas y una mano o una garra claramente dibujada. Bajo la luz que ya escaseaba, Azazruk hizo girar el objeto, cuya realidad le dejó estupefacto: era marfil, no cabía duda, pero al mismo tiempo era algo vivo, y la posesión de la pieza provocó una sensación de respeto religioso en el joven, un ánimo de desafío y decisión. No podía creer que fuera casual el hallazgo de aquella pequeña criatura viviente, justo el día de la muerte de su padre, mientras en su clan reinaba la confusión. Comprendió que los espíritus enviaban aquel presagio a alguien destinado a cumplir una tarea importante, y, en aquel instante de descubrimiento, decidió guardar el secreto. La estatuilla era pequeña y podía llevarla oculta entre los pliegues de su vestido de pieles de ciervo, donde pensaba guardarla hasta que los espíritus que la habían enviado le revelaran sus intenciones.

Cuando se disponía a abandonar el arroyo, cuyas aguas turbulentas seguían tan blancas como la leche del buey almizclero, le detuvo un coro de voces, y supo que el sonido provenía de los espíritus responsables de la suerte de su clan, los que le habían enviado la figurilla de marfil.

—Tú serás el chamán —le anunciaron las voces, en un susurro de hermosa armonía que no podía oír nadie más que él.

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