Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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—Lamento que no sea para una ópera fácil, como Carmen —explicó la mujer que iría con el grupo—, pero sus efectos son magníficos y yo explicaré la acción. La Valkiria, de Wagner. Música que jamás olvidarán.

Naturalmente, Amy Ekseavik consiguió una copia del libreto y preparó tanto a sus compañeros como a sus mayores para lo que iban a ver. Con la ayuda de la guía, los de Desolation pudieron seguir la complicada historia. Kendra, que nunca había visto una ópera, se sentó detrás de los estudiantes, con Jeb Keeler a la izquierda y Afanasi a la derecha; Jonathan Borodin se sentó delante de ella, pero a dos filas de distancia, de modo que ella podía verle buena parte de la cara. Cuando se inició la sombría música y comenzaron a desplegarse las antiguas costumbres nórdicas, quedó en evidencia que causaban en Borodin un efecto profundo. Ni entre los estudiantes ni entre los adultos hubo quien siguiera la misteriosa grandeza de la escena wagneriana con tanta intensidad como él, lo cual hizo que Kendra preguntara a Afanasi, durante el primer descanso:

—¿Es verdad que el abuelo de Jonathan Borodin es secretamente un chamán?

La pregunta tuvo un efecto explosivo en el sabio y cultivado líder de Desolation: se volvió abruptamente hacia Kendra y le preguntó con tono enérgico:

—¿Quién le ha dicho eso?

Ella señaló al joven Borodin, que permanecía a solas, en una especie de trance, con la vista fija en el gran telón que ocultaba el escenario.

Afanasi guardó silencio por algunos momentos. Luego se inclinó hacia Kendra, para que Borodin no pudiera oír lo que él decía:

—Vivimos en un mundo dual. El pastor presbiteriano nos recuerda los valores cristianos que respetamos desde hace cien años. Pero los ancianos nos recuerdan valores que hemos seguido durante diez mil años. —No quería decir más, pero como Kendra no respondía, la tomó de la mano y le aseguró—: ¿Chamán? ¿En el feo sentido antiguo de esa palabra? No. ¿Magia, curas, maldiciones? Nada de eso. Pero sí es un conservador de las antiguas y apreciadas costumbres que siempre hemos seguido.

Así quedó el asunto, pero en los dos últimos actos de la ópera Kendra vio a Jonathan transfigurado por la majestuosidad del escenario, la dominación de los dioses, la maravilla de los efectos escénicos y el poder del canto, la acción y las invocaciones. Como todos los esquimales, incluido Afanasi, estaba viendo una interpretación de la vida ártica misteriosamente extranjera, pero familiar. La guía se había disculpado al informar a los visitantes de cuál sería la ópera; no podía saber que era la más adecuada para ese grupo proveniente de otro mundo nórdico.

Al salir del gran teatro, el edificio más impresionante que habían visitado los esquimales, Kendra se descubrió caminando junto a Borodin y le preguntó qué le había parecido la ópera.

—Podrían haber sido esquimales —dijo él—. Era como nuestra propia historia.

La pequeña Amy Ekseavik los alcanzó, y añadió:

—Ellos también vivían en un país frío, ¿no?

Y la magia de la representación continuó manifestándose durante la cena y las conversaciones que siguieron.

En el viaje de regreso, Kendra recibió tardías instrucciones sobre los dos temas de conversación prohibidos en una comunidad esquimal. La advertencia le llegó del miembro más mundano de Desolation: Vladimir Afanasi. Ella se sentó junto a él durante una parte del vuelo, para felicitarle por el éxito de la expedición.

—Usted lo logró —le dijo—. Cuando escuché su proposición de llevar a casi toda la escuela a Alemania me dije: «¡Qué idea más absurda!». Después de pasar dos días en Berlín cambié de opinión.

Él replicó que eso no habría sido posible sin la ayuda de dos maestros como Kasm y ella.

—La gente subestima al señor Hooker. Es una de esas personas afortunadas que saben exactamente dónde desean estar. Y ese lugar es el que les corresponde. Él no serviría de nada en la secundaria, donde es preciso dictar materias específicas, pues hay inspectores que someterán a prueba a los estudiantes. ¿Sabe usted qué enseña él?

—Me lo he preguntado con frecuencia. Sus alumnos, cuando llegan a mi clase, no están muy preparados, como usted sabe.

—Enseña las glorias de la vida esquimal, la caza de la morsa, las ballenas. Sabe impartir bastante bien los conceptos básicos de la aritmética.

—Lo he notado.

—Pero desprecia cosas como la poesía, la historia y los cuentos infantiles tradicionales. Dice que todo eso es basura. Lo que valora es un buen equipo de fútbol americano. Y alienta a sus estudiantes a seguir las antiguas artes esquimales: talla, cestería y talabartería. —Reflexionó sobre eso unos momentos, mientras ambos observaban por detrás al alto director. Por fin continuó—: En nuestras escuelas Molly Hootch, el programa escolar tiende a centrarse en lo que le interesa al profesor. Sólo se puede rezar pidiendo a Dios que algo le interese, importa poco qué sea.

Eso dio coraje a Kendra para comentar:

—¿Sabe usted, señor Afanasi, que tenemos un cuasi-genio? Es esa pequeña, Amy Ekseavik.

—Usted me la mencionó.

—La otra noche, en Francfort, me dijo que tal vez deba abandonar la escuela.

—¿Por qué, si es tan buena estudiante, según dicen?

Kendra sabía que iba a decir algo reprovatorio, pero no sospechaba que fuera a ser tan explosivo:

—Me dijo que su padre bebe demasiado y que ella puede verse obligada a regresar para ayudar a su madre.

Oyó que Afanasi aspiraba bruscamente y hacía chasquear los dientes.

—Señorita Scott, hay dos aspectos de la vida esquimal que no deseamos ventilar, sobre todo con los extranjeros que vienen desde Los cuarenta y ocho de abajo. —Su cara oscura se arrugó por la cólera, y apuntando a Kendra con un dedo, dijo ásperamente—: No haga comentarios sobre nuestra ebriedad. No divulgue nuestro número de suicidas. Son problemas que se esconden en el alma esquimal y no nos gusta que otros nos vengan con sermones. Usted, en particular, es aún una forastera entre desconocidos; le aconsejaría que mantuviera la boca cerrada.

Temblando de furia, pues había tenido que dar esa lección a muchos blancos que actuaban entre esquimales, abandonó el asiento y no volvió a hablar con Kendra durante el resto del viaje. Sin embargo, cuando llegaron a Desolation, el padre de un estudiante se presentó tan borracho que no pudo reconocer a su hijo, cosa que le ocurría con frecuencia. Entonces Afanasi dijo a Kendra, señalándole:

—Es el cáncer que nos corroe el alma. Pero tenemos que soportarlo solos. Usted no puede añadir nada: ni condena ni esperanza. Por eso le ruego que siga mi grosero consejo: mantenga la boca cerrada.

Con los labios apretados, Kendra comenzó a observar más de cerca la situación local.

Notó que, bajo el buen humor reinante en las reuniones del gimnasio y los animados entretenimientos a los que ella invitaba a los padres de sus alumnos, existía una silenciosa corriente interior, compuesta por los dos oscuros arroyos que infectaban la vida esquimal: la embriaguez, cínicamente introducida por los balleneros del Boston, como el capitán Schransky y su Erebus, y el malestar general introducido, con las mejores intenciones, por misioneros como el doctor Sheldon Jackson, los portadores de las leyes blancas, como el capitán Mike Healy y su Bear, y los representantes de la educación, como Kasm Hooker y Kendra Scott.

Esa enorme cantidad de cambios, defendidos por su supremacía sobre las antiguas costumbres de los esquimales, había sido imposible de asimilar en tan pocas generaciones. Así es como se desarrolló ese malestar del alma, que llevaba frecuentemente a los esquimales a buscar refugio en el alcohol o la liberación en el suicidio. Ignorante de la verdadera situación, Kendra no había contado los hombres ebrios que había en Desolation; tampoco tenía información suficiente para calcular el número de suicidios en los cinco últimos años. Pero una vez que fue consciente de ello, compiló un lamentable recuento de las dos horribles cargas de los esquimales.

Una de sus informantes, una anciana, le reveló, sin saberlo, la causa de las bruscas reacciones de Afanasi:

—Su abuelo, misionero, hombre que vino de Dios para ayudarnos. Trae muchas cosas buenas. Muchas veces trata de alejar alcohol de la aldea. Pero siempre los blancos traen otra vez. Mucho dinero. Ese Afanasi trata de ayudar a los perdidos. Siempre dice: «Hay que mirar a Dios», pero nada cambia. Y sus hijos. Ellos también perdidos. Uno, el padre de Vladimir, siempre borracho. Fuerte cazador, podía ser, pero muere joven. El hermano Iván, tío de Vladimir, se pone muy callado. No habla más. No pesca más. No caza más. Queda así. Y después se mata de un tiro.

La mujer interrumpió su relato para estudiar a la joven maestra por algunos instantes. Luego añadió:

—Enfermedad esquimal salta generaciones, como el salmón aguas arriba. Primer Afanasi hombre noble; sus dos hijos se destruyen. Nuestro Afanasi, siguiente generación, hombre noble, pero ¿sabes qué pasó a su hijo?

—No lo sé —dijo Kendra. Y ahogó una exclamación al oír la respuesta:

—Un día, sin motivo, se mata de un tiro. —Y concluyó, meneando la cabeza—: Quizá un día la hermana de Vladimir, la de Seattle, tiene un nieto, quizá hombre noble también.

Ese primer invierno terminó con una espantosa serie de días en los que el termómetro se mantuvo siempre por debajo de los treinta y cinco grados bajo cero, llegando con frecuencia a los cuarenta. Kendra, buscando alivio para el aburrimiento que atacaba a sus estudiantes, les hablaba de las maravillas de Salt Lake City y Denver o trataba de explicarles cómo eran los rodeos. Cuando supo que una maestra de Barrow había pasado unas vacaciones en Honolulú y tenía buenas películas de las islas, preguntó al señor Hooker si contaba con fondos para invitarla a disertar ante los alumnos. El director dijo:

—Lo haremos para toda la comunidad.

Fue una velada festiva. Pero junto con las coloridas tomas de flores tropicales y bailarines de hula, que se arrojaban fieras espadas unos a otros, la película tenía un fragmento especial, que la maestra presentó con mucha delicadeza:

—Ahora veremos la inauguración de una escuela secundaria. Vean ustedes qué encantadores murales… imaginen un gimnasio sin paredes… eso es un campanario. Pero quiero que vean a este anciano: ha venido a bendecir el edificio antes de que nadie pueda entrar, asegurando a los dioses de las islas que todo está en orden. Es un kahuna… el que habla con los dioses. Es lo que nosotros llamaríamos chamán.

La película mostraba las solemnes ceremonias, las montañas detrás de la escuela nueva, la estupenda cara arrugada del kahuna, que pedía una bendición.

—Pero quiero llamarles la atención sobre esos cuatro hombres de negro que están mirando… Son sacerdotes católicos. Los kahunas no les gustan, pero invitaron a éste a bendecir su escuela… ¿a que no adivinan por qué?

Entonces detuvo la proyección y dijo, con solemnidad:

—Observen ustedes con atención las próximas escenas. Ocho meses antes de lo que acabamos de ver se terminó una versión anterior de la escuela. Los estudiantes estaban a punto de asistir a clase, pero alguien advirtió a los sacerdotes católicos: «Conviene que el kahuna bendiga la escuela; si los dioses no están contentos, tal vez se incendie». Los sacerdotes dijeron que era una tontería. ¡Y vean ustedes lo que ocurrió!

Mostró escenas tomadas anteriormente, donde se veía el enorme incendio que consumió el edificio. Al cabo de varios minutos, ya apagadas las llamas y con las cenizas visibles, dijo:

—El kahuna se lo había advertido sin que ellos escucharan. Por eso, cuando la escuela quedó lista otra vez, le pidieron que fuera. Lleva alrededor del cuello las hojas de un árbol sagrado: el maile. Ruega al dios del fuego: «No quemes esta escuela». Al dios de los vientos: «No derribes esta escuela». Y ahora bendice a los mismos sacerdotes que le combatieron: «Conserva la salud a estos buenos hombres y ayúdales a enseñar». Ahora el anciano nos bendice a todos: «Ayuda a todos a enseñar». Y la escuela no tuvo más problemas, pues el chamán hawaiano la había protegido del modo correcto.

Esa película tuvo sobre Jonathan Borodin un efecto tan perturbador que no pudo dormir. Hacia las dos de la mañana fue a llamar a la puerta de Kendra.

—¿Quién es? —preguntó ella.

—Jonathan. Necesito hablar con usted.

—Por la mañana, Jonathan. Ahora estoy durmiendo.

—Es preciso. Tengo que verla.

Pese a sus reparos, Kendra se puso la bata, abrió la puerta con timidez y dejó pasar al perturbado joven.

Su problema era muy especial. Tanto en Alemania como en la película de Honolulu había visto que hombres y mujeres sensatos reverenciaban las costumbres antiguas; en ambas culturas sobrevivían seres tan apreciados como los chamanes.

—¿Qué tiene mi abuelo de malo? —preguntó de manera tan abrupta y combativa que ella se echó atrás.

—Absolutamente nada, Jonathan. Dicen que es un buen hombre. Así me lo ha dicho el señor Afanasi.

—¡Afanasi! —repitió el muchacho, con desdén—. En nuestra pequeña aldea él se opone a todo lo que hace mi abuelo. Pero en esa gran ciudad respetan a sus chamanes. Saben que son necesarios.

De pronto, sin aviso previo, cayó pesadamente en la cama, temblando como si estuviera poseído por una fuerza destructora. Tras varios intentos de dominarse, dijo con suavidad:

—Yo veo cosas que los otros no ven, señorita Scott. Sé cuándo volverán las ballenas. —Como Kendra no dijo nada, él le apretó la mano y dijo en voz baja, pero con gran energía—: Esa niña nueva que usted quiere tanto, Amy… Van a ocurrirle cosas espantosas. Jamás irá a la universidad, como usted pretende. Yo tampoco. Voy a ser chamán.

Dicho eso se levantó, le hizo una reverencia, le dio las gracias por su ayuda y dijo, ya en el umbral:

—Usted es una buena maestra, señorita Scott, pero no pasará mucho tiempo en Desolation. Representa las nuevas costumbres, pero entre nosotros las viejas nunca mueren.

Antes de que ella pudiera contestar, se fue, cerrando silenciosamente la puerta.

Kendra quedó desconcertada, consciente de que había hecho mal en permitirle la entrada a su cuarto. En cuanto al anuncio de que pensaba seguir los pasos de su abuelo, ella comprendía el impacto psicológico de la ópera alemana y la actuación del kahuna en la película, pero como tenía un conocimiento imperfecto de la historia de Alaska, no podía juzgar si esa decisión tenía sentido o no. Preocupada, no pudo dormir hasta casi las cinco de la mañana.

Habría querido informar de esas extrañas novedades a Afanasi, pero juzgó que eso sería infructuoso. Si bien el líder esquimal trataba de ser imparcial en su opinión sobre el chamanismo, era obvio que se oponía a su supervivencia, aun en las formas más suaves y menos efectivas. En realidad, Kendra necesitaba la presencia de Jeb; sabía que su apreciación habría sido sensata y adecuada. En ese inquieto estado mental se disponía a completar su primer y excitante año de enseñanza.

Una tarde, cuando la primavera se acercaba ya al norte helado, detuvo al joven Borodin, que pasaba a gran velocidad en su motonieve, y trató de persuadirle de que volviera a la universidad al llegar el verano. Él habló a medias de otras cosas que le interesaban más, diciendo que tal vez buscara empleo en Prudhoe Bay. Luego añadió:

—De cualquier modo, la semana que viene llegarán las ballenas, camino al norte.

Con esa predicción, pronunciada tan al desgaire, la catapultó hacia el corazón de la antigua experiencia esquimal. Pues el jueves la aldea estalló de entusiasmo: los exploradores del umiak de Afanasi, apostados en el borde del hielo que se adentraba en el mar, informaron por la radio portátil:

—El vigía de Point Hope dice que vienen cinco cachalotes hacia aquí.

Afanasi, que llevaba muchos días esperando esa información, pasó por la escuela en su camioneta, gritó a Kendra que le acompañara y esperó con impaciencia a que la muchacha se pusiera el atuendo esquimal.

—¡Ahora verá algo bueno! —exclamó él, exultante, mientras descendía hasta el borde del hielo. Allí le esperaba un vehículo para nieve, con el que cruzaría el hielo de la costa para llegar al agua abierta—. Estas cosas no me gustan —dijo a Kendra—, pero suba.

Y viajaron a gran velocidad por el hielo desigual, esquivando los montículos.

Los cazadores de ballenas de Desolation (y cualquier hombre que apreciara su reputación quería serlo) utilizaban dos tipos de embarcación; el umiak tradicional, que se impulsaba a remo cuando los cachalotes se acercaban al borde del hielo, y un esquife de aluminio con motor fuera de borda, cuando el espacio de agua abierta era ancho y las ballenas se mantenían lejos de la costa. Afanasi, conservador de las costumbres antiguas, aborrecía los esquifes tanto como las ruidosas motonieves. Él era hombre de umiaks.

Perezosamente, por la estrecha senda de agua libre, bordeada de grueso hielo por ambos costados, se acercaban cuatro ballenas adultas. Dos de ellas medían más de quince metros y pesaban cincuenta toneladas, según la regla: «Una tonelada por pie». Venían acompañadas por un animal joven, que no superaba de los seis metros de longitud. En majestuoso desfile, las ballenas se acercaron a los cazadores.

—¡Oh! —exclamó Kendra, sola junto al borde del hielo—. Parecen galeones que volvieran a Inglaterra después de una reyerta con los españoles.

Afanasi, el más experto y respetado de los cazadores, se hizo cargo de la cacería. Desde la popa de su umiak, no muy diferente de los que se construían en Siberia quince mil años antes, él y sus cinco ayudantes se adentraron en el mar helado para arponear una ballena. El enorme animal que iba delante se sumergió; ellos sabían, por experiencia, que podía permanecer bajo el agua hasta seis o siete minutos, y dieron por sentado que la habían perdido. Pero llegaron las otras, que también se sumergieron a intervalos irregulares. Los hombres de Afanasi temieron haber perdido su oportunidad. Cuando reapareció la segunda ballena grande, lo hizo al otro lado de la senda abierta y pasó indemne. Pero una de las más pequeñas, que medía unos doce metros de longitud, se sumergió bien al sur de donde esperaban Afanasi y su umiak. Un esquimal que se había acercado a Kendra apuntó:

—Ésa va a salir justo donde Vladimir la quiere.

Unos cinco minutos después, la ballena rompió la superficie, lanzó un chorro de agua y, para disgusto de los hombres del umiak y de quienes la observaban desde la costa, volvió a hundirse inmediatamente, agitando la cola, y desapareció antes de que los hombres de Afanasi pudieran atacarla con alguna probabilidad de éxito.

—¡Oh! —El hombre que acompañaba a Kendra gruñó con verdadero dolor y ella le miró, buscando una explicación—. La Comisión Ballenera Internacional, compuesta por Rusia, Canadá y ésos, quería prohibir la caza por completo. Pero nuestra Comisión Ballenera Esquimal dijo: «¡Eh, que es nuestro medio de vida! Permítannos cazar unas cuantas por año».

—¿Cuántas les asignaron?

—¿A Desolation? Dos.

—¿Por año?

—Sí. ¿Y cuántas cree usted que cazamos en estos dos años pasados? Ninguna. —El hombre escupió y miró hacia el agua abierta, tan tentadoramente próxima, tan inhóspita.

En ese momento la tercera ballena, aún muy alejada, rompió la superficie con un estruendo, como provocando a Afanasi y sus hombres.

—¿Las ha perdido? —preguntó Kendra.

—Si alguien puede atrapar una ballena para nosotros, ése es Afanasi. Ha cazado nueve en toda su vida. Yo, dos. No hay en la aldea nadie que pase de cuatro. Por eso es nuestro jefe.

La maestra se volvió a mirarle.

—¿O sea que es el jefe por haber cazado más ballenas que los demás?

—En Desolation, señorita Scott, no importa que haya ido a la universidad. Tampoco importa que tenga más dinero y una camioneta Ford. Lo que cuenta es que pueda salir con su umiak, que él mismo repara durante el verano, terminada la temporada de la caza, y mate ballenas cuando el resto de nosotros no puede. —Y añadió, señalando con el pulgar por encima del hombro—: En esta aldea son las ballenas las que marcan la diferencia.

En ese momento la segunda de las ballenas medianas emergió inesperadamente en la retaguardia de la procesión, pero en esa oportunidad Afanasi estaba preparado para actuar. Hizo una seña a los dos especialistas que debían matarla (el primero, armado de arpón; el segundo, con una escopeta de alta potencia) y puso el umiak en la posición debida. En los primeros años del siglo habría sido el de la escopeta quien disparara primero. Pero como con ese procedimiento eran demasiadas las ballenas que quedaban heridas y se perdían, la ley prohibía ahora que se disparara con armas de fuego mientras no se hubiera clavado el arpón.

Por eso, con el frágil umiak detenido cerca del enorme animal, el arponero echó atrás el brazo derecho, lo impulsó hacia delante con gran fuerza y clavó la punta del arpón justo detrás de la oreja. Inmediatamente, se desenrolló la cuerda, que llevaba dos flotadores de goma de color rojo intenso, cuyo diámetro era de un metro veinte; constituían un cepo del que la ballena no podría escapar. Detrás de la punta, el arpón llevaba una pesada carga de explosivos que detonó un segundo después, destruyendo en gran parte el sistema muscular de la ballena. En ese momento el de la escopeta disparó contra la base del cuello y la gran bestia marina quedó herida de muerte. Punta de arpón, explosivos en el cuerpo, flotadores de goma y, por fin, el disparo devastador: era demasiado hasta para una ballena de cuarenta toneladas. Su sangre enrojeció rápidamente el mar de Chukotsk.

Pero entonces el animal demostró por qué se le llamaba el leviatán de los océanos. Pese a lo terrible de sus heridas, continuó avanzando hacia el norte para reunirse con los otros miembros de su grupo y mantuvo su curso, siempre retrasándose, hasta que desapareció de la vista de los aldeanos que miraban desde la orilla. Kilómetros más arriba, cuando los cazadores de otro umiak se apresuraron a acabar con ella con otro arpón explosivo y otro disparo de escopeta, la noble bestia hizo un último esfuerzo por desprenderse de esos frenos flotantes; al fracasar, se volvió sobre el flanco derecho y pereció.

Afanasi, al ver morir a la ballena, se encorvó en el banco trasero de su umiak sin experimentar triunfo alguno. Era su décimo animal; indudablemente, era el amo de esa costa del noroeste. Pero acababa de perder a una amiga.

—¡Oh, valiente luchadora! ¡Te honramos!

Y comenzó a cantar un antiguo himno, por respeto a la ballena que daría alimento a todos los habitantes de Punta Desolación. Pero le ocurría algo sorprendente: había cazado una ballena, tras dos años de fracaso, y la importancia del hecho le abrumaba.

Como los hombres de los dos umiaks tardaron cuatro horas en remolcar la ballena muerta hasta Desolation, ya había pasado la medianoche con su luz plateada, cuando la ballena llegó, por fin, al hielo donde Kendra aguardaba. Allí se habían instalado dos enormes aparejos, cada uno con cinco fuertes poleas, a unos cuatro metros y medio de distancia entre ellas; una gruesa cuerda pasaba por las poleas, de delante hacia atrás.

—¿Qué están haciendo? —preguntó la maestra.

Un hombre interrumpió su trabajo para explicar:

—Cuando tiramos dos metros de ese extremo, el aparejo… una tremenda palanca… es ventaja mecánica. Verá usted que la ballena se mueve unos quince centímetros.

Ella no vio sobre el hielo nada que pudiera servir de apoyo para el extremo interior del artefacto; tampoco había, por cierto, árbol ni poste donde amarrarlo. Pero entonces dos grupos de hombres comenzaron a abrir agujeros muy profundos en el hielo, separados por algo más de un metro. Cuando todos estuvieron de acuerdo en que los hoyos tenían la profundidad suficiente, un hombre diestro se introdujo en uno de ellos y cavó un túnel en el hielo, desde el fondo de un agujero hasta el fondo del otro. De ese modo, pasando una soga resistente por un agujero, a través del túnel y sacándola por el otro, se proporcionaba un punto de apoyo imposible de remover.

El otro aparejo fue llevado hasta el sitio donde permanecía la ballena, contra el borde del hielo. Se ató al animal y todo se llenó de actividad a un grito de Afanasi:

—¡Todo el mundo! ¡Manos a la obra!

Todos los presentes asieron el extremo libre de la soga y comenzaron a forcejear para arrastrar el aparejo sujeto a la ballena hacia el que estaba clavado al hielo. Tal como el hombre había dicho a Kendra, la ventaja mecánica proporcionada por los cinco pares de poleas producía una fuerza tal que, lenta e inexorablemente, la gran ballena comenzó a subir al hielo y se arrastró por él hacia un sitio seguro.

Un compañero de Afanasi, que contemplaba la escena, alzó una bandera que enarbolaba tradicionalmente en momentos semejantes: Gracias Jesús. Las mujeres se arrodillaron a orar.

—¡Vamos! —gritó Kasm Hooker a Kendra, que seguía mirándolo todo—. Esa ballena también le pertenece a usted. Eche una mano.

Y ella tomó su lugar junto a una de las cuerdas, para ayudar a arrastrar la ballena a lo largo de los diez metros finales, donde quedó sobre tierra firme. Jamás olvidaría lo fantasmagóricas que le parecieron las horas siguientes: la pálida luz primaveral que inundaba la noche ártica; la excitada concentración de casi todos los aldeanos, que tiraban juntos de las enormes cuerdas; un anciano, con la cabeza descubierta, enarbolando al viento un estandarte, con aire solemne, para indicar que se había cazado una ballena; el canto de las ancianas, que repetían canciones heredadas de sus abuelas y tatarabuelas, mientras la gran ballena era lentamente arrastrada costa arriba. ¡Oh, noche triunfal! Y al observar a las personas que la rodeaban, Kendra comprendió que hasta entonces no las había conocido. Sólo había visto en ellas a esquimales semidesconcertados, a quienes había aprendido a amar mientras luchaban, a veces sin éxito, con las costumbres de los blancos. Ahora los veía como dueños de su mundo, perfectamente adaptados a su medio y conocedores de formas de supervivencia largamente probadas en el Ártico. Se sintió abrumada de respeto ante esa gente capaz de medirse con los mares árticos. La educación de los niños esquimales se había iniciado en septiembre, el día en que se presentaron en el aula ante ella; la de Kendra empezó esa noche de mayo en que una luz plateada refulgía en el hielo.

Una vez asegurada la ballena, hombres armados de varas largas, provistas de hojas afiladas en la punta, se adelantaron para trocearla, pero vacilaron hasta que Afanasi, el esquimal sin par, guía y protector del distrito, hizo el primer corte ceremonial. Al hundir su cuchillo en la cola, no era ya un nativo que había ido a la universidad y dirigía con éxito una rentable corporación aldeana: era un esquimal, con el pelo gris cepillado hacia delante hasta las cejas y las manos enrojecidas por la sangre de la ballena.

Se elevaron gritos para celebrar su victoria. Los otros hombres corrieron a trocear la carne. Los jovencitos se adelantaron a la carrera para recibir sus raciones de muktuk[14], la deliciosa cuña de fibrosa piel con la suculenta grasa interior. Y cuando la luz del día asomó en aquel lugar, la gente se regocijó por haber demostrado, una vez más, su capacidad de cazar un cachalote. Kasm Hooker, considerando que era hora de acompañar a la joven maestra hasta la Residencia, dijo con cierta sorpresa:

—¡Kendra! ¡Estás llorando!

Y ella respondió:

—Me enorgullece formar parte de esto.

Pero disfrutó aun más de algo que ocurrió mucho después, a mediados de julio. Los aldeanos retiraron de los congeladores trozos de aquella carne; los cuatro umiaks de la aldea fueron llevados a la costa y erguidos sobre los costados, para que sirvieran de protección contra los recios vientos que soplaban desde el mar de Chukotsk. Así servirían como puntos de reunión para los diversos grupos en los que se dividían históricamente los aldeanos. El señor Hooker fue honrosamente invitado a la sombra del umiak de Afanasi; Kendra, al de la familia de Jonathan Borodin. La maestra se sintió complacida al ver que llamaban a Jonathan para que recibiera un trozo de carne ceremonial, señal de respeto por haber predicho cuándo pasarían las ballenas.

—¿Cómo lo sabías? —le preguntó Kendra, cuando el muchacho volvió a su lado.

—Me lo dijo él —respondió el muchacho.

Por primera vez, Kendra contempló el rostro de un anciano que pasaba con un tosco bastón, hecho con un trozo de madera flotante, arrastrado a la costa por alguna tempestad siberiana. Ese hombre era el abuelo de Jonathan y estaba convencido de que eran sus hechizos los que habían traído a las ballenas hasta Desolation. Ella observó que la miraba con disgusto. El joven no hizo intento alguno de presentarla y el anciano, en silencio, se alejó de la celebración.

Fue una tarde de gala, una explosión del espíritu esquimal, con sus comidas, sus cantos y una danza silenciosa, a veces inmóvil. En lo mejor de la celebración, cada umiak envió a una joven para que participara en el gran acontecimiento del día. Los hombres de la aldea se reunieron alrededor de una enorme manta circular, hecha con varias pieles de morsa cosidas, y la tensaron. En el centro, se instaló una de las muchachas competidoras; a una señal, con movimientos rítmicos que aflojaban y tensaban alternativamente la manta, los hombres comenzaron a arrojar a la muchacha a buena altura. Durante quince mil años se había hecho lo mismo en la costa de Desolation, y aún daba escalofríos ver a seres humanos volar como los pájaros. Pero ese día tuvo algo especial, pues al terminar la competición Jonathan Borodin empujó a Kendra Scott hacia la manta y todos gritaron animándola a probar. Con un coraje que no conocía, la maestra se dejó llevar hacia la manta, aunque fue un gran alivio que Afanasi advirtiera a los hombres:

—No muy alto.

De pie en medio de las pieles, sintió su inestabilidad y se preguntó si podría mantener el equilibrio. Pero una vez que se iniciaron los movimientos hacia arriba y hacia abajo se sintió milagrosamente elevada por el ritmo de la manta. De pronto se vio a cuatro metros del suelo, toda brazos y piernas. Perdida la compostura, descendió hecha un bollo.

—¡Puedo hacerlo mejor! —exclamó al incorporarse.

Y en el segundo intento lo consiguió. «Ahora soy una esquimal», se dijo, mientras la retiraban de la manta. «Soy parte de este mar, de esta cacería, de esta tundra».

Pocos días después de esa celebración, cuando en su mente resonaban aún los ecos de la imponente captura, Kendra pudo echar un vistazo al lado feo de la subsistencia. Uno de sus estudiantes entró a la carrera en el aula, con la excitante noticia:

—¡Señorita Scott!, corra a la costa. ¡Las olas trajeron una raza nueva!

Antes de que ella pudiera preguntarle de qué se trataba, el jovencito la condujo a la costa, donde la horrible cosa allí expuesta la asqueó tanto que estuvo a punto de vomitar.

—¿Qué es eso?

—La raza nueva.

—¿Qué quieres decir?

—Una morsa sin cabeza.

Al estudiar aquella masa empapada, Kendra, vio que el niño tenía razón. Era el cadáver de una morsa, pero no tenía cabeza; hinchada como estaba, parecía no haberla tenido nunca.

—¿Cómo ha ocurrido esto? —preguntó.

—La ley dice que usted, por ser blanca, no puede cazar una morsa. Pero yo, por ser un esquimal que se alimenta con carne de morsa, puedo.

—La carne de esta morsa no ha alimentado a nadie.

—Siempre es así con la nueva raza. Los esquimales las matan como en los viejos tiempos. Pero ahora sólo les cortan la cabeza. Por el marfil. Y dejan que el resto se pudra.

—¡Qué lamentable! —A medida que iba conociendo más detalles de la caza contemporánea, el cadáver que se pudría en la costa se tornaba aun más repulsivo—. ¿Y eso ocurre con frecuencia?

—Muchas veces. —El muchachito dio un puntapié a la desperdiciada carne del enorme cadáver—. Las matan sólo por el marfil.

Con el correr de los meses, Kendra encontró en las costas de la península muchos restos de animales hinchados, los mismos que habían sido majestuosos dueños de los témpanos. En tiempos antiguos, esa carne había alimentado a veintenas de personas; en la actualidad no alimentaban a nadie. Y ese feo procedimiento era defendido por ingenuos sentimentales que exclamaban: «Las morsas deben ser preservadas para los esquimales, que las utilizan para subsistir». Pero en realidad, las grandes bestias eran utilizadas para llenar tiendas de recuerdos para los turistas de Los cuarenta y ocho de abajo.

Cuando Kendra llamó la atención de Afanasi sobre esa detestable aplicación de la ley, pudo comprobar otra vez lo excelente que era ese hombre. Estaba dispuesto a admitir la anomalía de esa situación:

—Los esquimales nos refugiamos en la palabra «subsistencia» de maneras contradictorias, que giran alrededor de la palabra «antiguo». Queremos que el gobierno respete nuestros antiguos derechos sobre las ballenas, las morsas y los osos polares, así como nuestros derechos sobre vastas zonas en las que cazábamos en tiempos pasados. Y exigimos consideraciones especiales con respecto a la tierra.

—Usted es uno de los grandes defensores de esos derechos —dijo Kendra, llena de admiración.

—En efecto. Son la salvación de los esquimales. Pero también aprecio la tontería de esos reclamos. Mis antiguos cazadores quieren utilizar radios para rastrear a las ballenas y motonieves para llegar hasta el agua. Y motores fuera de borda para alcanzarlas. Y arpones explosivos para matar. Y los mejores aparejos que se puedan comprar para izarlas a tierra firme. Y cuando se dan un festín con la carne, quieren Coca Cola y Pepsi Cola para acompañarla.

—Pero ¿podrían ustedes volver a las verdaderas costumbres antiguas, aunque lo desearan?

—No. Y si el año próximo la NASA idea alguna triquiñuela para detectar las ballenas por medio de láseres reflejados en la luna, los esquimales consagraremos ese artefacto como si fuera una parte de nuestras reverenciadas costumbres antiguas. —Afanasi se echó a reír—. ¿Acaso en Utah es diferente? Ustedes, los mormones, ¿no acabaron por aceptar a los negros como parte de la raza humana sólo cuando los necesitaron para un equipo de fútbol?

—Yo no soy mormona, y a veces pienso que usted no es esquimal.

—Se equivoca otra vez. Yo soy el nuevo esquimal. Y con la ayuda de maestros como usted, pronto habrá miles como yo.

En ese difícil período en que era oficialmente primavera pero las violentas tempestades seguían atormentando la tundra, todas las escuelas esparcidas en la vasta Vertiente Norte tuvieron tres días de fiesta, a fin de que sus maestros pudieran reunirse en Barrow para un seminario que comenzaría el miércoles y terminaría el domingo: Kendra estaba más ansiosa que nadie por inspeccionar la famosa escuela secundaria de esa ciudad, que había costado ochenta y cuatro millones de dólares. Estaba acordado que Harry Rostkowsky recogiera en su avión a Vladimir Afanasi, Kasm Hooker y Kendra Scott, pero otro miembro de la junta dijo que tenía interés en asistir a las sesiones. Se produjo entonces una situación curiosa: Jonathan Borodin, el futuro chamán, se adelantó con la sugerencia de que, como él planeaba viajar a Barrow con su motonieve, Kendra podía recorrer con él esos sesenta kilómetros, distancia relativamente corta y segura. Con la misma audacia que la había llevado a intentar el salto en la manta, ella aceptó la propuesta.

—Siempre he querido ver la tundra —dijo a Afanasi y a Hooker, que la prevenían contra el viaje—. Y Jonathan es un experto con su SnowGo.

—La SnowGo es la gran asesina de los muchachos presumidos que creen saber conducirla —advirtió Hooker.

Pese a todo, el miércoles por la mañana, cuando una extraña luz solar bañaba la costa del mar, los dos aventureros se pusieron en marcha. Kendra, su bolso y ocho litros de gasolina para casos de emergencia iban detrás de Jonathan. Como la máquina podía cubrir más de sesenta kilómetros por hora a máxima velocidad, ambos calculaban llegar a Barrow mucho antes de que Rosty partiera en su avión para recoger a los demás. Y como el rendimiento era de treinta kilómetros por litro, no había ningún peligro de quedarse sin combustible en una zona tan triste y desolada; en todo el trayecto no había señales de la presencia del hombre.

Kendra disfrutó del viaje. El hecho de hacerlo con Jonathan no presentaba problemas, pues el muchacho era seis años menor; entre ambos existía una especie de relación madre-hijo. El muchacho había compartido con ella muchas ideas y ocurrencias que no habría revelado a nadie más.

Sin embargo, hacia la mitad del trayecto ella notó que Jonathan se había desviado del rumbo hacia el norte, dirección a Barrow para ir hacia el oeste, rumbo al mar de Chukotsk aún congelado. Algo perpleja, la maestra le dio un golpecito en el hombro.

—No es por aquí, Jonathan.

Sin volverse para responder, él gritó:

—Voy a mostrarle algo, creame.

Después de cubrir un trecho por la orilla del inquietante mar, se detuvo ante un monumento que se elevaba en la desnuda tundra. Kendra, sin apearse, leyó el solemne mensaje:

Will Rogers y Wiley Post embajadores estadounidenses de buena voluntad terminaron aquí el vuelo de la vida. 15 de agosto de 1935.

—¿Se estrellaron aquí? —preguntó ella, sorprendida.

—Fue mi abuelo quien corrió a Barrow para dar la noticia.

—¿Sabes quién era Will Rogers?

—Alguien importante, supongo, porque armaron mucha bulla.

Su actitud era tan insolente que ella exclamó, con una intensidad que él no le había visto adoptar jamás:

—¡Por favor, Jonathan! Eran hombres buenos. Lograron grandes cosas. Como podrías hacerlo tú, si estudiaras. ¿No te das cuenta de las oportunidades que estás malgastando?

—¿Por ejemplo, qué?

—Casi cualquier cosa.

Kendra hablaba como los primeros maestros, aquéllos que habían enseñado a los antepasados de los esquimales, cuarenta mil años antes, a hacer mejores arpones y a utilizarlos más productivamente. Como Jonathan demostró la indiferencia habitual, bajó la voz y dijo, en tono suplicante:

—Cuando lleguemos a Barrow verás a esquimales que son líderes de su pueblo. Estúdialos, porque algún día alguien como tú tendrá que ocupar ese lugar.

Tras dejarle ceñudo y silencioso junto al vehículo, ella bajó a la costa y recogió un puñado de piedras lavadas por el mar, que dispuso en torno al monumento, como homenaje a un hombre al que su padre reverenciaba.

La mayor revelación, en ese viaje a Barrow, no fue el paseo en la SnowGo ni el solitario cenotafio junto al mar, sino lo que ocurrió al llegar a la famosa escuela secundaria de Barrow. Desde fuera, la escuela tenía un aspecto bastante vulgar, el que en Utah o Colorado cabría esperar de una comunidad venida a menos: baja, de distribución irregular y sin estilo arquitectónico visible. Kendra se sintió desilusionada, pero al entrar en el edificio la sorprendió la cantidad de material escolar con que contaba; nunca había visto nada que pudiera compararse con tanto lujo.

Naturalmente, en la escuela no había clases, pero se había designado a varios alumnos del último año para que sirvieran de guías a los maestros visitantes. Como Kendra fue la primera en llegar, quedó bajo la tutela de un joven que era el delegado de su clase. Ataviado con un elegante traje de lana, se presentó como hijo de un ingeniero de Los cuarenta y ocho de abajo, que manejaba las instalaciones de radar; la llevó primero a una amplia sección de la escuela dedicada a la electrónica.

—Como usted puede ver, tenemos aquí un equipo completo de transmisión de radio y televisión, muy apreciado por los estudiantes. —Luego le mostró la serie de ordenadores—. Aquí los alumnos aprendemos a programar y a utilizar ordenadores.

Había impresionantes talleres donde se desarmaban y volvían a armar artefactos domésticos y motores de automóvil. El taller de carpintería estaba mejor equipado que el de un carpintero profesional.

—Algunos dicen que los estudiantes vamos a construir aquí mismo una casa por año, para venderla fuera. Lo podríamos hacer.

El salón de economía doméstica era una delicia; contaba con todo lo que los alumnos podrían llegar a utilizar en el futuro, si se empleaban en los hoteles y restaurantes de Anchorage o Fairbanks.

—¿Hay alguien que estudie con libros en esta escuela? —preguntó Kendra.

Y el muchacho dijo:

—Claro que sí. Yo, por ejemplo, y casi todos mis compañeros.

La condujo a las aulas académicas, la espaciosa biblioteca y los laboratorios, que habrían sido el orgullo de cualquier colegio.

—Bueno, los instrumentos de aprendizaje están aquí —comentó ella—, pero ¿alguien aprende?

El joven era un intelectual destinado a llegar lejos. Sus padres eran universitarios, que habían inculcado a sus tres hijos el amor por el estudio; pero además el muchacho tenía una mente aguda para las realidades políticas de cualquier situación; probablemente por eso le habían elegido delegado.

—Usted parece interesada, señorita Scott, y apreciará lo que voy a decirle. Supongamos que usted coge todo el equipo que le he mostrado y lo clasifica: desde lo más moderno a lo más viejo. Si vuelve aquí la semana próxima, descubrirá que todos los aparatos realmente avanzados, como la televisión, la radio, los ordenadores más refinados, están en manos de los blancos como yo, de Los cuarenta y ocho de abajo, cuyos padres trabajan aquí para el gobierno. En cambio, lo más anticuado y barato, como el taller de motores y la carpintería, lo utilizan los esquimales.

Kendra se detuvo en el pasillo para mirar de frente a su guía:

—Qué cosas tan horribles dices.

Y él replicó, sin parpadear.

—Qué cosas tan horribles debo decir.

No obstante, así era: esa fantástica escuela, con grandes gastos, estaba preparando a los alumnos blancos para que ocuparan un sitio en Harvard y otras universidades importantes, mientras disciplinaba a sus discípulos esquimales, exceptuando al niño superdotado que se liberaba de las restricciones aldeanas, para que se desempeñaran como camareras, botones y mecánicos.

Tomó asiento en un banco del pasillo, ante la biblioteca, y pidió a su guía que la acompañara; él lo hizo de buena gana, pues le interesaban los problemas que preocupaban a la maestra.

—Dudo que en otros sitios sea diferente, mirándolo bien —musitó Kendra—. En Utah y Colorado había muy pocos mexicanos o indios manejando los ordenadores. Y cuando estuve en Alemania me contaron que se clasificaba a los alumnos a la edad de doce años en tres grupos, según el tipo de programas que podían seguir, determinando así el resto de sus vidas. Dicen que en Francia o en Japón se hace lo mismo. Los chicos brillantes, como tú, a tomar las decisiones; los chicos promedio, para el trabajo aburrido; los que no alcanzan el promedio serán los peones que mantienen el sistema en marcha. —Reflexionó un instante—. Supongo que lo mismo ocurría en el antiguo Egipto… y en todas partes. —Luego le tocó el brazo, preguntando sin rodeos—: ¿Alguna vez te has avergonzado de estudiar aquí?

Y él respondió, sin vacilación ni vergüenza:

—En absoluto. El dinero brota del suelo sin cesar. Me parece estupendo que hayan tenido agallas para gastarlo en algo como esto.

En los días siguientes Kendra vio al joven con frecuencia. Por insistencia de él reanudaron esa seria conversación. Por fin, el sábado por la tarde, el joven preguntó:

—¿No podría venir a conversar con algunos de mis compañeros?

—Sí, si puedo traer a un joven esquimal, más o menos de tu edad.

—Encantado.

Fueron siete los que se reunieron en la cafetería de la escuela, donde los estudiantes habían preparado un pequeño refrigerio. Antes de presentar a Kendra, el presidente preguntó:

—¿Dónde está su esquimal, señorita Scott?

Y ella dijo en tono inexpresivo:

—Holgazaneando con su SnowGo.

Y se inició la sesión.

De los siete estudiantes locales, cuatro eran blancos, hijos de especialistas importados de Los cuarenta y ocho de abajo, pero los tres más interesados eran esquimales: dos, alumnos del último curso, dotados de una notable percepción, y un niño del primer año, cuya renuencia a expresarse no indicaba falta de agudeza para seguir la discusión. Se inició cuando los estudiantes blancos pidieron a Kendra su opinión sobre las universidades a las que podían solicitar ingreso, como si ése fuera el principal problema al que se enfrentaban, y agradecieron la información que les brindó. Una niña hizo una pregunta inteligente:

—Considerando que mi ciudad de origen es Barrow, Alaska, ¿qué universidad de primer orden puede querer a alguien como yo para demostrar su diversidad geográfica?

Y Kendra respondió sin vacilar:

—Las mejores. Están desesperadas por tener alumnos como tú.

—¿Por ejemplo? —preguntó la muchacha, casi con insolencia.

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