Alaska

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XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

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Tuvieron que pasar la noche allí; a la mañana siguiente, ya con cielo despejado, apareció un avión de rescate para verificar que Flatch y su pasajero estuvieran sanos y salvos. Luego voló en amplios círculos, mientras LeRoy calentaba sus Motores, rodaba hasta el extremo de un espacio relativamente nivelado y, en una distancia tres veces menor de la que el Cub necesitaba en el agua, alcanzó una asombrosa velocidad y se elevó en el aire.

Obstinadamente, Denali y sus hermanas se destacaban con una belleza tan clara que Venn sugirió:

—Volemos un rato para ver esta zona.

—Tengo combustible suficiente —dijo LeRoy—. Será un placer.

Y pasaron media hora observando la cadena de notables glaciares que brotaban hacia el sur, saliendo del macizo; era un espectáculo conmovedor y regocijante para quien amara la naturaleza. Cuando Flatch depositó finalmente su avión en la nieve, junto a la cabaña de Venn, el millonario de Seattle le felicitó:

—Tú sí que sabes pilotar un avión, muchacho.

Su esposa, Lydia Ross Venn, salió corriendo para saludarles. Era una bonita mujer de pelo gris, que parecía tener poco más de cincuenta años-.

—Te presento a LeRoy Flatch —dijo Tom—, un piloto muy dotado. Le vamos a financiar un cuatro plazas, para que nos traiga a los dos de ahora en adelante.

En ese Primer viaje, LeRoy pasó tres días con los Venn, llevándoles alternativamente a dar paseos de exploración que le permitieron familiarizarse con las grandes montañas. Al acabar la visita Tom Venn preguntó:

—¿Podrías volar hasta Anchorage, LeRoy, para recoger a nuestro hijo y a su flamante esposa? Vendrán a pasar parte de sus vacaciones.

—Será un Placer, si usted me da instrucciones. Pero en mi avión sólo puedo traer a uno.

—Alquila un cuatro plazas. Prueba todos los que encuentres y dime cuál es el mejor para esta zona de Alaska.

Fue así como LeRoy Flatch, pilotando un Fairchild alquilado que sólo tenía algunas horas de vuelo, se presentó en la terminal de Anchorage e hizo llamar al señor Malcolm Venn y su esposa. En cuanto vio al joven, supo que era el hijo de Ton, pues el parecido era notable; pero no estaba preparado para la aparición de la señora, que no era una mujer blanca. Casi igualaba en altura a su esposo; era sumamente esbelta y de pelo muy negro. LeRoy no logró dilucidar si era esquimal, aleuta o atapasca, tres tribus que aún estaba tratando de diferenciar, y la buena educación no le permitió preguntar. Pero el joven Venn resolvió el problema, pues al arrojar su equipo al interior del avión dijo:

—Mi esposa viajará junto a la ventanilla. Quiere ver estas tierras. Es tlingit por parte de madre y todo esto es territorio nuevo para ella.

Como el tema estaba abordado, LeRoy preguntó:

—¿Y por la rama paterna?

—China. Buena mezcla.

Muy inteligente, como ya descubrirás.

Cuando el Fairchild llegó a la cabaña de los Venn, al pie de Denali, los tres viajeros habían entablado una respetuosa amistad.

—¿Qué significa ese nombre raro que tu padre ha dado a la casa? —preguntó LeRoy, mientras descargaban el aeroplano.

—¿Por qué no se lo has preguntado a él?

—Por no parecer entrometido.

—Pero me lo preguntas a mí.

—Tú no eres el director de la empresa. Él sí.

—Se llama «El filón de Venn».

—¿Y se refiere a lo que yo pienso?

—Sí. Dice que, en los viejos tiempos, los hombres venían aquí buscando oro… tratando de conseguir un filón. Él y mi madre han venido a buscar su propio filón: la felicidad. Él ama Alaska, ¿sabes? En los viejos tiempos la recorrió de punta a punta.

En otoño de 1939, LeRoy Flatch estaba muy atareado buscando un cuatro Plazas usado que pudiera pagar, aun con la ayuda de los Venn, y no se percató de que en Europa había estallado una gran guerra. Por la razonable suma de tres mil setecientos dólares, consiguió un Waco YKS-7 bastante bueno, que había sido utilizado en el distrito de Juneau, y con él descubrió lo hambrienta que estaba Alaska de transporte aéreo. De pronto aparecieron militares estadounidenses que pedían ser transportados a lugares extraños; las minas de oro que ya estaban en actividad necesitaban equipos nuevos. La construcción de carreteras experimentó un rápido desarrollo y se abrían nuevas tiendas por doquier. Y allí donde florecían el comercio o la construcción se necesitaban aviadores diestros para volar en territorios salvajes, como LeRoy.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntaba a los hombres que rondaban las pistas aéreas. Lo descubrió una noche, en el invierno de 1940, cuando unos amigos le arrastraron a una reunión que se llevaba a cabo en la escuela de Palmer. Un atildado oficial joven, de la Fuerza Aérea, dio allí una seca disertación que barrió las telarañas:

—Soy el capitán Leonidas Shafter y quien se ría de ese nombre se las verá conmigo. Mi padre era de West Point y me puso el nombre del héroe griego de las Termópilas, el que perdió la cabeza y el contingente entero. Yo tengo intenciones de hacerlo mejor.

Con la ayuda de mapas convertidos por fotografía en diapositivas de color, cuya proyección llenaba buena parte de la pared, detrás de él, se enfrentó a su público, formado por pilotos, operadores de excavadoras y peones comunes, y les ofreció una nueva visión de la guerra europea y de la Posible conexión de Alaska con ella:

Allí la guerra puede haberse reducido a lo que ellos llaman, humorísticamente, Sitkrieg, cada uno de los bandos trata de esperar más que el otro. Pero créanme que va a estallar muy pronto. Y si la historia anterior puede servir de guía, nosotros nos veremos arrastrados a ella. No puedo predecir cuándo o cómo se producirá nuestra participación, pero de un modo u otro tendrá que involucrar a la Rusia soviética. En la actualidad los comunistas son aliados de la Alemania nazi. Eso no puede durar, pero de un modo u otro, lo que haga Rusia afectará a Alaska, ¿se dan cuenta? Aquí, en las islas Diomedes, la Unión Soviética está a poco más de dos kilómetros de Alaska. Claro que son islas diminutas y sin importancia. Pero para un avión moderno, cruzar el mar de Bering, de Rusia a Alaska, es cosa fácil. El contacto es casi ineludible y, cuando se produzca, este territorio estará involucrado en la guerra.

Un piloto que había trabajado un tiempo en la Fuerza Aérea preguntó:

—¿Habla usted de Rusia como enemiga o como aliada nuestra?

Y Shafter le espetó:

—No lo he dicho porque no soy adivino. Tal como está la situación, es nuestra enemiga. Pero las cosas no continuarán así; podría convertirse en aliada nuestra.

—Y en ese caso, ¿cómo se pueden trazar planes?

—En un caso como éste se traza un plan para cada contingencia. Estoy seguro de que, pase lo que pase, ustedes se adaptarán.

Para dar énfasis a lo que decía, descargó una palmada en la zona donde se encontraban las fronteras soviética y estadounidense, para entrar en la médula de su asombroso tema:

—Miren ustedes, por favor, este mapa de Norteamérica y la parte oriental de Siberia. Supongamos que la Unión Soviética continúa siendo enemiga nuestra. ¿Cómo puede atacar más efectivamente a ciudades como Seattle, Minneapolis y Chicago? Pasando directamente por Alaska y Canadá, en línea recta hacia los blancos industriales. Las primeras batallas, las que podrían decidirlo todo, se librarán en lugares como Nome y Fairbanks, y sobre la pista aérea en la que estamos sentados en estos momentos. Pero supongamos que los soviéticos se vuelven contra Hitler, como deberían, y se alían con nosotros. ¿Cómo haremos para aprovisionarlos? ¿Cómo harán los aviones construidos en Detroit para llegar a Moscú? Creo que volarán en una gran trayectoria circular modificada, cruzando Wisconsin y Minnesota hasta Winnipeg; luego, antes de seis meses, tal vez pasarán a Edmonton, Dawson, Fairbanks, Nome y luego a Siberia. Caballeros: es muy posible que ustedes deban usar esta pista de grava como zona de aterrizaje de emergencia para enormes bombarderos.

Mientras los hombres intercambiaban miradas de asombro, les mostró un mapa bien dibujado de la región comprendida entre Edmonton y Fairbanks, diciendo:

—Sea la Unión Soviética amiga o enemiga, lo que debemos hacer ahora mismo es construir una carretera que sirva para el transporte de equipos militares desde aquí… —señaló Dawson Creek, al noroeste de Edmonton—, donde termina el ferrocarril, hasta aquí, cruzando este pantano.

Y sin prestar atención a lo terrible del terreno, marcó una línea a través de Canadá, hasta el centro de Alaska, cerca de Fairbanks.

—No me digan que ya se ha intentado hacer una carretera por ahí, ni que ofrece todo tipo de dificultades. Se tiene que construir.

—¿Por qué? —preguntó un piloto.

Shafter se mostró impaciente.

—Porque está en juego la vida de una gran república. De dos grandes repúblicas: Estados Unidos y Canadá. Tendremos que trasladar equipo de guerra de Detroit y Pittsburgh hasta las costas del mar de Bering. —Y entonces añadió algo extraño y profético, una idea perdida que los presentes llevarían siempre en la memoria—: Debemos estar preparados para rechazar a todo el que venga hacia nosotros desde Asia.

Como ese desafío fue recibido en silencio, se dio una palmada contra la Pierna derecha, riéndose de sí mismo, y dijo en tono jovial:

—Dicen que los norteamericanos originarios, los esquimales y todos los que hay aquí, llegaron cruzando el mar de Bering cuando no era mar. Caminando. Tal vez los mares vuelvan a descender. Tal vez ellos vengan hacia nosotros cruzando algún puente de tierra. Pero vendrán, señores, vendrán.

En los meses siguientes, LeRoy Flatch no prestó atención al desarrollo de la guerra europea ni a las espantosas predicciones del capitán Shafter, ahora tenía dos aviones de los que cuidar: el viejo Cub y el Waco, relativamente nuevo, de cuatro plazas. Mantenía al primero con flotadores y lo alojaba en un lago cercano; perfeccionó una manera acelerada de cambiar al cuatro plazas los flotadores por ruedas y éstas por patines. Utilizando creativamente este sistema, pudo sondear el centro de Alaska con tanta efectividad como cualquier piloto solitario que estuviera operando entonces, pues pese a su juventud había adquirido una madura apreciación de lo que sus aviones harían si los mantenía en buen estado y llenos de combustible.

No pasaba año sin que aterrizara con uno de sus aviones en las siguientes superficies: macadán ancho en un aeropuerto oficial como el de Anchorage; macadán estrecho y desigual en algún puerto rural como el de Palmer; grava en un campamento minero, grava suelta y tierra en el siguiente; hierba junto a un albergue de cazadores; bancos de grava junto a un río, lodo y grava junto a un arroyo, hielo, nieve y (lo más peligroso) hielo cubierto por una fina capa de nieve; hierba cubierta de escarcha o de nieve, escarcha y llovizna. También acuatizaba en lagos, ríos, estanques y otras masas de agua cuya longitud, demasiado limitada, no permitía despegar después; entonces arrastraba su avión hasta tierra seca y caminaba en busca de algún aviador audaz, que le llevara de regreso con un par de ruedas para reemplazar a los flotadores y algunas herramientas con las que derribar los árboles pequeños para abrir una pista.

No tardó en aterrizar también sobre las ramas de algún árbol; en esos casos bajaba a esperar que le trajeran un ala de repuesto, la atornillaba cuidadosamente en el muñón intacto y partía otra vez. Estaba siempre en peligro, teniendo en cuenta sus rutas de vuelo, pero con notable previsión hacía que esos accidentes inevitables le ocurrieran siempre con el Cub y no con el aparato nuevo.

Las misiones más agradables se presentaban cuando recibía un telegrama pidiéndole que recogiera a alguno de los Venn en el aeropuerto de Anchorage, pues eso significaba siempre renovar las relaciones con esa apasionante familia. Todos ellos le gustaban: el padre, frío y reservado, que gobernaba un imperio; la animosa madre que parecía tomar buena parte de las decisiones; el joven que heredaría ese imperio y, especialmente, la joven esposa, tan bonita y segura de lo que deseaba hacer.

—No se parece en nada a los mestizos de los que uno oye hablar —decía LeRoy a otros pilotos—. Una esposa así es motivo de orgullo para cualquier hombre.

—Para mí no —gruñó un veterano—. Las mestizas, las nativas, tarde o temprano te llevan al infierno.

Cuando debía recoger pasajeros, como los Venn en Anchorage, LeROY nunca sabía con certeza cuándo llegaría el otro avión; los horarios de Alaska estaban sometidos a cambios repentinos que a veces se prolongaban días enteros. Por ejemplo: cuando Bob Reeve pilotaba sus aviones hasta el extremo más alejado de las Aleutianas, nadie sabía cuándo regresaría, pues en esa zona el tiempo era imprevisible. Un piloto de Reeve dijo a LeRoy:

—No te miento: volábamos con toda normalidad sobre Alaska cuando surgió una tormenta en el mar de Bering; en un minuto pasamos de la calma a la tempestad, que nos puso cabeza abajo, como lo oyes. Vajilla, camareras, clientes: todo patas arriba. Y yo me libré porque estaba atado.

—¿Cuánto tiempo volaste así?

—Alrededor de medio minuto, aunque parecieron dos horas. La siguiente ráfaga de viento ártico nos enderezó.

—Un día de éstos me gustaría volar contigo por esas islas.

—Cuando quieras.

Durante las largas esperas, a LeRoy le gustaba leer relatos de los antiguos pilotos solitarios, pioneros en las rutas que él cubría; los mejores eran los que se referían a hombres jóvenes, que volaban a sitios colonizados como Sitka y Juneau; los más fascinantes, en su opinión, trataban de aquéllos que habían llevado la aviación hasta el centro del país: Fairbanks, Eagle, pequeños asentamientos a lo largo del Yukón, como Nulato y Ruby, y sobre todo de los pilotos intrépidos que llevaban la correspondencia a las aldeas realmente diminutas, en los flancos norte y sur de la imponente cordillera de Brooks: Beetles, Wiseman, Anaktuvuk y los campamentos del río Colville.

«Esos hombres sí que tenían agallas», pensaba LeRoy, al leer sus hazañas. Pero todos los relatos tenían una luctuosa similitud. Harry Kane era casi el mejor de los pilotos solitarios. El primero en aterrizar en diez sitios diferentes, con pista o sin ella. Le encantaban las riberas, si la arena y la grava eran parejas; pero si no lo eran, aterrizaba igual. En tres ocasiones diferentes ayudó en partos a dos mil setecientos metros de altura. Nunca se arriesgaba. Iba a lo seguro, como los gatos. Uno podía volar a cualquier parte con Harry Kane, el mejor de todos.

Y luego, en las dos últimas páginas del capítulo, uno se enteraba de que una noche, en una cegadora tormenta de nieve, Harry Kane, el mejor de todos, se estrellaba. «Al menos una vez —reflexionaba LeRoy—, me gustaría leer la historia de alguien que, habiendo sido el mejor de los pilotos solitarios, haya muerto en su cama a los setenta y tres años».

Con la ayuda de Tom Venn, LeRoy había acondicionado el interior de su Waco, acomodando otro asiento atrás, entre el equipaje; de ese modo podía esperar los vuelos comerciales provenientes de Seattle y llevar a los cuatro Venn hasta el albergue. Cierta vez, el avión de Seattle se retrasó y llegaron muy tarde a El Filón de Venn; LeRoy pasó la noche en la casa. Por la mañana, Tom Venn le dijo:

—¿Sabes que es muy deprimente escuchar el informativo de las ocho en Alaska?

—¿Por qué? ¿En Los cuarenta y ocho de abajo no son iguales?

—En absoluto. Aquí todas las mañanas se escucha una interminable letanía en que dicen dónde se han estrellado los aeroplanos la noche anterior: «El biplaza de Harry Janssen, en el lago tal o cual, al oeste de Fairbanks. Ochocientos cuarenta metros de nieve. Hay señales de supervivientes». O como el que acaban de transmitir sobre alguien llamado Livingston. «Cuatro Plazas en un albergue, ocho kilómetros al oeste de Ruby. Nieve. No hay señales de vida. El avión está de costado y parece gravemente dañado».

—¿No será Phil Livingston? —preguntó LeRoy—. Es uno de los mejores. No puede haberse estrellado en una tormenta. Cuando hay tormenta ni siquiera sale.

—Pues ayer debió de haber salido.

Cuando Flatch volvió a Palmer se enteró de que era en efecto Phil Livingston, uno de los mejores, y empezó a escuchar el informativo de las ocho con más atención. Casi todos los días se notificaba la caída de un aeroplano, dónde y a qué altura, si había o no supervivientes. Eso le hizo Comprender lo peligroso que era pilotar aviones pequeños en Alaska.

—Peligroso, pero ineludible —dijo un veterano en la sala de pilotos de Palmer, mientras LeRoy aguardaba a un pasajero que deseaba explorar los maravillosos valles situados entre los glaciares que surgían de Denali.

Peligroso o no, ese tipo de vuelos era, en el centro de Alaska, una de las ocupaciones más excitantes del mundo. Los sistemas climáticos eran muy vastos: eran continentes enteros de aire que brotaban locamente de Siberia. Las montañas eran interminables, grandes ejércitos de picos, muchos de los cuales ni siquiera tenían nombre, extendidos hasta el horizonte. Los glaciares, tal como decía un piloto adiestrado en Texas, «no se parecen en nada a lo que uno vería partiendo de Tulsa». Y entre las gentes que poblaban las pequeñas aldeas o trabajaban en los campamentos mineros había una diversidad infinita y gratificante.

—Aquí en Alaska —decía el piloto de Texas—, están las personas más locas de la civilización… si es que esto puede llamarse civilización.

LeRoy conoció a algunas de ellas cuando se le encargó llevar un pesado equipo de repuesto a un campamento minero, perdido en un rincón de las montañas Talkeetna, al norte de Matanuska. Era la primera vez que viajaba a ese sitio, pero con la ayuda de un mapa apresuradamente dibujado por un piloto que lo conocía, pudo hallar el lugar. Al aterrizar en la nieve vio allí a tres típicos montañeses de Alaska, que esperaban en el borde de la pista improvisada: un veterano de Oregón, un hombre llegado de Oklahoma en tiempos más o menos recientes y un joven mestizo, con un oscuro flequillo sobre los ojos. LeRoy se enteró de que había nacido en otro campamento minero, mucho más al norte; su abuelo, un aventurero llegado de Nuevo México en 1902, se había casado allí con una atapasca que no sabía leer ni escribir. Como el hijo de ambos formó pareja con otra atapasca, el nieto, Nathanael Coop, tenía en realidad una cuarta parte de blanco y tres cuartas partes de indio. Su nombre era bien curioso, pues el abuelo había llegado a Alaska con un apellido como Coopersmith o Cooperby. Como todos los amigos llamaban al hijo simplemente Coop, ése era el nombre que figuraba en las listas cuando se hacía algún recuento. El nieto jamás recibió otro nombre que el de Nate Coop.

Nate tenía alrededor de dieciocho años; era un muchacho silencioso, que no parecía relacionarse con sus dos compañeros, y su único amigo era un perro grande y oscuro, de aspecto malhumorado, llamado Killer, (asesino). Estaba adiestrado para atacar a cualquier desconocido que entrara en la mina. Su antipatía hacia LeRoy fue inmediata; lo atacó antes de que Nate gruñera:

—¡Échate!

Entonces saltó salvajemente contra los patines del avión, tratando de asirlos sucesivamente entre sus fuertes mandíbulas, hasta que Nate gruñó por segunda vez:

—¡Échate!

Era obvio que Killer amaba a su dueño, pues se alejó del aparato, aunque mantuvo fijos en LeRoy y en el Cub sus ojos inyectados en sangre.

Una vez descargado el equipo, LeRoy se enteró de que, en el viaje de regreso, debía dejar a Nate en otra mina, situada algo más lejos entre las montañas Talkeetna.

—Nadie me lo había dicho.

—No era necesario. Por diez dólares más, ¿lo harás?

—No tengo ni idea de dónde está.

—Nate te indicará. —Con el lápiz, el hombre de Oregón añadió unos cuantos garabatos al mapa, preguntando—: ¿Podrás, Nate?

—Creo que sí —dijo el muchacho.

Y con esa única información, LeRoy se dispuso a volar adentrándose entre montañas que nunca había recorrido.

—Sube, Nate. Si conoces los puntos de referencia llegaremos.

Y Nate replicó, sin afligirse:

—Nunca los he visto desde el aire, pero no creo que sean muy diferentes.

Entonces, para estupefacción de LeRoy, Killer también subió.

—¡Un momento! No puedo llevar un perro en…

—Se quedará en mi regazo. No hay problema.

LeRoy, aunque aprensivo, permitió que el perro se quedara, aun viendo que su hostilidad hacia él no había cesado. Mientras el avión se desprendía de la nieve, miró casualmente al costado y notó que perro y amo se parecían: los dos con el pelo caído sobre los ojos. «Nate y Killer, ¡qué dúo, buen Dios!». Cuando el avión alcanzó altura, advirtió al joven minero:

—Ese perro se las tiene conmigo. Si trata de morderme vamos a correr peligro.

Pero Nate le tranquilizó:

—Sólo lo hace para protegerme.

LeRoy no lograba imaginar cómo interpretaba el perro su misión; aunque permanecía en su costado de la cabina, seguro entre los brazos de Nate, también mantenía el hocico tan cerca de la muñeca derecha de LeRoy que podía clavarle los dientes al primer movimiento en falso. Killer no era buen Pasajero; cuando el avión se sacudió en el aire de las montañas el animal empezó a gemir.

—Cállate, Killer —ordenó Nate, dándole dos golpecitos secos en la frente.

Y las quejas cesaron.

En esa incómoda posición, Flatch se adentró entre las montañas, distraído en su concentración por la hostil vigilancia de Killer. Al cabo de algunos minutos dijo a Nate:

—Me he perdido. ¿Dónde está el campamento que buscamos?

Nate, en absoluto preocupado por haberse extraviado entre las grandes montañas en medio de una nevada, cosa común en Alaska, dijo alegremente:

—Debe de estar por aquí.

Con intención de ayudar a LeRoy, abrió su ventanilla para mirar el paso que sobrevolaban, a muy poca altura. Pero en ese momento Killer Vio la oportunidad que aprovechaba con frecuencia cuando estaba en tierra: la posibilidad de escapar de donde se lo tenía encerrado; con un Poderoso impulso de las patas, volvió la grupa al despreciado piloto y, desprendiéndose de los brazos de Nate, saltó por la ventanilla con un ladrido triunfal.

LeRoy no lo vio salir, pero oyó su ladrido y el grito angustiado de Nate:

—¡Por Dios! ¡Ahí va!

El avión viró y sus dos ocupantes vieron que el gran perro, flotando en el aire frío, extendía instintivamente las patas para retrasar la caída y dominarla.

—¡Se va a matar! —gritó Nate—. ¡Haz algo!

Pero no había nada que LeRoy pudiera hacer, excepto seguir virando para ver a Killer cuando se estrellara en las rocas. Sin embargo, el perro parecía tener un milagroso sistema de conducción. Con el cuerpo paralelo a la tierra y algo amortiguada la feroz fuerza de gravedad, se deslizó hasta una grieta llena de nieve, que formaba una especie de valle en lo alto de las colinas. Los hombres lo vieron caer y, tras un momento de aturdimiento, levantarse entre gruñidos.

—Es un milagro —dijo Nate, débilmente. Y entonces surgió el problema—: ¿Cómo vamos a sacar a ese perro de ahí?

Bastó un momento de estudio para convencerles de que aterrizar en ese estrecho valle era imposible; aunque el avión tenía los patines puestos, no había espacio suficiente para la aproximación ni para el despegue. Killer estaba aislado en lo alto de las Talkeetna y, por el momento, no había modo de rescatarlo.

Sobrevolaron el lugar durante algunos minutos, muy disgustados por abandonar a un animal querido en tan triste situación, aunque tuviera tan mal carácter. LeRoy recordó el paquete de bocadillos que Flossie acostumbraba ponerle en la parte trasera del avión, cuando sabía que él iba a algún sitio donde la comida pudiera ser escasa.

—Busca ese paquete —indicó a Nate—. De papel, atado con un cordel. Despréndelo.

En una última vuelta sobre el lugar en que estaba el desconcertado animal, que corría de un lado a otro como si no hubiera sufrido ningún daño, Nate arrojó diestramente el bulto a poca distancia del animal, que mantenía su fea cara vuelta hacia el avión.

—Te dije que Killer tenía cerebro de hombre —se exaltó Nate, al ver que su perro seguía el objeto con la vista, tomaba nota del punto donde había caído y corría a buscarlo.

Ante ese acto de inteligencia, LeRoy gritó:

—¡Ese perro va a sobrevivir!

Y con la guía de Nate puso el avión rumbo al campamento.

Esa noche toda Alaska se enteró del drama del «perro paracaidista». Al día siguiente varios excursionistas decididos resolvieron intentar el rescate, pero el valle donde el perro estaba aislado era tan inaccesible que sólo se lo podría mantener con vida arrojándole comida desde el Cub. Aunque evidentemente no era posible llegar por tierra, desde todo el territorio llegaban sugerencias a raudales.

Quien más se preocupaba por el destino de Killer no era Nate, su amo, sino Flossie, la hermana de LeRoy; la cruel pérdida de su alce domesticado no había disminuido su considerable afecto por los animales. Por eso no sorprendió a nadie que al día siguiente, al ver que su hermano y Nate salían para alimentar al prisionero, pidiera que la llevaran también. Ellos le prepararon un asiento.

Killer llevaba tres días en su prisión de las montañas cuando Flossie, en uno de los vuelos de rutina, vio algo que la entusiasmó:

—¡Nate! ¡Mira! Está cruzando ese promontorio para bajar hacia un sitio mejor.

Después de dar varias vueltas comprobaron que, en efecto, el perro estaba siguiendo el arroyo que conducía al extremo del valle; lo vieron cruzar la división y reanudar la marcha por otro arroyo que pasaba por una superficie llena de nieve.

—Creo que allí se podría aterrizar —dijo LeRoy.

Esa noche, los ávidos radioyentes recibieron la alentadora noticia de que Killer, el perro que se había quedado aislado, se había trasladado a una zona donde tal vez fuera posible rescatarlo. Unos periodistas alquilaron un avión en Palmer para entrevistar a LeRoy y a Nate, en el campamento.

Fue ese día frenético, con el campamento minero lleno de visitantes, cuando LeRoy cayó en la cuenta de que su hermana se interesaba de una forma un tanto rara por Nate Coop. La impresionaban la devoción del joven por su perro, el amor con que trataba a los animales en general y su apostura viril: pelo oscuro, cara fuerte, de pómulos salientes, dientes blancos y brillantes en la sonrisa, ojos oscuros y vivaces. No podía disimular su creciente interés por ese muchacho que se estaba convirtiendo en un héroe y hasta comenzaba a preguntarse cómo sería vivir con un hombre así. Tras confesarse a sí misma que Nate la atraía de verdad, le resultó imposible ocultárselo a su hermano.

—Parece tan decente —fue cuanto dijo.

A lo cual LeRoy replicó:

—Es mestizo.

—¿Y no lo somos todos? —preguntó ella.

Allí acabó la parte filosófica de la discusión, pues LeRoy añadió una nota práctica.

—Tenemos que sacarte de aquí, Floss. Se acerca una ventisca de montaña.

Ahora tenía un motivo adicional para acelerar el rescate. En la mañana del cuarto día descargaron todo el equipo que no fuera imprescindible y partieron hacia las montañas. Tal como esperaban, hallaron a Killer en un sitio mucho más bajo, donde había planicies nevadas lo bastante extensas como para aterrizar con patines, pero la firmeza de la nieve era dudosa.

—No parece dura —dijo LeRoy a los otros, volando en círculos no lejos del perro, que esperaba—. Y no está nivelada.

—Podrás —le aseguró Flossie.

Fue una suerte que hablara ella primero, pues Nate pensaba que los bancos de nieve eran demasiado inclinados y no permitirían el descenso; LeRoy, por su parte, estaba inseguro. Ante el silencio que recibió su entusiasmo, ella no dijo nada. Apenas había cumplido los dieciséis años; era una muchacha silenciosa, poco dada a expresar audazmente sus ideas frente a hombres desconocidos. Pero como parecía que iban a regresar sin intentarlo, repitió su veredicto:

—Podrás, LeRoy. Por allí. Has aterrizado en sitios peores.

En silencio, los tres aventureros se acercaron al espacio más o menos nivelado que ella indicaba, pero cuando lo vieron desde cerca hasta Flossie comenzó a tener sus dudas.

En ese momento, Killer, consciente de que ocurría algo especial, Puesto que no le habían arrojado comida, empezó a dar saltos y a ladrar con mucho entusiasmo. Aunque ellos no podían oír esos gritos de aliento, adivinaron lo que estaba haciendo.

—Bajemos —dijo Nate.

LeRoy aspiró muy hondo para calmar los nervios y, tras ajustar tres o cuatro veces su cinturón de seguridad, preguntó con serenidad:

—¿Tienes puesto el cinturón, NA-te? Floss, ¿te has atado con esas cuerdas?

Luego carraspeó y movió los hombros, para asegurarse de tener relativa libertad de movimientos en caso necesario, y preparó su avión para un aterrizaje que habría asustado a los pilotos solitarios más audaces de Alaska. Pasando sobre una cima rocosa, llevó al Cub a través de un campo nevado muy desigual, hasta llegar al espacio relativamente plano donde Killer los esperaba. Cuando el avión se acercó a tierra, los ocupantes vieron que estaba muy inclinado a la derecha; por un momento, LeRoy pensó abortar ese peligroso aterrizaje, pero Flossie gritó desde atrás:

—¡Está bien! ¡Adelante hay un lugar mejor!

Con un impulso más, su hermano mantuvo el avión en vuelo hasta ver el sitio donde podría aterrizar.

Con un zumbido que aterrorizó a Killer, los dos patines buscaron la nieve, mientras el Cub se inclinaba peligrosamente a la derecha, como si fuera a rodar por la cuesta. Entonces llegaron a un llano mejor y el aparato se enderezó; los patines se deslizaron hasta detenerse. Aun antes de que abrieran las puertas, Killer estaba saltando hacia los soportes, ladrando de placer al ver nuevamente ese objeto, antes despreciado.

Nate fue el primero en salir, desde luego, pues la portezuela de acceso estaba de su lado. Cuando Killer le vio descender le saltó a los brazos, emitiendo un equivalente de sollozos de alegría. Cuando LeRoy bajó del avión, el perro corrió también hacia él para lamerlo, como si la enemistad quedara perdonada. Pero cuando descendió Flossie, a quien Killer nunca había visto ni olfateado, el animal partió hacia ella con un gruñido amenazador. Nate le dio un buen puntapié, ordenando:

—Échate, pedazo de tonto. Ella es la que te ha rescatado.

Para horror de Killer, su amo le volvió la espalda y abrazó a Flossie.

Cuando los dos Flatch volvieron a la cabaña de Matanuska, LeRoy convocó una reunión familiar de emergencia e informó:

—Flossie ha estado besándose con un mestizo llamado Nate Coop.

—¿El dueño del perro? —preguntó Elmer.

—El mismo.

Todo el peso de la familia cayó sobre la silenciosa Flossie. Elmer señaló que «en todo el territorio de las dos Dakotas y Minnesota, cuando un hombre blanco se ha casado con una india o viceversa, la cosa ha resultado mal.

—Eso va Contra la ley de la naturaleza».

Hilda Flatch, casi siempre generosa en sus juicios, advirtió:

—¡Hace cuatro días que le conoces! Es ridículo. Además, los indios beben, pegan a sus esposas y no prestan atención a sus hijos.

Y LeRoy añadió, con una perspicacia que sorprendió a todos:

—¿Por qué liarte con un mestizo, si tienes ahí a ese excelente muchacho de los Vickaryous?

De pronto, Paulus Vickaryous, vástago de la familia finlandesa, a quien los Flatch siempre habían tratado con cierta reserva, se convirtió en un dechado de virtudes: el joven sabía cultivar, había adquirido tierras propias y era responsable, asistía regularmente a la iglesia luterana y ahorraba dinero. Según la familia de Flossie, era uno de los mejores de su generación, tanto en Estados Unidos como en Canadá, y comenzaron a invitarle a cenar.

El joven era alto y tenía el típico pelo rubio pálido que la naturaleza ha dado a los finlandeses; su piel Clara atraía el más ínfimo rayo de sol que tocara esa tierra adusta. Era instruido y tenía buenos modales; además, sabía cultivar la tierra, como decía Elmer. No había ningún motivo para que una muchacha como Flossie no quisiera casarse con un candidato tan promisorio. Sólo que ella había entregado su corazón a Nate Coop, sus montañas y su perro.

El joven Vickaryous fue rechazado tres o cuatro veces, de modo tan desembozado que no pudo ignorar el mensaje, y dejó de presentarse en la cabaña de los Flatch. La furia contenida de la familia comenzó a envolver a la pobre Flossie. Día tras día le repetían que los indios maltrataban a sus esposas, que ninguno de ellos era capaz de mantenerse sobrio tres días seguidos y que entre cien mineros, indios o blancos, noventa y seis de ellos no valían un comino. Cualquier desconocido que hubiera escuchado esos regaños habría deducido que la muchacha era una delincuente y merecía ese desdén.

Por cierto, habría supuesto que a la joven Flossie no se le permitiría volver a cruzar palabra con su mestizo. Pero en ese aprieto encontró una poderosa defensora, dispuesta a apartar las telarañas del pasado y los malentendidos del presente. La presunta viuda Melissa Peckham se había quedado en Matanuska, como representante del gobierno territorial de Alaska, y con frecuencia era su consejo el que permitía a la vacilante colonia lograr un equilibrio estable. Se reunía con esposas incapaces de adaptarse a esos inviernos interminables:

—¡Si hubieran visto ustedes lo que era febrero en el Klondike! Yo preparaba entre cincuenta o sesenta tortas. Las apilaba fuera de la cabaña y las iba entregando una a una, totalmente congeladas, a medida que llegaban los hombres hambrientos. Se descongelaban, se calentaban, se les echaba almíbar Y ¡adentro! Una pila no duraba más de dos semanas.

A los esposos acobardados por inundaciones y congelamientos, les decía:

—Diga usted, señor Vasanoja: ¿cree acaso que en Minnesota, si volviera allá, viviría siquiera un poquito mejor que aquí? El banquero, que ya está allí, con los millones robados a los pobres, él sí ha de vivir mejor. El comisario, con su gran Buick, sí, mucho mejor. Pero usted, un finlandés sin ahorros… Señor Vasanoja, ¿nunca le conté que mi Murphy viajó mil seiscientos kilómetros en bicicleta para buscar oro y no halló nada?

En su juventud, Missy había hablado un inglés impecable, pero en las minas había tenido ocasión de adoptar el lenguaje de la frontera; a veces hablaba como el más bruto de los leñadores.

Fue esa mujer de sesenta y cuatro años, veterana de las minas y trabajadora social, quien salió en defensa de Flossie Flatch. Reunida con la afligida familia de la muchacha, los fulminó con la mirada:

—Esto me recuerda las sesiones legales que había en las minas, antes de que interviniera la Policía Montada del Noroeste. Cuando algún minero hacía algo que no gustaba al resto, formaban tribunal en una taberna, para que lo juzgaran ocho hombres que habían hecho cosas mucho peores. Es ridículo. —Miró a los padres echando fuego por los ojos—. Ustedes están haciendo lo mismo con Flossie. No tienen ningún derecho a juzgarla. Éste es un mundo nuevo, con reglas nuevas.

Cuando estuvo segura de que la escuchaban, continuó:

—Él es mestizo, claro, pero en Alaska casi todos lo son, de un modo u otro. He visto muchos buenos matrimonios de blancos con esquimales o indios de pura sangre. Tú, LeRoy, que viajas tanto con los Venn, ¿no has visto que la esposa del hijo es mestiza? Chino y tlingit. Y el riquísimo matrimonio Arkikov, de Juneau: siberiano y yupik. Mi hija se casó con un Arkikov y yo estoy muy orgullosa de su familia. —Entonces pronunció una simple frase, que resumía gran parte de la vida en Alaska—: Quien quiera ser feliz aquí, tiene que aprender las reglas.

—Pero ¿qué empleo seguro puede conseguir un mestizo como ése? —preguntó Elmer.

Eso enfureció a la enérgica anciana.

—Me asombra usted, señor Flatch. Conque pretende garantías. Pues no le he visto a usted con ningún trabajo estable. Mi esposo, en vida, solía preguntarme: «Un hombre tan capaz como Elmer Flatch, ¿por qué no se busca un buen trabajo?». Y yo le decía: «Me parece que así gana más que tú».

Atenuando la dureza de su ataque, pidió algo de beber («Lo que haya a mano») y añadió, con una suavidad muy distante de sus argumentos anteriores:

—Ahora escúchenme, todos. Tú también, Flossie. Hace años, en Chicago, yo era una muchacha bastante aceptable. Dientes parejos, cabellera bonita y buena educación. Jamás me casé. Siempre me enamoré de hombres que ya estaban casados. Hombres maravillosos, los mejores del mundo, pero que no podían casarse conmigo. Por eso… La vida nos llega de modos distintos y es mejor estar dispuestos a aceptarla cuando viene. Porque si la dejamos pasar, los años se alargan interminablemente, tristes, solitarios y sin sentido.

Como nadie contestaba, dijo con renovado ánimo:

—Pues bien: ustedes, los buenos Flatch, que no son tan buenos como creen, como tampoco lo soy yo, ni los Vickaryous a los que han estado cortejando… Fue por casualidad, una casualidad quizá cruel, que nuestra querida Flossie llegara a ese campamento minero y conociera a Nate Coop. No sé nada de él, salvo que se tomó muchas molestias para salvar a su perro. Tú, LeRoy, llevaste a tu hermana allí, de modo que la culpa es tuya. Tal vez era lo mejor que podías hacer, porque voy a ayudar en todo lo que pueda para que tu hermana se case con ese muchacho.

Pero al ver las caras atormentadas de todos los Flatch, salvo Flossie, trató de ayudarles a comprender la situación:

—¡De acuerdo! Coincido con ustedes. Según dice LeRoy, es un patán iletrado, con pelo hasta los ojos, de los que gruñen para saludar. Pero ha vivido siempre en los bosques, con gente que no sabía comportarse de otro modo. En Alaska es frecuente que una mujer con sentido común y una sobredosis de humanidad se case con un bruto como este Nate y lo civilice. Si Flossie puede domesticar a un alce, bien puede civilizar al joven señor Coop.

Cuando Missy abandonó la casa, lo hizo esperando que los Flatch hicieran algún gesto de reconciliación hacia la hija. Pero Hilda dijo:

—Si te casas con ese condenado mestizo, tu padre te echará de esta casa… y yo le ayudaré.

Pero cuando Nate viajó a Matanuska, en el avión de otro piloto, para presentarse a la familia Flatch, todos admitieron que parecía un joven viril, de buenos modales, aunque algo torpe; de cualquier modo, era terriblemente moreno y sus facciones, indias sin remedio. Habrían podido aceptarle como yerno si Flossie hubiera vivido en el páramo, pero en una ciudad normal, entre otras personas, se lo veía penosamente inferior a Paulus Vickaryous. Además, cometió el grave error de llevar consigo a su perro Killer, que demostró su antipatía a todos los Flatch, incluida la muchacha. Por lo tanto, cuando Nate pidió la mano de Flossie, medio balbuceante y con Killer gruñendo atrás, todos le replicaron con un decidido:

—¡No!

Nate no estaba dispuesto a dar esa respuesta por definitiva; permaneció en la vecindad algunos días y luego desapareció. Escribió algunas cartas a Flossie, pero la señora Flatch se apropió de ellas. Eso se descubrió cuando Flossie preguntó en el correo si había llegado correspondencia para ella; entonces informó a Missy Peckham, que entró tempestuosamente en la cabaña con ásperas noticias:

—Hilda Flatch: si impides que la correspondencia de Estados Unidos llegue a su debido destinatario, puedes ir a la cárcel. Me entregarás ahora mismo esas cartas, pues soy representante del gobierno. Y no hagas más tonterías.

Flossie, al recibir las cartas, las llevó a su casa sin abrir y dijo a su madre:

—No estoy enfadada. Hiciste lo que te pareció correcto. Pero quiero leerlas aquí, en mi propia casa, delante de ti.

Abrió los sobres con un largo cuchillo de cocina y leyó en silencio. Al terminar cada carta la entregaba a su madre, sentada al otro lado de la mesa. Por la noche escribió a Nate.

Tras este intercambio de cartas, Nate Coop viajó a Matanuska en la época en que los tres lagos George solían quebrar la muralla del glaciar. Flossie le había dicho que ese año quería estar presente cuando ocurriera y él decidió llevarla al río Knik para ver el acontecimiento. Se alojaba en la cabaña de Missy Peckham. Sólo visitó dos veces la casa de los Flatch, pues cuando se presentó por segunda vez los padres le hicieron saber que no era bien recibido.

Algunos días después quedaron espantados al ver que Flossie había desaparecido, sin que nadie pudiera imaginar adónde había ido. Missy dijo que su pensionista tampoco estaba y supuso que habían viajado a Seattle para casarse. Pero Hilda, la que más se oponía a Coop, revisó la correspondencia de su hija y encontró, en una carta de Nate, una referencia al impresionante deshielo de los lagos, con este comentario: «Sería maravilloso verlo». Llamó a su hijo, estremecida, pero él estaba de viaje hacia El Filón de Venn; cuando regresó, ya era demasiado oscuro y no podía ir a buscar a su hermana.

Por la mañana, cediendo a los enloquecidos lamentos de su madre, calentó los motores del Cub, que tenía puestas las ruedas, y partió a investigar el territorio circundante. Al sobrevolar el río Knik rumbo al glaciar vio, cerca del promontorio desde donde mejor se vería el colapso, una tienda de lona blanca. Cuando pasó a poca altura sobre ella, comprobó con alivio, pero también con aflicción, que de ella salían dos personas jóvenes; obviamente habían abandonado los sacos de dormir, pues estaban despeinados y vestían pijamas o algún tipo de prenda improvisada. No llegó a identificarlos, pero estaba casi seguro de que eran Flossie y Nate. La certidumbre le llegó de un modo enfurecedor: el perro Killer salió de la tienda para ladrar al avión.

Les hizo una seña balanceando las alas y describió otro círculo, volando tan bajo que les pudo ver la cara. Pero en ese momento distrajo su atención una gigantesca columna de espuma, elevada a buena altura. Los tapones de hielo que habían mantenido cautivos a los tres lagos durante los diez meses anteriores acababan de estallar; las aguas, por tanto tiempo aprisionadas, rugían en libertad. LeRoy en su aeroplano, su hermana y Nate desde la tienda, vieron sobrecogidos cómo escapaba esa fuerza titánica; las aguas, al golpear la faz del glaciar arrancaban grandes témpanos que iniciaban su tortuoso viaje por el río tempestuoso desprendiendo otros más pequeños al entrechocar y dar tumbos. Era la manifestación natural más violenta que los tres habían visto. LeRoy voló en círculos media hora más; después volvió a pasar rozando la tienda y movió las alas para saludar a los amantes y al excitado perro.

Cuando aterrizó en Palmer, corrió a la cabaña y entró precipitadamente diciendo a sus aprensivos padres:

—Bueno, ahora hay que casarlos.

Preocupados por sus propios asuntos, los cuatro flatches ignoraban el modo irresistible en que la historia del mundo se acercaba sigilosamente a ellos.

En junio de 1941 se cumplió la predicción que el capitán Shafter de la Fuerza Aérea había hecho en el invierno de 1940, en la pista de Palmer: la Alemania nazi declaró la guerra total contra la Rusia comunista, poniendo fin a lo que Shafter consideraba una alianza ilógica. Según señalaron los otros pilotos de la pista, eso significaba que «probablemente Rusia se alíe con nosotros, si nos decidimos a entrar en esto». Y los más informados, con los que LeRoy no trataba, comenzaron a mirar con más atención esa estrecha porción de mar que separaba la Unión Soviética de Alaska.

Por entonces, hasta el mismo LeRoy sabía que alguien, un canadiense o un estadounidense (jamás lograba distinguirlos) estaba interesado en montar en una cadena de futuros aeropuertos; en realidad, serían meras pistas de aterrizaje en el páramo, que vincularían Edmonton, en Canadá, con Fairbanks en Alaska. Cuando empezaba a preguntarse qué estaría ocurriendo, apareció nuevamente Leonidas Shafter, convertido en mayor. Traía a Palmer una petición, o quizás una orden: todos los pilotos solitarios de la región debían reunirse con él.

—La participación de Estados unidos en la guerra es inevitable. Cómo vamos a entrar es algo que nadie sabe. Creo que Hitler cometerá alguna estupidez en Europa. El Lusitania otra vez. Pero algo pasará. O tal vez Rusia comience a caer. Cuando eso ocurra, el sitio donde ustedes se encuentran, Alaska, será de la mayor importancia. Lo que vamos a hacer, a manera de preparativo, es crear apresuradamente esa serie de aeropuertos, que llamaremos pistas de emergencia: desde Great Falls, en Montana, hasta Edmonton, en Canadá, y Fairbanks en Alaska. Luego utilizaremos las pequeñas pistas que ya existen en el río Yukón, desde Ladd Field a Nome. Para lograr esto necesitaremos la colaboración de todos ustedes, los pilotos que están familiarizados con el territorio.

En esa ocasión traía un mapa con el rótulo «secreto». Después de pedir que quienes no fueran pilotos abandonaran la habitación, lo clavó con chinchetas en la pared, detrás de él. Era casi idéntico a los que había mostrado en su visita anterior, pero tenía una cadena de diez o doce estrellas rojas, pegadas a aldeas poco conocidas o a cruces de ríos: en el norte de Montana, el oeste de Canadá y el este de Alaska.

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