Alabama

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Primera parte » Capítulo 7

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Sentado en su asiento de conductor, Larry observaba como el minutero del reloj, para su desgracia, apenas se movía.             

Detenido en un semáforo miró, con resignación, la siguiente parada. 

A lo lejos, pudo adivinar las siluetas de un grupo de clientes que aguardaban su llegada, bajo el infernal sol veraniego.

El autocar llegó y tras detenerse en la parada, los pasajeros emprendieron la ascensión. La última pasajera, era una mujer de  raza negra, que tras adquirir su billete enfiló el pasillo hasta sentarse en uno de los pocos asientos que quedaban libres y puso su bolso sobre sus rodillas.

La señora se quitó las lentes y se dispuso a limpiarlas con una servilleta de papel. Después, extrajo un libro de bolsillo de su bolso y comenzó, con aparente tranquilidad, su lectura.

El resto de pasajeros miraban con hostilidad a la mujer negra. 

Llegó otra parada y el autobús se detuvo para que subieran y bajaran los viajeros. Un hombre que acababa de llegar se dirigió, tambaleándose por el pasillo, hacia donde se encontraba sentada la mujer de color quien, al principio, no había reparado en la presencia del recién llegado.

–Usted, levántese inmediatamente de este asiento. No puede  sentarse  aquí,  no  se le está  permitido  y  debería  de saberlo  –  exclamó uno de los pasajeros, pero no obtuvo ninguna respuesta.

Al ver que la señora lo ignoraba por completo, volvió a hablar, esta vez, levantando el tono de voz:

–Tiene que dejar que un blanco ocupe su asiento. Parece mentira que no lo sepa ya. Esto no es ninguna novedad. Se viene haciendo desde que existen los autobuses en el estado de Alabama y en todo el sur del país.

–Vamos,  maldita  negra, ¿no  está  oyendo al ciudadano? ¿Está sorda o qué? – preguntó el conductor. Se va a meter en un gran problema si permanece mucho más tiempo sentada.

–Yo también soy una ciudadana y pago mis impuestos. No me merezco que me traten como a un animal, cómo a un perro – reivindicó la mujer, sorprendiendo al resto de usuarios – .Y ya estoy harta de tanta mierda. No pienso moverme de aquí. Yo también soy una persona. Me da igual lo que me pueda ocurrir. Estoy hablando en serio, que venga la autoridad y me lleven a la cárcel, por lo menos, me arrestarán con dignidad.

Larry detuvo el autocar y, tras levantarse, se acercó a donde estaba la señora que defendía sus derechos y no paraba de hablar.

–Le ordeno, que se levante. No se lo pienso repetir más veces.

–Usted no es un agente de la autoridad.

–Soy blanco y usted negra. ¿Hace falta autoridad? No, porque yo soy superior a usted y tiene que hacer lo que yo le mando. Es así de sencillo. No hay otra forma de hacer las cosas. Y tienes mucha suerte de no estar recogiendo algodón.

–Yo no soy una esclava. Los tiempos de la esclavitud, gracias a Dios, se terminaron hace tiempo. Como dije antes, soy una persona os guste o no.

–Ahora veremos si es usted tan valiente – sentenció Larry.

El conductor se dio cuenta de que un coche patrulla se había detenido junto al autocar. Al acercarse a la ventanilla, para su satisfacción, reconoció al agente Steve.

El guardia salió del vehículo policial y subió al autocar. Como podía, desplazaba su prominente barriga, intentando por todos los medios no golpear a nadie con la peculiar prolongación de su anatomía. Los usuarios veían el abdomen del sheriff como una clara amenaza e intentaban evitarla, a toda costa, apartándose y removiéndose sobre sus asientos.

–Mire agente, esta mujer negra se niega a ceder su asiento a un viajero blanco que acaba de subir – informó Larry –. Y está haciendo perder el tiempo a toda esta gente  honrada, no  hay  derecho, llegarán  tarde a sus puestos de trabajo y pueden, incluso, ser despedidos. Es una situación muy complicada, como usted comprenderá.

–Es cierto, si continúa más tiempo el autobús detenido llegaré tarde a mi trabajo y me van a echar a la calle – aseguró una mujer.

–Bueno, por favor, mantengan un momento la calma. Deje su asiento al hombre blanco, aquí usted no puede sentarse – ordenó Steve, acariciándose la barriga.

Entretanto, alrededor del autobús, se había formado un enorme círculo de curiosos, que se preguntaban unos a otros qué estaba sucediendo.

En el interior del mismo, los pasajeros miraban con impotencia sus relojes y descargaban miradas cargadas de hostilidad a la causante del retraso.

Los nervios de los pasajeros y la notable presión social empezaron a alterar al agente de la autoridad, que harto del espectáculo y viendo como se comenzaba a poner en duda su autoridad, decidió intervenir y poner fin a la función:

–Dígame  cuál  es  su nombre. Se me está acabando la paciencia – exigió saber, dándose aires de importancia.

–¿Por qué?

–Necesito conocer su identidad.

–Mi nombre es Rosa Louise Parks. Pero usted, creo que ya me conoce. Verdad, agente, ¿no es así?

–Queda usted arrestada.

–¿Y cuál es la razón?

–Por desórdenes públicos.

–¿Desórdenes públicos? – se extrañó la mujer ante la respuesta del sheriff.

–Sí, exacto.

–¿Eso es todo lo que se le ocurre decir, agente? Podría tener un poco más de imaginación. ¿No le parece?

–Será mejor para usted que no oponga resistencia. Le advierto, que si se resiste, tendremos que emplear la fuerza.

–¿Sí? No me diga.

–Aunque debo de admitir, que sería un verdadero placer – sentenció el sheriff viendo como en esos momentos unos robustos policías ascendían al autobús.

Tras las últimas palabras, la mujer se levantó y siguió al hombre que intentaba evitar el balanceo de su voluminoso abdomen.

 

 

La muchedumbre recibió la orden de la autoridad con vítores. El gentío comenzó a increpar a la detenida que había desafiado a la segregación racial.

Rosa Parks descendió del autobús con la cabeza en alto. Esta posición provocó que la gente elevara aún más el tono de voz. Para ella, todo esto carecía de importancia, acababa de dar un gran paso hacia delante a favor de los derechos humanos.

En el instante en que iba a acceder al vehículo policial vio como una muchacha negra la observaba desde el otro lado de la calle. Una vez que el coche que portaba a Rosa desapareció en la lejanía, la joven corrió por la acera, chocándose contra el gentío, que poco a poco se iba disolviendo del lugar.

La chica, haciéndose hueco, se dirigió hacia la iglesia bautista...

Larry volvió a ocupar su puesto de trabajo, y puso el autocar de nuevo en marcha. Desde su asiento oía los comentarios de los pasajeros:

–¿Qué se habrá creído esa negra? Ahora estará donde tiene  que  estar, en  la  cárcel. Se lo tiene merecido – afirmaba una mujer –. Verán cómo no volverá a hacerlo nunca más. Seguro que le servirá de lección.

–Larry,  ¿esa  mujer  no es la que vomitó, hace un tiempo a la esposa del juez Carter? – preguntó otra viajera.

–Sí,  es  la  misma,  pero era muy pequeña cuando eso sucedió – contestó el conductor, que era incapaz de quitarse de la cabeza la escena que terminaba de contemplar  porque, de alguna manera, se sorprendió de la valentía de la mujer.

Tras acomodar su inseparable gorra en la cabeza, el conductor prosiguió con su larga jornada laboral, mientras en la radio sonaba una vieja canción. El conductor comenzó a tararear la melodía y no tardó en olvidar lo sucedido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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