Alabama

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Segunda parte » Capítulo 27

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  El humo de las tostadas quemándose hizo que la señora Louise se precipitara a la cocina a sacar el pan medio quemado del horno.

Ayudada de un paño, la mujer pudo extraer el humeante desayuno, que acabó en el cubo de la basura. La mujer gritó maldiciones, mientras se agarraba la cabeza en señal de indignación.

El denso humo no tardó en extenderse por toda la cocina. Incluso llegó un momento en el que le impidió respirar. Abrió la ventana y permitió que el aire que entraba limpiara el ambiente y recuperara la visibilidad. Cruzó el largo pasillo y se detuvo para mirar una fotografía de su difunto esposo, que estaba sobre una mesita. Sostuvo con sus manos trémulas el retrato y las lágrimas fluyeron de sus ojos de una manera desesperada. 

La viuda besaba de forma obsesiva el rostro de su marido desaparecido y se enojó con Dios por habérselo llevado tan pronto y de semejante manera.

Salió a la calle y se dirigió hacia su destino. Era sábado y tenía todo el fin de semana libre. Decidió ir de visita a casa de una vieja amiga. Una persona que le había apoyado en los momentos más duros. Lucrecia, la madre de Jack, el mulato.

 

 

Louise era viuda, hacía un par de años, al dejarle su esposo por culpa de un terrible cáncer. Fue tan implacable y dolorosa la enfermedad, que padeció el pobre hombre que, la mujer, de alguna forma, sintió algo de satisfacción cuando la afección decidió robarle la última respiración.

Llegó a la casa y antes de llamar a la puerta la rodeó para verla mejor. No se dio cuenta de que un grupo de curiosas la observaban desde el otro lado de la calle. La bibliotecaria golpeó, con los nudillos, la puerta y tras unos segundos esta se abrió y apareció Jack bajo el umbral.

Un gran olor a pestilencia golpeó en la cara a la mujer que, asombrada ante el aspecto del muchacho, era incapaz de articular palabra.

El nauseabundo hedor penetró en la nariz de Louise lo que provocó que se desplomara sobre el suelo de la acera, perdiendo el conocimiento.

Las vecinas que no habían perdido detalle de cuanto sucedía corrieron a socorrer a la mujer.

Mirad  lo  que  le  ha  hecho. Esto es cosa de brujería, estoy segura  – afirmó una de las ciudadanas que la ayudaban a levantarse.

–Estos malditos negros, no traen nada bueno. Le ha hecho algún tipo de magia negra – sentenció otra de las vecinas –. Mi padre una vez me aseguró que eran capaces, incluso, de hacer depertar a los muertos.

Después de cerrar la puerta de la vivienda, Jack se encerró en su habitación. La desesperación y la incertidumbre volvieron a amenazar su moral. Vio mermada su felicidad conseguida al encontrar un puesto de trabajo en la biblioteca, cuando descubrió a su madre besándose con el juez Carter y percatándose de que este era su verdadero padre. Y ahora, el episodio de la bibliotecaria, desmayándose ante su puerta delante de las vecinas quisquillosas quienes no tardarían en poner en conocimiento de la población el lamentable suceso.

    La noticia correría, como la pólvora, a través de la ciudad, hasta llegar a todos los rincones, impulsada por las lenguas viperinas. El mulato volvió a sentirse amenazado por la violencia y la intolerancia.

Jack lloraba en su cuchitril y nuevamente se abandonó y su humanidad cayó en manos de una podredumbre y dejadez total. La precariedad y la corrupción se apropiaron de él.

Dejaba transcurrir las tardes entre el monótono y tranquilizador silencio que solo el pesar y la extrema soledad son capaces de otorgar.

Por las noches, antes de dormir, observaba la luna desde la pequeña ventana de su habitación. Su mente no podía parar de preguntarse el porqué de su desdicha. Ni siquiera podía buscar consuelo en sus compañeros de raza porque estos  siempre renegaban de él.

Como un lobo herido, humillado, apartado de la manada, miraba como la luna se ocultaba tras las nubes, para después volver a aparecer y sintió envidia del cuerpo celeste, porque era capaz de ocultarse para después volver a dar la cara. No como él que era incapaz de resolver la situación con lo más importante con lo que se deben afrontar los problemas, con actitud. Una cualidad de la cual ignoraba que poseía.

Jack se removía inquieto sobre su cama y de vez en cuando miraba a la luna que tras la ventana parecía pavonearse de su desdicha.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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