Al este del Edén

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Cuarta parte » Capítulo 39

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Capítulo 39

1

Salinas sufría a intervalos una racha benigna de moralidad, cuyo proceso nunca variaba mucho. Cada explosión se parecía a la anterior. A veces comenzaba en el púlpito, y otras con motivo de la subida a la presidencia del Club Cívico Femenino de alguna presidenta nueva y ambiciosa. El pecado que invariablemente había que erradicar era el juego, ya que el atacarlo representaba ciertas ventajas. Por ejemplo, se podía discutir, lo cual no era posible con la prostitución. El juego era una lacra evidente, y además la mayor parte de los garitos estaban en manos de los chinos, así es que no había mucho riesgo de poner la zancadilla a un pariente o conocido.

Los dos periódicos locales se inflamaban con el ardor que irradiaban tanto el púlpito como el Club Cívico Femenino. Sus editoriales pedían que se hiciese una limpieza general. La policía manifestaba su conformidad, pero alegaba falta de medios y pedía que se aumentase su presupuesto, lo cual conseguía algunas veces.

Cuando se llegaba a la fase de los editoriales, todo el mundo sabía que las cartas estaban ya boca arriba. Lo que sucedía después se hallaba tan bien organizado como un ballet. La policía estaba preparada, así como las casas de juego, y los periódicos preparaban editoriales en los que se congratulaban por el éxito. Luego se producía la redada, deliberada y segura. Veintitantos chinos importados de Pájaro, unos cuantos vagos, y seis o siete viajantes que, por el hecho de ser forasteros, no habían recibido a tiempo el aviso, y caían en manos de la policía, la cual, después de tomarles declaración, los encerraba en el calabozo por la noche, y los soltaba por la mañana, tras pagar la correspondiente multa. La ciudad se distendía en su reconquistada pureza, y los garitos perdían sólo una noche de negocio, más las multas. Uno de los grandes logros de la raza humana es no reconocer algo aun conociendo su existencia.

Una noche de finales de 1916, Cal se encontraba contemplando el juego de fantán en casa de Shorty Lim, cuando se lo llevaron en la redada. En la oscuridad, nadie reparó en él, y el jefe se sorprendió al encontrárselo en el calabozo al día siguiente. Telefoneó enseguida a Adam, que se hallaba desayunando. Adam anduvo las dos manzanas que separaban la casa del ayuntamiento, recogió a Cal, cruzó la calle para ir a buscar la correspondencia y luego regresaron ambos a casa.

Lee había conservado caliente el desayuno de Adam, y preparó un par de huevos fritos para Cal.

Aron atravesó el comedor disponiéndose a ir al colegio.

—¿Quieres que te espere? —preguntó a Cal.

—No —dijo Cal, bajando los ojos y poniéndose a comer.

Adam sólo había despegado los labios para decir: «¡Vamos!», cuando se hallaban en el ayuntamiento, y después de haberle dado las gracias al jefe.

Cal engulló a la fuerza su desayuno, observando de reojo el rostro de su padre. Era incapaz de adivinar cuáles eran los sentimientos de Adam a través de su expresión, pues parecía sorprendido, enfadado, pensativo y triste a la vez.

Adam miró su taza de café. El silencio aumentó hasta que se hizo tan pesado que parecía imposible de disipar.

Lee se asomó a la puerta.

—¿Café? —preguntó.

Adam sacudió lentamente la cabeza. Lee desapareció, cerrando esta vez la puerta de la cocina.

En aquel profundo silencio, sólo se oía el tictac del reloj. Cal comenzó a asustarse. Adivinaba en su padre una fuerza que hasta aquel momento había ignorado. Sintió calambres en las piernas, y no se atrevía a moverse para restablecer la circulación. Golpeó el plato con el tenedor para producir ruido, pero éste se desvaneció enseguida. El reloj dio nueve lentas y solemnes campanadas, que también desaparecieron al instante.

A medida que el temor se iba helando, el resentimiento ocupó su sitio. Una zorra caída en el cepo debe sentir la misma ira contra la pata sujeta en la trampa.

De pronto, Cal se puso de pie de un salto. Lo hizo de modo completamente involuntario. Tampoco había deseado hablar, pero, sin embargo, gritó:

—¡Haga lo que quiera conmigo! ¡Venga! ¡Termine pronto!

Y aquel grito fue engullido también por el silencio.

Adam levantó lentamente la cabeza. Cal nunca había mirado a su padre a los ojos, pues es cierto que muchas personas no miran jamás a los ojos de su padre. El iris de los ojos de Adam era azul pálido, con oscuras estrías radiales que convergían en sus pupilas. Y en lo más profundo de cada pupila, Cal vio reflejado su propio rostro, como si dos Cal diminutos lo contemplasen.

—Me he equivocado contigo, supongo —dijo Adam lentamente. Aquello era peor que un ataque directo.

—¿Qué quiere usted decir? —balbuceó Cal.

—Te han agarrado en una casa de juego. No sé cómo fuiste a parar allí, ni qué hacías en ese lugar, ni por qué fuiste.

Cal se dejó caer en la silla, y se quedó mirando el plato.

—¿Estabas jugando, hijo?

—No, señor. Sólo miraba.

—¿Habías estado allí anteriormente?

—Sí, señor. Muchas veces.

—¿Por qué vas?

—No lo sé. Por la noche me siento inquieto, como un gato callejero —pensó en Kate y su flojo chiste de comparación le pareció horrible—. Cuando no puedo dormir, tengo que salir a dar una vuelta —añadió—, para ver si me entra sueño.

Adam consideraba y examinaba sus palabras una por una.

—¿Tu hermano también hace lo mismo?

—Oh, no, señor. No se le ocurriría ni por asomo. Él no es… él no es tan inquieto.

—Ahora me doy cuenta —observó Adam— de que no sé nada sobre vosotros.

Cal deseaba echar sus brazos alrededor del cuello de su padre, abrazarlo y sentirse abrazado por él. Anhelaba alguna espontánea demostración de simpatía y amor. Cogió el servilletero de madera y empezó a darle vueltas con el dedo.

—Si usted me hubiese preguntado, yo le hubiera respondido —dijo con suavidad.

—Tienes razón. Nunca te he preguntado nada. Soy tan mal padre como lo fue el mío.

Cal no había oído jamás aquel tono en la voz de Adam. Era un tono cálido y desgarrador. Parecía como si anduviese a tientas en la oscuridad, tratando de encontrar las palabras adecuadas.

—Mi padre construyó un molde y trató de meterme en él a la fuerza —le explicó Adam—. Yo resulté una mala pieza de fundición, pero era imposible fundirme de nuevo. A nadie se le puede refundir. Así es que seguí siendo una pieza defectuosa.

—No se lamente usted, padre. Ya ha sufrido bastante —respondió Cal.

—¿Tú crees? Tal vez, pero quizá no ha sido el sufrimiento adecuado. El hecho es que no conozco a mis hijos, y no sé si estaré a tiempo de conocerlos.

—Yo le diré todo lo que usted quiera saber. Sólo tiene que preguntar.

—¿Por dónde podría empezar? ¿Por el principio?

—¿Se sintió triste o enfadado al saber que yo estaba en la cárcel?

Ante la sorpresa de Cal, Adam soltó una carcajada.

—A ti sólo te habían llevado allí, ¿no es eso? No habías hecho nada malo.

—Pero acaso lo malo era estar allí.

Cal deseaba atraer la vergüenza sobre su cabeza.

—Una vez, yo también estuve en la cárcel —le aseguró Adam—. Estuve preso cerca de un año sin ningún motivo.

Cal trató de comprender aquella herejía.

—No puedo creerlo —dijo.

—A veces a mí me ocurre lo mismo. Pero lo que sé es que cuando me escapé me introduje en una tienda y robé algunas ropas.

—No lo creo —repitió débilmente Cal, pero aquel tono confidencial y afectuoso era tan agradable, que se aferró a él; apenas se atrevía a respirar, para no disipar el encanto.

—¿Te acuerdas de Samuel Hamilton? —le preguntó Adam—. Seguro que lo recuerdas. Cuando tú eras muy pequeño, me dijo que yo era un mal padre. Llegó incluso a golpearme y a arrojarme al suelo, para que aquello se me quedase bien grabado.

—¿Aquel viejo hizo eso?

—Era un viejo muy fuerte. Pero ahora comprendo lo que quería decir. Soy igual que mi padre. Mi padre no me permitió ser una persona. Yo tampoco considero a mis hijos como personas. Eso es lo que quería decir Samuel.

Y miró a Cal a los ojos y sonrió, y Cal sintió dolor y afecto por su padre.

—Nosotros no opinamos que sea usted un mal padre —aseguró Cal.

—Pobres criaturas —dijo Adam—. ¿Cómo podéis saberlo? Nunca habéis tenido otro.

—Me alegro de que me hayan metido en la cárcel —afirmó Cal.

—Yo también. Yo también —dijo Adam, y rió—. Puesto que ambos hemos estado presos, podemos hablar de igual a igual —en él se iba despertando un gozoso sentimiento—. ¿Por qué no me dices qué clase de chico eres?

—Con mucho gusto, padre.

—¿Tienes ganas de hacerlo?

—Sí, señor.

—Pues cuéntame, entonces. Ya sabes que el hecho de ser una persona representa cierta responsabilidad. El serlo significa algo más que ocupar un espacio que pudiera llenar el aire. ¿Cómo eres?

—¿No bromea usted? —preguntó Cal tímidamente.

—No. No bromeo, puedes estar seguro. Háblame de ti, es decir, si lo deseas.

Cal empezó:

—Bien, pues yo soy… —y se interrumpió—. No resulta muy fácil decirlo.

—Me imagino que puede ser hasta imposible. Háblame de tu hermano.

—¿Qué quiere que le cuente de él?

—Dime lo que piensas de él. Es todo lo que podrías decirme.

—Es bueno. No hace cosas malas, ni las piensa.

—¿Ves? Ahora me estás hablando de ti mismo.

—¿Cómo?

—Sí, me estás diciendo que haces y piensas cosas malas.

Cal enrojeció.

—Sí, así es.

—¿Son cosas muy malas?

—Sí, señor. ¿Quiere que se las cuente?

—No, Cal. Ya me lo has dicho. Tanto tu voz como tus ojos me dicen que estás en lucha constante contigo mismo. Pero no tienes que avergonzarte por ello. Es terrible sentirse avergonzado. ¿No siente Aron vergüenza alguna vez?

—Nunca hace nada de lo que tenga que avergonzarse. Adam se inclinó hacia delante.

—¿Estás seguro?

—Completamente seguro.

—Dime, Cal, ¿tú le proteges?

—¿Qué quiere usted decir?

—Quiero decir que si, por ejemplo, te enteras de algo malo, cruel, desagradable, ¿intentarás evitar que él lo sepa?

—Yo… creo que sí.

—¿Crees que es demasiado débil para soportar cosas que tú sí puedes?

—No es eso, señor. Él es bueno, muy bueno. Es incapaz de hacer daño a nadie, ni de hablar mal de ninguna persona. No es bajo ni rastrero, nunca se queja, y además es valiente. No le agrada luchar, pero lo hace si es necesario.

—Tú quieres a tu hermano, ¿no es verdad?

—Sí, señor. Y le juego malas pasadas. Le engaño, hago que se enfade y a veces le hago daño sin ningún motivo.

—Y entonces te sientes desgraciado.

—Sí, señor.

—¿Suele Aron sentirse también desgraciado?

—No lo sé. Cuando le dije que no quería ingresar en la Iglesia, se disgustó. Y una vez que Abra se enfadó y le dijo que le odiaba, le vi muy apesadumbrado. Casi se sentía enfermo y con fiebre. ¿No se acuerda? Lee llamó al médico.

Adam dijo asombrado:

—¡Mira que vivir con vosotros y no enterarme de esas cosas! ¿Por qué se enfadó Abra?

—No sé si debo decirlo —respondió Cal.

—En ese caso no lo digas.

—No es nada malo. Por el contrario, creo que está bien. Es que Aron, señor, quiere ser clérigo. El señor Rolf…, bueno, lo que pasa es que al señor Rolf le gusta la vida eclesiástica, y a Aron también, y pensó que acaso no debía casarse y que era mejor retirarse del mundo.

—¿Quieres decir como un monje?

—Sí señor.

—Y a Abra no le gustaba esa idea, ¿no es así?

—Que no le gustaba es decir poco. Estaba furiosa. A veces tiene unos arrebatos de cólera tremendos. Le quitó violentamente la estilográfica a Aron, la arrojó sobre la acera y la pisoteó. Luego dijo que Aron le había hecho perder la mitad de su vida.

—¿Cuántos años tiene Abra? —preguntó Adam entre risas.

—Casi quince. Pero ella está… Bueno, quiero decir que aparenta más en ciertos aspectos.

—Eso parece. ¿Qué hizo entonces Aron?

—No dijo nada, pero se sintió terriblemente trastornado.

—Supongo que se la hubieras podido quitar en aquella ocasión —dijo Adam.

—Abra es la novia de mi hermano —replicó Cal.

Adam lo miró profundamente a los ojos. Luego llamó a Lee, pero no obtuvo respuesta. Volvió a llamarlo, y dijo:

—No lo he oído salir. Quiero tomar más café.

Cal se levantó.

—Yo lo prepararé.

—Oye —exclamó Adam, ya tendrías que estar en la escuela.

—No quiero ir.

—Pues deberías ir. Aron ya se ha ido.

—Soy muy feliz —respondió Cal—. Quiero quedarme con usted.

—Prepara el café —dijo Adam quedamente, y su voz denotaba timidez.

Mientras Cal estaba en la cocina, Adam reflexionaba lleno de asombro. Sus nervios y músculos palpitaban excitados y hambrientos. Sus dedos anhelaban estrechar algo, y sus piernas correr. Paseó ávidamente su mirada por la habitación. Vio las sillas, los cuadros, las rosas encarnadas de la alfombra, y los nuevos objetos delimitados con claridad. Objetos casi vulgares, pero que a él le parecieron amistosos. Y en su cerebro nació un agudo apetito por el futuro, una agradable y cálida anticipación, como si los minutos y semanas inmediatos tuviesen que traerle toda clase de deleites. Sintió una emoción que preludiaba un día risueño, dorado y tranquilo. Entrecruzó sus dedos detrás de la cabeza y extendió las piernas.

En la cocina, Cal esperaba a que el agua se calentase en la cafetera; sin embargo, no le desagradaba aquella espera. Cuando un milagro se ha vuelto familiar, deja de ser un milagro. Cal ya no se maravillaba ante las cordiales relaciones que se habían establecido entre él y su padre, pero el gozo todavía duraba. El veneno de la soledad y la sorda envidia de los que se sentían solos lo habían abandonado; se sentía limpio y lleno de dulzura, y era muy consciente de ello. Evocó un viejo odio para probarse, pero descubrió que aquel odio había desaparecido. Deseaba servir a su padre, ofrecerle algún gran presente, realizar alguna tarea noble y ardua en su honor.

El agua de la cafetera se desbordó al hervir, y Cal pasó varios minutos limpiando el fogón. Luego se dijo: «Ayer esto no me hubiera ocurrido».

Adam le sonrió cuando entró con la cafetera humeante. Aspiró el aroma que de ella se desprendía y dijo:

—Este olor haría que me levantara de mi propia tumba.

—Se me vertió al hervir —se excusó Cal.

—Si no hierve no tiene buen sabor —le aclaró Adam—. ¿Dónde se habrá metido Lee?

—Puede que esté en su habitación. ¿Quiere que vaya a verlo?

—No. Ya hubiera respondido.

—Padre, cuando termine mis estudios, ¿querrá dejarme dirigir el rancho?

—Tienes mucha prisa. ¿Y Aron?

—Él quiere ir a la universidad. No le diga que yo se lo he dicho. Deje que lo haga él mismo y usted haga ver que se sorprende.

—De acuerdo —convino Adam—. Entonces, ¿tú no quieres ir a la universidad?

—Apostaría a que soy capaz de hacer dinero en el rancho, el suficiente para pagarle los estudios a Aron.

Adam sorbió el café.

—Es una proposición muy generosa —afirmó—. No sé si debería decirte esto, pero cuando antes te he preguntado qué clase de muchacho era Aron, lo has defendido tan mal, que he pensado que sentías por él antipatía, o tal vez odio.

—Antes lo odiaba —reconoció Cal con vehemencia—. Y le he hecho daño a veces. ¿Pero me permite usted que se lo diga, señor? Ahora ya no le odio ni volveré a odiarle jamás. Creo que nunca podré odiar a nadie, ni siquiera a mi madre.

Se interrumpió, sorprendido ante su impremeditado tropiezo, y se quedó helado y sin saber qué decir.

Adam miraba ante sí. Se frotó la frente con la palma de la mano. Por fin dijo con voz queda:

—Sabes lo de tu madre.

Eso no era una pregunta, sino una afirmación.

—Sí, señor.

—¿Lo sabes todo?

—Sí, señor.

Adam se recostó en la silla.

—¿Lo sabe Aron?

—¡Oh, no, no señor! No lo sabe.

—¿Por qué lo dices de esa manera?

—No me atrevería a contárselo.

—¿Por qué no?

—No creo que pudiese resistirlo —aseguró Cal con tono desgarrador—. No hay suficiente maldad en él para permitirle aguantar ese golpe.

Estuvo a punto de añadir «como le ocurrió a usted», pero no terminó la frase.

Adam parecía abrumado, y movió la cabeza de uno a otro lado.

—Cal, escúchame. ¿Crees que hay alguna probabilidad de evitar que Aron se entere? Piénsalo bien.

—Él no se acerca a esos sitios —respondió Cal—. No es como yo.

—Pero supón que alguien se lo dice.

—Me parece que no se lo creería. Más bien pienso que la emprendería a golpes con el que se lo dijese, tratándolo de embustero.

—¿Has estado allá?

—Sí, señor, tenía que verlo con mis propios ojos.

Cal prosiguió con excitación:

—Si él fuese a la universidad y se quedara a vivir por allí…

—Sí, podría ser —asintió Adam—. Pero todavía tiene que permanecer aquí dos años más.

—Yo podría apremiarle y hacer que terminase en un año. Es un chico muy listo.

—¿Pero no eres tú el más listo?

—Yo soy listo de otra manera —contestó Cal.

Adam pareció crecer y engrandecerse, hasta ocupar todo un lado de la estancia. La expresión de su rostro era firme y sus ojos azules, agudos y penetrantes.

—¡Cal! —exclamó con voz fuerte.

—¿Padre?

—Confío en ti, hijo mío —le dijo Adam.

2

El hecho de que Adam se hubiese dado cuenta de su existencia fue el catalizador de la felicidad de Cal. Caminaba sin tocar con los pies en el suelo. Solía sonreír con más frecuencia, y aquella sombría y secreta tristeza raras veces le acompañaba.

Lee, advirtiendo el cambio, le preguntó con suavidad:

—¿Es que andas con alguna chica?

—¿Una chica? No. ¿Quién quiere una chica?

—Todo el mundo —contestó Lee.

Y Lee preguntó a Adam:

—¿Sabe usted qué le pasa a Cal?

—Ha descubierto lo de su madre —respondió Adam.

—¿Ah, sí? —lee respiró aliviado—. Bueno, recuerde que ya le dije que debía decírselo.

—No fui yo quien se lo dijo. Ya lo sabía.

—¡Qué le parece! —exclamó Lee—. Aunque no es el tipo de noticia capaz de hacer que un muchacho canturree cuando estudia y lance la gorra por los aires cuando pasea. Y Aron, ¿qué?

—Temo su reacción —contestó Adam—. Prefiero que no lo sepa.

—Puede que sea demasiado tarde.

—Tal vez debería hablar con él, para tantear el terreno.

Lee consideró la idea.

—A usted también le ha ocurrido algo.

—¿Ah, sí? Es posible —asintió Adam.

Pero canturrear, lanzar la gorra al aire y hacer rápidamente sus deberes escolares sólo constituían para Cal las más insignificantes de sus actividades. En su nuevo estado de alegría, se nombró a sí mismo guardián del gozo de su padre. Era cierto lo que había dicho acerca de que no sentía odio por su madre. Pero aquello no cambiaba el hecho de que ella había sido el instrumento del dolor y de la vergüenza de Adam. Cal razonaba diciéndose que, si lo había hecho antes, podía volver a hacerlo ahora. Se dedicó a enterarse de todo cuanto pudo acerca de ella. Un enemigo conocido es menos peligroso y más fácil de sorprender.

Por la noche se sentía impelido a acercarse a la casa, al otro lado de la vía férrea. A veces se ocultaba por la tarde entre la maleza, al otro lado de la calle, vigilando aquel lugar. Veía salir de allí a las muchachas, vestidas con trajes oscuros, que en ocasiones llegaban incluso a la severidad. Siempre salían por parejas, y Cal las seguía con la mirada hasta la esquina de la calle Castroville, donde torcían a la izquierda en dirección a la calle Mayor. Se dio cuenta de que si uno no sabía de dónde venían, no se podía saber qué clase de mujeres eran. Pero él no esperaba la salida de las pupilas, sino que quería contemplar a su madre a luz del día. Al final descubrió que Kate salía todos los lunes a la una y media.

Cal se las arregló en la escuela, haciendo trabajo suplementario y obteniendo muy buenas notas, para conseguir tener libres los lunes por la tarde. Contestaba a las preguntas de Aron diciéndole que preparaba una sorpresa, y que no podía decírselo a nadie. De todas formas, a Aron no le interesaba demasiado. Preocupado sólo por sus problemas, Aron olvidó pronto aquella cuestión.

Cal, después de seguir a Kate varias veces, conocía muy bien la ruta que ella hacía. Siempre iba a los mismos sitios: primero al Banco de Monterrey, donde le franqueaban el paso tras los brillantes barrotes hasta el sótano, donde estaban las cajas fuertes. Pasaba allí quince o veinte minutos. Luego seguía lentamente por la calle Mayor, contemplando los escaparates. Entraba después en casa de Porter e Irvine, donde miraba vestidos y a veces hacía algunas compras menores, como ligas, imperdibles, fajas, un velo o un par de guantes. A las dos y cuarto entraba en el salón de belleza de Minnie Franken, donde permanecía por espacio de una hora, y de allí salía con su cabello ensortijado y un pañuelo de seda en torno a su cabeza, anudado bajo la barbilla.

A las tres y media, Kate subía las escaleras de las oficinas de la Farmer’s Mercantile, y entraba en el despacho del doctor Rosen. Cuando salía se detenía un momento en la confitería de Bell, y compraba una caja de un kilo de chocolatinas surtidas. Nunca variaba la ruta. De Bell iba directamente a la calle Castroville y luego a su casa.

No había estridencia en sus atavíos. Vestía exactamente como cualquier señora de Salinas que fuese de compras un lunes por la tarde, excepto que Kate llevaba siempre guantes, lo que no se estilaba en Salinas.

Los guantes hacían parecer sus manos hinchadas y gordinflonas. Las movía como si pensara que estuviesen rodeadas de una capa de cristal. No hablaba con nadie y parecía no ver a nadie. Ocasionalmente algún hombre se volvía y miraba, y entonces ella apresuraba el paso, nerviosa. Pero casi siempre se deslizaba como una mujer invisible.

Durante varias semanas, Cal siguió a Kate, tratando de no despertar su atención. Y puesto que Kate siempre caminaba sin volver la cabeza atrás, él estaba convencido de que no se había dado cuenta de su presencia.

Después de que Kate entrara en su jardín, Cal pasaba por delante de la verja y regresaba a su casa por otra calle. No hubiera sido capaz de explicar por qué la seguía salvo que fuera porque quería saber cosas de ella.

A los dos meses de seguirla, ella hizo el camino acostumbrado y, a la vuelta, entró como siempre en el descuidado jardín. Cal esperó un momento y luego pasó ante la desvencijada puerta.

Kate estaba inmóvil tras una alta mata de alheña.

—¿Qué quiere usted? —le preguntó fríamente.

Cal se quedó helado. Le parecía como si el tiempo se hubiese detenido, y apenas se atrevía a respirar. Entonces puso en práctica algo que había aprendido cuando era muy chico. Se puso a observar y catalogar los detalles, dejando a un lado el objeto principal. Observó cómo el viento del sur agitaba las hojitas de la alta alheña y cómo el sendero fangoso se había convertido en una especie de negro lodazal por las pisadas de los numerosos visitantes; mientras, Kate se mantenía a un lado del camino, donde el fango no pudiese mancharla. Oyó el ruido que producía una locomotora en la estación del Southern Pacific al soltar el vapor con agudos y secos resoplidos. Sintió el aire helado sobre el bozo incipiente que apuntaba en sus mejillas. Y durante todo este tiempo no dejaba de mirar a Kate, que le devolvía la mirada. Y observó, tanto por la forma como por el color de sus ojos y su cabello, e incluso por la manera de encoger los hombros, que Aron se parecía mucho a ella. No conocía lo suficiente su propio rostro como para reconocer la boca, los dientecillos y los anchos pómulos que tanto se parecían a los suyos. Permanecieron así un momento, entre dos rachas de viento del sur.

—Ésta no es la primera vez que me sigue —dijo Kate—. ¿Qué quiere?

Él bajó la cabeza.

—Nada —replicó.

—¿Quién le dijo que lo hiciera? —preguntó ella.

—Nadie, señora.

—¿No quiere decírmelo?

Cal pronunció las siguientes palabras lleno de asombro y sin poder reprimirse:

—Usted es mi madre, y quería ver cómo era.

Era la pura verdad, que había saltado como una serpiente.

—¿Qué? ¿Qué dices? ¿Quién eres?

—Soy Cal Trask —respondió.

Cal sintió la suave inclinación de la balanza a su favor. Quien dominaba ahora era él. Aunque la expresión de ella no había cambiado, Cal comprendió que se hallaba a la defensiva.

Ella lo observó con atención, escudriñando sus facciones. Una confusa y borrosa imagen de Charles le vino a la mente.

—¡Ven conmigo! —le ordenó de pronto.

Se volvió y siguió el sendero, caminando por el lado, bien apartada del fango.

Cal vaciló sólo un momento antes de seguirla. Recordaba la enorme y oscura habitación, pero el resto le era extraño. Kate le precedió por el vestíbulo y le hizo entrar en su habitación. Al pasar frente a la puerta de la cocina había ordenado:

—¡Preparad dos tazas de té!

En su habitación, ella pareció haberse olvidado de él. Se quitó el abrigo, tirando de las mangas con sus gordezuelos dedos, enguantados y perezosos. Luego se dirigió a otra puerta abierta en la pared, al fondo de la estancia, junto a su lecho. Abrió la puerta y penetró en la pequeña estancia contigua.

—¡Entra! —le ordenó. Trae también esa silla.

Él la siguió y penetró en la minúscula estancia, que no tenía ni ventanas ni ninguna clase de decoración. Las paredes estaban pintadas de color gris oscuro. Una gruesa alfombra también gris cubría el suelo. Los únicos muebles eran una enorme silla, sobre la cual había cojines de seda gris; una mesilla inclinada de lectura y una lámpara de pie con una pantalla. Kate tiró de la cadena del conmutador con su mano enguantada, sosteniéndola entre el pulgar y el índice, como si su mano fuese artificial.

—¡Cierra la puerta! —dijo Kate.

La lámpara proyectaba un círculo de luz sobre la mesita de lectura, mientras el resto de la habitación permanecía sumido en la penumbra, pues las grises paredes parecían absorber y destruir la luz.

Kate se acomodó con cautela entre los gruesos almohadones y se quitó lentamente los guantes. Tenía los dedos de ambas manos vendados.

—No me mires así —le dijo Kate con brusquedad—. Es artritis. Ah, de modo que quieres verlo, ¿no es eso? —desenrolló el vendaje, de aspecto aceitoso, de su índice derecho y colocó el encorvado dedo bajo la luz—. Aquí lo tienes, míralo. Es artritis —hizo una mueca de dolor mientras envolvía de nuevo con cuidado el dedo, sin apretar mucho las vendas—. ¡Dios mío, qué daño hacen estos guantes! —exclamó, y añadió—: Siéntate.

Cal se sentó en el borde de la silla.

—Probablemente tú también la tendrás —le vaticinó Kate—. Mi abuela también la tenía y mi madre empezaba a tenerla…

Se interrumpió. En la estancia reinaba un gran silencio. Llamaron a la puerta.

—¿Eres tú, Joe? —preguntó Kate—. Deja la bandeja ahí fuera. ¿Me oyes, Joe?

A través de la puerta llegó un débil murmullo.

Kate continuó hablando con Joe con voz inexpresiva:

—Arregla el diván del salón y límpialo. Ana tampoco ha hecho su cuarto. Hay que echarle una reprimenda. Dile que es la última vez que se lo advierto. Eva se pasó un poco de la raya anoche. Ya me encargaré de ella. Joe, dile al cocinero que si esta semana vuelve a servirnos zanahorias, ya puede ir haciendo las maletas. ¿Me oyes?

Por la puerta llegó otra vez el murmullo.

—Eso es todo —dijo Kate—. ¡Valientes puercas! —murmuró—. Si no se las vigilase, se pudrirían. Ve ahí fuera y tráeme la bandeja del té.

El dormitorio estaba vacío cuando Cal abrió la puerta que comunicaba con él. Llevó la bandeja a la minúscula estancia, y la depositó con precaución sobre la mesilla de lectura. Era una gran bandeja de plata, sobre la cual había una tetera de estaño reluciente, dos tacitas blancas y finísimas, azúcar, leche y una caja de bombones abierta.

—Sirve el té —le indicó Kate—. A mí me duelen las manos —se llevó un bombón a la boca—. He visto cómo mirabas esta habitación —prosiguió cuando hubo terminado su bombón—. La luz me hace daño a los ojos. Suelo venir aquí para descansar. —Vio cómo Cal dirigió una furtiva mirada a sus ojos, y repitió—: Si, la luz me hace daño —dijo entonces con aspereza—: ¿Qué te pasa, no quieres té?

—No, señora —respondió Cal—. No me gusta el té.

Ella sostenía la tacita con sus dedos vendados.

—Muy bien. ¿Qué quieres, pues?

—Nada, señora.

—¿Sólo querías verme?

—Sí, señora.

—¿Estás ya satisfecho?

—Sí, señora.

—¿Qué aspecto tengo? —preguntó ella, y le dirigió una sonrisa torcida que dejó entrever sus afilados dientecillos blancos.

—Bueno.

—Debí imaginarme que me seguirías. ¿Dónde está tu hermano?

—En la escuela, supongo, o en casa.

—¿Cómo es?

—Se parece más a usted.

—¿Ah, sí? Pero, veamos, ¿es como yo?

—Quiere ser sacerdote —respondió Cal.

—Supongo que así es como debe ser. Se parece a mí, y quiere ingresar en la Iglesia. Se puede hacer mucho daño en la iglesia. Los que vienen aquí están siempre en guardia, pero en la iglesia abren de par en par su corazón.

—Así lo cree él también —afirmó Cal.

Ella se inclinó hacia Cal, con el rostro lleno del más vivo interés.

—Lléname la taza. ¿Es estúpido tu hermano?

—Es muy buen chico —aseguró Cal.

—Te he preguntado si es estúpido.

—No, señora.

Ella se echó hacia atrás y levantó su taza.

—¿Cómo está tu padre?

—No quiero hablar de él.

—¡Ah, no! ¿Le quieres, pues?

—Le adoro —confesó Cal.

Kate le miró fijamente, y un curioso espasmo la sacudió, una dolorosa punzada que se le clavaba en el pecho. Pero consiguió dominarse y ocultar su dolor.

—¿No quieres algunos bombones? —preguntó ella.

—Sí, señora. ¿Por qué lo hizo?

—¿Por qué hice qué?

—¿Por qué disparó contra mi padre y nos abandonó?

—¿Te lo ha contado él?

—No. Él nunca nos lo contó.

Ella se tocó una mano con la otra y las separó bruscamente, como si el contacto le hubiese producido una quemadura.

—¿Nunca ha llevado vuestro padre chicas, o mujeres jóvenes, a casa? —le preguntó.

—No —respondió Cal—. ¿Por qué disparó usted contra él y se escapó?

El rostro de Kate se endureció y su boca se convirtió en una línea, mientras los músculos de su cara se esforzaban por dominar su tensión. Levantó la cabeza y sus ojos poseían una expresión fría y ausente.

—Hablas como si tuvieras mucha más edad —observó—. Pero todavía no tienes la suficiente madurez. Es mejor que te vayas a jugar, vete y límpiate los mocos.

—A veces consigo dominar a mi hermano —dijo Cal—. Le hago retorcerse y llorar de dolor. Él no sabe cómo consigo hacerlo, soy más listo que él; pero yo no quiero hacerlo porque me pone enfermo.

Kate siguió la conversación como si fuese ella quien dijera aquellas cosas.

—Se pensaban que eran muy listos —declaró—. Me miraban y se pensaban que me conocían, pero yo les engañaba… Conseguí engañarles a todos. Y cuando creyeron que podrían decirme lo que tenía que hacer, ¡oh!, entonces era cuando les engañaba mejor, Charles, entonces les engañé de verdad.

—Me llamo Caleb —le aclaró éste—. Caleb llegó a la Tierra Prometida. Por lo menos eso fue lo que me dijo Lee, y, además, está en la Biblia.

—Lee es el chino —recordó Kate, que prosiguió con presteza—: Adam creía que me dominaba. Cuando yo estaba herida y medio deshecha, me admitió en su casa, me cuidó y cocinó para mí. De esa manera trató de atarme. La mayor parte de las personas se dejan atar por estas cosas. Se sienten agradecidas, sienten que tienen una deuda que pagar, y eso es la peor clase de grilletes con los que se puede encadenar a una persona. Pero a mí nadie puede sujetarme. Esperé pacientemente hasta sentirme fuerte, y entonces rompí mis ataduras. Nadie puede atraparme. Sabía lo que él se proponía, pero yo podía esperar.

La gris estancia permanecía silenciosa, y en ella sólo se oía la respiración jadeante y excitada de Kate.

—¿Por qué disparó usted contra él? —preguntó Cal una vez más.

—Porque trataba de retenerme. Podía haberlo matado, pero no lo hice. Yo sólo quería que me dejase ir.

—¿Nunca deseó usted quedarse?

—¡Por Dios, no! Ya desde niña hacía cuanto me venía en gana. Nunca supieron cómo lo hacía. Nunca. Estaban siempre seguros de que tenían razón. Y nunca lo supieron, nunca lo supo nadie.

De pronto pareció darse cuenta de algo.

—Claro, tú eres mi hijo. Acaso eres como yo. ¿Por qué no habrías de serlo?

Cal se levantó y poniendo las manos a la espalda cerró los puños.

—Cuando usted era pequeña, ¿nunca tuvo… —se interrumpió para encontrar las palabras adecuadas—, nunca tuvo el sentimiento de que le faltaba algo? ¿Como si los demás supiesen algo que usted ignoraba, algo así como un secreto que no querían compartir? ¿Nunca tuvo este sentimiento?

Mientras él hablaba, el rostro de Kate se fue endureciendo y adquiriendo una expresión de hostilidad, y cuando Cal se calló, un muro se había alzado entre ambos.

—¡Estoy perdiendo el tiempo hablando con críos! —exclamó Kate. Cal abrió los puños y se metió las manos en los bolsillos.

—Sí, hablando con mocosos —prosiguió ella—. Debo de haber perdido el juicio.

El rostro de Cal mostraba una gran excitación, y sus ojos, muy abiertos, parecían contemplar alguna visión.

—¿Qué te pasa? —preguntó Kate.

Él permanecía de pie e inmóvil, con la frente bañada en sudor y los puños apretados.

Kate, como solía hacer siempre, esgrimió el hábil pero insensible puñal de su crueldad. Riendo suavemente, dijo:

—Puede que te haya transmitido algo, algo interesante, como esto —y levantó sus manos artríticas—. Pero si es epilepsia, ataques de epilepsia, no será de mí de quien los habrás heredado.

Lo miró con expresión triunfal, anticipándose a la impresión que sus palabras causarían y tratando de escrutar su efecto.

Cal habló con voz risueña.

—Me voy —anunció—. Está muy claro. Lee tenía razón.

—¿Qué dijo Lee?

—Yo temía ser como usted —respondió Cal.

—Eres como yo —afirmó Kate.

—No, no lo soy. Soy distinto. No tengo por qué haber heredado su forma de ser.

—¿Y cómo lo sabes? —le preguntó ella.

—Lo sé. Lo he comprendido de repente. Mis maldades son sólo mías.

—Ese chino te ha llenado la cabeza de tonterías. ¿Por qué me miras de ese modo?

—No creo que la luz le hiera los ojos. Más bien creo que tiene miedo —respondió Cal.

—¡Fuera de aquí! —le gritó ella—. ¡Anda, vete!

—Ya me voy —dijo él, con la mano en el picaporte—. No la odio —añadió—. Pero me alegro de que tenga miedo.

Ella trató de llamar a Joe, pero sólo consiguió emitir una especie de ronco graznido.

Cal abrió la puerta de par en par y la cerró tras de sí, dando un portazo.

Joe hablaba con una de las chicas en el salón. Ambos oyeron el ruido de pasos rápidos y ligeros. Pero cuando alzaron la cabeza, el joven ya había alcanzado la puerta, la había abierto y franqueado, para dirigirse a la pesada puerta de entrada, que cerró también con estrépito. Sólo se oyó un paso en el porche, y luego el ruido producido por unos pies al saltar sobre la tierra.

—¿Qué diablos era eso? —preguntó la muchacha.

—Vete a saber —contestó Joe—. A veces creo que veo visiones.

—Yo también —convino la chica—. ¿Ya te he dicho que Clara tiene bichos bajo la piel?

—Ésa no va a durar mucho —declaró Joe—. Creo que cuanto menos se sabe, mejor te va.

—Ésa es una verdad como un templo —admitió la muchacha.

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