Al este del Edén

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Cuarta parte » Capítulo 44

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Capítulo 44

1

Abra conoció realmente a la familia de Aron sólo cuando éste se hubo marchado a la universidad. Aron y Abra se habían encerrado en sí mismos. Cuando Aron se fue, ella frecuentó más al resto de la familia Trask. Se dio cuenta de que tenía más confianza y de que quería más a Adam y a Lee que a su propio padre.

Sobre Cal no sabía qué pensar. A veces la hacía enfadar, otras veces le daba disgustos y otras despertaba su curiosidad. Parecía estar en una permanente querella con ella. Abra no sabía si le gustaba o no al muchacho, y, por consiguiente, él no le gustaba. Sentía una sensación de alivio cuando, al acudir de visita a casa de los Trask, Cal se hallaba ausente y no podía mirarla en secreto, y juzgarla, y considerarla, y apreciarla, para apartar la mirada cuando ella lo sorprendía observándola.

Abra era una mujer alta, fuerte, de hermoso busto, desarrollada y decidida, y que se sentía ya dispuesta para el matrimonio, aunque seguía esperando. Se acostumbró a ir a casa de los Trask al salir de la escuela, y a sentarse en compañía de Lee para leerle fragmentos de las cartas que recibía todos los días de Aron.

Aron se sentía muy solo en Stanford. Sus cartas rebosaban añoranza de su prometida. Cuando estaban juntos, eran muy prosaicos y realistas, pero desde la universidad, a ciento cuarenta kilómetros de distancia, él le escribía unas apasionadas cartas de amor, aislándose completamente de la vida que lo rodeaba. Estudiaba, comía, dormía y escribía a Abra, y a esto se reducía toda su vida.

Por las tardes, ella se sentaba en la cocina con Lee y lo ayudaba a desgranar judías o guisantes. A veces, ella preparaba dulces de chocolate, y muy frecuentemente se quedaba a cenar, prefiriendo la compañía de los Trask a la de sus padres. No había tema que no tocase, en sus discusiones con Lee. Las pocas cosas de las que podía hablar con sus padres eran insignificantes, insulsas y manidas, y casi nunca ciertas. Pero con Lee era diferente. Abra sólo quería contarle a Lee cosas verdaderas, aunque a veces no estuviese muy segura de qué era lo verdadero.

Lee se sentaba sonriendo ligeramente, y sus manos rápidas y frágiles se afanaban en su labor, como si tuviesen vida independiente. Abra no se daba cuenta de que sólo hablaba de si misma, y, a veces, mientras ella hablaba, la mente de Lee vagabundeaba, volvía y partía de nuevo como un perro callejero; y Lee asentía de vez en cuando y dejaba escapar un suave gruñido.

Abra le gustaba porque la joven irradiaba fuerza, bondad y afecto. Sus facciones eran fuertes y pronunciadas, lo cual puede significar tanto fealdad como belleza. Lee, meditando mientras ella hablaba, pensaba en las caras suaves y redondas de las cantonesas, sus compatriotas. Incluso las que eran delgadas tenían cara de luna. Lee debiera haber preferido más ese tipo de belleza que la occidental, ya que nuestro tipo ideal de belleza debe tener rasgos parecidos a los nuestros, pero no era así. Cuando pensaba en la belleza china, acudían a su mente los férreos y dominadores rostros de los manchúes, de expresión arrogante y altanera, rostros característicos de un pueblo que posee la autoridad por derecho incuestionable.

La joven decía:

—Probablemente de allí partió todo. No lo sé. Nunca hablaba mucho de su padre. Pero cuando al señor Trask le sucedió aquello, ya sabe, lo de las lechugas, Aron se disgustó mucho.

—¿Por qué? —preguntó Lee.

—Todo el mundo se reía de él.

Lee trató de recordar.

—¿Se reían de Aron? ¿Y por qué? Él no tenía nada que ver con ello.

—Pero a él se lo parecía. ¿Quiere que le diga lo que pienso?

—Desde luego —respondió Lee.

—He llegado a la siguiente conclusión: creo que él siempre se ha sentido algo así como mutilado, digamos incompleto, porque le faltaba una madre.

Lee abrió los ojos de par en par, y volvió a cerrarlos, asintiendo.

—Es posible. ¿Crees que Cal también es así?

—No.

—Entonces, ¿por qué Aron sí?

—Verá, todavía no he llegado a descubrir la razón. Puede que algunas personas tengan mayor necesidad de ciertas cosas, o que las odien más. Mi padre, por ejemplo, odia los nabos. Siempre los ha odiado. No hay nada que le pueda haber producido ese odio. Los nabos lo enfurecen, lo enfurecen de verdad. Una vez que mi madre estaba…, bueno, enfadada, hizo una cacerola de puré de nabos, con mucha pimienta y queso esparcido por encima, que gratinó hasta que quedó bien dorado. Mi padre se comió medio plato antes de preguntar qué era. Cuando mi madre dijo que eran nabos, él tiró el plato al suelo, se levantó y se fue. Me parece que todavía no la ha perdonado.

Lee sonrió.

—La perdonará porque ella le dijo que eran nabos. Pero supón, Abra, que ella le hubiera respondido que era cualquier otra cosa y que a él le hubiese gustado tanto que hubiese repetido y al final lo descubriera. Hubiera sido capaz de asesinarla.

—Es posible. Aunque, sea como fuere, me figuro que Aron necesita más una madre que Cal. Creo que Aron siempre culpó a su padre.

—¿Por qué?

—No lo sé. Es lo que pienso.

—Piensas mucho en las cosas, ¿verdad?

—¿Es que no tendría que hacerlo?

—Claro que sí.

—¿Preparo dulce de chocolate?

—Hoy no. Todavía nos queda.

—¿Qué puedo hacer?

—Puedes moler harina en el molinillo. ¿Te quedas a comer con nosotros?

—No. Estoy invitada a una fiesta de cumpleaños, gracias. ¿Cree que llegará a ordenarse?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —dijo Lee—. Tal vez sólo sea un proyecto.

—Ojalá no lo haga —respondió Abra, cerrando enseguida la boca, asombrada ante lo que había dicho.

Lee se levantó y sacó la tabla de amasar, junto a la cual dejó un pedazo de carne roja y un tamiz de harina.

—Emplea el lomo del cuchillo —le indicó Lee.

—Ya lo sé.

La joven deseaba que él no hubiese oído la observación.

—¿Por qué no quieres que sea sacerdote? —le preguntó Lee.

—No debería haberlo dicho.

—Puedes decir lo que quieras. No tienes obligación de explicarme nada.

El chino volvió a sentarse en su silla, mientras Abra esparcía harina sobre la carne y la machacaba con un gran cuchillo. Tap, tap…

—No tendría que haberlo dicho…

Tap, tap…

Lee apartó la mirada para dejar que la joven recuperase su aplomo.

—Para él no hay término medio —afirmó ella, por encima del ruido del golpeteo—. Si se decide por la Iglesia, lo hará con todas sus consecuencias. Últimamente decía que los sacerdotes no debían casarse.

—Pues en su última carta no parecía tener esas ideas —observó Lee.

—Ya lo sé, pero eso era antes —se detuvo con el cuchillo en la mano, mientras su rostro expresaba perplejidad y dolor—. Lee, yo no soy bastante buena para él.

—¿Qué quieres decir?

—No bromeo. Él no piensa en mí. Se ha construido un ídolo y lo ha revestido con mi piel. Yo no soy como el ser que él se ha forjado.

—¿Y cómo es ese ser?

—¡Lleno de pureza! —exclamó Abra—. Una mujer absolutamente pura, sin la menor tacha. Pero yo no soy así.

—Ni tú ni nadie —sentenció Lee.

—Él no me conoce ni hace nada por conocerme. Sólo quiere a ese… fantasma blanco.

Lee trituraba una galleta.

—¿Es que él no te gusta? Tú eres muy joven, pero no creo que eso sea ningún obstáculo.

—Claro que me gusta, y, además, voy a ser su esposa. Pero yo también quiero agradarle. ¿Y cómo puedo agradarle, si no sabe nada de mí? Estaba convencida de que me conocía, pero ahora estoy segura de que nunca me ha conocido.

—Acaso está atravesando una mala época, que no será permanente. Tú eres una chica lista, muy lista. Es muy difícil tratar de vivir siempre con la piel de la otra.

—Siempre tengo miedo de que descubra algo en mí que la otra, la que es hija de su fantasía, no tiene. Le parecerá que tengo mal carácter, o que huelo mal, o algo por el estilo. Alguna pega encontrará.

—Tal vez no —respondió Lee—. Pero tiene que ser muy difícil vivir como una azucena virginal, y al mismo tiempo como un ser humano de carne y hueso. Los seres humanos también huelen mal, a veces.

Ella se dirigió hacia la mesa.

—Lee, desearía…

—Ten cuidado con la harina, no la tires por el suelo —le advirtió él—. ¿Qué desearías?

—Es sobre mi suposición. Me figuro que Aron, al no tener una madre, se la ha imaginado dotándola con todas las cosas buenas que existen en el mundo.

—Pudiera ser. Y crees que ese ideal lo ha reflejado en ti —ella lo miraba, mientras sus dedos se paseaban suavemente arriba y abajo por la hoja del cuchillo—. Y lo que tú desearías es descubrir algún modo de deshacer el entuerto.

—Sí.

—Supón que entonces no te quisiese.

—Preferida correr ese riesgo —afirmó ella—. Por lo menos sería yo misma.

—Nunca vi a nadie más involucrado en los asuntos de los demás que yo —aseguró Lee—. Y lo bueno del caso es que soy un hombre que nunca tiene una respuesta definitiva sobre nada. ¿Vas a terminar de machacar esa carne o quieres que lo haga yo?

Ella volvió a entregarse a su trabajo.

—¿No le parece gracioso ser tan seria, cuando aún voy a la escuela? —preguntó ella.

—No podría ser de otra manera —contestó Lee—. La risa viene más tarde, como la muela del juicio, y lo último que llega es reírse de uno mismo en una loca carrera con la muerte, que a veces gana ésta.

Los golpes sobre la carne se hicieron más rápidos y más nerviosos. Lee formaba dibujos sobre la mesa con cinco alubias: una hilera, un ángulo, un círculo. Los golpes cesaron.

—¿Vive todavía la señora Trask?

El índice de Lee se detuvo por un momento sobre una alubia, y luego la empujó lentamente hasta convertir la o en una letra cu. Sabía que Abra lo estaba mirando, e incluso podía imaginarse la expresión de pánico de la joven al hacer esta pregunta. Su pensamiento corría como una rata atrapada dentro de una ratonera. Suspiró al no encontrar escapatoria. Se volvió lentamente para mirarla, y comprobó que sus suposiciones eran ciertas.

—Hemos hablado mucho los dos, pero no recuerdo que hayamos hablado jamás de mí —dijo sin inflexión en la voz y sonrió tímidamente—. Abra, permíteme que te hable de mí. Yo soy un criado. Soy viejo. Soy chino. Esas tres cosas, ya las sabes. Pero también estoy cansado, y soy un cobarde.

—Usted no es… —empezó a decir ella.

Pero Lee la interrumpió.

—Calla, te lo ruego —dijo Lee—. Sí, soy muy cobarde. No tengo valor para meter el dedo en las llagas de los demás.

—¿Qué quiere decir?

—¿Hay alguna otra cosa, Abra, que disguste a tu padre además de los nabos?

El rostro de la joven adquirió una expresión obstinada.

—Le he hecho una pregunta.

—Yo no he oído una pregunta —contestó él con suavidad, mientras su voz adquiría un tono más reservado—. Tú no me has hecho una pregunta, Abra.

—Supongo que pensará que soy demasiado joven para… —empezó a decir Abra.

Lee la atajó.

—Una vez serví a una mujer de treinta y cinco años, que se había resistido con éxito a la experiencia, la cultura y la belleza. Si hubiese tenido seis años, hubiera sido la desesperación de sus padres. Pero a los treinta y cinco, se le permitía administrar dinero y las vidas de las personas que la rodeaban. No, Abra, la edad no tiene nada que ver. Si yo tuviese algo que decirte, te lo diría.

La muchacha le sonrió.

—Soy muy lista —aseguró ella—. ¿Tendré que adivinarlo, pues?

—¡Dios me libre, no! —protestó Lee.

—Entonces, ¿no me deja que intente adivinarlo?

—No me importa lo que hagas, mientras a mí no me concierna. Creo que, a pesar de lo débil y negativo que pueda ser un hombre bueno, lleva encima tantos pecados como puede soportar. Y yo ya tengo bastantes pecados sobre mí. Acaso no son pecados tan hermosos como los de otros, pero son los únicos que puedo acarrear. Te ruego que me perdones.

Abra se inclinó sobre la mesa y tocó el dorso de la mano del chino con sus dedos enharinados. La piel amarillenta de la mano de Lee era tirante y reluciente. Miró las blancas manchas que dejaron sobre ella los dedos de la joven.

—Mi padre deseaba un chico —comentó Abra—. Creo que, además de los nabos, odia a las chicas. Le cuenta a todo el mundo cómo se le ocurrió ponerme ese nombre tan raro. «Y aunque llamé a otro, vino Abra».

Lee sonrió.

—Eres una muchacha encantadora —aseguró—. Mañana, si te quedas a cenar, compraré algunos nabos.

—¿Vive todavía ella? —insistió Abra con voz queda.

—Sí —respondió Lee.

La puerta de entrada a la casa se cerró con un fuerte golpe, y Cal penetró en la cocina.

—Hola, Abra. Lee, ¿está mi padre en casa?

—No, todavía no ha llegado. ¿De qué te ríes?

Cal le tendió un cheque.

—Ahí tienes. Es para ti.

Lee lo miró.

—Yo te dije sin intereses —le recordó.

—Así es mejor. Puede que te lo vuelva a pedir.

—¿No puedes decirme de dónde lo has obtenido?

—No, todavía no. He tenido una idea muy buena —dijo, y sus ojos se posaron en Abra.

—Tengo que irme a casa —declaró ella.

Cal dijo, dirigiéndose a Lee:

—Ella también podría participar. He decidido hacerlo el día de Acción de Gracias. Ese día Abra probablemente estará aquí, y Aron también.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella.

—Voy a hacerle un regalo a mi padre.

—¿En qué consiste? —preguntó Abra.

—No puedo decirlo. Ya lo sabréis ese día.

—¿Lo sabe Lee?

—Sí, pero tampoco te lo dirá.

—No creo haberte visto nunca tan alegre —observó Abra—. En realidad, no creo haberte visto nunca alegre.

Y descubrió que en su fuero interno se despertaba una especie de afecto por Cal.

Después de que Abra se hubo ido, Cal se sentó.

—No sé si dárselo antes de la cena del día de Acción de Gracias, o después —dijo.

—Después —contestó Lee—. ¿Tienes en realidad todo ese dinero?

—Quince mil dólares.

—¿Los has obtenido honradamente?

—¿Quieres decir si los he robado?

—Sí.

—Los he obtenido honradamente —aseguró Cal—. ¿Te acuerdas que, cuando Aron aprobó, brindamos con champán? Pues ahora también tendremos champán, y, tal vez podríamos adornar el comedor. Abra podría ayudarnos.

—¿Crees realmente que a tu padre le interesa el dinero?

—¿Por qué no?

—Espero que tengas razón —declaró Lee—. ¿Qué tal te ha ido en la escuela?

—No muy bien. Tendré que empollar después del día de Acción de Gracias —confesó Cal.

2

Al día siguiente, a la salida de la escuela, Abra apretó el paso y alcanzó a Cal.

—Hola, Abra —saludó Cal—. Haces un dulce de chocolate muy bueno.

—El último estaba demasiado seco. Tiene que ser más cremoso.

—Lee te adora. ¿Qué le has dado?

—Me gusta Lee —aseguró ella, y añadió—: Quiero preguntarte algo, Cal.

—Dime.

—¿Qué pasa con Aron?

—¿Qué quieres decir?

—Sólo parece pensar en sí mismo.

—No creo que eso sea nada nuevo. ¿Os habéis peleado?

—No. Cuando se le metió en la cabeza todo eso de ordenarse sacerdote y no casarse, traté de pelearme con él, pero él no quiso.

—¿Dijo que no quería casarse contigo? No puedo creerlo.

—Cal, ahora me escribe cartas de amor, sólo que no son para mí.

—Entonces, ¿para quién son?

—Es como si se las escribiese a él mismo.

—Ya sé lo del sauce —comentó Cal.

Ella no pareció sorprenderse.

—¿Ah, sí? —respondió.

—¿Estás enfadada con Aron?

—No, no es que esté enfadada, es que no le entiendo. No lo conozco.

—Ten paciencia —le aconsejó Cal—. Tal vez esté pasando algún bache.

—No sé si podré soportarlo. ¿Crees que podría haber estado equivocada todo este tiempo?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Cal —dijo la joven—, ¿es cierto que vuelves a tu casa a horas muy avanzadas, y que incluso has ido alguna vez a casas de mala reputación?

—Sí —respondió él—. Es cierto. ¿Te lo ha contado Aron?

—No, no ha sido Aron. Dime: ¿por qué vas allí?

Caminaban uno junto al otro, pero él no respondió.

—Dímelo —insistió ella.

—¿Y a ti qué te importa?

—¿Vas acaso porque eres malo?

—Pero ¿tú qué sabes de eso?

—Yo tampoco soy buena —aseguró ella.

—Tú estás loca —le espetó Cal—. Ya te quitará Aron esas tonterías de la cabeza.

—¿Tú crees?

—Naturalmente —contestó Cal—. Tiene que hacerlo.

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