Al este del Edén

Al este del Edén


Cuarta parte » Capítulo 45

Página 58 de 69

Capítulo 45

1

Joe Valery iba tirando gracias a que se limitaba a observar y escuchar y, como solía decirse, a no asomar demasiado la cabeza. Poco a poco había ido haciendo acopio de odios. Empezó con una madre que no le hacía ni caso y un padre que alternativamente lo zurraba o lo besuqueaba, llenándolo de babas. No le costó mucho desplazar su odio incipiente al maestro que trataba de disciplinarlo, al guardia que lo perseguía y al clérigo que lo sermoneaba. Antes, incluso, de que el primer magistrado bajara su mirada hacia él, Joe ya poseía un buen repertorio de odios hacia el mundo que conocía.

El odio no puede vivir solo. Le es necesario el amor para que actúe a modo de gatillo, de acicate o de estimulante. En el alma de Joe se formó desde muy temprano un amor cariñoso y protector por Joe. Consolaba, halagaba y acariciaba a Joe. Levantó muros para proteger a Joe de un mundo hostil. Y poco a poco Joe se fue convirtiendo en el blanco de la maldad ajena. Si Joe se veía envuelto en alguna complicación, era porque el mundo conspiraba furiosamente contra él. Y si Joe atacaba al mundo, ello no era más que una lícita venganza que éste merecía muy bien…, formado como estaba por una serie de hijos de perra. Joe prodigaba toda clase de cuidados a su amor, y fue perfeccionando un código de conducta que, más o menos, hubiera sido como sigue:

No creas a nadie. Esos hijos de puta tratan de engañarte.

Cierra el pico. No asomes demasiado la cabeza.

Ten siempre los oídos bien alerta. Cuando los demás den un resbalón, apúntatelo y espera.

Todos son unos hijos de perra y, hagas lo que hagas, ellos lo ven venir.

Ataca siempre dando un rodeo.

Nunca confíes nada a una mujer.

Ten fe sólo en el dinero. Todos lo desean, y venderían su alma al diablo por él.

Había otras reglas complementarias, pero no eran más que variantes perfeccionadas. Su sistema daba resultado y, puesto que no conocía otro, no tenía forma de compararlo. Sabía que era necesario ser listo, y él creía serlo. Si algo le salía bien, es que era listo; si fracasaba, lo atribuía a la mala suerte. Joe no era demasiado afortunado, pero consiguió salir adelante y con un mínimo esfuerzo. Kate lo empleó porque sabía que haría cualquier cosa si le pagaban. No se formaba ilusiones acerca de él, pero en su negocio los tipos como Joe eran necesarios.

Cuando empezó a trabajar en casa de Kate, Joe se puso a buscar los puntos débiles de la vida que lo rodeaba: vanidad, voluptuosidad, zozobras o remordimientos de conciencia, codicia, histerismo. Supuso que esas cosas existían porque Kate era una mujer. Le produjo una impresión considerable descubrir que, si existían allí, él era incapaz de encontrarlas. Aquella señora pensaba y actuaba como un hombre, con la única diferencia de que era más dura, más rápida y más lista. Joe cometió algunos errores y Kate le restregó las narices sobre ellos, lo cual despertó en él cierta admiración por ella, basada en el temor.

Cuando descubrió que no podía pegársela tan fácilmente, comenzó a creer que ya no podía pegársela a nadie. Kate lo esclavizó, del mismo modo que él había esclavizado siempre a las mujeres. Ella lo vestía, lo alimentaba, le daba órdenes y lo castigaba.

Una vez que Joe reconoció que ella era más lista que él, no le costó mucho trabajo creer que era también más lista que todo el mundo. Estaba convencido de que ella poseía los dos dones más importantes: era lista y tenía mucha mano izquierda para manejar el negocio, no se podía desear nada más. Él se alegraba de poder hacer el trabajo sucio de Kate, pero también temía fallar. Kate nunca cometía errores, decía Joe. Y si se le seguía el juego, Kate te cuidaba y te protegía. Y tan convencido estaba de que eso era así, que jamás se lo cuestionó; simplemente, se limitaba a obedecer. Cuando provocó la expulsión de Ethel del condado, lo consideró parte de su trabajo. Era un asunto de Kate, y ella era muy lista.

2

Kate pasaba muy malas noches cuando le arreciaba el dolor artrítico. Casi podía sentir cómo se hinchaban y se agarrotaban sus articulaciones. A veces, trataba de pensar en otras cosas, incluso desagradables, para alejar de su mente el dolor y la imagen de sus dedos ganchudos. En ocasiones, se esforzaba por recordar todos los detalles de una habitación que no había visto desde hacía mucho tiempo. Otras veces, miraba al techo, imaginaba columnas de cifras y las sumaba, y otras, evocaba recuerdos. Volvió a ver el rostro del señor Edwards, su traje, y la palabra que aparecía en la presilla de metal de sus tirantes. Nunca le había prestado mucha atención, pero ahora recordaba que aquella palabra era «Excelsior».

Con frecuencia, durante la noche, pensaba en Faye; recordaba sus ojos, su cabello y el tono de su voz, el modo cómo movía las manos y la pequeña verruga que tenía junto a la uña del pulgar izquierdo, que no era otra cosa que la cicatriz de una antigua herida. Kate examinaba cuáles eran sus propios sentimientos hacia Faye. ¿La odiaba? ¿La amaba? ¿La había compadecido? ¿Sintió haberla matado? Kate analizaba sus pensamientos milímetro a milímetro, y se paseaba sobre ellos como un gusano. Descubrió que no experimentaba ninguna clase de sentimiento hacia Faye. Ni la quería ni dejaba de quererla. Hubo una época, durante su enfermedad, en que su voz y su olor la ponían furiosa, hasta el punto que consideró que matarla era el único modo de acabar con aquello.

Kate recordó el aspecto que tenía Faye el último día que pudo contemplarla, en su ataúd purpúreo, vestida de blanco, con la fúnebre sonrisa sobre sus labios, y una buena cantidad de polvos y colorete para animar su faz cadavérica.

Una voz dijo, a espaldas de Kate: «Hace años que no tenía tan buen aspecto». Y otra voz respondió: «Puede que eso también me sentara bien a mí». Y se escuchó una doble risita. La primera voz era de Ethel, y la segunda de Trixie. Kate se acordaba muy bien de aquel comentario irónico, y de su reacción medio jocosa. «Claro», había pensado, «una puta muerta es como otra persona cualquiera».

Sí, la primera voz era de Ethel. Siempre intervenía en sus cavilaciones nocturnas, y siempre le hacía sentir temor y aprensión; aquella estúpida, zafia y lerda perra, ese zarrapastroso pendón. Y muchas veces, Kate se decía mentalmente: «Espera un momento. ¿Por qué es un zarrapastroso pendón? ¿No será porque tú cometiste un error? ¿Por qué hiciste que la echasen? Si hubieses pensado con la cabeza y la hubieses mantenido aquí…».

Kate se preguntaba por dónde andaría Ethel. ¿Y si emplease los servicios de alguna agencia para tratar de descubrir su paradero? ¿O por lo menos, para saber adónde fue? Sí, pero en ese caso Ethel hablaría de aquella noche y enseñaría los pedazos de vidrio, y el resultado sería que habría dos narices olfateando en vez de una. Si, pero ¿cuál era la diferencia? Cada vez que Ethel bebiese una cerveza, se lo contaría a alguien. Oh, claro, pero ellos también pensarían que ella no era más que una entrometida buscona. Aunque un detective privado…, no, nada de agencias.

Kate dedicaba muchas horas a pensar en Ethel. ¿Pudo haber sospechado el juez que se trataba de un complot? Era demasiado sencillo. No debieran haber sido cien dólares en números redondos. Resultaba demasiado evidente. Y el sheriff ¿qué? Joe dijo que la dejaron al otro lado del límite, en el condado de Santa Cruz. ¿Qué le habría contado Ethel al agente que la acompañó hasta allí? Ethel era una vieja zorra perezosa. Acaso no se movió de Watsonville. Por allí estaba Pájaro, y un ramal del ferrocarril, y también el río Pájaro y el puente que conducía a Watsonville. Por allí iban y venían muchas brigadas de trabajadores, sobre todo mexicanos y algunos hindúes. Aquella sucia Ethel quizá pensase que podría emplear sus artimañas con los obreros del ferrocarril. ¿No resultaría divertido enterarse de que no se había movido de Watsonville, que se hallaba solamente a cincuenta kilómetros de allí? Incluso podía cruzar clandestinamente el límite para ir a ver a sus amigos, si lo deseaba. Acaso había venido a Salinas alguna vez, y quién sabe si en aquellos mismos momentos se hallaba en la ciudad. No era probable que los polizontes se preocupasen mucho de ella. Tal vez sería una buena idea enviar a Joe a Watsonville, para ver si Ethel se encontraba allí. Podía haber seguido hasta Santa Cruz. Joe podía hacer averiguaciones allí también. No tardaría mucho tiempo en saberlo. Joe era capaz de encontrar a cualquier pendón, en cualquier ciudad, en unas pocas horas, y si la encontraba, ya hallarían la manera de hacerla volver. Ethel era una loca. Pero, cuando la encontrasen, puede que fuera mejor que Kate fuese a verla. Cerraría la puerta y escribiría un letrero que dijese: NO MOLESTAR. Podía ir a Watsonville, zanjar su asunto y regresar. Nada de taxis. Era mejor ir en un autobús. Nadie veía a nadie en los autobuses nocturnos. Los pasajeros se limitaban a dormir, tras haberse descalzado, con la cabeza apoyada sobre sus chaquetas enrolladas. De pronto, descubrió que tenía miedo de ir a Watsonville. Pero podía obligarse a ir. Una vez allí, se desvanecerían todas sus dudas. Era extraño que no hubiese pensado antes en enviar a Joe. Aquello era perfecto. Joe hacía bien algunas cosas, y el bruto hijo de puta se pensaba que era muy listo. Aquella clase de tipos eran los más fáciles de manejar. Ethel era estúpida, lo cual hacía que fuese más difícil de controlar.

A medida que sus manos y su mente fueron agarrotándose más y más, la confianza de Kate en Joe Valery aumentó; él era su primer asistente, su correveidile y el ejecutor de sus órdenes. Recelaba por principio de sus pupilas, no porque se pudiese confiar en ellas menos que en Joe, sino porque el histerismo latente que había en ellas podía, en cualquier momento, irrumpir a través de su reserva, resquebrajar su instinto de conservación y echar por tierra no sólo a ellas mismas, sino todo lo que las rodeaba. Kate había podido siempre capear aquel peligro, pero ahora la creciente arterioesclerosis y la lenta aprensión que la iba dominando hacían que necesitase ayuda, y Joe era el único que podía prestársela. Sabía que los hombres poseen un muro algo más fuerte contra la autodestrucción que la clase de mujeres que ella conocía.

Comprendía que podía confiar en Joe porque guardaba en sus archivos particulares unas notas relativas a un tal Joseph Venutta, un preso sentenciado a cinco años de trabajos forzados por robo, que se había escapado de San Quintín en su cuarto año de condena. Kate nunca se lo había mencionado a Joe Valery, pero pensaba que podría servir para meterlo en cintura, si alguna vez se desmandaba.

Joe le llevaba la bandeja con el desayuno todas las mañanas: té chino verde, leche y tostadas. Después de depositarla en la mesilla junto a su cama, le daba su informe y recibía las órdenes pertinentes para el día. Joe se daba cuenta de que Kate cada vez dependía más de él. Y lenta y cautelosamente sondeaba la posibilidad de que el mando pasase por completo a sus manos. Acaso si se ponía enferma, esa oportunidad llegaría. Pero Joe temía profundamente a Kate.

—Buenos días —saludó.

—Hoy no me incorporaré para desayunar, Joe. Sólo dame el té. Tendrás que sostenerlo.

—¿Le duelen las manos?

—Sí, pero mejoran después de un ataque.

—Parece como si hubiese pasado mala noche.

—No —respondió Kate—. He dormido muy bien. Tomo una nueva medicina.

Joe le acercó la taza a los labios, y ella fue bebiendo el té a pequeños sorbos, soplando para enfriarlo.

—No quiero más —le indicó ella cuando todavía quedaba media taza—. ¿Cómo ha ido esta noche?

—Casi vengo a contárselo anoche —dijo Joe—. Vino uno de King City, uno que acababa de vender su cosecha. Tiró la casa por la ventana. Gastó setecientos, sin contar lo que dio a las chicas.

—¿Cómo se llamaba?

—No lo sé. Pero espero que vuelva.

—Tendrías que tomarles el nombre, Joe. Ya te lo he dicho.

—Era muy reservado.

—Razón de más. ¿Alguna de las chicas le tiró de la lengua?

—No lo sé.

—Pues entérate.

Joe creyó advertir una desusada afabilidad en Kate, lo cual le hizo ponerse de buen humor.

—Me enteraré —aseguró—. Sé lo bastante para enterarme.

Los ojos de Kate se pasearon por él, inquisitivos, y Joe se percató de que algo iba a pasar.

—¿Te gusta estar aquí? —le preguntó ella con suavidad.

—Naturalmente. Aquí me encuentro muy bien.

—Podrías estar mejor… o peor —dijo ella.

—Me gusta estar aquí —insistió él, intranquilo, mientras trataba de recordar alguna falta que pudiese achacársele—. Aquí me encuentro magníficamente bien.

Ella se humedeció los labios con su lengua asaetada.

—Tú y yo podríamos trabajar juntos —respondió.

—Como usted quiera —dijo él con melifluo servilismo, mientras le invadía una ola de agradable expectación.

Esperó pacientemente a que ella continuase, pero Kate se tomó su tiempo.

—Joe, no me gusta que me roben —afirmó Kate al cabo de un rato.

—Yo no le he quitado nada.

—No digo que hayas sido tú.

—¿Quién ha sido, pues?

—A eso voy, Joe. ¿Te acuerdas de aquel viejo pendón que tuvimos que quitarnos de encima?

—¿Se refiere usted a esa Ethel, o como se llame?

—Sí. Se marchó llevándose algo, pero en aquel momento no me di cuenta.

—¿Qué se llevó?

La voz de Kate se volvió fría y tajante.

—Eso a ti no te importa, Joe. ¡Escúchame! Tú eres un tipo muy listo. ¿Dónde crees que puede hallarse?

La mente de Joe trabajaba deprisa, sin emplear la razón, sino la experiencia y el instinto.

—Estaba hecha un trapo. No podía ir muy lejos. Una zorra vieja como ella no puede llegar muy lejos.

—Eres listo. ¿Crees que pueda estar en Watsonville?

—Allí, o acaso en Santa Cruz. De cualquier modo, apuesto lo que sea a que no ha pasado de San José.

Ella se acarició suavemente los dedos.

—¿Te gustaría ganar quinientos de golpe, Joe?

—¿Quiere que la encuentre?

—Sí, eso es. Una vez que la hayas localizado, procura que ella no se entere. Limítate a darme su dirección. ¿Comprendes? Dime sólo dónde está.

—Muy bien —asintió Joe—. Le ha debido de fastidiar bastante, ¿eh?

—Eso no es cosa tuya, Joe.

—Sí, señora —respondió sumiso—. ¿Quiere que salga ahora?

—Sí, y date prisa, Joe.

—Puede que tarde un poco —le indicó—. Ya ha pasado bastante tiempo.

—Ése es tu problema.

—Iré a Watsonville esta misma tarde.

—Me parece muy bien, Joe.

Kate se quedó pensativa. Joe se dio cuenta de que ella no había terminado, y que se preguntaba si debía seguir. Por último, se decidió.

—Joe, ¿dijo…, dijo ella algo…, bien, algo extraño…, aquel día ante el tribunal?

—No, ¡diablos! Dijo que se había tramado un complot contra ella, como suelen decir siempre.

Y entonces recordó algo que en el momento de producirse le había pasado inadvertido. En el fondo de su recuerdo, oía la voz de Ethel, diciendo: «Señor juez, deseo verlo a solas. Tengo que decirle algo». Trató de enterrar profundamente este recuerdo, para que su rostro no lo traicionase, pero no lo consiguió.

—Bien, ¿qué fue? —le preguntó Kate.

Joe trató de cubrirse.

—Sí, dijo algo —añadió para ganar tiempo—. Estoy tratando de recordarlo.

—¡Date prisa! —le apremió ella con voz incisiva y ansiosa.

—Pues… —comenzó a decir y, de pronto se le ocurrió una idea—. Pues le oí suplicar a los polizontes…, veamos…, sí, dijo que por qué no la dejaban ir hacia el sur, pues tenía parientes en San Luis Obispo.

Kate se inclinó con presteza hacia él.

—¿Eso dijo?

—Y ellos contestaron que les parecía bien porque estaba lo suficientemente lejos.

—Eres listo, Joe. ¿Adónde irás primero?

—A Watsonville —respondió. Tengo un amigo en San Luis que puede husmear por mí. Le llamaré por teléfono.

—Joe —le interrumpió ella cortante—. Quiero que esto quede entre nosotros.

—Por quinientos dólares le haré a usted un trabajo estupendo y rápido —le aseguró Joe, que se sentía seguro de sí mismo, a pesar de que ella volvía a mirarlo con ojos inquisitivos.

La siguiente pregunta de Kate lo dejó sin aliento.

—Por cierto, Joe, ¿te dice algo el nombre de Venutta?

Trató de contestar antes de que se le hiciese un nudo en la garganta.

—Nada en absoluto —respondió.

—Vuelve tan pronto como puedas —le recomendó Kate—. Y dile a Helen que venga. Te sustituirá mientras estés fuera.

3

Joe hizo su maleta, se dirigió a la estación y compró un billete para Watsonville. Al llegar a Castroville, que era la primera estación que se encontraba yendo hacia el norte, se apeó y esperó cuatro horas al expreso de Del Monte, que hacía la ruta de San Francisco a Monterrey, cuya población se encuentra al término de un ramal secundario. En Monterrey subió las escaleras del hotel Central, donde se inscribió bajo el nombre de John Vicker. Volvió a salir y fue a comer un filete al Pop Ernst. Compró una botella de whisky y se retiró a su habitación.

Se quitó los zapatos, la chaqueta y el chaleco, así como el cuello y la corbata, y se echó en la cama, colocando junto a ella, sobre la mesilla, la botella de whisky y el vaso. La luz que brillaba sobre su rostro no le molestaba, ya que ni siquiera se percató de su existencia. Se tomó medio vaso de whisky para relajar su mente y luego cruzó sus manos tras la nuca, puso una pierna encima de la otra y empezó a barajar pensamientos, impresiones, recuerdos e instintos.

Lo había hecho muy bien, y estaba seguro de que había conseguido engañarla. Pero ¿cómo diablos sabía ella que se hallaba requerido por la justicia? Se le ocurrió que podía ir a Reno, o acaso a Seattle. Las ciudades marítimas siempre eran buenos refugios. Y luego…, un momento. Había que pensarlo.

Ethel no había robado nada, pero tenía algo. Kate tenía miedo de Ethel. Quinientos dólares eran mucho dinero para ir a buscar a una zorra acabada. Lo que Ethel quería decirle al juez, era, primero, cierto, y segundo, algo que Kate temía. Acaso él podría aprovecharlo. Pero, no; mientras ella sostuviese sobre su cabeza la amenaza de la prisión, era imposible. Joe no tenía la menor intención de terminar de cumplir su condena.

Sin embargo, no le perjudicaba pensar en ello. Supongamos que arriesgaba cuatro años contra…, bien, digamos diez billetes de los grandes. Parecía una buena apuesta, aunque no era necesario tomar una decisión inmediata. Ella lo sabía desde hacía mucho, y, sin embargo, no lo entregó. Lo consideraba un perro fiel.

Puede que Ethel fuera una buena carta para salir del atolladero.

Pero tenía que meditarlo con detenimiento. Tal vez ésta fuera su gran oportunidad; tal vez debería mover ficha y ver qué pasaba. ¡Pero ella era tan lista! Joe se preguntaba si sería capaz de enfrentarse a Kate.

Se incorporó y se llenó el vaso hasta el borde. Apagó la luz y levantó la cortinilla. Y mientras bebía el whisky, contempló la habitación que estaba al otro lado del respiradero, en la que una flaca mujercilla en albornoz lavaba unas medias en una palangana. Y el whisky le susurraba en los oídos: «¡Ésta puede ser la gran oportunidad!»… Joe ya había esperado demasiado y, sólo Dios sabía cuánto odiaba a aquella perra de agudos dientecillos. Pero tenía tiempo para decidirse.

Abrió la ventana muy despacio y lanzó la pluma de escribir que tenía sobre la mesa contra la ventana que estaba al otro lado del respiradero de ventilación. Le divirtió la expresión de espanto y aprensión de la dama huesuda, antes de que ésta bajase la cortinilla.

Después del tercer vaso de whisky, la botella estaba vacía. Joe sentía deseos de salir a la calle e ir a dar una vuelta por la ciudad. Pero su sentido de la disciplina se impuso. Tenía como norma no abandonar jamás su habitación después de haber bebido, y la cumplía a rajatabla. En aquel estado, un hombre siempre se mete en líos. Los líos significaban polizontes, y éstos significaban un interrogatorio, cuyo resultado sería un viajecito a través de la bahía, hasta San Quintín, donde a buen seguro esta vez no lo pondrían a trabajar en la carretera por buena conducta. Así es que desechó la idea de ir a dar una vuelta.

Joe tenía otro placer solitario, aunque no se daba cuenta de que era un placer. En esta ocasión se entregó a él. Volvió a echarse en la cama, y su pensamiento regresó a su infancia triste y miserable, y a su adolescencia turbulenta y viciosa. No tuvo suerte, nadie le dio una oportunidad. La suerte era para los grandes del hampa. Sólo había podido hacer algunos trabajillos de poca monta antes de que la policía le echara el guante por el asunto de las navajas. Luego, quedó fichado y ya no le quitaron el ojo de encima. No se podía robar ni un cajón de fresas de Daly City sin que prendiesen a Joe y lo acusasen del robo. Tampoco tuvo suerte en la escuela. Los maestros estaban contra él, el director estaba contra él. Aquello era inaguantable y tuvo que marcharse.

De estos recuerdos de su mala suerte se desprendía una cálida tristeza, que él alimentaba con otros recuerdos, hasta que las lágrimas acudían a sus ojos, y sus labios temblaban de compasión por el chico perdido y solitario que había sido. Y aquí estaba ahora, un don nadie que trabajaba en una casa de putas, cuando otros hombres poseían casa propia y automóvil. Ellos sí que se sentían seguros y felices, y por la noche bajaban las persianas para protegerse de Joe. Siguió sollozando en silencio hasta que se quedó dormido.

Se levantó a las diez de la mañana y tomó un opíparo desayuno en el Pop Ernst. A primeras horas de la tarde cogió un autobús que lo condujo a Watsonville, donde jugó tres partidas de billar con el amigo a quien había telefoneado y que lo esperaba. Joe ganó la última partida y colgó el taco. Le tendió a su amigo dos billetes de diez dólares.

—¡Diablo! —exclamó su amigo—. Yo no quiero tu dinero, Joe.

—Tómalo —le ofreció Joe.

—Pero yo no te he dado nada a cambio.

—Me has dado mucho.

Me has dicho que ella no está aquí, y tú lo sabes.

—¿No puedes decirme por qué te interesa esa mujer?

—Wilson, te lo dije antes y te lo repito ahora: no lo sé. Tan sólo es un trabajillo.

—Bueno, no puedo decirte más. Me parece que estuvo en esa convención…, ¿de qué era?, de los dentistas, o tal vez de los Lechuzas. No sé si dijo que se iba, o es que sólo me lo figuré. No consigo recordarlo. Vete a dar una vuelta por Santa Cruz. ¿Conoces a alguien por allí?

—Tengo algunos conocidos —afirmó Joe.

—Vete a ver a H. V. Mahler. Hal Mahler. Es el dueño de la sala de billares Hal. Cuando vuelvas, echaremos otra partidita.

—Gracias —respondió Joe.

—Quédate con tu dinero, Joe, no lo quiero.

—No es mío, cómprate un cigarro —dijo Joe.

El autobús lo dejó a dos puertas del billar de Hal. A pesar de que era la hora de cenar, allí seguían jugando a los dados. Pasó una hora antes de que Hal se levantase de su asiento para ir al retrete, y Joe pudiese seguirlo para abordarlo. Hal miró con sorpresa a Joe, con sus grandes ojos azules claros, que todavía parecían mayores tras los gruesos cristales de sus gafas. Se abrochó lentamente la bragueta, se ajustó sus manguitos de alpaca negra y se colocó su visera verde.

—Espera por ahí hasta que empiece el juego —le dijo—. ¿No quieres sentarte?

—¿Cuántos juegan para ti, Hal?

—Sólo uno.

—Yo jugaré para ti también.

—Cinco dólares por hora —le ofreció Hal.

—Y el diez por ciento si gano, ¿no es eso?

—De acuerdo. Ese tipo de cabellos pajizos, Williams, es de la casa.

A la una de la madrugada, Hal y Joe se dirigieron al Barlow’s Grill.

—Dos chuletas con patatas fritas. ¿Quieres sopa? —preguntó Hal.

—No. Tampoco quiero patatas fritas. Me hinchan demasiado.

—A mí también —contestó Hal—. Pero aun así, las como. No hago suficiente ejercicio.

Hal era un hombre silencioso, excepto durante la comida. Raramente hablaba, a menos que tuviese la boca llena.

—¿A qué has venido? —le preguntó al tiempo que mordisqueaba la chuleta.

—Es sólo un trabajo. Cien para mí y veinticinco para ti. ¿De acuerdo?

—¿Te interesan pruebas, papeles?

—No. Me irían bien, pero podré pasarme sin ellos.

—Bien. Pues resulta que vino y me pidió que me ocupase de ella. Ya no servía para nada. No me ganaba ni veinte por semana. Probablemente, nunca me hubiera enterado de lo que le pasó, pero Bill Primus la había visto en mi casa, y cuando la encontraron, vino a contármelo. Buen chico, ese Bill. Por aquí hay muy buenos polizontes.

»Ethel no era una mala mujer; era perezosa, sucia, pero de buen corazón. Suspiraba por la dignidad y la importancia. No era demasiado lista, ni tampoco muy bonita y, por eso no tuvo mucha suerte. No le hubiera gustado nada saber que, cuando la recogieron en la arena, en la que las olas la habían medio enterrado, tenía las faldas arremangadas hasta la cintura. Hubiera preferido una mayor dignidad.

Tras una pausa, Hal prosiguió:

—En la flota sardinera hay algunos tíos indecentes. Van cargados de aguardiente, y luego hacen barbaridades. Me imagino que, uno de esos sardineros se la llevaría a bordo, y luego la echaría al agua. De lo contrario, no comprendo cómo pudo haber ido a parar allí.

—Tal vez saltó por la borda.

—¿Ella? —dijo Hal, con la boca llena de patatas—. ¡Qué va! Era demasiado perezosa para matarse. ¿Quieres hacer alguna comprobación?

—Si tú dices que es ella —respondió Joe, empujando un billete de veinte dólares y otro de cinco por encima de la mesa.

Hal enrolló los billetes como un cigarro, y se los metió en el bolsillo del chaleco. Cortó un triángulo de carne de la chuleta y se lo llevó a la boca.

—Era ella, no hay duda —aseguró—. ¿Quieres pastel?

Joe quería dormir hasta el mediodía, pero se despertó a las siete y se quedó en la cama durante un buen rato. Tenía el propósito de no regresar a Salinas hasta después de medianoche. Necesitaba más tiempo para pensar.

Cuando se levantó, se miró al espejo y ensayó la expresión que pensaba asumir. Deseaba aparecer decepcionado, pero no en exceso. Lo mejor que podía hacer era seguirle la corriente. Era dificilísimo saber qué pensaba. Joe tuvo que admitir que le tenía un miedo mortal.

La prudencia le aconsejaba regresar a Salinas, contarle lo que debía y cobrar los quinientos.

Sin embargo, pudo más la ambición que la prudencia: «Tonterías, ¿cuántas oportunidades he tenido en mi vida? Un elemento importante de las oportunidades es saber reconocerlas cuando se presentan. ¿Es que quiero ser un sucio alcahuete toda mi vida? Hay que ir con mucho cuidado. Que hable ella. En eso no hay ningún peligro. Si las cosas se ponen feas, siempre puedo contarle lo que he averiguado.

»Puede hacer que te encierren en una celda en seis horas.

»No, si voy con cuidado. ¿Qué puedo perder? ¿Cuántas oportunidades he tenido en mi vida?».

4

Kate se sentía mejor. La nueva medicina parecía beneficiarle. El dolor de sus manos había disminuido, y le parecía que sus dedos estaban más normales, con los nudillos menos hinchados. Había pasado muy buena noche, la primera en mucho tiempo, y se sentía mejor y bastante animada. Tenía la intención de desayunar un huevo pasado por agua. Se levantó, se puso un salto de cama y volvió al lecho, con un espejo en la mano. Recostada de nuevo entre los almohadones, se examinó el rostro.

El descanso había obrado maravillas. El dolor endurece las facciones, presta un falso brillo a los ojos y hace resaltar los músculos de las sienes y de las mejillas, e incluso los pequeños músculos próximos a la nariz, y ello confiere al rostro la expresión de enfermedad y de resistencia al sufrimiento.

El cambio que había experimentado su rostro era notable. Parecía diez años más joven. Abrió la boca y se examinó los dientes. Tenía que limpiárselos. Se los cuidaba mucho. El único arreglo que tenía en la boca era un puente de oro, en el lugar donde le faltaban los molares. Era extraordinario lo joven que parecía, pensó Kate, después de aquella noche de reposo. Eso también los engañaba. Creían que era débil y delicada. Se sonrió. Sí, delicada como un cepo de acero. Pero es que se cuidaba mucho: nada de alcohol, ni drogas, y últimamente, incluso había dejado de tomar café. Y el resultado estaba a la vista. Tenía un rostro angelical. Levantó algo el espejo, para que no se reflejase la flaccidez de su garganta.

Sus pensamientos se dirigieron a otro rostro angelical como el suyo. ¿Cómo se llamaba?, ¿sí, cómo diablos se llamaba? ¿Alec? Lo recordaba muy bien, pasando lentamente junto a ella, con su sobrepelliz blanca con orla de batista, su dulce mentón hundido y su cabello dorado brillando a la luz de los cirios. El joven sostenía el bordón de roble, y la cruz de bronce se inclinaba frente a él. Irradiaba una especie de belleza fría, cierto aire de pureza e invulnerabilidad. ¿Pero, es que algo o alguien había tocado alguna vez a Kate hasta el punto de romper su caparazón y mancillarla? No, ciertamente. Sólo su dura epidermis había sido manchada por otros contactos. En su interior, permanecía intacta, tan limpia y brillante como ese muchacho, Alec, pero ¿se llamaba así?

Se sonrió: era madre de dos hijos, y parecía una niña. Y si pudiesen verla con aquel rubio mancebo, ¿tendrían todavía alguna duda? Pensó cómo sería estar con él entre una multitud, y dejar que la gente lo descubriese por sí misma. ¿Qué haría Aron —sí, así se llamaba—, qué haría Aron si lo supiese? Su hermano ya lo sabía. Aquel pequeño y ladino hijo de perra; no, eso no, no debía llamarle así, se acercaba demasiado a la realidad. Y tampoco podía llamarlo ladino bastardo, ya que era hijo de un sagrado matrimonio. Kate soltó una carcajada. Se sentía muy bien y de excelente buen humor.

Aquel muchacho tan listo —el moreno— la fastidiaba. Era como Charles. Ella había respetado a Charles, y éste probablemente la hubiera matado, de haber podido.

Aquella medicina era maravillosa, no sólo le quitaba el dolor de la artritis, sino que le devolvía el valor. Pronto se hallaría en disposición de liquidar el negocio y de trasladarse a Nueva York, como tenía planeado. Kate pensó en el temor que le inspiraba Ethel. ¡Qué mal lo debía de haber pasado esa pobre y vieja zorra inútil! ¿Y qué tal si la asesinaba a fuerza de buenos tratos? Cuando Joe la encontrase, ¿qué tal si se la llevase consigo a Nueva York, para tenerla cerca?

A Kate le divirtió la idea. Sería un asesinato muy cómico, y un asesinato que nadie sería capaz, bajo ninguna circunstancia, de descubrir, o tan sólo sospechar. Bombones, cajas de bombones, tocino, chicharrones, grasas, mantecas; vino de Oporto, y luego mantequilla, todo untado de mantequilla y cubierto de nata; nada de verduras y de frutas, y ninguna diversión. Quédate en casa, querida. Confío en ti. Cuida de todo. Estás cansada. Acuéstate. Yo te llenaré el vaso. He comprado estos dulces para ti. ¿No quieres llevártelos a la cama? Si no te sientes bien, ¿por qué no tomas una purga? Una buena purga. La vieja zorra se atracaría y reventaría a los seis meses. ¿Y la solitaria? ¿La había empleado alguien alguna vez? ¿Quién era el que no podía llevarse el agua a la boca sin un tamiz?… ¿Tántalo?

Kate sonreía dulcemente y se sentía muy alegre y gozosa. Antes de irse, no estaría mal ofrecer una fiesta a sus hijos. Una fiesta sencilla, con el circo después para sus cariñitos, para sus joyas. Y luego, pensó en el hermoso rostro de Aron, tan parecido al suyo, y un extraño dolor atenazó su pecho. Aquel chico no era listo; no sabía protegerse. Su hermano, el moreno, podía resultar peligroso. Ella ya se había dado cuenta. Cal la había vencido. Antes de irse, quería darle una lección. Una buena dosis de gonorrea, eso le pondría en su lugar.

De pronto, se dio cuenta de que no quería que Aron supiese quién era ella. Acaso podría hacer que fuese a visitarla a Nueva York. Él creería que ella había vivido siempre en una elegante casita del East Side. Lo llevaría al teatro, a la ópera, los verían juntos y se maravillarían ante su belleza, y pensarían que eran hermano y hermana, o madre e hijo. Todo el mundo adivinaría su parentesco. Podrían asistir juntos al entierro de Ethel. Ésta necesitada un ataúd de tamaño desacostumbrado, y seis faquines para transportarlo. Kate se estaba divirtiendo tanto con sus pensamientos que no oyó a Joe llamar a la puerta. Éste la abrió un poco, miró al interior y vio el rostro alegre y sonriente de Kate.

—El desayuno —anunció, sosteniendo la puerta abierta con el borde de la bandeja, recubierta por un mantelillo. Luego cerró la puerta con la rodilla—. ¿Lo quiere allí? —preguntó, señalando con la barbilla hacia la habitación gris.

—No, lo tomaré aquí. Y quiero además un huevo duro y una tostada con canela. Tienes que hervir el huevo durante cuatro minutos y medio. Ten cuidado. No lo quiero demasiado hecho.

—Veo que se siente mejor, señora.

—En efecto —respondió ella—. Esta nueva medicina es maravillosa. Tienes una cara de perros, Joe. ¿No te encuentras bien?

—Estoy muy bien —respondió él, dejando la bandeja sobre la mesa, frente al enorme sillón—. ¿Cuatro minutos y medio?

—Eso es. Y si hay alguna buena manzana, una manzana fresca y crujiente, me la traes también.

—Desde que la conozco, no la había visto con tanto apetito —observó Joe.

En la cocina, mientras esperaba a que el cocinero cociese el huevo, se sentía lleno de aprensión. Tal vez ella lo sabía. Tenía que andar con cuidado. Pero ¡qué diablos!, ella no podía odiarlo por algo que él no sabía. Ello no constituía ningún crimen.

De regreso a la habitación de Kate, dijo:

—No había manzanas. Le traigo esta pera, el cocinero dice que está muy buena.

—Casi prefiero las peras a las manzanas —afirmó Kate.

Joe miró cómo Kate rompía la cáscara del huevo y metía una cucharilla.

—¿Cómo está?

—¡Perfecto! —dijo Kate—. En su punto.

—Tiene usted buen aspecto —observó Joe.

—Es que me encuentro bien. Pero tú tienes un aspecto pésimo. ¿Qué pasa?

Joe abordó el tema con cautela.

—Señora, no hay alguien que necesite quinientos pavos tanto como yo —empezó a decir.

—No hay nadie que necesite… —le corrigió.

—¿Qué?

—Olvídalo. ¿Qué quieres decir? No pudiste encontrarla, ¿no es eso? Bien, si hiciste un buen trabajo tendrás tus quinientos. Cuéntamelo —tomó el salero y espolvoreó unos cuantos granos en el huevo abierto.

Joe dejó traslucir una alegría artificial en su rostro.

—Gracias —contestó—. Me encuentro en un aprieto y los necesito. Bien, fui a Pájaro y a Watsonville. Encontré su rastro en Watsonville, pero se había ido a Santa Cruz. Allí hallé su rastro de nuevo, pero ya se había marchado.

Kate saboreó el huevo y le añadió más sal.

—¿Eso es todo?

—No —respondió Joe—. No me detuve ahí. Me fui a San Luis. Allí había estado tres días, pero se había ido igualmente.

—¿Ningún rastro? ¿Ni idea de adónde se fue?

Joe se manoseaba los dedos. Su jugada completa, tal vez su vida entera, dependían de sus palabras siguientes, y se mostraba reacio a pronunciarlas.

—Vamos —le animó ella por fin—. Tú guardas algo, ¿qué es?

—Bien, no estoy muy seguro. No sé qué pensar.

—No pienses. Habla solamente. Ya pensaré yo —replicó ella con aspereza.

—Puede que ni siquiera sea verdad.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó ella encolerizada.

—Bien, hablé con el último tipo que la había visto. Un tipo llamado Joe, como yo.

—¿Y no sabes el nombre de su abuela? —preguntó ella sarcásticamente.

—Ese tipo me contó que, una noche, borracha de cerveza, ella había dicho que iba a volver a Salinas para armar algún lío. Luego, desapareció del mapa. Ese tipo no sabía nada más.

Kate no pudo controlar su miedo. Joe se dio cuenta de su aprensión, de su temor desesperado y de su decaimiento. Sea lo que fuere, había dado en el clavo. Por fin llegaba su gran oportunidad.

Ella levantó la mirada de su regazo y de sus sarmentosos dedos.

—Olvidemos a ese viejo saco —dijo—. Tendrás tus quinientos, Joe.

Joe respiró profundamente con precaución, temeroso de que algún sonido demasiado fuerte la sacara de su media abstracción. Ella lo había creído. Y aún más, estaba creyendo cosas que él no le había dicho. Joe deseaba marcharse de la habitación lo más pronto posible.

—Gracias, señora —lo dijo con mucha amabilidad, al tiempo que se movía en silencio hacia la puerta.

Su mano se hallaba ya sobre el picaporte, cuando ella habló como si lo hiciera por casualidad:

—Por cierto, Joe…

—¿Señora?

—Si oyeras algo más sobre ella, haz el favor de decírmelo, ¿quieres?

—Por supuesto. ¿Desea que siga las pesquisas?

—No. No te molestes. No es tan importante.

Una vez en su habitación y con la puerta cerrada con el pestillo, Joe se sentó y se cruzó de brazos. Se sonreía a sí mismo. Y al instante comenzó a pensar en su futuro plan. Decidió dejar el huevo en la incubadora, hasta la semana siguiente. Esperaría a que Kate se relajara y después sacaría a Ethel de nuevo a la superficie. Todavía no sabía cuál era su arma ni cómo habría de utilizarla. Pero sabía que era muy afilada y que estaba ansioso de usarla. Se hubiera reído de buena gana y bien fuerte, de haber sabido que Kate había ido a la habitación gris y atrancado la puerta, y que se hallaba sentada allí en el gran sillón, con los ojos cerrados.

Ir a la siguiente página

Report Page