Agnes

Agnes


15

Página 17 de 40

15

El segundo lunes de octubre se celebraba el Columbus Day, y aprovechamos el largo fin de semana para escaparnos de la ciudad. Yo había propuesto ir a Nueva York, pero Agnes dijo que quería hacer una caminata, esta vez una caminata de verdad. Estuve de acuerdo y, como pronosticaban buen tiempo, decidimos llevarnos mi pequeña tienda de campaña. Encontramos en el mapa un parque nacional a poca distancia de Chicago. Alquilamos un coche y en la tarde del viernes salimos rumbo al sur.

Agnes había pedido prestada una videocámara a su profesor, y mientras yo conducía ella filmaba indiscriminadamente a través de la ventana. A medida que nos acercábamos a Indianápolis el tráfico se hacía cada vez más denso. Ahora era Agnes la que conducía y yo quería filmarla al volante.

—Deja eso —dijo—, que la vas a romper. Mi profesor me mata. Es su juguete preferido.

—No la romperé —dije—, pero si no filmo no sales en ninguna toma.

—Tú te dedicas a escribir y yo, a filmar —dijo Agnes.

Que era demasiado pronto para el Indian Summer, dijo el guarda a la entrada del parque nacional, recomendándonos para nuestra excursión una zona que era terreno yermo desde hacía cincuenta años. A principios de siglo aún estaba habitada por campesinos, que emigraron en masa durante la gran depresión de los años treinta. Luego el Estado compró los terrenos y los declaró yermos.

—¿Cómo se puede hacer eso? —preguntó Agnes.

—Los abandonamos a su suerte —dijo el guarda—, en pocos años la naturaleza lo recupera todo. La civilización no es más que una fina piel que se raja enseguida si uno no la cuida.

Agnes filmó la casita del guarda y a éste en el momento de explicarme el camino en el mapa. El hombre hizo un ademán denegatorio riendo ante la cámara, y Agnes también rió. Luego dijo que tuviéramos cuidado y nos dio un folleto de plantas venenosas y animales salvajes. Que mucha gente subestimaba los peligros, dijo, y que la naturaleza no se andaba con bromas.

—¿Por qué has filmado al guarda y no a mí? —pregunté cuando transitábamos por un estrecho camino forestal hacia el interior del parque.

—Es un testigo —dijo Agnes.

Tras haber recorrido varias millas llegamos a un aparcamiento donde dejamos el vehículo. Era ya casi el mediodía cuando por fin echamos a andar. Caminamos horas y horas por una zona boscosa. A veces creíamos avanzar por una senda, pero de repente las huellas desaparecían, y acabamos cruzando el bosque ayudándonos con la brújula.

—Deberíamos partir unas ramitas para saber cómo volver —dijo Agnes.

—No volveremos —dije—, al menos no por este camino.

De tanto en tanto pasábamos junto a granjas en ruinas, por lugares con árboles aparentemente más jóvenes y más espaciados. Al caer la noche doblamos una colina, a cuyos pies divisamos el lago donde queríamos acampar. Pero transcurrió casi una hora hasta que finalmente alcanzamos la orilla.

Se había puesto el sol y había empezado a refrescar. Justo al borde del lago, donde el terreno era arenoso, montamos la tienda. Después salimos a buscar leña, que abundaba en el suelo del bosque. En cuestión de minutos habíamos recogido un montón considerable.

—Voy a prender fuego —dijo Agnes—, mi padre me enseñó a hacerlo.

Colocó unas ramas a modo de pirámide, metió un puñado de chamarasca por debajo y dijo:

—Ahora una cerilla.

En efecto, consiguió encender el fuego con una cerilla. Yo puse a hervir sopa en mi infiernillo de gasolina y nos sentamos a comer en una de las esteras mirando hacia el lago. Sus aguas eran mansas y oscuras. Sólo de cuando en cuando oíamos saltar un pez y, en una ocasión, el ruido de un avión que pasaba a lo lejos.

Aunque nos habíamos arrimado a la hoguera, Agnes estaba helada. Dijo que iba a buscar su saco de dormir y se dirigió a la tienda. Se tornó invisible en cuanto salió del círculo iluminado por el fuego. Entonces escuché un gemido y un rumor. Me levanté de un salto y encontré a Agnes tendida en el suelo, a tan sólo unos metros de distancia del lugar donde habíamos estado. Ahora, de espaldas a la lumbre, podía verla perfectamente. Yacía en la arena húmeda, con las piernas extrañamente retorcidas. La levanté trastabillando y la llevé hasta la estera. Al cálido resplandor de la hoguera, su cara y sus labios relucían pálidos como un cirio. Introduje mi mano por debajo del jersey de lana gruesa y sentí los débiles latidos de su corazón. Tenía la frente húmeda y fría. Me senté a su lado, pronunciando una y otra vez su nombre y acariciándole la cabeza.

Me embargaba el pánico. Debíamos de estar a varias horas de distancia de la casa habitada más cercana, y ahora, de noche, habría sido imposible encontrar el camino en medio del bosque. Fui a buscar la cantimplora y vertí unas gotas de agua en la boca entreabierta de Agnes. Enseguida me di cuenta de la tontería que cometía dándole agua a una inconsciente, por lo que la alcé hacia mí y empecé a zarandearla. Ahora yacía en mis brazos, desmadejada y plúmbea. Por fin sentí cómo su cuerpo se resistía a las sacudidas y volvía en sí lentamente.

—¿Me desmayé? —preguntó.

—Creí que te habías… —dije—, que te había pasado algo.

—Es la circulación —dijo—, a lo mejor no he comido lo suficiente. No pasa nada.

Quise llevarla en brazos hasta la tienda, pero ella se negó diciendo que no estaba enferma. No dijo mucho más esa noche, sólo que estaba cansada y que se encontraba mejor.

Ir a la siguiente página

Report Page