Agnes

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Agnes se mudó de nuevo a mi casa. El aborto la afligía más de lo que yo había imaginado en un principio. Cuando estábamos juntos no lo mencionábamos, pero a menudo ella se quedaba sola en el dormitorio, mirando por la ventana. Entre los edificios se distinguía un pequeño segmento del lago.

—¿Qué pasa con los pájaros cuando el lago se hiela? —preguntó una vez.

—No creo que llegue a helarse del todo —dije—, o a lo mejor los protectores de animales perforan el hielo o les echan de comer. La verdad es que no lo sé.

Agnes aún no había vuelto al trabajo. Su profesor le dijo que podía quedarse en casa hasta después de Navidad. Al parecer la apreciaba mucho, y cuando ella hablaba de él casi conseguía que me pusiera celoso.

—Es un hombre mayor —dijo.

—Yo también. Yo también soy un hombre mayor.

—Pero él te dobla la edad.

Le hablé de Louise. No dijo nada, ni siquiera se puso furiosa. Su indiferencia me ofendió.

—Apúntalo —dijo—, sigue escribiendo la historia y apunta todo lo que ha sucedido. El niño, el lago, Louise…

—He seguido —dije—, en la historia tuviste el niño.

Había dudado en enseñarle a Agnes lo que había escrito. Pero ahora me lo pedía y cuando lo hubo leído se alegró y sólo comentó que debería haber elegido otro nombre para la niña.

—¿Cómo te gustaría que se llamara?

—Ya está bautizada. Un nombre no se puede cambiar.

—He comprado un libro —dije.

—Háblame de Margaret —dijo Agnes—, si nació el cuatro de mayo es… ¿Qué es entonces?

—Tauro. Pensaba que no creías en la astrología.

—Qué importa. ¿Verdad que tienes ese libro sobre los signos del zodíaco?

Fui a buscar el libro y leí: «El Tauro está determinado por Venus. Ha nacido en la época en que la primavera se ha impuesto rotundamente, circunstancia que se refleja en el carácter del Tauro. Los Tauro son pacíficos y equilibrados, tienen una gran necesidad de amor y pueden ser muy pasionales».

Agnes me quitó el libro de las manos y empezó a hojearlo.

—Mira aquí —dijo—. «Poseen una excelente capacidad combinatoria y una lógica aguda. A menudo también muestran talento para las matemáticas». ¿Ves? Ha salido a mí.

Miré por encima de su hombro y leí.

—«Su lema es: ojos que no ven, corazón que no siente».

—Tienes que apuntarlo —dijo Agnes—, tienes que hacer la niña para nosotros. Yo no lo he conseguido.

Pasé toda la tarde ante el ordenador, con Agnes sentada a mi lado dictándome o corrigiendo lo escrito. Nuestra hija crecía rápidamente, a la media página ya sabía andar y poco después aprendía a hablar. Relatamos una visita a los abuelos en Florida, unas vacaciones en Suiza, enfermedades infantiles, la Navidad. Margaret recibía los regalos más hermosos, un triciclo, cubos de madera, muñecas, su primer libro. Agnes y yo nos casábamos, teníamos otro hijo, un varón, y éramos felices.

—No puedo más —dije al fin—, no podemos escribir toda una saga familiar en una tarde.

—Entonces demos un paseo y pensemos en cómo continuar —dijo Agnes.

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