Agnes
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En las semanas que siguieron descuidé los vagones de lujo. Me dediqué a escribir la historia de Agnes, a escribir cómo había sucedido todo, y cuando nos encontrábamos le leía los capítulos recién elaborados.
Me asombraba ver cuántas cosas Agnes y yo habíamos vivido o conservado en nuestro recuerdo de manera diferente. A menudo discrepábamos sobre cómo habían sucedido los hechos exactamente, y aunque por lo general yo imponía mi versión, a veces dudaba si Agnes no estaría en lo cierto.
Así, por ejemplo, durante mucho tiempo no llegamos a ponernos de acuerdo sobre el restaurante en el que habíamos comido juntos por primera vez. Agnes sostenía que había sido en el indio, yo que en el chino de enfrente. Incluso me parecía recordar lo que había comido. Pero al final Agnes cayó en la cuenta de que había apuntado la cita en su agenda, y la anotación demostró que era yo quien estaba equivocado.
Algunas cosas que yo describía pormenorizadamente a Agnes se le antojaban intrascendentes. Otras, en cambio, que ella consideraba importantes, no eran evocadas en la historia o, en todo caso, sólo de refilón, como lo de la mujer muerta que encontramos aquella noche frente al restaurante. Aludí al incidente pero no escribí nada más al respecto, tampoco que después nos enteramos de su historia y hasta fuimos a su entierro. Agnes se había conmovido mucho y había escrito varias veces a los parientes de la fallecida.
A Herbert no lo mencionaba en la historia, y Agnes decía que lo omitía porque estaba celoso, y parecía alegrarse de que así fuera. Las pocas veces que su nombre surgía en nuestras conversaciones esquivaba mis preguntas o respondía vagamente. Era reacia a hablar de su infancia, sólo de tanto en tanto, cuando estaba de buen humor, contaba alguna que otra anécdota terminando su relato tan abruptamente como lo había empezado. Mi texto ya se había alargado demasiado cuando hacia finales de agosto alcancé por fin el presente.
El tiempo había sido lluvioso durante muchos días cuando a principios de septiembre un viento del norte, frío pero seco, barrió el lago espantando las nubes. Habíamos decidido pasar el día fuera. Agnes había ido a su casa a cambiarse de ropa, y cuando volvió me llamó desde el vestíbulo para no perder más tiempo. Me esperaba sentada en una de las butacas de cuero negro y tenía un aspecto extrañamente exótico. Llevaba bombachos azul marino, una camiseta blanca y unos gruesos zapatos que aparentemente no había entrenado hasta entonces.
—Vamos a un parque, no a la alta montaña —dije.
—Es un bosque, no un parque —dijo Agnes—. Pensé que íbamos a hacer una caminata.
—Sí, pero… —dije yo, y cuando Agnes lanzó una mirada escéptica a mis zapatos—. Puedo andar horas con este calzado.
En el parque había numerosos lagos y canales, y no caminábamos mucho porque una y otra vez nos sentábamos a conversar en cualquier sitio de la orilla. Le dije que la veía cambiada, y ella contestó que se había cortado el flequillo. Luego tuve que sujetarla para que pudiera inclinarse sobre el agua del pequeño lago y contemplar el reflejo de su imagen.
—¿Me queda muy mal? —preguntó.
—No creo que sea por eso.
Habíamos traído una manta y bocadillos, y al atardecer nos tumbamos en un pequeño claro para tomar el sol. Después de comer, Agnes se quedó dormida, y yo, que no estaba cansado, me incorporé a fumar un cigarrillo. Los rayos de sol sesgaban casi sin ángulo las ramas de los árboles salpicando con manchas de luz el cuerpo yacente de Agnes. Me quedé mirándola y no la reconocía. Su rostro se me antojaba como un paisaje ignoto. Los ojos cerrados se habían convertido en dos colinas arqueadas que emergían de los cráteres planos de las cavidades oculares, la nariz era una fina cresta que ascendía regularmente para luego ensancharse y caer en picado hacia la boca. Observé por primera vez las depresiones aterciopeladas en los vértices de los ojos, la redondez del mentón y de las mejillas. El rostro entero me pareció exótico, siniestro, y sin embargo tuve la impresión de verlo de forma más real, más inmediata de lo que jamás lo había visto. A pesar de que no la toqué tenía la sensación angustiosa y a la vez embriagantemente bella de envolverla como una segunda piel, de sentir de repente todo su cuerpo muy pegado al mío.
No me movía. Los últimos rayos del sol habían desaparecido del prado y empezó a refrescar. La boca de Agnes se contrajo en un rictus de displicencia, y su frente se onduló por un instante. Luego se despertó. Me acosté a su lado y la abracé fuertemente.
—¿Qué te pasa? —preguntó asombrada mirándome a los ojos.
Esquivé su mirada sin soltarla, estreché el abrazo y le besé el cuello y la cara. Sonrió.
—He tenido la extraña sensación de estar muy cerca de ti —dije.
—¿Y sigues estándolo? —preguntó.
No contesté y Agnes tampoco dijo nada, sujetándome tan sólo como si temiera que fuese a apartarme de ella. Más tarde le dije que la amaba, pero no fue suficiente, y como no encontré otra forma de describir mi sentimiento volví a sumirme en el silencio y apenas cruzamos palabra en lo que quedaba del día.