Aftermath

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Coruscant

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CORUSCANT

Mientras tanto, en la Plaza Monumental:

Las cadenas resuenan mientras atan el cuello del Emperador Palpatine. Las cuerdas siguen el ejemplo, lazando la estatua por la mitad. Se escuchan los vítores enloquecidos de la multitud, mientras jalan, y jalan, y jalan, pero también los quejidos decepcionados ya que la estatua de roca se rehúsa a ceder. Pero entonces, alguien sujeta las cadenas a la parte trasera de un par de speeders de gran potencia; luego los motores cobran vida trinando y zumbando. Los speeders aceleran y la multitud vuelve a jalar…

El sonido es como el de un hueso gigante quebrándose.

En la base de la estatua aparece una grieta.

Más júbilo. Gritos. Y…

Aplausos mientras se desploma.

La cabeza de la estatua se desprende, cae rodando y choca contra una fuente. Salpica agua obscura. La multitud ríe.

Enseguida:

Chillido de cláxones. Luces rojas parpadean. Tres speeders descienden en picada desde las vías de circulación superiores: es la policía imperial. Ahora, cascos rojos con negro; el brillo de las luces se refleja en los cascos.

No hay advertencia. No hay demanda de rendición.

Los cañones láser de cada airspeeder abren fuego. Rayos rojos calcinan el aire. La multitud se parte en dos. Cuerpos desplomados y cocidos con fuego.

Aún así, los que están reunidos no son sometidos. Ya no son una multitud. Ahora son una horda. Comienzan a recoger trozos de la estatua de Palpatine y a lanzarlos hacia los airspeeders: uno gira a un lado para eludir un trozo de piedra que se aproxima, pero este golpea a otro speeder, interrumpiendo sus disparos. Ciudadanos coruscantíes suben el capitel de piedras tras de ambos speeders, capitel en el cual están escritos los valores imperiales del orden, el control y la autoridad de la ley, y comienzan a brincar sobre los vehículos de policía. A uno de los policías que lleva casco lo lanzan de su speeder. Otro se arrastra sobre el cofre de su vehículo, y abre fuego con un par de blásters justo cuando una piedra le golpea el casco, derribándolo al suelo.

Los otros dos airspeeders van subiendo y siguen disparando.

Hay gritos, y fuego, y humo.

Dos de los que están reunidos, padre e hijo, Rorak y Jak, se agachan rápidamente detrás de la estatua derrumbada. Los sonidos de la batalla que se está librando ahí mismo, en la Plaza Monumental, no cesan. A la distancia, el sonido de más enfrentamientos, una columna de humo, destellos de disparos bláster. De repente, allá arriba entre las vías de circulación, una enorme cartelera se llena de estática.

Jak es joven, tiene solo doce años estándar, no es lo suficientemente mayor para pelear. No aún. Voltea a ver a su padre con ojos suplicantes. Por encima del estruendo le grita:

—¡Pero la estación de batalla fue destruida, papá! ¡La batalla ha terminado! —Ellos recién lo vieron, hace tan solo una hora: el supuesto fin del Imperio, el comienzo de algo mejor.

La confusión en los ojos brillantes del niño es clara: no entiende qué está sucediendo. Pero Rorak, sí. Ha escuchado historias de las Guerras de los Clones…, las que su propio padre le contó. Sabe cómo es la guerra. No son muchas guerras, sino una sola, extendida una y otra vez, cortada en rebanadas para que parezca más manejable.

Por mucho tiempo no le ha dicho a su hijo la verdad sino su esperanza: «Algún día el Imperio caerá y las cosas serán diferentes cuando tú tengas hijos». Y eso aún puede suceder. Pero ahora se necesita una verdad más fuerte y clara:

—Jak…, la batalla aún no termina. Apenas está comenzando.

Rorak abraza fuerte a su hijo.

Luego pone un trozo de estatua en la mano del niño.

Y agarra otro para él.

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