Aforismos

Aforismos


La voz en el desierto

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Las sátiras hogarthianas fueron, sin duda, sus textos más leídos y sacudieron la solemne escena literaria alemana, donde el humor era un recurso literario tan frecuente como las citas en arameo. Goethe, que jamás admiró algo ligero, lanzó la furia de su trueno desde el Olimpo de Weimar: la comicidad era un acto de extravagancia, sólo un espíritu retorcido podía disfrutar de esos escritos donde campeaban “la maldad y el desprecio”. En otros, la Explicación detallada caló más hondo. Jean Paul se refería a Lichtenberg como “el genial comentarista de Hogarth” y E. T. A. Hoffmann lo usó como paradigma para sus interpretaciones satíricas de la pintura.

Pero en él la crítica siempre pesaba más que el elogio.

Al terminar la serie sobre Hogarth dijo que sólo la había escrito para pagarle la renta a su casero-editor. Le envió el texto a Kant con la súplica de que lo viera como una artesanía de Núremberg, “donde lo más importante son los dorados y los colores”. También a él le habló de su estrechez económica y de su intolerable cargo de conciencia: ya no podía seguirse aprovechando de su benévolo casero, que jamás contaba las monedas en las que él mezclaba botones metálicos. Poco antes de morir se refería al texto como sus “escandalosos extravíos sobre Hogarth”.

En su actividad periodística Lichtenberg se muestra no sólo como un hábil prosista, sino como un atento conocedor del gusto femenino (nunca perdió de vista que el Almanaque era ante todo leído por mujeres). Sin embargo, sus papeles privados participan de la misoginia imperante en su época (que acaso sólo se distinga de la actual por ser más transparente). Aunque nunca llegó a las frases-hoguera de Schopenhauer (“La razón es de naturaleza femenina: sólo puede dar después de haber recibido”), las mujeres no leerían su obra póstuma con el mismo interés con que leyeron el Almanaque de Bolsillo de Gotinga.

LAS MUJERES

Lichtenberg se veía a sí mismo como un precario equilibrista entre la mente y el cuerpo. ¿Cómo resistir a dos fuerzas tan poderosas: el estudio de las estrellas y el cuerpo femenino? El esbelto cuello de una mujer podía hacer que todas sus teorías se fueran a pique; durante unas horas se convertía en leal vasallo de su pasión; después, se sometía a un proceso moral en el que invariablemente se condenaba. En este caso el “pecado” no tenía que ver con la religión ni con la fidelidad, sino con el descuido de las ciencias. La filosofía personal de Lichtenberg es una preparación para vivir con el “yo dividido” que le impedía los estados puros de la sensualidad o el pensamiento. Gran parte de su tragedia, escribió, consistía en no vivir “sólo en este mundo”, sino “en sus posibles desarrollos”.

Las anotaciones de Lichtenberg son un caso ejemplar de confesión neurótica. Fiel al propósito de Montaigne, se ensayó a sí mismo hasta las últimas consecuencias. En sus cuadernos indagó el papel que la sexualidad tenía en su carácter y registró sueños en busca de claves para el inconsciente (“ya es un gran avance lograr que las cosas latentes se vuelvan sensibles”).

El siglo XVIII, apuntó Lichtenberg, admiraba “los experimentos que explotan”. La naciente psicología también privilegiaba los casos estruendosos, las perturbaciones mentales que comportaran delirios, alucinaciones, desdoblamientos de personalidad. En el siglo en que la enfermedad reconocible era la histeria, él se concentró en la modesta locura de todos los hombres.

La primera descripción extensa de sus relaciones amorosas fue hecha a manera de confesión. En 1783 le escribió al pastor Gottfried Hieronymus Amelung para informarle de la muerte de Dorothea Stechard, la muchacha con la que vivía desde hacía tres años. Varios meses median entre la muerte de Dorothea y la carta a Amelung; se trata, pues, de una confesión tardía, esto es, meditada, ponderada. Aunque la carta es una genuina muestra de dolor y desesperación, también es un intento de expiación. Lichtenberg repite una y otra vez que hizo todo lo posible para salvar a Dorothea y que estaba dispuesto a casarse con ella. Este sentimiento de culpa, capaz de desvelar al profesor meses después de la muerte de Dorothea, revela un aspecto crucial de su conducta.

En 1777 Lichtenberg hizo dos descubrimientos relevantes: sus figuras saltaron en el laboratorio y Dorothea Stechard apareció en un puesto del mercado, vendiendo flores. Dorothea tenía entonces 12 años (según los biógrafos; 13, según la carta a Amelung).

La muchacha empezó a visitar al profesor acompañada de su madre, aprendió a leer, a sumar y aun a manejar el electróforo; a partir de la Pascua de 1780 se quedó a vivir con él. Después de Lolita resulta difícil no ver a Lichtenberg como un ancestro de Humbert Humbert, siempre en busca de la ninfeta que combine los encantos de la niña y la mujer, pero la Alemania del siglo XVIII no había leído a Nabokov; las mujeres se podían casar a los 14 años y no era inusual que lo hicieran antes (Sophie Kühn tenía 11 años cuando conoció a Novalis y 13 cuando se comprometió con él). No era la diferencia de edades lo que preocupaba al profesor.

En la carta a Amelung, escribió que Dorothea sólo se dedicaba a atenderlo, a tal grado, que en dos años casi no salió de la casa. De ahí las innecesarias explicaciones después de su muerte: “cuando había invitados ella se sentaba a la mesa como si fuera mi esposa”. Por más que Lichtenberg la tratara como si fuera otra cosa, sabía que Dorothea había hipotecado su vida en favor de él. Para Herbert Schöffler la carta a Amelung muestra el “ingenuo egocentrismo” de Lichtenberg, capaz de confundir la reclusión con una prueba de amor.

Sólo una lectura insensible puede ignorar el sufrimiento ocasionado por la muerte de Dorothea Stechard; la carta es un ejercicio de sinceridad, una indagación personal tan auténtica que revela más de lo que pretende. Para Lichtenberg el dominio de la sexualidad no dependía de la moderación, sino de mantener al cuerpo separado de su otro polo magnético: la mente. “La mujer es como el pan negro: el apetito la sazona y la glorifica”. Las mujeres cultas lo inquietaban demasiado. En una carta a Forster afirmó que se sentía inerme ante ellas, “como si me hubieran arrancado todos los botones”. Tampoco se atrevía a escribirles (se conservan cerca de 1 000 cartas de Lichtenberg, ninguna dirigida a una mujer que no sea de su familia).

En 1784 estableció su segunda relación duradera, esta vez con Margarete Kellner, una vendedora de fresas de 24 años. Se casó con ella después del nacimiento del primero de sus seis hijos y vivieron juntos hasta la muerte de Lichtenberg.

Estaba recién casado cuando sucumbió a su peor crisis hipocondriaca. Sin embargo, ni las enfermedades ni el matrimonio le impidieron seguirse enamorando de campesinas y cocineras. Hacia el final de su vida solía anotar en sus cuadernos, en inglés y con caracteres griegos: “copulé con la brujita”, refiriéndose a la cocinera de Dieterich.

Padre tardío, Lichtenberg se esmeró en la educación de sus hijos. El mayor, Georg Christoph Eckhardt, sería director general de impuestos y ministro de Hannover; Christian Wilhelm, director de impuestos y apoderado de aduanas de Stettin, y el menor, Friedrich Heinrich, experto en silvicultura.

Cuando Volta y Scarpa visitaron a Lichtenberg se sorprendieron de que su mujer hablara un dialecto tan burdo, literalmente otro idioma. Al frío racionalismo, el profesor de Gotinga oponía el análisis subjetivo, comprometido con los sentimientos, pero el encuentro de la mente y el corazón le parecía peligroso cuando ocurría fuera de los márgenes de un libro.

Lichtenberg fue uno de tantos “egoístas inocentes”; sin embargo, lo que perdura en su análisis de la sexualidad no son los prejuicios que lo asimilan a la borrosa marea de los “casos típicos” de su época, sino las claves psicológicas que lo distinguen, el sesgo individual de una obra escrita a contrapelo de su tiempo y de sus propias convicciones. Los Aforismos son las pruebas de su diferencia.

Como quiera que sea, las mujeres decidieron pagarle con la misma moneda. Según el registro de Schöffler, hasta 1956 no había en Alemania “una sola monografía ni una sola investigación sobre Lichtenberg escrita por mano femenina”. En Francia el hielo se rompió un poco antes; Marthe Robert preparó en 1947 una antología de los Aforismos, precedida de una brillante introducción.

1789: EL HIPOCONDRIACO

Y LA REVOLUCIÓN

Lichtenberg siempre estuvo atento a los vaivenes de su cuerpo. En 1789 su organismo sufrió una auténtica revuelta: 13 enfermedades perfectamente imaginarias, según la opinión de los especialistas.

Entonces vivía en una pequeña casa que Dieterich había comprado en las afueras de la ciudad. No escuchaba otros sonidos que el ladrido de los perros y el croar de las ranas. Aunque la soledad alimentaba su hipocondria, se abandonó a ella casi con deleite, a fin de cuentas las molestias activaban sus reflexiones. Este mórbido disfrute lo convirtió en un “egoísta patológico”; de repente nada le parecía más importante que analizar la temperatura de sus pies o la pérdida de su memoria, tan semejante a una muerte a plazos. Como en el caso de la sexualidad, sin darse cuenta reveló resortes secretos de las enfermedades imaginarias. En 1838 Ernst von Feuchtersleben lo llamaría el “Colón de la hipocondria”.

Para mitigar sus males se sometió a dietas realmente fanáticas. En 1791 escribió que después de dos años había vuelto a comer queso suizo. Con el vino no fue tan estricto; sus días abstemios no lo aliviaron gran cosa. Hipocondriaco consumado, descubrió que lo único que mitigaba los padecimientos era vivir “según la hipótesis” de que estaba sano.

En sus últimos años consideraba que mantenerse vivo era el más intrincado de los problemas científicos. Pasaba horas hablando de dietas con botánicos y médicos. En 1797 un ex alumno suyo, Christoph Wilhelm Hufeland, le dedicó el libro Macrobiótica o el arte de prolongar la vida humana. Así, el sibarita Lichtenberg se convirtió, gracias a la neurosis de sus últimos años, en involuntario mentor de la macrobiótica.

Cuando las noticias de la toma de la Bastilla llegaron a Gotinga, él estaba ocupadísimo con su revuelta interior; aun así, se interesó profundamente en lo que ocurría en Francia. Hasta entonces su conducta política había sido más bien pasiva. Se oponía al despotismo pero, tal vez por no haberlo padecido en carne propia (a fin de cuentas Gotinga era un oasis de tolerancia en Alemania), no había tenido militancia alguna. La Revolución francesa hizo que todos sus amigos se zambulleran en la política, incluido el doctor Girtanner, que hasta entonces sólo había escrito de enfermedades venéreas. Los propios franceses registraron la efervescencia en la Georgia Augusta; el Journal de Paris afirmó que, de haber una revolución en Alemania, ésta se iniciaría en Gotinga.

Lichtenberg no recibió las noticias de la república con el mismo entusiasmo que sus colegas. Estaba convencido de que para que las cosas mejoraran tenía que haber un cambio, pero nada garantizaba que el cambio condujera a algo mejor. “En Francia se fermenta, ya sabremos si vino o vinagre”. Johann Georg Forster, en cambio, no se contentó con hablar del tema: murió en Francia en 1794 y fue considerado por casi todos sus amigos íntimos como un mártir de la libertad. El casi se refiere a Lichtenberg, que se negó a colaborar en un homenaje a Forster. Su excusa: “apenas lo conocí”.

Este suceso revela la ambivalencia que acompañó a Lichtenberg toda la vida. En 1789 había hecho que Forster escribiera un artículo que él no se atrevía a escribir. El tema parecía de lo más inofensivo: los corsés. Lichtenberg le envió a Forster un dibujo de una mujer-fortaleza, acompañado de comentarios sobre la función represiva del corsé. El asunto difícilmente era novedoso; ya había sido tratado por Goethe en el Werther y por Rousseau en Émile, pero él no sólo proponía una saludable liberación del cuerpo femenino, sino que convertía al corsé en símbolo de la represión intelectual europea. En sus cuadernos anotó: “¡Hay corsés en todas partes, y no sólo para el cuerpo!” Forster siguió la indicación de su amigo y escribió el artículo sobre la mente encorsetada. Lichtenberg, que sólo se atrevía “a escribir en secreto de pecados públicos”, usó al temerario Forster. Años después no le perdonó a Forster que sucumbiera a la fascinación de la violencia. Sin embargo, su negativa a reconocer su amistad con él revela algo más que una condena moral: el miedo a ser reconocido como el autor fantasma de ciertos textos de Forster. Esta actitud lo enemistó con algunos colegas. Robespierre y la jornada del terror hicieron que su reticencia ganara más adeptos.

El ideario político de Lichtenberg era bastante escueto. Consideraba utópico aspirar a la igualdad de clases y proponía una meta más realista: el equilibrio de clases. No concebía una sociedad sin dominación, pero creía en la posibilidad de restringir el ejercicio del poder. De ahí que admirara tanto el sistema inglés, donde el monarca y el Parlamento se controlaban de manera recíproca y donde la mayoría parlamentaria era presionada por la oposición. A sus ojos, la naciente república era una tiranía vestida de democracia; en nombre de la ley se podía llegar a cualquier abuso: la Asamblea carecía de límites.

Lichtenberg admiraba las ideas de la Ilustración pero no creía que pudieran ser administradas por un puñado de hombres ni que pudieran encarnar por medio de la violencia: “millares de personas sufren en el presente en aras de un futuro incierto”. En rigor, más que la categoría de “Estado” le interesaba la de “civilización”. Aspiraba a una nueva forma de gobierno, no tanto para modificar el ejercicio del poder, como para crear una nueva cultura, capaz de que “la gente se ventile como ventilamos las ropas viejas”.

Es probable que su cautela respecto a la Revolución también se debiera al recelo que le producía la cultura francesa. Lichtenberg se formó a la sombra de la Ilustración, dominaba el francés y admiraba a Rousseau, Voltaire, Montaigne y La Rochefoucauld. Sus asomos de francofobia se debían a las modas literarias: un tráfico de elegantes vacuidades, “corrientes” y “movimientos” tan promovidos y tan efímeros como los vestidos de un verano. En su opinión el esprit tenía una función más bien teatral: palabras ingeniosas capaces de impresionar sin decir nada.

Desconfiar de la cultura francesa era desconfiar de la cultura dominante en ese tiempo. El escepticismo de Lichtenberg fue una transgresión histórica más que nacional; se opuso al estilo de pensamiento francés por ser el más socorrido del momento. Esto sin duda le ayudó a forjarse una mente profundamente original, pero también lo condujo a serios errores. Durante años se negó a reconocer la teoría de Lavoisier por considerarla ejemplo de charlatanería: un mero cambio de vocabulario era tomado como descubrimiento científico. Poco antes de morir cambió de opinión, pero hasta su reconocimiento fue irónico: “Lavoisier es el Copérnico de la química, pero todo Copérnico es mejorado por un Kepler”.

Para Lichtenberg la Enciclopedia, la Declaración de los derechos del hombre y otros discursos racionalistas están escritos en un lenguaje de primera potencia, el lenguaje común, enunciativo, cuyo mayor mérito es la claridad (Stendhal recomendaba leer el Código napoleónico, no sólo por razones éticas sino también estéticas). El reto de la filosofía consiste en acceder a un lenguaje de segunda potencia, capaz de discutirse a sí mismo; y esto no supone la invención de palabras; no se trata de sustituir una vieja retórica por una nueva. El lenguaje filosófico debe ser nuevo por su estructura y su función, no por su vocabulario. Para garantizar esto último, Lichtenberg propone que el filósofo “sólo use las palabras que aparecen en el juego de la oca”.

La demagogia se puede apropiar de la fraseología humanista, pero no puede falsificar una argumentación filosófica. El lenguaje enunciativo es fácilmente usurpable, ¿cuántos tiranos no han hablado “en nombre” de la fraternidad, la libertad y la igualdad? El lenguaje crítico no apela al sentido común ni trata de convencer: se prueba a sí mismo. En el siglo de Hitler, Stalin y Mussolini, Ludwig Wittgenstein recomienda ver películas de vaqueros, no sólo por razones estéticas sino también éticas. Lichtenberg está más cerca de Wittgenstein que de Stendhal.

En sus últimas dos décadas recibió un aluvión de reconocimientos. 1782: miembro de la Sociedad de Ciencias Naturales de Danzig. 1788: Consejero Real de Inglaterra. 1793: miembro de la Sociedad Real de Inglaterra. 1795: profesor de la Universidad de Leyden, Holanda, y miembro de la Sociedad de Ciencias de Petersburgo. Aceptó las medallas y los diplomas como un accidente inmerecido. Sus verdaderas preocupaciones eran otras.

De 1789 a 1795 estuvo tan atento a la Revolución como a sus padecimientos. Probablemente hubiera vivido hasta su muerte en un sostenido estado de convalecencia de no ser por el médico judío Theodor Salomon Amschel, quien lo sometió a una terapia singular. Según Amschel, la enfermedad consistía en un choque entre el consciente y el inconsciente y sólo había un remedio: hacer consciente lo inconsciente. Lichtenberg se sometió con vehemencia a este tratamiento que le revelaba una nueva forma de conocimiento: “Amschel es el único que ha podido dialogar íntimamente con esa enfermedad de cien cabezas”. Las sesiones entre Lichtenberg y Amschel prefiguran la experiencia psicoanalítica. En 1795 la casa de campo de Dieterich se convierte en la antesala de un consultorio que se abrirá casi 100 años después en otra dirección: Berggasse 19, Viena.

EL SUEÑO DE UNA SOMBRA

Para Lichtenberg, la frase de Píndaro “el hombre es el sueño de una sombra” fue una especie de lema vital. Al escrutar el cosmos no dejaba de pensar en lo nimio de la existencia humana. El hombre, ser levísimo, es soñado por una figura incierta, y el estado del mundo informa que “más que la creación de un ser superior somos el pasatiempo de uno bastante defectuoso”.

Sin embargo, después del tratamiento con Amschel se sintió capaz de dejar su propia huella en el universo y pensó en concluir un sinfín de proyectos, entre ellos El príncipe duplicado, una novela satírica sobre un aristócrata siamés.

Lichtenberg solía tener palabras-talismán, según las cosas que le interesaban en una época determinada. Los pararrayos lo llevaron a curiosas aplicaciones (pensó en un verdugo humanitario que ejecutara a los condenados en “un cadalso con pararrayos”). Cuando se enteró de que en la toma de Gibraltar se habían usado “batallones de asalto”, habló de escritores que manejaban sus ideas “como las cambiantes emboscadas de un batallón de asalto”. La cura de Amschel no tuvo un efecto prolongado. A los pocos meses empezó a buscar variantes para la palabra petrificación: “antes, pescaba las ideas como si fueran peces en un estanque, ahora lo único que saco son trozos petrificados, fragmentos de fósiles”. Los amigos que lo visitaron entre 1795 y 1799 se sorprendieron de la cantidad de vino que bebía. De cualquier forma mantenía la diversidad de sus intereses. Enfermo y achispado, leyó la obra de Jean Paul con un entusiasmo primigenio, de adolescente apenas convertido a la literatura. Como había hecho con otros autores, trató de conseguir el retrato de Jean Paul. Este retrato fue su último homenaje al presente. Sus demás objetos tenían que ver con el pasado; había reunido toda la memorabilia a su alcance (el tintero del poeta Bürger, el mantel de su madre, la guía de direcciones de Darmstadt), y la idea de la muerte lo obsesionaba a tal grado que empezó a contar los entierros que veía desde su ventana (llegó a 113). El ser imperfecto que lo había soñado estaba a punto de despertar.

Para él el sueño no era otra cosa que la vida en clave. Soñar era otra forma de estar alerta: “El perro es el animal más despierto y sin embargo duerme todo el día”. Las sesiones con Amschel reforzaron su interés por interpretar los sueños. A pesar de su enorme respeto por la experimentación, en el caso de los sueños se apartó por completo del enfoque mecanicista de sus contemporáneos; jamás quiso medir la “electricidad del cerebro”; prefirió la introspección: el diamante sólo se pule con un diamante, el cerebro se conoce por su propia vía.

La obra de Lichtenberg parecía, desde sus más profundos orígenes, destinada a quedar inconclusa. En opinión de Carl Brinitzer un sueño puso doble llave a esa renuencia a terminar. El retrato de Lichtenberg quedaría trunco sin una paráfrasis del episodio al que se refiere Brinitzer (y que incluimos en esta edición revisada de los Aforismos).

Una pausa: Lichtenberg sueña en Gotinga.

De repente se sintió rodeado de una atmósfera liviana, un velo muy ligero que se disipó poco a poco. Lichtenberg estaba frente a un anciano. La mirada del viejo producía algo superior al respeto, tal vez habría que hablar de veneración.

—¿Te gusta mucho investigar la naturaleza? —preguntó el anciano—. Te enseñaré algo que acaso te sirva.

Lichtenberg advirtió una pequeña esfera azul verdosa que el anciano sostenía entre el pulgar y el índice.

—Toma este mineral. Dime de qué está hecho.

El anciano desapareció y Lichtenberg se encontró en un laboratorio perfectamente abastecido. Analizó con minucia la esfera que, en contra de lo esperado, resultó bastante común: un poco de cal, otro poco de arcilla, algo de hierro.

En cuanto terminó de escribir su análisis, el viejo regresó. Leyó el papel y sonrió apenas. Luego dijo en un tono afable y enfático a la vez:

—¿Sabes lo que has analizado?

—No.

—La Tierra entera.

—¿La Tierra?, ¿y dónde están los océanos?, ¿dónde están sus habitantes?

—Ahí, los dejaste en la servilleta, los borraste por completo. El polvillo que tienes en el saco es la tierra firme.

—¿Y cómo no encontré ningún rastro de plata ni de oro?

—¡Pero si destruiste con el mechero toda Suiza, Saboya entera y la región más hermosa de Sicilia!; ¡privaste a África de toda una costa y arruinaste el Mediterráneo! …ahí, en ese cristal, están las cordilleras, lo que te saltó al ojo fue el Chimborazo…

Lichtenberg entendió y guardó silencio. Hubiera dado sus mejores años a cambio de salvar la Tierra. Se sintió incapaz de pedir una nueva oportunidad de estudiarla. Pero tenía que reparar el daño de algún modo.

—Por favor, haz que un grano de mostaza sea del tamaño de la Tierra y permíteme estudiar sus montañas y sus capas telúricas.

—¿De qué te serviría? Ésa no es la forma de escapar a tu condición inalterable. Así no llegas al otro lado de la cortina —respondió el viejo. Luego de una pausa añadió:

—Toma esta bolsa y analiza lo que hay dentro —ya se alejaba cuando dijo, como si bromeara—: y recuerda, analízalo químicamente. Esta vez te daré más tiempo.

Lichtenberg abrió la bolsa con cautela. Entrecerró los ojos, temeroso de dar con el Sol o con una estrella fija. Pero la bolsa contenía un objeto opaco, inesperadamente familiar: un libro, como cualquier otro, ni siquiera un tomo de lujosa encuadernación. Al abrirlo se encontró con un lenguaje desconocido. Sólo entendió la frase en la portada: Analiza esto, hijo mío, pero químicamente.

¿Analizar el contenido químico de un libro? ¡El contenido de un libro es su significado! ¡El análisis químico sólo conduciría a la tinta y los trapos con que estaba hecho!

De golpe todo encajó en su sitio y se arrepintió de lo que había pensado unos segundos antes.

—¡Entiendo! —gritó conmovido—, ¡doy gracias por poder entender!

Al día siguiente repasó el sueño una y otra vez. El mensaje ya no era tan diáfano como en el sueño, pero poseía la inquietante carga de un koan. Lichtenberg guardó sus manuscritos en un viejo arcón y juró que jamás los terminaría. No le costó trabajo cumplir la promesa.

El 18 de febrero de 1799 escribió la última carta, dirigida a su hermano en Gotha.

A pesar de su enfermedad, tuvo ánimos de hablar de Kant y del “diluvio francés” que caía sobre la cultura alemana. Murió cinco días después. En el numeroso cortejo que lo acompañó a la tumba estaba Samuel Taylor Coleridge, recién llegado a Gotinga.

En 1799 las plumas corrían de prisa en varias recámaras de Alemania: Goethe trabajaba en el Fausto, Schiller en la tercera parte de Wallenstein, Hölderlin en el segundo tomo de Hiperión, Schlegel en Lucinde y Jean Paul en Titán. En la tumba de Lichtenberg no hubo grandes destellos de lenguaje. Kästner pronunció un discurso en latín; como de costumbre, habló básicamente de sí mismo. Nada parecía haber cambiado.

LOS CUADERNOS

Dieterich, el casero de Lichtenberg, se sorprendió de no encontrar más que unos fragmentos de la novela El príncipe duplicado; la historia del noble siamés se esfumó con su creador. En cambio dio con varios cuadernos en los que su inquilino escribía toda suerte de reflexiones “a la manera de los tenderos ingleses que llevan un waste-book, donde anotan ventas y compras en total desorden para luego sumarlas y restarlas”. Los cuadernos arrojaban los saldos de una mente.

El descubrimiento de esos escritos hizo que fuera aún más difícil calibrar el legado de Lichtenberg, donde casi ningún texto respondía a un género preciso. Dieterich encomendó la tarea de selección a Ludwig Christian Lichtenberg, hermano de Georg Christoph, y a Friedrich Christian Kries, que había sido su alumno. En cinco años se publicaron nueve tomos de Escritos misceláneos [Vermischte Schriften]. Los compiladores dedicaron cuatro tomos a los textos científicos, aún deslumbrados por las “figuras” del profesor de física de Gotinga. Sin embargo en 1806, cuando se concluyó la edición de los Escritos misceláneos, las enciclopedias empezaban a clasificar a Lichtenberg entre los filósofos y los escritores. Se había iniciado el viraje en la apreciación de su obra. En 1844 sus hijos decidieron hacer una edición que dejara fuera los textos estrictamente científicos, carentes de interés para el gran público y que ya no aportaban mucho a los especialistas. Esta segunda edición se concluyó en 1853.

En la primera mitad del siglo XIX gozó de un extraño prestigio para un autor poco leído. Con frecuencia, las revistas alemanas publicaban textos apócrifos que anunciaban como procedentes “del legado de Lichtenberg”. No era muy difícil descubrir las falsificaciones; lo realmente difícil era encontrar los verdaderos textos. Lichtenberg dejó sus manuscritos en total desorden y las ediciones de 1801 y 1844 no pudieron tomar en cuenta 11 cuadernos perdidos en los baúles de la familia. No fue sino hasta 1896 cuando se encontraron ocho de los 11 cuadernos extraviados, en la casa que los nietos de Lichtenberg tenían en Bremen.

Durante todo el siglo XIX se conoció un aspecto parcial de los cuadernos, y esto no sólo se debió al famoso extravío. Los editores habían escamoteado las opiniones “ofensivas”, “descaradas”, “poco juiciosas”. El original temperamento de Lichtenberg se suavizó durante 100 años. Sólo en 1971 se pudo disponer de una edición completa de los cuadernos.

Un ejemplo del conocimiento que se tenía de Lichtenberg en el siglo XIX lo ofrece la Real enciclopedia alemana para los estratos cultos [Allgemeine deutsche Real-Encyklopädie für die gebildeten Stände], publicada en 1866. Se habla de su joroba, de sus experimentos con la electricidad y de los textos satíricos que publicó en el Almanaque de Gotinga. De los cuadernos, ni una palabra. El Lichtenberg más radical e interesante era conocido por unos cuantos iniciados. Como sugiere acertadamente Promies, siguió enseñando ante 100 alumnos.

Lichtenberg llevó a cabo un proceso de reflexión tan personal que no pensó en publicarlo; así, no hizo revisiones sintácticas ni estilísticas; el obsesivo corrector de las pruebas de imprenta de los almanaques deja intactos los cuadernos, su sentido es otro.

El traductor se las tiene que ver con un magnífico estilo descuidado. Abundan las repeticiones, las faltas de concordancia, las alusiones a sucesos locales, las frases en clave para impedir que algún lector de Gotinga se entere de los pormenores de la vida privada, los pasajes oscuros rematados con la frase “yo me entiendo” y los desahogos contra los personajes detestables (por ejemplo, Lavater fue su bête noire de 1764 a 1779, año en que Zimmermann empezó a merecer el mismo encono).

Hay una palabra que debe ser analizada aparte; ciertos fragmentos llevan una acotación entre paréntesis: mejor. Lichtenberg dejó constancia de que muchas frases e ideas le parecían perfectibles. En su condición de azorado lector de sí mismo, no siempre disfrutaba con sus resultados, pero le hubiera parecido un error ético suprimir alguna parte de la experimentación. “En cierto sentido, todos los experimentos son monstruos”, decía Lichtenberg, a sabiendas de que si los “pulía” dejaría de ser fiel a su irrestricto proceso de autoconocimiento.

Los cuadernos eran borradores. Lichtenberg jamás hubiera dado el nombre de “aforismos” a sus ideas en proceso. En sus cuadernos sólo usó dos veces la palabra y no en relación a sí mismo. Tampoco recurrieron a ella sus editores de 1801-1806 ni los de 1844-1853. Un aforismo es, en opinión del doctor Johnson, “una máxima, un precepto sintetizado en una frase breve”. John Gross señala en el prefacio a The Oxford Book of Aphorisms que una máxima sólo se distingue de un aforismo por ser un pensamiento establecido; el aforismo es siempre disruptivo o, si se quiere, es una máxima subvertida. Nada de esto embona del todo con lo que Lichtenberg hizo en sus cuadernos. Aunque sí escribió algunos aforismos, sus anotaciones rara vez procuran condensar algo, la brevedad se debe a que son textos truncos, incompletos. Quizá a Lichtenberg le gustaría una explicación física: los aforismos están animados por energía centrípeta, los fragmentos por energía centrífuga.

Como quiera que sea, decenas de antologías en diversos idiomas reúnen el contenido de los cuadernos bajo el nombre de Aforismos. El título, aunque inexacto, es ya inseparable de Lichtenberg.

GOETHE, KANT, SCHOPENHAUER

“Lichtenberg cava más hondo que ningún otro y no vuelve a la superficie. Sólo quien cava hondo lo puede escuchar”, ha dicho Karl Kraus. A fines del siglo XVIII y principios del XIX Lichtenberg contó con notables excavadores.

Su relación con Goethe es interesante, en primera instancia, por difícil. Lichtenberg despreciaba el efectismo del Werther y no tenía ilusión de acercarse al Fénix de Weimar. Goethe, en cambio, estaba fuertemente impresionado por las Cartas de Inglaterra; fue él quien buscó a Lichtenberg; lo visitó en 1783 y le pidió que revisara su Teoría de los colores.

Lichtenberg no tenía nada contra los diletantes; al contrario, apreciaba a la gente que se interesaba en la ciencia sin afán profesional, pero Goethe estaba demasiado seguro de sus proteicas cualidades como para presentar sus tentativas científicas en plan de aficionado. Lichtenberg le escribió una amable carta donde le dio a entender que su teoría era un ejercicio de futilidad. Más tarde, Goethe le envió su Wilhelm Meister. La respuesta de su lector en Gotinga no fue mucho más entusiasta. Por su parte, Goethe tampoco celebró La explicación detallada de los grabados de Hogarth. Lo más significativo de esta amistad es que nunca estuvo exenta de ásperas críticas. Lichtenberg se burlaba de los dramas ampulosos, esa compleja manera de llegar al aburrimiento; Goethe desconfiaba del pensador sin sistema, del escritor que había escamoteado La Obra y estaba dispuesto a sucumbir ante cualquier frivolidad. Duelo insólito, este juego de cartas es un recíproco homenaje al inteligente ataque del adversario. En 1837, después de leer los Escritos misceláneos, Goethe escribió: “Los textos de Lichtenberg pueden ser usados como una maravillosa varita mágica: donde hace una broma hay un problema oculto”.

La correspondencia con Kant también fue bastante activa. Lichtenberg era un cruzado de la claridad y la precisión; las ideas kantianas le parecieron tan poderosas que casi pasó por alto el abstruso estilo literario en que eran comunicadas. Sin embargo, por mucho que admirara la ciudadela kantiana, se atrevió a dar las primeras paletadas para abrirle un túnel secreto.

Lichtenberg nunca aceptó la concepción de la ética como un problema puramente formal. Para Kant, un acto moral debe ser universalizable, responder a normas válidas para todos, y como estas normas sólo se pueden estipular por vía de la razón, el principio de la ética se convierte en una máxima desprovista de contenido empírico sensible; así, la moral se subordina al deber, a la observación de la ley. Lichtenberg, en cambio, piensa que la moral no puede rehuir a la intuición sensible: el conocimiento pasa por la emoción. Un acto sólo es moral si entraña una convicción personal, si responde a la voluntad. Cada acto volitivo individual contiene un germen de la voluntad general, divina. El Dios de Lichtenberg no es otro que el de Spinoza, idéntico a la naturaleza. Así, la moral personal lleva a la moral de Dios, objetivada en la naturaleza.

Pocos filósofos han sido tan celebrados en su tiempo como Kant. De todas las universidades salían peregrinaciones hacia el oriente de Europa, hacia el inmóvil sol de Königsberg. Algunos, como Fichte, tuvieron la mala fortuna de ver al maestro más tiempo dormido que despierto. De cualquier forma era el pensador eminente de Europa, la infaltable estatua en el centro de la plaza. Que alguien desprovisto de todo sistema filosófico criticara a Kant equivalía a que un borracho pusiera una botella vacía en la mano extendida de la estatua.

Las cartas entre pensadores suelen ser inteligentes muestras de simetría. Goethe se cuidó de alternar el respeto con el recelo de acuerdo con la temperatura que le llegaba de Gotinga. Kant reflejó en sus misivas la admiración que Lichtenberg sentía por él. Cuando recibió el texto sobre Hogarth mencionó la “sagacidad intelectual”, el “humor insuperable” y otras virtudes del “excelente Lichtenberg”.

Para Kant el profesor de física era algo más que un espíritu ingenioso. En su Opus postumum, Lichtenberg es el cuarto autor más citado, siendo sólo precedido por Newton, Spinoza y Huygens.

El Opus postumum prefigura la técnica joyceana del stream of consciousness:

Los ojos de basilisco (de los príncipes), cuya mirada no puede soportar el ciudadano. Oxigeneidad, desoxigeneidad e hidrogeneidad. Neutralización. La luz del Sol en estado indiviso […]. Una botella de cacavello del señor Jacobi, con una nota pegada, fue empezada ayer, lunes 27 de julio […]. La electricidad del aire ha echado al suelo mi sistema nervioso; tengo, con todo, esperanzas en la contrarrevolución, dado el [periodo] bianual de la matanza de gatos.

Aunque la obra está escrita como una libre asociación de ideas, queda claro que Kant revalora el monismo de Spinoza (“el espíritu del hombre es el Dios de Spinoza”), gracias a la sugerencia de su corresponsal en Gotinga. Los jirones de pensamiento del Opus postumum impiden sacar conclusiones filosóficas definitivas. De cualquier forma, el tardío acercamiento a Spinoza revela la influencia de Lichtenberg en el filósofo más importante de su tiempo. Kant pasó buena parte de su vida enviando deportados a la Siberia del espíritu: la Metafísica. Spinoza no hubiera salido de ahí de no ser por Lichtenberg; Kant incluso lo llamaba “el Spinoza de Lichtenberg”.

En 1818 el nombre de Lichtenberg se incorporó a una obra más duradera que los almanaques que publicó en vida y las primeras ediciones de sus aforismos: El mundo como voluntad y representación de Arthur Schopenhauer.

Enemigo de cualquier distracción que implicara a la vida real, Schopenhauer sólo existió entre sus libros. Este cultísimo misántropo habló como un igual con los mejores muertos y fue uno de los más atentos lectores de la primera edición de los Escritos misceláneos. Aunque sería aventurado considerar a Lichtenberg como un afluente sin el cual no existiría el caudaloso pensamiento de Schopenhauer, es innegable que contribuyó a determinar su curso.

El solitario Schopenhauer quiso que el universo entrara sin pérdida en su obra. Lichtenberg prefería reinventar su manera de rasurarse que ensayar un sistema del cosmos. Con todo, muchas de sus ideas están presentes en El mundo como voluntad y representación. Esto no siempre es evidente, pues Schopenhauer lo cita de manera ancilar, más como una digresión de su teoría que como un sustento de la misma (por ejemplo, para especular sobre la relación entre la inteligencia y la tolerancia al ruido).

Las nociones de “voluntad” y “representación” son las coordenadas que rigen los comentarios filosóficos de Lichtenberg. Aunque se trata de ideas sueltas, que sólo se articulan al apoyarse en teorías prestadas (de Spinoza y Kant), son perfectamente compatibles con el pensamiento de Schopenhauer. Tal vez el autor de El mundo como voluntad y representación decidió no citarlo en la parte medular de su obra porque juzgó que los Escritos misceláneos carecían de autoridad filosófica.

Lichtenberg decía que si los países llevaran el nombre de la primera palabra que llama la atención a los extranjeros, Inglaterra se llamaría damn it. En tal caso, Alemania se llamaría kolossal. Lichtenberg se concentró en minucias en un país donde lo bueno siempre es atribuible a un coloso. La obra de Schopenhauer, desmesurada como el cosmos, no hubiera perdido nada al reconocer que cierto paisaje había sido visto desde la ventana de Lichtenberg, pero su autor no pensó lo mismo; el director de una reforzada orquesta wagneriana rara vez hace que un flautista se levante a recibir una ovación.

Ignoro si hay un estudio que compare el estilo literario de Schopenhauer con el de Lichtenberg. En este terreno la influencia de los Escritos misceláneos parece más segura. Después de Kant, las argumentaciones oscuras gozaban de especial prestigio, eran admirables por incomprensibles: “si no lo entiendo es porque la inteligencia del autor me excede sobremanera”. Schopenhauer se opone a esta moda de lo impenetrable, tiene sentido del humor, un lenguaje de una llana elegancia y una vistosa habilidad para razonar a través de imágenes y ejemplos cotidianos. Pero en las recias paredes de El mundo como voluntad y representación hay fisuras por donde se cuela la luz que viene de otro lado.

LICHTENBERG: Debemos pensar que todo tiene una causa; es como la araña que teje la tela para apresar a la mosca: lo hace aun antes de saber que en el mundo hay moscas.

SCHOPENHAUER: La araña no tiene la menor representación de la presa para la que teje su tela.

LICHTENBERG: Mi cuerpo es la parte del mundo que mis pensamientos pueden cambiar.

SCHOPENHAUER: El cuerpo no es otra cosa que la voluntad objetivada.

LICHTENBERG: Realmente hay quienes leen sólo para no pensar.

SCHOPENHAUER. El afán de lectura es una especie de fuga vacui debida a la falta de ideas propias.

LICHTENBERG: Muchos hallazgos poéticos singulares, incluida la idealización de la mujer, tienen su origen en el instinto sexual.

SCHOPENHAUER: El amor, así se presente en forma etérea e idealizada, tiene su origen en el instinto sexual.

LICHTENBERG: Mientras más diversos son los acontecimientos, más rápido transcurren los días; sin embargo, el recuerdo del pasado, la suma de esos días, dura mucho más. En cambio, mientras más uniformes son las ocupaciones, más largos se vuelven los días y más breve el pasado o la suma de los días.

SCHOPENHAUER: Cuando empleamos nuestras horas agradablemente, transcurren más de prisa; pero cuando éstas son tristes se deslizan con mayor lentitud […]; por otro lado, casi no tenemos noción del pasado cuando éste es aburrido y en cambio lo tenemos presente cuando es entretenido.

COMENTARISTAS EXCESIVOS

A fines del siglo XIX Nietzsche, que sólo hablaba en tono enfático, dijo que Lichtenberg había escrito una de las cuatro obras “rescatables” de la literatura alemana. Esta frase fue atendida por muchos escritores, algunos de los cuales odiaban a Nietzsche, pero no por la mayoría de los lectores. En 1904, en una entrevista con Ganz, Tolstói declaró: “no comprendo cómo los alemanes de hoy descuidan a este escritor [Lichtenberg] y en cambio enloquecen con un folletinista coqueto como Nietzsche”.

Finalmente, en el siglo XX Lichtenberg se convirtió en un curioso “hallazgo” de la crítica. Después de haber sido relegado a la oscuridad durante casi 200 años la Academia se empeñó en iluminarlo, en ocasiones con una luz tan cegadora como la penumbra. Así, a medida que surgieron nuevas escuelas de pensamiento se convirtió en “precursor” del positivismo lógico, el neopositivismo, la filosofía del lenguaje, el psicoanálisis, el surrealismo, el existencialismo, etcétera.

Lichtenberg anticipa muchas ideas de nuestro tiempo (Jele ´nski lo considera, con justicia, habitante honorario de la década de los sesenta del siglo XX); sin embargo, nada empobrece más el estudio de su obra que verlo sólo como precursor de otros movimientos culturales. Esto le sucede a Albert Béguin en su libro El alma romántica y el sueño, quien le rinde un extravagante homenaje: lo incorpora al romanticismo, un movimiento literario al que no pertenecía, y se ocupa exclusivamente de los textos que de algún modo prefiguran las exaltadas visiones de Hoffmann, Brentano, Kleist y los otros. En esta perspectiva, Lichtenberg aparece como un aprendiz de romántico, un visionario al que le faltó su copa de elíxir para ser intenso.

Béguin busca a un autor romántico y, naturalmente, no encuentra muchas cosas. Otros encuentran demasiadas. Anacleto Verrecchia, por ejemplo, considera que los aforismos que versan sobre la metempsicosis, la muerte y los animales bastan para establecer una conexión entre Lichtenberg y el budismo. Seguramente, la interpretación de Verrecchia viene de su lectura de Schopenhauer, quien sí frecuentó los Vedas y las Upanishads. En el caso de Lichtenberg no hay la menor prueba de filiación budista, aunque siempre se puede pensar que su afición al jabalí es una velada alusión a uno de los avatares o encarnaciones de Vishnu. Ironía de los tiempos: Schopenhauer influye en Lichtenberg.

EL MÉTODO

La aproximación a Lichtenberg debe ser más tranquila. En los “cuadernos de saldos” hay un método de pensamiento, pero ninguna doctrina. El lector se enfrenta a un temperamento intelectual, no a un sistema.

Para Lichtenberg el lenguaje sólo se conoce a través de sí mismo. El escritor está condenado a usar herramientas imperfectas: la crítica del lenguaje se ejerce con un lenguaje criticable.

El autor de los Aforismos no sólo es enemigo de las teorías omnicomprensivas, también de las afirmaciones categóricas. Sus frases están salpicadas de “tal vez”, “probablemente”, “acaso”, “con frecuencia” y las más prudentes formas del subjuntivo [konjunktiv] (según algunos gramáticos, los elaborados subjuntivos de Robert Musil revelan la influencia de Lichtenberg). La duda se convierte en otro nombre del rigor: “Es un error enorme no querer dudar en asuntos del conocimiento; quien empieza con certidumbres, acabará con dudas”. Buena parte de sus ideas están formuladas como preguntas. El escritor es ante todo un interrogador que sólo dispone de un recurso autoritario: obligar al lenguaje a que suelte sus palabras.

¿Cuál es su método de interrogar? En primer término, cree en la asociación. Un texto es un lugar de coincidencia, un cruce de caminos que es más interesante mientras más lejanos son los puntos de partida. La literatura no depende de prenociones; se produce en la página. El escritor inquiere, la respuesta es literatura. Sin embargo, Lichtenberg se resiste a ser un médium grafómano: la escritura automática le parece pésima literatura; pensar y escribir son términos consanguíneos, pero no idénticos. Los verdaderos hallazgos literarios tienen tanto que ver con el inconsciente como con el consciente. La página es el misterioso lugar de choque.

Así, Lichtenberg busca combinar las áreas controladas y las no controladas de su mente. Para lograrlo es necesario hacer caso omiso de las frases hechas, las ideas preconcebidas, el gusto de los lectores, las exigencias de los géneros literarios. En su continuo afán de renovar sus puntos de vista registra con toda libertad sueños, palabras asociadas de manera rítmica o sensible, recuerdos, intuiciones, y los hace intervenir con su razón, no para “explicarlos” sino para potenciarlos, para profundizar en ellos por su propia vía. “Acostumbro anotar mis pensamientos, no para fijarlos, sino para probar si se relacionan”. Esta tentativa supone, necesariamente, la intervención del azar. Escribir es “tirar los dados”, buscar relaciones fortuitas entre las palabras. Si el texto no dice nada al margen de su autor, hay que darle un último toque: quemarlo.

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