Ada

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Estos pensamientos decidieron a Miraya a convertirse en aposentador e intendente de los enamorados. A propósito hizo las cosas en grande: no sólo pagó por la villa Ercolani, sin regatear, lo que le pidieron, sino que buscó para Felipe María un servicio digno de las ínfulas de príncipe, y montó cuadras y cocheras, aprovechando las lecciones de Dauff, con regia esplendidez. Entre la servidumbre colocó a dos dacios de toda su confianza: uno en funciones de cochero, otro en las de mayordomo o despensero, que tenía bajo su vigilancia al jefe y a los pinches. La instalación era fastuosa hasta rayar en insensata, pero Felipe María, con el engreimiento del amor, que hace olvidar las consideraciones del orden práctico, lo aprobó todo, todo lo encontró de perlas, y, sin rechistar, dio a Miraya letras contra su banquero en París, ordenando además a este que abriese crédito en Mónaco, a fin de no tener ni la molestia de escribir pidiendo remesas de fondos cuando hiciesen falta.

Así se establecieron los enamorados en la Ercolani. A ciertas horas del día, sobre todo en las primeras de la mañana y en las que preceden a la puesta del sol, la poesía de la Ercolani era indecible. Antes que el sol picase fuerte, la frescura y pureza del aire, aliento vital de la madre Venus, blando céfiro que sale de un baño de rocío sacudiendo las alitas, prestaba tonos rosados a las estelas de alabastro y a los bustos de mármol, y recordaba la serenidad luminosa de la atmósfera ateniense, que, según dicen, parece manar leche y miel. A medio día los fragmentos antiguos, caldeados y como estremecidos por el sol, halagados por los efluvios de amor esparcidos en el ambiente, revivían una vida singular, y las ninfas sonreían a los nervudos faunos, y los amorcillos tenían en sus pedestales actitud de impaciencia, ansiosos de volar, de beber la cálida atmósfera y la esencia de las rosas, violentamente profanadas por abejas y moscardones. A la tarde, con las primeras y refrigerantes brisas del mar, que subían impregnándose de resina en el verdiazul ramaje de los pinos, los mármoles se diría que reposaban, que se preparaban a disfrutar el sosiego de la noche, envueltos en aquel hálito suave y vivificador. Lo único que contrastaba con el helenismo de los mármoles, era una nota modernista, el aroma de gardenia que exhalaban los macizos de los jardines tapizados, a pesar del escocés, de plantas y flores desconocidos en la antigua Grecia.

La esplendorosa luna de miel de Rosario y Felipe lucía mejor sobre el fondo de arte y naturaleza que la Ercolani le prestaba. No sospecharía el maniático que la creación de sus antojos iban a aprovecharla dos seres que, al encontrarse allí, en los primeros instantes, creyeron haber descubierto el paraíso. Suele decirse comúnmente que el amor lo transforma y encanta todo, y puede convertir un tugurio o zaquizamí en palacio de domados camarines; y será verdad tratándose de gente sencilla, que no ha refinado las necesidades de la vida y no ha exaltado la imaginación con lo que más la enciende y solivianta, que es el arte; pero a los que tienen muy cultivada la sensibilidad artística; a los que siempre han vivido con lujo y llenos de requilorios, no les puede bastar una cabaña y un trozo de negro pan, así lo sazonen y condimenten todas las alegrías amorosas del mundo.

Por lo mismo que Rosario y Felipe -cada uno de ellos obedeciendo a distintos móviles, que producían el mismo resultado- se habían abrazado a aquella felicidad con el ímpetu del que quiere olvidarlo todo, con el arrebato del que cierra los ojos y, se lanza a un precipicio vestido de flores, y en cuyo fondo resuena misteriosa música, el contraste de un sitio feo, triste, incómodo, les hubiese impuesto lo que evitaban y temían: la realidad. En ciertos espíritus de gran cultura estética -ya que no moral- el ardor está cuajado de exquisiteces, de finuras idealistas, y pide condiciones donde lucir libremente su gallardía y belleza propia, sin que lo sujeten prosaicas ligaduras. En la Ercolani encontraron los dos enamorados esta idealización casi sobrenatural. Como niños a quienes presentan el apetecido juguete, batieron palmas transportados de gozo, cuando recorrieron por primera vez aquel albergue incomparable. La risa, dulce compañera de las tranquilas horas del amor satisfecho, les asaltaba al registrar el pasticcio del escocés, y al creerse, por momentos, trasladados a los tiempos de Horacio y Lidia.

Reíanse de los anacronismos que tanto habían desesperado al hipocondriaco magnate. Les hacía prorrumpir en festivas exclamaciones cada disonancia que advertían; una carretela descubierta -que por las tardes les llevaba a Rocabruna o les paseaba a orillas del mar, donde los grandes pinos, quitasoles de abiertas ramas, avanzaban atrevidamente sobre los peñascos debía ser, ¡quién lo duda!, una biga romana; y la bonita y ligera falúa -que tripulaban dos marineros corsos- una birreme con cordaje de seda y velas de púrpura. En ciertos sitios de la villa -por ejemplo el rincón de una de las terrazas, donde un bosquecillo de mirto y rosas servía de asilo a la Venus mutilada, admirable fragmento de una belleza que sorprendía a los artistas-, por momentos Rosario, que tenía imaginación más virgen y ardorosa que la de Felipe, se creía realmente fuera de la vida actual, en las edades en que se vivía para la felicidad breve, deshojada como la flor que a la mañana despliega su broche y a la tarde cae mustia y triste, aunque perfumada todavía y con restos de su prístina hermosura. Y de este recuerdo pagano nació en Rosario la primer fugitiva ráfaga de melancolía, esa melancolía sin fundado motivo que, como la risa involuntaria, acompaña a la excesiva ventura, abrumadora para el mortal. Pero con un esfuerzo ligerísimo disipó la pequeña nube. Era preciso no pensar sino en lo presente.

Arte supremo, en el cual consiste tal vez el secreto de la dicha, el de echar a un lado todo género de preocupaciones cuando se presenta un momento de los que en la vida son excepcionales y únicos. Ni Rosario ni Felipe calculaban: obedecían al instinto no queriendo saber si había algo fuera de la Ercolani. La villa podía pasar muy bien por uno de esos jardines mitológicos en que se pierde el sentido. Todo era allí cómplice de la enajenación y la embriaguez amorosa. Aquellos mármoles de Paros y de Samos tenían el clásico impudor y la fiebre de vida que animaban a las generaciones que los crearon. Su vaga sonrisa, la eterna torsión de su cuerpo, aconsejaban el olvido de las penas, de la vejez y de la muerte. Ni la naturaleza ni los complacientes mármoles dirigían a Rosario ninguna severa advertencia. En la Ercolani, el escocés se había guardado bien de colocar imágenes cristianas; allí los númenes eran Venus y las Ninfas; y la fe de española de Rosario se adormecía en su abrasado corazón. Ella y Felipe sentían que el arte es paganismo, al pie de aquellas Ninfas incitadoras que reían de gozo al verles pasar.

Nunca se levantaban a hora fija: las lunas de miel son enemigas del método. Había mañanas en que se despertaban muy tarde, agobiados de pereza y languidez, y otras en que el hervor de la sangre juvenil y la inquietud de la dicha ansiosa de adquirir conciencia de sí propia les movían a madrugar. Rosario era quien generalmente llamaba a la puerta del cuarto de Felipe, ya con traje de mañana, de blanca franela, armada de sombrilla y calzada de campo. Felipe se arreglaba a escape y salía a encontrarla bajo el pórtico, donde se doraban al vivo sol los robustos faunos y entreabrían sus labios de amante y pecadora piedra las Ninfas. Y corriendo como muchachos, ágiles, parlanchines, de bracero, subían a buscar la sombra del bosque, a tal hora animada con los gorjeos de las aves y las correrías de los insectos por el musgo de los troncos. Los cedros y los pinos derramaban bálsamo, y el olor de azahar de los limoneros, arrebatado por una brisa palpitante, sugería epitalamios. No hacía bastante calor para acogerse a la gruta, y sentados en un banco de piedra rojiza, traído de la famosa villa de Cicerón, hablaban o permanecían unidos y juntos, porque el silencio era tan hermoso como las palabras. Algunas veces llevaban consigo un libro, pero poco leían, porque el deseo de comunicarse lo leído era más fuerte que el afán de leer, y en realidad, si algo sacaban del libro, era pretexto para reanudar la conversación. En sus diálogos sólo discurrían acerca de lo presente: de lo venidero no se hablaba nunca, y respecto al pasado, no se nombraba a Viodal sino por alusión remota, y Felipe lo hacía con una especie de humorística y desdeñosa piedad, a lo cual tenía derecho, ya que Viodal por poco le cuesta la vida. Al leer no se asociaban: eran uno y otro demasiado refinados para no comprender que en la impresión que nos produce un poeta entra siempre algo de nosotros mismos, inefable, imposible de comunicar, tan imposible como que, a pesar de las desesperadas ansias del amor, un alma llegue a fundirse con otra alma. Los poetas verdaderos penetran en ese interior santuario donde ni el amor penetra, y hay que recibirles a solas. Es raro, además, que un mismo poeta logre, en momentos dados, conmover a dos almas. Cuando Rosario leía, era sólo por entregarse a igual ocupación que Felipe. Este, en cambio, buscaba en los poetas el reflejo de sus sensaciones y la armonía con el mundo exterior, y especialmente le deleitaba la lectura de Horacio:

 

Coge la flor que hoy nace alegre, ufana:

¡quién sabe si otra nacerá mañana!...

 

El afán de detener la dicha al vuelo, como se caza una mariposa, era lo que dominaba en Felipe. La convicción de que aquel celeste episodio no era eterno, ni aun duradero, prestaba a su sentimiento un ardor que a veces se parecía al frenesí; duplicaba la intensidad de su pasión y le despeñaba, por decirlo así, con los ojos cerrados, a un insondable golfo de ventura. ¿No acababa de ver de cerca el sepulcro? ¿No podría estar ahora ya disuelto, convertido en ceniza? Era pagano, pagano, y disfrutaba del instante fugaz...

Del bosque o de la playa no se retiraban hasta medio día. Entonces bajaban, saturado el pulmón de vivificantes brisas, el cuerpo restaurado con el ejercicio. Antes del almuerzo bañábanse en el mar. Rosario era gran nadadora, Felipe algo menos, pero ella le amaestraba y sostenía. Sencillo goce el de entregarse a aquellas olas azules tan limpias y tan apacibles como las de un lago, y ver los hermosos brazos de Rosario que las cortaban con elegante y rítmica precisión. Tranquilos, con la sangre fresca, subían a sentarse a la mesa del almuerzo, no sin que Rosario se vistiese uno de esos trajes de verano que son todo muselina y encajes. Tomaban el café en el pórtico, anacronismo del cual no se asustaban los latinos, que tampoco dejaban de gallardearse en sus pedestales cuando el humo del cigarro de Felipe -otra cosa bien ajena a los tiempos mitológicos- subía en espiral a envolver su eterna, su inmortal alegría...

En las horas de la siesta era cuando mejor saboreaban los dos el placer de verse juntos en la soledad. Sentían filtrarse por sus poros la molicie penetrante de aquel aire elástico y perfumado, olor de mar y de flores, y el goce de vivir como vivirían los semidioses, si les fuese dado elegir género de vida, y si descendiesen a la tierra en esta prosaica edad. Las delicadas manos de Rosario vagaban entre los rizos de Felipe, y al pasar cerca de los labios siempre recogían cosecha de caricias.

A las cinco tenían enganchado el coche, y o bajaban a Rocabruna, o recorrían la costa, por la cual serpeaba el camino tortuoso, en que, al través de los troncos y el ramaje horizontal de los grandes pinos, se veían jirones del azul del mar. A veces, en alguna playa solitaria, les esperaba un criado con cestillos de paja fina que contenían frutos, una botella de Ay, dos o tres exquisitas golosinas traídas de Mónaco. Y merendaban con expansión de chiquillos, cogiendo conchas, corriendo por la orilla, escondiéndose y traveseando. Otras veces salían a caballo: Rosario montaba sin miedo, y daba gusto verla derecha en la silla, con el magnífico rodete de su pelo recogido bajo el sombrerillo de fieltro a la tirolesa y el mórbido cuerpo modelado por el paño de su traje. El sano ejercicio aprovechaba a los enamorados y les evitaba esas crisis de abatimiento que a veces acompañan, en nuestra pobre naturaleza humana, a los derroches de fluido nervioso. Volvían a Ercolani cuando la luna plateaba el mar; cuando a lo lejos la iluminación de la ciudad se reflejaba como una torre de fuego en las serenas olas; cuando el aire, tibio aún del calor solar, adquiría la grata frescura nocturna; y su dicha, más recogida y misteriosa en aquella calma, adquiría la deliciosa vaguedad de un sueño. Tal era realmente la impresión de Rosario: creer soñar. La chilena se dejaba mecer por esta idea seductora: que estaba soñando, y que el aire que respiraba no era de aquí, sino de otro mundo mejor, más bello y apacible.

Lo externo, en la existencia de Felipe y Rosario, podría causar envidia a los monarcas en su trono. La vida del hombre encierra pocos momentos así, y deben estimarse y, tasarse en todo su precio. Sin embargo, nada valdría el espectáculo de los jardines de Ercolani, testigos de aquel idilio soñado, si no lo iluminase la luz interior. Un fondo de paisaje encuadra poéticamente, realza y avalora la felicidad, pero no puede crearla. Más que el panorama, nos importa lo que piensan, lo que meditan, lo que ven en el porvenir los dos enajenados amantes.

Uno de los desalientos que postran al amor y cortan sus vuelos en busca de lo infinito, es el convencimiento de que las mismas impresiones resuenan de un modo diferente en cada alma, puesto que las almas rara vez vibran al unísono. Si por fortuna llega a producirse esta unidad de vibración, el resultado es una ventura tan profunda y completa, que apenas puede resistirse. Pero estos instantes son contados. Bien sabe el enamorado lo que se hace cuando aspira, como al bien más grande que existe en la tierra, a salir de sí mismo, a abandonar su conciencia y su yo, a disolver su alma en otra alma; huir de sí mismo es huir del más negro calabozo, y entrar en un espíritu que ama es cruzar las puertas de la gloria. Por eso Felipe María, en las horas de intimidad, en esos instantes en que el corazón se derrama porque rebosa, solía murmurar bajito al oído de su amada: «No soy Felipe, nena... Soy Rosario, ¿entiendes? Soy tú..., y tú eres yo, yo mismo».

Apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando a manera de esbirros que salen a capturar al prisionero que se evade, o a guisa de canes que persiguen al esclavo fugado y oculto en la espesura, venían los pensamientos de Felipe a romper el encanto, volviéndole a la realidad. No, él no era Rosario, y de sobra lo comprendía al mismo punto en que, apretando contra su pecho la cabeza seductora de la sobrina de Viodal, deseaba con deseo agudo, casi rabioso, incorporar a su espíritu aquel espíritu joven, vibrante de pasión y de ilusión. Si alguna vez consigue el amor realizar ese anhelo elevado y puro de la mezcla de las almas, es por el único medio de la unión completa, definitiva e irrevocable de la vida y del destino. Sólo el convencimiento de que otro ser está allí para acompañarnos hasta el trance de la muerte, sin separación posible, más que la separación fatal que también aparta el alma del cuerpo donde habitó, puede hacer que en cierto modo, y con ayuda de una atracción vehemente y perseverante, moral y física, se realice ese fenómeno en que acaso consiste toda la beatitud posible en lo humano: el no sentir aislada el alma, el poseer un alma doble. Y Felipe María, al comprenderlo así, sufrió dos o tres veces impulsos irresistibles de decir a Rosario -y se lo dijo:

-¿Por qué no nos casamos, gloria mía?

Al oír la proposición, una ráfaga de contento iluminaba los ojos negros de la chilena; pero con negación enérgica, reiterada, movía la cabeza vivamente.

Apenas soltaba la frase, Felipe sentía, allá en su interior, algo que no se arrepentía y protestaba. No sabría decir qué, pero era algo. Y ese algo maldito, ese algo personalísimo de Felipe y ajeno por completo a Rosario, determinaba en Felipe una reacción involuntaria, indefinible y vergonzosa, en que entraba como elemento esencial esta idea: «Tanto mejor... Ella te quiere... la tienes aquí, contigo, a tu lado... y eres libre, libre... ¿Quién te impide prolongar esta situación cuanto te plazca? Y si te empeñas, después...».

El después -el enemigo del amor, el garfio que rompe la tela de la intimidad moral- se presentaba ante Felipe María bajo forma de un porvenir de ilimitadas perspectivas, no precisamente felices, sino grandes, hondas como la sima de la ambición, a cuyos bordes solía creerse situado, y donde poco a poco se veía caer, como aquel a quien un vértigo arrastra y a quien llaman voces que le fascinan. Si a ratos deseaba y conseguía olvidar que existiese nada más allá de la villa Ercolani, a poco reaparecía la realidad delatada por algún pormenor insignificante, donde encontraba Felipe señal evidente de aquel inevitable dualismo: porque ese pormenor, que en él despertaba extraña excitación, picante y fuerte como la del peligro, en Rosario causaba otra un presión contraria: un momentáneo abatimiento, indicios de pasión de ánimo, seguidos de una exaltación vehemente en las manifestaciones del cariño, como si previendo el fin de sus amores tratase de aprovechar los instantes que la suerte la otorgaba, fuesen largos o cortos. El fondo doloroso de aquella situación era que los dos amantes sabían -sin decírselo ni a sí mismos- que su convivencia tenía un desenlace previsto, seguro, que toda su voluntad no podría evitar. Si Rosario exigiese de Felipe una unión eterna, y aun sin exigirla, con sólo admitirla, conjuraba el peligro. Pero antes de aceptar tal solución, Rosario era capaz de arrojarse al golfo desde uno de los promontorios donde, sentados sobre una roca, habían pasado ella y Felipe ratos inolvidables.

Pequeñas circunstancias eran a veces la gotita de agua helada que produce el estremecimiento y despierta del éxtasis. Desde su herida, desde que su nombre había empezado a rodar por la prensa y su retrato a figurar en las publicaciones ilustradas, Felipe María recibía muchas cartas -adhesiones, ofrecimientos de servicios, respetuosos saludos de personajes del partido felipista-. Los primeros días, el correo se hacinó sobre el mueble escritorio, sin que Felipe se acordase de mirarlo siquiera. Rosario, al entrar por las mañanas en la habitación de Felipe, miraba disimuladamente la torre de cartas, y una candorosa alegría se pintaba en sus ojos cuando advertía que no habían sido abiertas, ni aún removidas. Un día notó que el montón tenía otra figura: sin duda Felipe lo había registrado. Al siguiente pudo observar pedazos de sobres en el cesto, y cartas abiertas bajo el prensapapeles. Poco después, hasta juraría que Felipe contestaba a alguna de las misivas, y que la respuesta era llevada a Rocabruna por el cochero lacio, en una de esas excursiones que hacen los criados, no con encargo de secreto, pero con especial comisión de sus amos -un recado que es de uno particularmente, y no de otro, de los dos que viven juntos.

También desazonó a Rosario la prensa. Los periódicos, dacios y parisienses, llovían en la Ercolani. Felipe afectaba echarlos a un lado sin quitarles las fijas, pero a veces, como si le atrajesen, rondaba la famosa mesa de ancas de león, en que los colocaba el criado para recogerlos al día siguiente y hacerlos desaparecer de la vista. En realidad, el efecto que producían sobre el alma de Felipe los periódicos no era grato; el fruncimiento de cejas que determinaban en él no era una de esas dulces comedias que representa a veces el autor para engañarse a sí mismo; no una tierna hipocresía, ni una lisonja indirecta a Rosario; expresaba un verdadero sentimiento de repulsión y antipatía contra lo que significaban aquellos periódicos; la vida de afuera, que rompía el hechizo de la de adentro. Y sin embargo, Felipe seguía rondando la mesa, y se sentaba a veces en el sillón fronterizo, hasta que un día su mano, guiada por impulso involuntario, se tendió hacia la pirámide de periódicos, rompió algunas fajas, arrugó algunas hojas, y después se retiró, como desdeñando una atenta lectura. Pero era bastante: Rosario, que le espiaba ansiosamente, notó las fajas rotas y las hojas arrugadas. Hizo más: pasó a su vez la vista por aquellos diarios. Los dacios no los comprendía: ni aún siquiera podía descifrar los caracteres: sin embargo, su instinto adivinó repetido el nombre de Felipe en los indescifrables signos. En los franceses y en alguno inglés encontró sueltos donde se hablaba del incremento del partido felipista, se aludía a la residencia en la Ercolani, al duelo, y a ella, a Rosario... Otro artículo grave estudiaba los proyectos de enlace albanés, ponía en las nubes la belleza y méritos de la joven princesa María Dorotea Electa, y comentaba las manifestaciones que en Dacia se habían realizado para demostrar la alegría con que el pueblo vería unidos por ese enlace, altamente político, dos países hermanos para quienes era una misma la causa nacional.

Por primera vez se dio cuenta Rosario de la magnitud y la extensión de su sacrificio. No había ilusión juvenil, no había engreimiento amoroso que pudiesen velar la perspectiva terrible y descarnada del porvenir. ¿Qué aguardaba Rosario? La soledad, el abandono... y algo todavía peor, cuya amargura había presentido, aunque no lo pudiese medir ni calcular exactamente, como no se miden ciertos dolores cuando no se han padecido todavía. Acudió a su memoria, quemante como una brasa, el recuerdo de Jorge Viodal, que por ella había sufrido esa tortura; y sintió una lástima que creía generosa y realmente era egoísta -porque se compadecía a sí misma, se veía ya dejada, desechada, sola, atravesando la vida como se atraviesa un desierto y abrasado arenal...

A la noche -la misma noche del día en que Rosario bebió el primer trago de acíbar en un periódico-, la atmósfera tenía tal pureza, brillaba la luna con claridad tan argentina, era ya tan templado el aire, que Felipe propuso un paseo por mar. Bajaron hasta la playa cogidos del brazo, silenciosos, como solían estarlo cuando más sentían viveza de afectos y plenitud de dicha o de ensueño que no se traduce en palabras. La falúa, tripulada por los dos marineros corsos, les esperaba ya, y en la popa estaban apilados los cojines que servían a Rosario de asiento, y otros que, echados en el fondo del barquito, permitían a Felipe María reclinarse y recostar la cabeza en las faldas de su amiga, pasando así horas de contemplación, en que le parecía que sus ideas se evaporaban y se iban desflecadas y disueltas como el humo de un cigarrillo turco que contiene opio; en que creía desnudarse de sí mismo, perder su cuerpo y no notar más que una sensación de blandura y suavidad y el deseo ele que tal estado durase eternamente.

Rosario saltó a la falúa, apoyándose en el brazo nervudo y moreno de Luigi, uno de los marineros, y al punto Felipe ocupó su sitio de costumbre, con la cabeza en la falda. Una mano de Rosario pendía y se bañaba en las olas, sobre las cuales derramaba sus aljófares la luna en fantásticos rieles; la otra, distraídamente, jugaba con el pelo de Felipe, con la lentitud y la calma de una caricia fraternal. No se oía más que el cadencioso y acompasado golpe de los remos, que de vez en cuando dejaban los marineros suspendidos en el aire, y entonces la embarcación, bogando suavemente sin casi avanzar, quedaba como suspendida y flotante sobre una sábana de viva plata. El agua batía mansamente los costados de la navecilla, y Felipe, con un movimiento de bienestar, ocultaba el rostro en el largo abrigo de paño que envolvía el cuerpo de la chilena, preservándolo de la humedad salitrosa. De pronto, creyó advertir que Rosario respiraba fuerte, que se precipitaba su aliento, como sucede a las personas afligidas y que se reprimen. Alzó la cabeza: era el punto, precisamente, en que la bajaba Rosario: sus rostros casi se encontraron, y Felipe María sintió caer sobre su mejilla una gota ardiente, que escaldaba y enfriaba a la vez... Y aquella gota no era del agua salada y fosfórica que alzaba el remo, ni del relente de la noche, cálida como de agosto. Felipe calló... No sabía qué decir; no acertaba a enjugar la lágrima de Rosario.

Al otro día -a la hora en que Rosario notaba en el espejo, sobre la seda fina de sus párpados morenos, la huella de aquella lágrima devoradora que Felipe no había intentado enjugar- entró la doncella trayendo el cesto lleno de rosas, entre las cuales acostumbraba el ama elegir la que era más de su agrado, para prenderla, con largo imperdible de perlas, entre los encajes de su traje de mañana; y al bajar el canastillo, del cual se exhalaba delicada esencia, dijo recelosamente:

-Señora... Hay visita.

-¿Visita? ¿Quién? -preguntaba Rosario, con un sobresalto natural. ¡Era tan extraño tener visita en Ercolani! Habían transcurrido tres o cuatro meses sin ver a nadie absolutamente...

-El señor de Miraya. Acaba de llegar. Está paseándose por las terrazas con el señor.

Rosario calló, pero se vio en el espejo pálida como un reo sentenciado. Tener visita era ya cortar la cadena, dorada y compacta, de las horas de amor; pero que esa visita fuese Miraya... ¡Miraya representaba lo que había de separarla de Felipe para siempre, con una separación peor que la de la tumba! Sus labios temblaron, y haciendo un esfuerzo penoso, murmuró, dirigiéndose a la doncella y quitando las horquillas de concha que sujetaban en desorden su abundante mata de pelo:

-Péiname, hija mía, al instante... Tengo que salir a recibir a ese caballero.

Mientras la doncella hincaba el peine en aquella crencha negra, perfumada y elástica, Rosario decía con sequedad violenta:

-Prepararás y arreglarás el cuarto que cae al jardín, aquel donde está el Baco de bronce... Que no falte nada; coloca lo preciso, ¿eh? Adolfo te ayudará; entiende más de cómo se puede alojar a un hombre. Que disponga Adolfo un baño. Te encargo mucho cuidado, y que la ropa de cama sea de la mejor que tenemos. ¡Ah! Y en vez de dos platos, que coloquen tres a la mesa...

Ya recogido el moño, que mordían y sujetaban peinecillos de diamantes, Rosario tendió la mano hacia la puerta del cuarto que servía de ropero.

-El traje de fular azul -exclamó.

La doncella la miró, no sin alguna extrañeza. Estaba acostumbrada a que Rosario, mitad por pereza americana, mitad por ese intimismo que caracteriza al amor dichoso, no se vistiese por las mañanas sino de trajes flojos y batas muy espumosas y chorreadas de encajes, muy engalanadas de cintas. El traje de fular azul era un correcto atavío propio para una excursión a Mónaco.

Sin embargo, la doncella obedeció, y abrocho con esfuerzo hasta el último corchete del traje y de su alto cuello, rígido, orlado por una austera golita blanca. Ataviada ya, púsose Rosario un sombrero de jardín, y preguntó a la doncella:

-¿Dices que están en las terrazas?

-Sí, señora... Por el bosque de mirtos los vi hace poco.

Derecha, resuelta, la chilena se dirigió al pórtico, y de allí a las terrazas, inundadas de sol.

Su pie ligero hacía crujir la arena, y el aire, moviendo su falda, modelaba su cuerpo airoso y de provocativas formas. Sin embargo, mirando un instante, sin querer, la silueta, sobre un espacio de arena lisa, creyó notar que su talle era menos elegante y juvenil, que había en él no sé qué alteración de líneas, disminución de gentileza... «Decaigo ya -pensó con amargura-. Dentro de poco Felipe sentirá como de hierro el lazo de flores... ¡Ah! ¡Que jamás llegue ese día; que mis ojos no lo vean! El recuerdo de Rosario ha de ser siempre para Felipe luminoso y bello como este verano paradisiaco, en esta quinta que parece un rincón del edén...».

El murmullo de la conversación de los dos hombres guió a Rosario al bosquete de rosales y mirtos, y a la sombra del alto templete, sentados en un banco, encontró al periodista y a Felipe, fumando y charlando mano a mano, con ese abandono que sólo se tiene cuando se habla de lo que interesa. El eco del paso vivo de la joven les llamó la atención, y el diálogo se interrumpió, como suele suceder cuando la conversación no debe oírla el que llega. Fue un movimiento de esos que crean una situación indefiniblemente embarazosa; Rosario, con su instinto fino y altivo, lo percibió instantáneamente y se mordió un poco el labio inferior: a pesar de lo prevenida que iba, se nubló su cara y sus pupilas desmayaron. Duró un instante: en seguirla se rehízo sin aparente violencia, y tendió, ancha y abierta, amistosa, la manita de marfil a Miraya, que la saludaba algo cohibido. En el mismo banco se sentó Rosario entre los dos, y dijo afablemente, como entrando en materia:

-Cuando quiera usted quitarse el polvo... (Miraya tenía, en efecto, una blanquecina capa de él sobre traje y sombrero, y es de suponer que también sobre la cara) tiene usted dispuesto, en su habitación, el baño...

Felipe miró a Rosario con sorpresa, y la chilena añadió:

-Supongo que el señor Miraya viene a pasar una temporada, o por lo menos unos días...

-Estoy en un hotel de Mónaco -respondió Miraya evasivamente, como el que aguarda a que insistan.

-Pues arregle usted su cuenta y quédese aquí -reiteró la chilena-. Es preciso, porque tenemos mucho que hablar; no crea usted que es sólo con Felipe con quien va usted a tratar de... nuestros negocios.

Una ojeada atónita de Felipe prestó ánimos a Rosario que prosiguió, hablando despacio y como quien sabe el efecto de las palabras, y acariciando la rosa que había tomado del canastillo:

-No valen los misterios, Miraya, y aunque usted crea que las mujeres no servimos para... opinar en cuestiones políticas, ¡bah!, algunas veces, cuando son negocios que nos interesan mucho, que nos llegan al alma, no debe despreciarse nuestro consejo... Usted me tiene por una criatura sencilla... o inútil... Ya verá si lo soy o no lo soy. Póngame a prueba. Y para que se convenza de que no me falta penetración, empiezo por decirle que ha hecho usted perfectamente en venir. Felipe se distraía: se olvidaba de que tiene en Dacia asuntos... Me alegro de que usted le despierte.

Miraya atendía, frunciendo el entrecejo con desconfianza. ¿Sería cierto? ¿Iba a encontrar una aliada en la misma mujer en quien veía el obstáculo y la rémora para el porvenir de la causa felipista? Parecíale demasiado bonito. ¿Sería un lazo, una artimaña, un medio hábil de desorientar y quedarse dueña del campo inspirando descuido? Pero los ojos magníficos y luminosos de Rosario, su tersa frente morena y pulida como el ágata, su boca entreabierta, respiraban sinceridad y buena fe, y hasta un extraño entusiasmo, una especie de transporte. «O es una gran cómica o realmente le importa la causa de Felipe», pensó Miraya, que, en voz alta, dijo con efusión:

-Ninguna aprobación, en este caso, puede agradarme y tranquilizar mi conciencia, indicándome que procedo bien, más que la de la señorita Rosario...

La palabra «señorita» cayó como un copo de nieve en medio de una atmósfera serena y templada... Rosario se sobresaltó, sin querer; Felipe tuvo una contracción de los músculos del rostro. Miraya, impávido, se volvió hacia Felipe y prosiguió:

-¿Lo ve Vuestra Alteza? Cuando yo le decía que mi consejo era el de todas las personas que le aman...

Sin dar tiempo a que Felipe se rehiciese, Rosario intervino, y declaró con convicción y seriedad:

-El que ame a Felipe María de Leonato no puede aconsejarle, no puede querer otra cosa sino que no arroje por la ventana, en un acceso de locura o por entregarse a una disculpable apatía, su porvenir y la gloria de Dacia, que son una misma cosa. Jamás hemos hablado de este problema el Príncipe y yo; pero tampoco la ocasión se había presentado: hoy que se presenta, celebro, Miraya, celebro mucho que usted sea testigo de mi modo de pensar, de lo que siempre repetiré al Príncipe...

-Rosario... -murmuró Felipe, cogiendo la mano de la chilena, que apretó la suya con energía.

-Felipe... -respondió ella, acostumbrada a esa dulce correspondencia del nombre de pila, que es una de las muletillas del amor-. No te había dicho nada... pero no creas, lo pensaba; sí, lo pensaba mil veces. Mientras pasamos aquí horas tan... tan tranquilas..., ¿qué sucederá por Dacia? Hoy, que ya estás bueno, fuerte, repuesto por completo... hoy, es preciso que mires hacia Oriente... hacia tu patria, hacia tu herencia.

-No hablemos de eso ahora, te lo suplico -declaró Felipe-. La mañana está hermosísima. Demos un paseo hacia el bosque, para abrir el apetito. Almorcemos alegremente después: Miraya trae un cargamento de anécdotas de París... y va a contárnoslas y a divertirnos mucho con ellas. Tiempo hay de hablar de cosas aburridas y serias, ya que la dueña de esta casa -y Felipe recalcó la expresión- ya que la dueña de esta casa tiene gusto en hospedarle a usted.

Miraya asintió, y poco a poco fueron ascendiendo por los senderos enarenados de los jardines hasta la villa, donde se provistaron de quitasoles. La corta subida al bosque era un ejercicio que aumentaba el buen sabor del almuerzo. Entre el silencio armonioso de los pinos y bajo la sombra embalsamada y transparente de los vetustos cedros, Miraya parecía una cotorra, un ave exótica, charloteando con buen humor y facundia inagotable. Rosario, ya serena y en apariencia alegre, le prestaba atención, y hasta aprobaba, y sonreía, y celebraba las oportunidades maliciosas; pero Felipe, sin esfuerzo alguno, se divertía y solazaba realmente, con la expansión del que privado hace tiempo de toda relación y contacto con la sociedad, de pronto vuelve a entrever su panorama de mil colores, y absorbe afanoso la bocanada de aire exterior. El comprobar esta disposición de ánimo de Felipe, acrecentó el oculto sufrimiento de Rosario. «No le bastaría estar siempre aquí, conmigo», pensó agobiada de pena. ¡A ella le bastaba! Los hombres son otra cosa», añadió para sí, acudiendo a esa distinción del modo de sentir en cada sexo, que es a la vez el triste consuelo y la desesperación incurable de las almas femeniles apasionadas y tiernas. «Los hombres necesitan el movimiento; la actividad es su vida... ¡Pobre Felipe!». Así Rosario le compadecía porque la estaba matando.

Entretanto seguía la charla de Miraya. Hablaba de la Actualité, de las aventuras y desventuras de Dauff, preso en las redes de cierta damita joven de los Bufos, la cual había conseguido del cronista una campaña de reclamos que desesperaba al director y hacía que se burlasen de él todos los redactores. Contó asimismo una cómica desdicha de Lapamelle: atraído una tarde a los bulevares exteriores por el aviso de que se vendía una interesantísima colección de estampas viejas, cayó en el garlito de unos ladronzuelos que le desvalijaron, le apalearon muy a su sabor, y por poco le asesinan. Salió también a relucir la última vuelta de la veleta de Loriesse, que ya no se entusiasmaba por el pintor español de asuntos decorativos y galantes, sino que andaba loco por un puntillista, cuyos retratos, como algunos de la vieja escuela holandesa, vistos con una lente descubrían el grano, las arrugas y, la complicada red del tejido epidérmico, gracias a una labor maniática y obstinada, realizada con pincelillos finos como puntas de aguja. «¡Ah, ese París! -exclamaba Miraya comentando el caso-. ¡Ese París! Todo el que tiene una idea, todo el que tiene una concepción cualquiera, buena o mala, extravagante o sencilla; arcaica o modernista, a París la trae, y al calor de París la incuba y la saca a luz, ¡y con esa luz se alumbra luego el mundo!». Estaba elocuente hablando de París, poniéndolo en las nubes, con entusiasmo sensual e intelectual, de hombre que en la fuerza de la edad pasa desde el ambiente letal y mustio de una ciudad dormilona, al ambiente saturado de efluvios de la capital cosmopolita. Olvidándose de lo tratado al principio de la entrevista, iba Miraya a pronunciar un ditirambo en favor de París, por lo que había contribuido a dar a conocer la causa felipista en Europa; pero una ojeada ligeramente autoritaria de Felipe María le detuvo a tiempo. Sin embargo a los pocos momentos, cometió otra imprudencia: recordó a Viodal, la venta y dispersión de los Cuatro elementos, y el voluntario confinamiento del pintor en las Baleares. Esta parte de la conversación tuvo la virtud de hacer que Rosario bajase los ojos, y un abatimiento profundo se reflejase en su cara. Era aquel recuerdo, apareciendo en tal instante, un puñal agudo que traspasaba el corazón de la chilena. Sus propios sufrimientos le daban a conocer los que había causado. Cuando Miraya, pasando rápidamente a otro asunto, trazó una caricatura de Yalomitsa, de sus botas rotas, su gabán grasiento, su miseria, desde la marcha de Felipe, Rosario exclamó:

-¡Pobre! Hay que escribirle que se venga.

Los días llevaba Miraya en la Ercolani, y todavía se guardaba la consigna de no hablar de política, cuando de mañana, al salir para fumar un cigarro en el pórtico, antes de resolverse a escribir su fondo para el periódico órgano de Stereadi, vio delante de sí a Rosario, que se cogió de su brazo con inusitada familiaridad.

-Vamos hasta la segunda terraza, a sentarnos a la sombra -le dijo con tono entre mandato y súplica.

-Vamos, señora -respondió Miraya inclinándose con una galantería que disimulaba mal la sorpresa y cierto recelo.

Era en la segunda terraza, donde mirtos y rosales en flor rodeaban una estatua de Venus, mutilada, pero de belleza sorprendente. Sentáronse bajo el templete, a cuya sombra transparente y dorada recordaba Rosario haber pasado horas plácidas que acaso no volverían nunca...

-¿Y... el Príncipe? -preguntó Miraya al ocupar, por indicación de la chilena, sitio en el banco de jaspe rojo.

-Su Alteza duerme todavía -respondió ella acentuando con firmeza el tratamiento-. Yo he sido más madrugadora, porque tenía que hablar con usted.

Miraya, a pesar de su verbosidad, calló y esperó. Parecíale que en aquella luminosa mañana, entre aquellos bosquetes salpicados de flor, se jugaban verdaderamente los destinos de la causa felipista. ¿Qué iba a decir la mujer amada? ¿Qué decreto pronunciaría su boca? ¿Qué pensaba? ¿Había sido sincera dos días antes?

Al cabo de una pausa, repitió Rosario:

-Tenía que hablar con usted porque es necesario que nos entendamos bien, que no incurramos en una equivocación funesta. Usted no está convencido de que yo quiero que Felipe... reine... o haga lo posible... por llegar a reinar. ¿No es eso?

-Señora... -exclamó Miraya apelando a la franqueza-. Es exacto... A pesar de sus hermosas palabras del otro día... no sería extraño que... Yo comprendo las leyes del corazón...

-¡Qué ha de comprender usted! -protestó con un matiz de mal disimulado desprecio Rosario-. ¡Qué ha de comprender! Si comprendiese... Si comprendiese, vería en mí la mejor aliada, la más segura.

Sintiose Miraya deslumbrado por un rayo de sol que entró en su espíritu, a la vez que en el lindo templete, acariciando las ramas de las enredaderas que trepaban por las columnas de alabastro amarillento. ¿Sería verdad? ¿Aquella mujer, tan interesada en alejar a Felipe del trono, le aproximaría a él? ¿Y por qué no? ¿Acaso no existe la abnegación, no existe el amor al sacrificio en el corazón de las mujeres que aman. ¿Y no podría ser también aquí la grosería moral de la naturaleza de Miraya volvía a sobreponerse-, no podría ser también que aquel propósito ocultase la ambición más vulgar y hasta la codicia más vil? ¿No podía soñar Rosario, retiro por retiro, el papel de favorita cesante, con una dotación magnífica y esos honores bastardos y equívocos que, sin embargo, halagan la mezquina vanidad -la vanidad humilde que se contenta con lo que la ofrecen-? En el pensamiento de Miraya revolviéronse mezcladas la admiración entusiasta y la sospecha afrentosa. «Tal vez es una heroína del amor... y tal vez una calculadora muy hábil. Bien conoce ella que no iba a ser eterno el idilio... entre otras razones porque Felipe, al paso que lleva desde que está con esta mocita, no tiene dinero ni para tres años... de lo cual me alegro, y con lo cual he contado al instalar la Ercolani... De fijo sospecha... y toma sus precauciones... ¡Ah... no me la pegan a mí tan fácilmente las gatitas!... En fin, sea por un motivo, sea por otro, lo que nos conviene es que adopte esta actitud... y que trabaje en pro de la causa...».

En voz alta, con tono vehemente y alarde de brusco respeto, dijo el periodista:

-Si usted nos ayuda, señora, nuestro es el triunfo... Hoy por hoy, lo único que podría perdernos sería su oposición de usted. Si usted no quisiese, no entraría aquí ni un soplo de aire que oliese a felipismo. ¿Por qué estoy yo en la Ercolani? Porque usted se digna tolerarlo. Pero hace usted bien. Yo la he presentido a usted; yo he comprendido perfectamente que los amigos de Felipe María de Dacia, en usted tenían que poner su esperanza, como la ponen los marinos en la Santísima Virgen. Y esto se lo voy a probar a usted con dos palabras... Verá usted... ¿Se acuerda de un anónimo que recibió por el correo interior... pocos días antes de... del desafío de Su Alteza?...

Vivo carmín tiñó un instante las pálidas mejillas de Rosario, y sus desmesurados ojos se clavaron con magnética fuerza en los de Miraya.

-¿Era de usted? -balbuceó.

-Mío. Haga usted memoria... Decía en substancia, no sé si con estas mismas palabras o con otras muy parecidas: «Si quiere usted de veras a Felipe María Leonato, no se case usted con él, y si no le quiere y es una ambiciosa, tampoco, pues casado con usted, jamás reinará».

-¡Era de usted! -repitió abismada la chilena.

-¿De quién había de ser? -exclamó con vehemencia Miraya-. ¿A quién, sino a mí, le importaba en París el destino del Príncipe heredero? Señora, usted cuya alma voy viendo que es tan varonil y grande; usted, cuyo padre sucumbió luchando por su patria, debe comprender muy bien lo que la patria significa... Dacia está a pique de convertirse en provincia de otra nación... señora, entiéndalo usted: ¡vamos a ser esclavos! Nuestro redentor, el hombre que puede levantar a la nación y despertar su conciencia, es Felipe María... El rey que representa su libertad y su vida, sólo lo puede recibir Dacia de esas manos. Míreme usted -continuó el periodista con un arranque oratorio que tenía algo de teatral y enfático, pero mucho de sublime-. ¿No ve usted cómo me domina esta emoción? ¡Casi lloro! ¡Se trata de la patria!

Los negros ojos de Rosario chispearon. Por fácil que fuese Miraya en admitir malignas suspicacias, su entendimiento, siempre muy superior a su sensibilidad, le guiaba en aquella ocasión, y reconocía que Rosario, a su apóstrofe, se conmovía de veras.

-Precisamente -dijo al fin la chilena, en voz quebrantada-, precisamente por eso, señor Miraya, he querido que hablemos, que nos unamos para la obra en que tengo más interés que usted mismo... más que nadie. No se trata de la patria: ¡se trata de Felipe! Y yo me ofrezco a hacer que prescinda de los escrúpulos que todavía no ha podido desechar, y se presente sin rebozo como aspirante al puesto que de derecho le corresponde.

-¡Ah! -exclamó Miraya-. ¡Eso, eso ante todo! Un acto ostensible del Príncipe, señora, y en una semana centuplica sus fuerzas y sus esperanzas el partido felipista. ¿No ve usted que el arma que esgrimen los enemigos, el gran recurso de que se valen, es propalar que el Príncipe se niega rotundamente a secundar los esfuerzos de sus fieles partidarios? Este rumor ha desalentado a casi todos... y puesto que usted se presenta animada de tan generosas intenciones, no vacilaré un punto en decirla toda la verdad. En Dacia se cree que... afectos profundos... e imposibles de desarraigar... se oponen a que Felipe María presente su candidatura. Sí, señora; suponen que el Príncipe, entre su corazón y sus derechos, opta por su corazón. Se cuenta que está fascinado, embelesado, como Ulises en la isla de Calipso... y que el resto del mundo ha desaparecido para él. Las contingencias de su candidatura al trono... parecen incompatibles con el hermoso sueño que el Príncipe sueña... Esto abate a nuestros amigos. Muchos, desmoralizados ya por el retraimiento de Felipe, se han pasado al partido del duque Aurelio y son sus más celosos agentes... ¿Qué quiere usted? El hombre es débil y medroso... Temen, el día de mañana, tener que sufrir represalias del Duque... En fin..., ¿quiere usted oír toda, toda la verdad? Pues el mismo Stereadi -el egregio Stereadi, el que me ha comisionado a mí para entenderme con el Príncipe, el que es allá la cabeza, el que arrastra a los apocados antiguos, y representa la fusión del orden con la libertad-, Stereadi, señora... ya empieza, ¿lo creerá usted?, a titubear... Le veo... y no le veo... El día menos pensado, tenemos cuarto de conversión... Una mañana recibo carta suya con instrucciones reservadísimas, y me ve usted desaparecer. ¡Adiós, felipismo!

-¡Pero eso sería una infamia! -protestó con anhelo Rosario-. ¡Abandonar a Felipe! No, eso no lo harán ustedes...

-¡La política no tiene entrañas, señora! El Príncipe es quien nos abandona a nosotros... ¡No podemos, como usted comprende, jugar en balde nuestra seguridad y nuestra vida! Por algo, por una probabilidad, sí la jugaríamos, y de buen grado; estamos resueltos... Pero, ¿no sería necedad insigne jugarla por quien rechaza hasta el holocausto? Héroes, mártires... ¡bueno! Necios, ¡nunca, señora!

-¡Miraya, eso no será! Ustedes no deben dejar a Felipe... Yo que le conozco, juro que en su ánimo... allá en el fondo de su corazón... está decidido a ir con ustedes... hasta donde haga falta. No: escriba usted a Stereadi, y asegúrele que Felipe hará muy pronto un acto público, una demostración de esas que no dejan lugar a duda, rotunda, terminante...

Miraya guardó estudiado silencio. Veía a Rosario comprometerse, y la abnegación de la chilena le saltaba a los ojos. Era uno de esos heroísmos secretos y pasivos de mujer enamorada, feliz al tenderse para servir de escabel al amado. En pocos momentos comprendió Miraya el dominio que las circunstancias le prestaban sobre el alma de Rosario, y hasta qué punto podía explotar ese dominio. Decidiose a dar un paso peligroso.

«Si resiste bien esta prueba, seguros podemos estar de la aliada», pensó, calculando qué profundidad iba a introducir el cuchillo. Y en voz alta, como hablando consigo mismo, murmuró:

-La gente de allá ha dado en desconfiar, y se necesitaría un golpe muy resonante para inflamar los ánimos otra vez... Lo único que les convencería...

Titubeó.

-Lo único... sí, lo único que considerarían positivo y directo... más que un manifiesto, más que un mensaje (lo cual, por otra parte, en vida del Rey sería impolítico en alto grado...).

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