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EN MI DESPACHO

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Como una loca gemí al sentir su boca en mis pechos, mordiéndome y chupeteándome sin ninguna consideración, excitándome cada vez más con su hábil lengua.

Y como una loca caí al suelo de rodillas, desabrochándole los vaqueros codiciosamente, imaginándome el suculento manjar que me esperaba en aquel bulto enorme. Entonces le bajé los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos y pude contemplar asombrada, el pene más magnífico que había visto en mi vida.

Alcé la vista unos segundos buscando sus ojos, como para pedirle permiso para probar aquel grandioso miembro que se alzaba frente a mi rostro. Él, con la respiración entrecortada, asintió varias veces con la cabeza dando su beneplácito.

Y en ese momento mi lengua pudo deleitarse acariciando el suave tacto de su glande rosado.

Afuera continuaba la fiesta, y el volumen de la música era tan alto que nadie podía escuchar los incesantes gemidos de mi amante, quien me sujetaba con fuerza la cabeza, mientras yo insistía una y otra vez en la imposible tarea de abarcar todo su pene con mi boca. Lo sentía caliente, enorme, a punto de reventar.

Súbitamente, me agarró por los hombros obligándome a ponerme de pie y me tumbó sobre la mesa en la que había estado apoyado.

Volví a sentir su boca en la mía mientras metía su mano entre mis piernas por debajo de la falda, empapándose en mí al tocar mi sexo mojado por aquel fuego que me consumía.

Y entonces me arrancó la única prenda de ropa interior que llevaba y de una sola vez me penetró.

Grité. Grité y creí morir al sentir aquel salvaje embiste que me quebró las entrañas, que me hizo apretar los ojos de placer y me llevó al borde del éxtasis.

Él se movía encima de mí enardecido, mordiéndome el cuello y gimiendo como un loco en mi oído mientras me agarraba con fuerza de las caderas.

Y yo desde abajo, le aprisionaba entre mis piernas moviéndome al compás de su fiero vaivén para no perder un centímetro de aquel extraordinario apéndice que exaltaba mis sentidos llevándome al límite de la demencia.

Y le abrazaba, clavándole las uñas; y le besaba, sintiéndole muy dentro.

Y le lamía, acariciaba, mordía, estrechaba, gritaba, sentía, suplicaba, gemía, amaba, gozaba,...gozaba,...GOZABA,...Y ESTALLÉ.

Un estremecimiento como jamás antes había sentido recorrió todo mi cuerpo; sentí cómo él se vaciaba en mi interior, y todo el silencio del mundo reposó durante unos segundos en mis oídos.

Después de aquello, volví a escuchar la música de fondo. Él levantó la cabeza, respirando aún con dificultad y me besó tiernamente. Estuvimos algún tiempo así, el uno sobre el otro empapados en sudor y placer, regalándonos caricias y susurrándonos al oído. Después nos vestimos y nos marchamos de la fiesta sin despedirnos de nadie, impacientes como estábamos de seguir derrochando placer en aquella interminable noche.

Ha pasado mucho tiempo desde aquella noche. Ahora mi marido ya no es mi marido. Su novia ya no es su novia. Y cada anochecer, mi querido profesor y yo volvemos a quemarnos en el fuego de nuestro propio deseo, consumiendo nuestro amor entre caricias hasta no dejar más que cenizas. Gracias profesor.

LA NIÑA DEL PROFESOR

Mis clases fueron mucho más que historia, desvirgué a mis alumnas por delante y por detrás y les enseñé a hacer un buen sexo oral.

Ella es de tez morena y muy delgadita. Sus labios son carnosos y sus ojos negros me matan, como su pelo negro lacio azulado que le llega a los hombros.

Hace una semana, mientras llovía en la ciudad, era poco antes de la noche, cuando pasé por casa de esta alumna, a la que doy clases particulares. Ella estaba sola y estudiaba primer curso de historia en la universidad. Se trata de un centro religioso, aunque yo no soy sacerdote, por lo que las alumnas van bastante recatadas en el vestir.

Cuando abrió la puerta me dedicó la mejor de sus sonrisas. Sus labios siempre me vuelven loco y había tenido fantasías nocturnas con ellos, pero en la realidad nunca intenté nada por mi iniciativa.

Me llevó directo a su cuarto adornado con fotos de cantantes de moda y me sentó a su lado en su propia cama para enseñarme sus libros. Su falda a cuadros de uniforme universitario estaba subido por arriba de sus rodillas para mayor comodidad y su blusa tenía los botones superiores abiertos y se veían, sin sostén, sus pechitos morenitos con pezones evidentemente erectos.

Me sentí mareado, pero no dije nada. Vi los libros y quise leerlos, pero su mano se posó sobre mi pierna izquierda, por donde descansaba mi miembro. Tuve una gran erección al instante y ella la notó.

Su dedo meñique, tocó la enorme punta de mi pene que estaba por explotar y ya no hubo necesidad de iniciativas. Le tomé la mano y la puse sobre el glande y ella empezó a acariciarlo y cerró sus ojos negros. La besé en la boca y le introduje la lengua mientras ella aceleraba la caricia en mi pene.

El suceso me turbó tanto que he olvidado algunas partes. Recuerdo que ya estábamos desnudos y yo la besaba mientras me arrojaba encima de su cuerpo.

—Por favor, profesor Blake.

Me volví una bestia, la tomé del pelo y la agarré con rabia sexual. No podía aguantar más y la penetré.

Ella seguía llorando, pero pidiendo más, entonces decidí penetrarla entera. Ella gritó alto y sin tapujos y se le bañó de lágrimas el rostro, no sabía que alguien podía llorar tanto del placer.

Entre y salí cada vez más profundo hasta que ya no podía más y temí terminar en su interior.

Entonces decidí darle la vuelta.

Empezó a entrar con dificultad, pero al final, su ano se abrió a mí.

Al cabo de unos minutos, le puse la cara sobre mi pene, mientras se arrodillaba en la cama a lamer. Empezó como con mordiscos y le fui diciendo cómo tenía que hacerlo.

Entre gritos y gemidos apagados fue recibiendo toda mi descarga.

En la mañana del día siguiente recibí su llamada.

—No me dejes así, profesor, ven, que me quedé en casa sola con el pretexto de que estoy enferma y no pude ir a la universidad.

Volví y desde entonces estoy viviendo una locura con ella.

Ayer apenas me insinuó que le llevara otro hombre para sentir el placer de dos a la vez.

Me llama por lo menos cuatro veces a mi oficina y mi secretaria (de quien fui amante hace dos años) empieza a sospechar y sonríe maliciosa cuando me dice:

—Lo llama su niña, señor.

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