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8 » Cancerbero: el gato del infierno

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“SOLEDAD: Fui al cementerio a visitar a mis difuntos. Allí estaba mi familia, llorando ante mi tumba”.

Mira a tu lado. Quizá tengas la suerte de que haya alguien junto a ti. Alguien vivo, quiero decir. Si es así tienes suerte. No hay nada peor que estar solo. La soledad nos hace pensar, y pensar demasiado puede llevarnos a la locura. Eso le pasó a Paco. Su vida no ha sido nada fácil, y está solo en la vida. Posiblemente esa sea la razón por la que fue tan fácil engatusarle. Posiblemente sea la razón por la que lo dejó todo para ir tras una hermosa mujer. Pero esta decisión (quizá, lector, errónea, serás tú quien lo juzgue), le hará descubrir que nadie está solo, aunque lo esté. Porque a nuestro alrededor siempre hay alguien, aunque sea un fantasma… o un demonio.

 

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Susurros en la soledad.

Leves ráfagas de aire que arrastran decadencia. Sonidos que mutan en palabras inapreciables para

el oído humano.

—¿Crees que la muerte está afilando la pluma para

escribir las últimas palabras de la historia de mi vida? —Lo creo, aunque me duela.

—Esta vez ha sido demasiado pronto.

—Demasiado.

—Necesito una nueva presa.

—¿Funcionará?

—Tengo que reconocer que lo dudo.

—Hay otra manera.

—La hay, pero tú no puedes ayudarme. Aunque la

humanidad me sea extraña, nuestra naturaleza difiere

demasiado.

—La presa puede hacerlo, aunque me duela. —No tengo otra opción, más que intentarlo. —Hazlo. No puedo perderte. Te quiero. —Lo sé.

Susurros en la soledad.

Leves ráfagas de aire que arrastran decadencia. Palabras inapreciables para el oído humano que se apagan entre las sombras.

De nuevo, silencio.

 

1.- SE CIERRA UN CICLO: LUNA MENGUANTE:

Los ojillos de Otis nunca permanecen quietos. Se revuelven nerviosos dentro de las cuencas, y despiden un fulgor dorado, como los ojos de las ratas en la oscuridad. Otis asegura que la vida es una aventura. Lo dice mostrando sus dientes ennegrecidos, que despiden un hálito pestilente. Su aliento flota y se condensa dentro de la estrecha celda. Dice que hay vidas más emocionantes, y también vidas menos emocionantes. A Otis le gustaba la aventura del peligro, y eso lo llevó a prisión. Creo que Otis está un poco ido. Algún engranaje ha saltado dentro de su cerebro provocando que no funcione bien del todo. Siempre está sonriendo, pero no sonríe de felicidad, como los niños de los anuncios de chocolatinas, y tampoco sonríe con picardía, como las parejas que van juntas a la cama en las películas subidas de tono. La sonrisa de Otis es más parecida a la del policía que me abofeteó hasta que le dije dónde escondía la droga. Me gusta que la gente sonría, pero esa sonrisa me daba miedo, no sé por qué. Cuando sacaron a Otis de la prisión en la camilla, su cuerpo entero tenía el mismo color carbón que sus dientes, y mostraba la misma sonrisa escalofriante. Gracias a Otis he salido de la cárcel. El juez rebajó mi condena por salvar al funcionario que acudió en nuestro auxilio abriendo las celdas para que escapáramos del incendio, y que se desmayó por el humo. No soy muy listo, pero sí soy fuerte. Cargué con el cuerpo del funcionario hasta que llegaron sus compañeros. Al funcionario le pusieron una máscara unida a una bombona de oxígeno. A mí me golpearon con la porra en la parte de atrás de la rodilla, me esposaron y me arrastraron fuera de allí. A veces, aún me duele la parte de atrás de la rodilla.

Otis me confesó que iba a hacerlo y cómo iba a hacerlo, pero pensé que estaba de broma. Otra más de sus macabras bromas. Gracias a Otis he salido de la cárcel. Tres años después, gracias a Otis, voy a acabar con mi pesadilla.

Otis asegura que la vida es una aventura. Mi aventura comenzó cuando conocí a mi suegra. Hasta entonces la mayor parte de mi juventud la pasé en el reformatorio y, los primeros años de la adultez, en la cárcel.

Mi suegra se llama Brunilda. Brunilda Hadeswall. Es una viuda que ha sobrepasado con creces la cincuentena. No es más que un pellejo arrugado que cubre un esqueleto plagado de débiles músculos. Tiene la nariz ganchuda, labios finos y frente amplia. Siempre lleva el pelo ceniciento recogido en un moño, y siempre viste de negro. Es estricta en cuanto al luto se refiere.

Me recibió en su antiguo palacete del siglo XIV, reformado en varias ocasiones, y que estaba situado en lo alto de una colina. Un taxi me dejó al pie del camino pedregoso que conducía a través de la empinada elevación a la entrada del edificio, y arrastré mi maleta hasta un alto enrejado coronado por siniestros motivos de formas dispares: cabras erguidas a dos patas, gárgolas, cuernos… e incluso creí identificar una calavera. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Los gustos de los antiguos eran harto sombríos.

Brunilda asegura pertenecer a la nobleza. Si no ella, al menos sus antepasados directos. El abuelo del abuelo del abuelo de su abuelo, estuvo relacionado con la Corona Británica, pero por alguna extraña razón, acabó confinado en aquel palacete donde agotó los días de vida que le quedaban. Fue desposeído de sus títulos, repudiado por la monarquía. La Iglesia Católica tuvo algo que ver en el asunto, según afirmaba Brunilda. Tanto las generaciones previas a ese antepasado como las posteriores, habían vivido en la casa. Mi suegra era la última Hadeswall que quedaba con vida. Por ese motivo mi mujer me contaba que, en las cartas que le llegaban de su madre, le insistía en que tuviera un hijo. En que tuviéramos un hijo.

 

2.- CAMBIO DE CICLO: LUNA NUEVA:

Conocí a mi esposa Emelinda en una cafetería de Cádiz. Por aquel entonces trabajaba como camarero a tiempo parcial con uno de esos contratos para reinserción de ex reclusos. Su mirada azul, felina, profunda como el suspiro de un amante, fue lo primero que me impresionó de ella. Los años de reclusión me robaron la habitualidad de ver mujeres, pero ninguna llamó mi atención en la manera en que lo hizo Emelinda. La joven se dio cuenta de que la miraba con demasiado descaro cuando le serví el té en la terraza de la cafetería. Hablaba con un hombre de aspecto rudo, que se encontraba de pie a su lado. En ese momento, el hombre le entregaba un teléfono móvil mientras yo intentaba esquivarlo con la bandeja para depositar sobre la mesa la consumición de la hermosa muchacha.

—Es usted muy gentil, caballero. Un día me dejo la cabeza en cualquier sitio.

—No podía permitir que una joven tan hermosa como usted extraviase su teléfono. Lo dejó abandonado en el banco de la plazoleta donde tomaba el sol.

—Me alegra que se fijase en… el teléfono. Mi esposo celebrará que no lo haya perdido.

El hombre demudó el rostro en un gesto desconcertado. Se quedó unos segundos ante la chica, sin saber cómo actuar. Luego deseó suerte a la mujer y se marchó.

—Con una nube —se dirigió a mí con una voz tan dulce como el caramelo, cuando logré dejar la taza de té en la mesa.

Instintivamente miré hacia el cielo. Estaba límpido, con un sol refulgente en el cenit del firmamento.

—No parece que vaya a llover —repliqué confundido.

Mi respuesta le hizo gracia, y se deshizo en una melodía de carcajadas, como si mi afirmación hubiera sido una broma. Su risa flotó en el aire, trazó un tirabuzón, y se me incrustó en el corazón.

—¡Quiero decir con un par de gotas de leche! —Su forma de reír, de mirar y de hablar era absolutamente sensual. Hipnotizadora. Una trampa imposible de sortear.

—¡Oh! —exclamé azorado. Me sentí un poco ridículo—. Ahora mismo se la sirvo. ¿Su marido la acompañará con alguna bebida? —Estaba sola, pero le había dicho al hombre del teléfono algo relativo a su marido.

—¡Oh, eso! Nada, era una forma de quitarme de encima a ese caballero tan molesto, antes de que intentase sobrepasarse conmigo. Estoy soltera.

Sonreí tontamente y entré en la cafetería. Regresé con una humeante jarra de zumo de vaca, como me gustaba llamar a la leche. Incliné un poco la jarra sobre su taza de té hasta que alzó la mano para que me detuviera.

—Gracias —dijo con la sonrisa más increíble que había visto en mi vida.

—¿Es usted alemana? —Me envalentoné.

—Inglesa…

—Inglesa —repetí. Era evidente que su acento no era español, pero no supe discernir de qué país provenía. Tampoco tenía mucha experiencia en el habla con extranjeros.

—Estoy en España de vacaciones. Mi madre me ha pagado una estancia de tres meses. Quiere que conozca mundo, otras formas de vivir, otras culturas… Y como soy muy obediente, no me he podido negar —bromeó.

—¿Y viaja usted sola? Quiero decir… una chica tan joven y hermosa… Perdón, no quería ser descarado —me dispuse a regresar al interior de la cafetería. Ella me siguió con la mirada hasta que traspasé el umbral del local.

—Perdone. ¡Camarero! —llamó la joven de nuevo. Como soy un profesional, volví rápidamente sobre mis pasos para atender a la clienta.

—Dígame, señorita.

—Es muy descortés por su parte no compensar mis explicaciones contándome algo de su vida. Mientras me ofrece un cigarrillo, dígame, ¿está casado? ¿Vive con sus padres?

El corazón me dio un vuelco. Esa joven tan hermosa quería saber algo de mí… claramente estaba tonteando conmigo. Saqué el paquete de tabaco del bolsillo de mi camisa y le ofrecí un cigarro con mano temblorosa.

—Pues verá… Tampoco hay demasiado que contar. Soy huérfano, y la mayor parte de mi vida la he pasado internado en… bueno, que he sido un poco problemático… ¡Pero ya estoy reformado! — Me estaba metiendo en un lío del que no sabía cómo salir, pues se me daba muy mal inventar mentiras—. Estoy en un piso de alquiler, pero temo que van a echarme porque debo dos meses. Con el sueldo que gano aquí no me llega para vivir y… disculpe si me estoy enrollando demasiado.

—¡Paco!

El encargado me llamaba desde la puerta. No quería gritar, ni amonestarme delante de aquella clienta, pero estaba claro que mi tardanza en servir a esa joven le estaba poniendo de los nervios. Había más mesas que atender.

—Lo siento, señorita, tengo que seguir trabajando. Ha sido un placer conocerla —sentí una profunda tristeza al ser consciente de que me alejaría de ella para seguir con mis tareas, la joven pagaría y ya jamás volvería a verla.

—Espere. —El humo del tabaco escapó por entre sus labios entreabiertos y cubrió su mirada como una cortina de seda—. Necesito un guía para que me enseñe la ciudad. Le pagaré. ¿A qué hora sale del trabajo?

 

3.- REVELACIONES: LUNA CRECIENTE:

El palacete sobre la colina parecía a punto de venirse abajo. La planta tenía forma de herradura invertida, y sus laterales se unían con las rejas que acababa de traspasar, cerrando el perímetro en un cuadrado perfecto. Desde ellas hasta la entrada al inmueble, atravesé un jardín en el que las malas hierbas imperaban sobre escasas y marchitas flores. Por un momento, el espeso ramaje sobre mi cabeza ocultó el sol. La fachada delantera presentaba profundas grietas que nacían en su base y serpenteaban hasta alcanzar los puntos más altos. La hiedra ascendía por las paredes como dedos verdosos que sostuvieran al edificio entre las garras de una mano vegetal. Uno de los dos torreones que remataba la ruinosa construcción se inclinaba peligrosamente hacia un lado. Las puertas principales eran enormes, como edificadas para gigantes, pero una de sus hojas tenía embutida otra puerta de tamaño normal. Llamé varias veces utilizando una desvencijada campana, que alzó su voz estridente, pero nadie acudió al reclamo. Saqué el móvil del bolsillo de mi chaqueta, marqué el número de mi prometida y esperé: tras varios tonos, saltó el contestador automático. Toqué la puerta con dedos inseguros y, ante mi sorpresa, cedió con un quejido de sus oxidados goznes, por lo que decidí entrar por mi cuenta y riesgo. La vida es una aventura.

El primer susto llegó cuando creí ver a dos robustos tipos armados flanqueando la entrada. Luego resultaron ser dos deslucidas armaduras antiguas. Suspiré aliviado. Si el edificio parecía abandonado por fuera, la sensación de ruina en su interior era alarmante. El polvo alfombraba lo que debió ser una hermosa moqueta color sangre; se extendía y trepaba y cubría todos los objetos. Las telarañas abrigaban las espectaculares lámparas de lágrimas, y adornaban todos los rincones. No había ni una sola fuente de luz, por lo que tuve que esperar a que mis ojos se adaptaran a la penumbra.

—¿Hola? —anuncié mi llegada mientras miraba hacia las puertas laterales y oteaba la escalera de piedra que llevaba hasta la planta superior.

Entonces oí pasos. Eran suaves, pero sin duda alguna alguien acechaba entre las sombras. Bajaba las escaleras, pero no logré distinguir a nadie en la oscuridad reinante. Me acerqué sigiloso, aún cargando con la pesada maleta. Tenía que haberle hecho caso a Emelinda y haberme comprado una maleta de ruedas, pero mi situación personal me ha causado una tacañería crónica, por lo que suelo destrozar los objetos antes de adquirir otros nuevos: hasta que mis zapatos no gastan sus suelas, hasta que mis dedos no asoman por el calcetín, hasta que mi trasero no queda expuesto tras descoserse mis pantalones… hasta entonces no me compro un nuevo lo que sea. Anduve hasta el pie de la escalera entrecerrando los ojos con objeto de ver a través de la negrura.

—¿Hola? —repetí en un tono levemente menor. Ya no sabía si deseaba que alguien me respondiera a la llamada.

Entonces un gruñido demoníaco me erizó la piel. Algo había saltado desde la escalera al pasamanos y me miraba con sus ojos brillantes. Por un momento vislumbré el rostro cadavérico de Otis arropado por la oscuridad.

Grité del susto y caí de espaldas, mientras aquella cosa me observaba atentamente, inmóvil desde la piedra maciza. Mi maleta se abrió y el suelo quedó cubierto de pantalones, camisas, calcetines, calzoncillos y un bocadillo envuelto en papel de plata que me había sobrado del viaje.

—¡Cerbero, no asustes a nuestro invitado! — ordenó una voz femenina desde el escalón más alto. Una rutilante luz apareció en la segunda planta y bajó apresuradamente las escaleras hasta donde me encontraba. La luz iluminaba el ajado rostro de Brunilda y al causante de mi miedo: su gato Cerbero.

Cerbero es el típico gato que podemos ver en las películas de miedo. Es negro como la madrugada, sigiloso como el aire, silencioso como el miedo que nos domina en una noche de difuntos. Lo azabache de su pelambre bien podría deberse a la acumulación de inmundicia, de tan mal que olía. Una de sus orejas puntiagudas presentaba un severo corte que dejaba colgando un desagradable y agusanado trozo de carne. Sus bigotes tensos como cuerdas de violín vibran con cada uno de sus maullidos de ultratumba. Desde que llegué al palacete, Cerbero no me quita la vista de encima. Emelinda no me habló nunca de él, aunque tampoco existieron motivos para ello. Ese gato no me gusta nada. No soy una persona violenta, pero metería a gusto a ese ser diabólico en un saco cerrado y lo lanzaría a un río profundo.

No hizo falta que me presentara. Mi suegra supuso con acierto que yo era el prometido de su hija, por lo que, tras una fría bienvenida, me guió por una red de pasillos oscuros e impresionantes estancias, hasta la parte alta de la construcción; era una zona humilde en comparación con el resto de la casa que había podido ver (o entrever), una zona donde, probablemente, vivió el servicio cuando aquella casa gozó de mejores tiempos y de más calor humano.

—¿Vive usted sola con Emelinda? —me atreví a preguntar. Solté mi maleta sobre la cama, que crujió con el peso.

—¡Ah! No sabes cómo está el servicio, hijo. Mi Emelinda y yo utilizamos una mínima parte del edificio para vivir. La tenemos bien acondicionada y con ello nos basta y nos sobra. Sería absurdo contar con mayordomo o doncellas que ganasen un jornal para mantener una casa tan grande ocupada solo por dos personas y Cerbero. El tesoro familiar menguaría alarmantemente… Además, no me gusta esta parte de la casa —aseguró lanzando desconfiadas miradas hacia todos los rincones de mi alcoba y hacia el pasillo que nos había traído hasta ella, como si pudiera ver algo que mis ojos no eran capaces de detectar. No me tranquilizó su actitud, la verdad.

—¿Y Emelinda? ¿Dónde anda? Tengo ganas de que sepa que estoy aquí.

—Mi hija está en la ciudad. Ha ido a negociar la venta de un cuadro que nos dará para vivir sin problemas durante al menos un años más. Volverá en dos o tres días.

—Cuando llegué la llamé al móvil y no lo cogió — repliqué extrañado.

—Lo sé. Oí sonar el teléfono en su habitación. Se lo habrá dejado olvidado otra vez…

Típico en Emelinda. Aunque algo preocupado e incómodo por tener que pasar tres días sólo con aquella desconocida, no pude evitar que una sonrisa aflorara a mi rostro al recordar que, el día en que nos conocimos, un señor se había encontrado su teléfono olvidado en el banco de una plazoleta.

—Bien, deshaz tu maleta y aséate. A las diez nos vemos en el comedor del ala este para cenar. ¡Sé puntual!

Me percaté de que, cuando salía por la puerta, volvía a mirar de reojo hacia la habitación y se frotaba los brazos como si tuviera frío.

Saqué mi maquinilla de afeitar, que funcionaba a pilas, y me dediqué un buen rato a pasármela por el rostro, con objeto de estar presentable durante la cena. No quería dar mala impresión a mi futura suegra. Lo hice de manera automática, sentado en la cama, mientras mi mente divagaba. Amaba a mi Emelinda, pero no me gustaba aquella casa. Tampoco su madre, siendo sincero. Y, quien menos de todos, su gato, que me miraba con sus ojos rasgados desde el alféizar de la ventana.

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—No sé si su hija le habrá informado, señora Brunilda—. Solté la cuchara. La sopa estaba incomible.

—Llámame mamá —cortó con una tierna sonrisa que estiraba la piel de sus pómulos de tal forma que parecían a punto de rasgarse.

—Mamá… —respondí, incómodo. Jamás había tenido madre, en el sentido de mujer que te cuida de pequeño, pero no era ése el motivo principal de mi embarazo. No me gustaba la manera en que me había pedido que la llamara así. De todas formas, no soy un tipo que tenga el aplomo de negarse ante una petición. Quizá mi vida hubiera sido diferente de haber tenido el valor de negarme a muchas peticiones de las que he acaba accediendo—. Yo no he sido muy bueno que digamos, y no estoy orgulloso de ello. He perdido mis mejores años entre rejas, no tengo familia, ni amigos, y preferiría ser el primero en morir en un conflicto que sobrevivir cargando con la culpa el resto de mis días.

Brunilda mostró su conformidad levantando su copa hacia mí con una enigmática sonrisa en el rostro. Cebero no perdía palabra de la conversación, sentado en mitad de la enorme y destartalada mesa.

Ignoro cómo llegamos a ese punto de la conversación. En cuanto tomé asiento, Brunilda se lanzó a un soliloquio acerca del pasado glorioso de su familia, los Hadeswall. Me narró que habían sido nobles guerreros, y que habían batallado al lado de muchos reyes desde que traicionasen sus raíces escocesas y se posicionaran junto al invasor inglés, cientos de años atrás. Con la misma sonrisa del policía que se quedó con la droga escondida bajo el abeto de un campo abandonado, la misma sonrisa de Otis cuando hacía alguna confidencia y que llevaba en el rostro cuando lo sacaron de la celda carbonizado, con esa misma sonrisa, Brunilda me narró cómo su antepasado directo convocó para una reunión en un granero a varios jefes de los clanes cercanos, con objeto de llegar a acuerdos para combatir al inglés, y cómo, una vez dentro, salió con la excusa de recibir a más invitados, trabó las puertas del granero y prendió fuego con todos dentro. La dudosa hazaña le valió el título de lord inglés, con tierras y privilegios, y le valió también las maldiciones de los escoceses a los que había traicionado. De hecho, lo encontraron colgado por sus propias tripas en la ventana de la torre del homenaje del castillo que se construyó a costa de exprimir vía impuestos a los súbditos de sus tierras.

Perdí un poco la consciencia del momento, imaginando el granero en llamas, el insoportable calor alrededor del edificio, por cuyas ventanas escapaban gigantescas llamaradas que iluminaban la noche… y los gritos. Los gritos de los escoceses achicharrados, los cuerpos plagándose de bultos colmados de pus, que reventaban casi al momento de brotar en la piel, cual maíz que se convierte en palomita, la carne ennegrecida separándose del músculo, los ojos estallando por el calor. El olor a quemado. Los gritos. Sufriendo de la misma e inhumana manera en que lo hizo Otis en su celda. Los mismos gritos de cerdo en el matadero.

—…pronto, ¿no? —decía Brunilda, sorbiendo la cuchara de sopa. Un hilillo de caldo le corrió por la comisura de los labios y se precipitó sobre la madera de la mesa, llenándola de lunares oscuros.

—¿El qué? —Desperté de mi ensimismamiento—. ¡Ah, sí! He venido pronto. Sé que no me esperabais hasta pasado mañana, pero aproveché una oferta de última hora para coger el avión. Quería dar a Emelinda una sorpresa llegando con antelación a la fecha prevista. Me dijo que las vistas desde los torreones eran espectaculares las noches de luna llena, y deseaba que mi primer día fuera así, por eso me emplazó a que viniese dentro de tres días. Supongo que quiso cuadrar el viaje a la ciudad para regresar justo el día en que yo llegaba, la noche de luna llena. Quise darle una sorpresa, pero me ha salido el tiro por la culata.

—Una urgencia de última hora, querido. Nos percatamos de que nuestros recursos habían disminuido mucho más de lo que pensábamos. El viaje a España de Emelinda ha sido costoso. Nos hacía falta subastar otro de nuestros preciados bienes.

El salón donde cenábamos y departíamos era amplio, más largo que ancho, cuyas paredes estaban ocupadas por una treintena de cuadros desde los que sus ocupantes, hombres de porte marcial en su mayoría, nos observaban con ojos rudos. La evolución de la moda inglesa en el vestir se reflejaba en ellos. Antepasados Hadeswall, supuse. Una antigua lámpara de forja pendía sobre nuestras cabezas, y derramaba la luz juguetona de dos docenas de velas. En uno de los muros laterales se situaban cuatro grandes ventanales rematados en pico. Los mosaicos que componían sus vidrieras representaban distintas escenas bucólicas: una caza, unos villanos pastoreando, una especie de ser medio hombre medio cabra tocando una flauta entre los árboles… De cuando en cuando, lanzaba miradas furtivas a la chimenea apagada. La humedad se filtraba a través de la fría piedra, material principal con el que se construyó el palacete, pero Brunilda parecía estar acostumbrada a la gélida sensación. Yo estaba aterido, y la desapacibilidad me instaba a que finalizara aquella sesión con premura.

—Bueno… mamá… estoy agotado. Si no te importa, voy a acostarme. El día ha sido largo, y el viaje duro.

—Siéntate —ordenó seriamente. Luego contrajo el rostro en una sonrisa de hiena—. Por favor… — añadió.

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