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Persoa non grata

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Como puede observarse, tengo una intuición empresaria similar a la de Henry Ford. Pero el caso más trágico para mi patrimonio fue el de Veintitrés: allí tuve que optar entre quebrar yo de modo personal y vender la revista o quebrar la revista. Opté por mi quiebra y perdí todo: auto, departamento, dinero, y estuve durante dos o tres años bajo lupa judicial, tratando de encontrar una quiebra fraudulenta. Aquella pesadilla sucedió en el Juzgado Nacional en lo Comercial N.º 24, Secretaría N.º 48, expediente 123087/2001. La quiebra se inició el 12 de mayo de 2003 y fui rehabilitado en mayo de 2004.

La dirección de un medio es un gran lugar para llevar adelante el proyecto, pero horrible por la carga “institucional” que tiene.

Odio las relaciones públicas, me gana la fobia en reuniones de más de cuatro personas y siento que, para citar al ingeniero Murphy, “el hombre asciende hasta su nivel de inutilidad”. Aunque me cuide particularmente de guardarme salidas de la burocracia (fui jefe de redacción en El Porteño, director periodístico en Página, en Veintitrés y en Crítica) la realidad me arrastraba a quedar en el medio de las discusiones entre la redacción y la empresa: para decirlo de otro modo, yo era el que conocía cuándo la caja estaba vacía, pero no podía decirlo. Un diario no es sólo el fruto de una pelea contra el discurso del poder, sino también contra el gobierno confundido en el Estado, el temor de los avisadores, la independencia de la distribución, los vaivenes de la economía en el costo del papel y los ajustes de salarios, los reclamos a veces justos y otras delirantes del personal —que puede estar impulsado por lo individual o por proyectos políticos de quienes manejen el gremio—, las otras publicaciones y las limitaciones propias.

Puede agregarse a la lista el éxito eventual del proyecto y el sentimiento de acreencia de cada uno sobre el resultado: qué hubiera sido este diario sin mí, piensan todos los que a la vez murmuran “y encima el director es un imbécil”. Nadie le diría a un cirujano en plena operación: “Mmm, no, no, no. Yo cortaría para el otro lado”. Pero en los medios cualquier opinión parece valedera. No sólo se someten al control más cruel del mercado, ya sea el rating minuto a minuto o las planillas de ventas de ejemplares, sino que se aplica una curiosa democracia niveladora del juicio público en la que la opinión de Bertrand Russell vale lo mismo que la de Gustavo Spapapietra, egresado de TEA. En la Argentina, donde no existe la trayectoria y todo el tiempo se vuelve a empezar, esa condena es constante. Lo que sigue fue publicado en Perfil, en medio de un conflicto gremial:

Tengo un problema. Soy, en esta redacción, el único que vio este asunto del lado de Fontevecchia. Quiero decir: sé qué significa sacar un diario contra viento y marea, con casi todo en contra y sólo con los lectores a favor. Para colmo durante toda la semana el presidente y la señora CK se empeñaron en darnos clases de periodismo, de modo que no estamos en un gran día.

Cuando Oscar Wilde decía que el hombre destruye lo que ama, creo que se refería a los periodistas. Formo parte de un gremio donde el puterío por metro cuadrado es altísimo, somos vedettes culposas de las plumas y pensamos que el Universo entero está ahí detenido, esperando Nuestra Palabra. Somos (y sólo en eso K y CK tienen razón) corporativos, y tan corruptos como los políticos y nos encanta protegernos en lo políticamente correcto sin arriesgar nunca nada. También es cierto que las empresas que se arriesgan a conquistar la selva del periodismo son muchas veces impresentables: lobbies con plata negra de la política, o aventureros que utilizan los medios para presionar al poder y conseguir negocios. No cuento ninguna novedad si digo que existen las notas vendidas, los reportajes arreglados, los suplementos especiales con sobre incorporado y, desde las empresas, la explotación de los estudiantes como mano de obra casi esclava, la violación de los derechos de autor, etc., etc. Se le agrega al periodismo una frutilla sobre el helado: un convenio increíble, lúcido y maravilloso cuando sos periodista. Pero muy difícil de cumplir cuando intentás llevar adelante a una empresa en la vida real. Calma, calma: no estoy proponiendo incumplir el convenio. Pero creo que sería útil que el público conociera algunos de nuestros privilegios (o nuestros derechos adquiridos, si se quiere). Un periodista se convierte en trabajador efectivo al día 28 de su labor. Si al día 29 nuestro colega llega de mal humor y mea el escritorio de su jefe, debe cobrar, para ser despedido, el equivalente a trece salarios más el proporcional de vacaciones y aguinaldo, claro. Más claro: si gana mil pesos y es echado al mes, cobrará unos 14 mil. Esta previsión indemnizatoria tiene una lejana razón de ser, en la época en la que se abrían diarios con fines electorales y se cerraban a poco de perderse tal o cual elección. Esta era una manera de proteger la fuente de trabajo. Hoy este régimen provoca lo siguiente: si alguien quiere sacar un medio debe tener, en previsión de sus eventuales pasivos contingentes, uno o dos millones de dólares para pagar indemnizaciones en el caso de que todo vaya mal, y tenerlos antes de empezar. Preguntarnos por qué, en este país devastado y flexibilizado, se mantuvo el Estatuto del Periodista es obvio: el poder de turno nos tiene miedo, prefiere no pelearse con el gremio. ¿Quiero que lo saquen? De ningún modo, soy periodista, me encanta. Me pregunto sobre su incidencia en la aparición de proyectos nuevos.

De todos modos, ningún empresario trucho se amilanó con la ley para despedir a cientos de trabajadores: lo hicieron igual, y estamos llenos de diarios y revistas cerrados que dejaron a mucha gente colgando del pincel. Debo agregar algo, en descargo de Perfil: cuando el primer diario cerró, negoció y pagó millones de dólares en indemnizaciones. Asistí, en estos treinta y dos años de trabajo, al cierre de varios diarios: siempre ganaron los empresarios y muchas veces las mismas comisiones internas se encargaron de darles una mano al extremar más y más sus posiciones. Si empezás un conflicto tomando rehenes, ¿qué te queda para negociar después? La mecánica de convocar asambleas en horarios de trabajo, por ejemplo, sigue siendo una manera de realizar paros virtuales. Eso, sin hablar de la hipocresía de quienes lo llevan a cabo: me pasé la vida viendo a tipos que no son capaces de hablar en voz alta en Clarín, pero que en Perfil o en Páginaarengaban a los gritos desde arriba de un escritorio emulando a Lenin en la famosa locomotora. En general, he advertido que somos más revolucionarios donde podemos revolucionar que donde no podemos, y no me gustan los que les ponen el pecho a las balas cuando están seguros de que son de salva.

Y ahí estábamos, en los primeros años de Página, tratando de sacar plata de abajo de las baldosas para pagar los sueldos, y con una pérdida mensual de unos 80 mil dólares de entonces. Con casi nada de publicidad y peleando para sobrevivir. Nunca tuvimos tantas medidas de fuerza como entonces: el Partido Comunista, consciente de nuestras dificultades, decidió que era mucho mejor sacar otros diarios para competir en lugar de ayudarnos, y sacó Sur, que duró un año y luego cerró. Papel Prensa negándose a vendernos papel más barato, cuando Clarín y La Nación los compraban a la mitad del precio de mercado, subsidiados por el gobierno. Nosotros, a la vez, discutiendo con la interna una cláusula automática de ajuste inflacionario, que finalmente aceptábamos, a costa de nuevas pérdidas. A pesar de eso, salía un diario. Creo que me hice católico en esos tiempos, frente a aquel milagro:

—Ah, traje nuevo —me dijo un día un delegado—, y después nos dicen que no pueden aumentar los sueldos…

A ese grado podía llegar la estupidez en una discusión. Cosas tan distintas discutíamos. Y me olvidaba: agreguemos aÁmbito Financiero, Menem, la SIDE, los distintos servicios, las revistas truchas, todos siempre bien dispuestos a informar sobre los conflictos de los “progres” que pagaban malos sueldos. Una vez, en medio de una maniobra extorsiva para “exteriorizar el conflicto”, me harté. ¿Por qué tenía que tener miedo de que la gente se enterara del problema? Contemos todo, dije, y es más: voy a publicar, uno por uno, la lista de salarios de todos. El conflicto se levantó. Los periodistas ganaban bastante más que los lectores, y pensaron que no lograrían su adhesión.

—Vamos a terminar hablando de Página/12 en los bares, diciendo: Te acordás…

Fue lo que sucedió. Al octavo año el diario cambió de dueños y yo di vuelta una página en mi carrera.

No volví a trabajar en un diario sino hasta ahora. No recuerdo si en el primero o el segundo año de Página (87 u 88) publicamos, por primera vez en la historia, una columna de la comisión interna explicando los motivos de un paro y convocando a él, y una mía, como director, donde decía que nuestra manera de protestar es informar, instándolos al trabajo. Pasó desde entonces mucha agua bajo el puente pero nunca más vi, ni aquí ni en el exterior, un debate de este tenor abierto al público. Es saludable que todo esto suceda.

La aparición de este conflicto motivó la decisión empresarial de postergar la salida cotidiana de los sábados, como paso obligado hacia el proyecto de salida diaria. Espero que esa suspensión no sea permanente, y el proyecto reencuentre su cauce fuera de la puja sindical. Los trabajadores y la empresa tienen que encontrar la manera de volver a caminar juntos un camino de dos o tres años de crecimiento y billeteras ajustadas. ¿Cuánto va a perder Fontevecchia con esto? ¿Siete millones? Bueno, que pierda ocho… Esa respuesta es la más fácil, la más cómoda, pero también la más idiota. Dejemos de tropezar siempre con la misma piedra.

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