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Capítulo 5

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La luz me deslumbró pese a la densa nube de humo. Parecía venir directamente del muro del túnel y nos envolvía a todos en un potente haz perfilado por el humo. Aunque no podía verlo, oí la voz del hombre con claridad.

—Tienen ustedes un aspecto lamentable. —La voz sonaba áspera, incluso irritada, como si el hombre no se alegrara demasiado de vernos—. Será mejor que entren —continuó con el mismo tono agrio—. A no ser, claro está, que prefieran morir asfixiados. Pueden ir pasando. Las mujeres primero, por favor.

El alemán ya se había incorporado, pero las dos chicas seguían tumbadas, mirando la luz con la cabeza ligeramente levantada. Aceptando el consejo del hombre, levanté a Cissie y le dije a Stern que se ocupara de Muriel. Me dolían todos los músculos del cuerpo y me escocía el hombro donde me habían disparado. Aun así, conseguí llevar a Cissie hasta la fuente de luz, dejando abandonada la lámpara de queroseno junto a la vía. Debíamos de tener un aspecto horrible, cubiertos de mugre, con la ropa hecha jirones y las caras llenas de lágrimas y hollín. Además, tosíamos con tanta intensidad que apenas podíamos hablar. Una nueva explosión hizo temblar el túnel. El techo estaba a punto de desplomarse. El yeso y los ladrillos empezaban a venirse abajo, y un rumor sordo estremeció el suelo bajo nuestros pies. Las chicas se levantaron entre toses y quejidos, envueltas por la tormenta de humo. Yo tragué saliva y le grité al hombre que se escondía tras el potente haz de luz que dejara de deslumbrarnos.

Al observar que, a pesar de nuestros esfuerzos, no conseguíamos acercarnos a la luz, me di cuenta de que se estaba alejando, iluminando una extensión cada vez menor. Hasta que el haz perfiló una puerta en el muro del túnel. Por alguna razón, no la habíamos visto antes, cuando pasamos junto a ella. Supongo que estaría oculta entre las sombras. Además, estábamos demasiado ocupados huyendo de esas criaturas en llamas para fijarnos en nada. De cualquier modo, lo más probable es que estuviera cerrada desde dentro, así que, aunque la hubiéramos visto, no nos habría servido de nada. Pero ahora todo eso ya daba igual; la puerta estaba abierta y nuestro ángel de la guarda nos invitaba a pasar.

La luz retrocedió por un corredor de ladrillo, y la seguimos hasta la puerta. En cuanto la atravesamos, los cuatro nos dejamos caer sobre el suelo. Estábamos demasiado cansados para dar un solo paso más. Mientras permanecíamos ahí tumbados, intentando llenar nuestros pulmones de aire, como peces fuera del agua, algo, mejor dicho, alguien, pasó a nuestro lado. Apenas conseguí ver los anchos pantalones de un oscuro mono de trabajo antes de que la pesada puerta de hierro se cerrara ruidosamente.

Todavía se oía un leve bramido en la distancia, y el suelo de cemento transmitía una suave vibración a mis manos, pero al cerrarse la puerta todo pareció llenarse de paz y de silencio, como si la pesadilla hubiera quedado definitivamente atrás. Yo apenas podía moverme, y pensar requería un esfuerzo insoportable; sólo quería permanecer ahí tumbado, descansando. A mi lado, el alemán y las chicas seguían tosiendo y respirando con dificultad, aunque yo no estaba mejor que ellos; tenía la garganta en carne viva y las ideas confusas. Tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para darme la vuelta y apoyar la espalda contra el muro antes de mirar a mi alrededor.

Estábamos en un pasillo largo y estrecho que acababa en una escalera de piedra. Una lámpara de queroseno iluminaba débilmente el pasillo desde el segundo escalón. Cuando nuestro ángel de la guarda apagó su potente linterna, pude observar su figura delante de la puerta.

Debía de tener cincuenta y tantos años, puede que incluso sesenta. Era un hombre pequeño y fornido, y llevaba puesto un mono de trabajo azul oscuro y un casco plano de color blanco. Al ver el uniforme del Comité de Protección Civil Antiaérea, me pregunté si nadie se habría tomado la molestia de decirle a este vigilante que la guerra había acabado en 1945, hacía ya tres años. Tenía la cara redonda y curtida de un hombre acostumbrado al aire libre y al trabajo duro, unas cejas muy pobladas, la nariz chata y los ojos pequeños y penetrantes, además de un laberinto de venas purpúreas coloreando sus grandes mofletes. Nos observó unos segundos, pero lo que vio no pareció agradarle, pues movió la cabeza con desaprobación.

—Está bien —dijo—. Ya es hora de ponerse en marcha. No sé lo que habrán hecho ustedes ahí dentro, pero todo esto está a punto de venirse abajo.

Como para dar énfasis a sus palabras, una leve explosión retumbó en algún sitio no demasiado lejano.

—Dios santo —dijo, casi para sus adentros. Se acercó a nosotros y, al llegar a mi lado, se agachó, entornando los ojos para verme mejor, y asintió, como si acabara de confirmar algo que ya sospechaba.

—Siempre me dije que usted acabaría trayendo problemas —murmuró entre dientes antes de seguir avanzando hacia la escalera. Cogió la lámpara del escalón y se volvió hacia nosotros—. Escuchen. Ya sé que están medio muertos, pero no se pueden quedar aquí. Este sitio ya no es seguro. Lo que quiera que hayan hecho en el túnel ha reventado los conductos de gas, y el fuego se está extendiendo por todas partes. Ahora mismo estamos seguros aquí, pero me temo que eso no va a durar mucho. Como no nos pongamos en marcha, el fuego acabará atrapándonos. ¿Entienden lo que les estoy diciendo? ¿Lo captan? El fuego acabará atrapándonos.

El vigilante nos hablaba como si fuéramos idiotas, aunque supongo que todos lo estaríamos mirando con cara de bobos. Yo seguía preguntándome qué habría querido decir con eso de que yo «acabaría trayendo problemas». El hombrecillo empezaba a impacientarse.

—Cuando algo explota aquí abajo, el daño se puede extender rápidamente a cualquier otro sitio. Y, después, de ahí a otro sitio. Puede ser un fuego o una explosión o cualquier otra cosa. Da igual. Hay una reacción en cadena, y es letal. La verdad es que me sorprende que a estas alturas no esté ya toda la ciudad en llamas.

—Debía de haber una bolsa de gas en el túnel —dije yo. Las palabras me hicieron daño en la garganta.

—¿Qué ha dicho? —Volvió a clavar sus pequeños ojos en mí.

—Nos cruzamos con cientos de ratas ardiendo en el túnel. Creo que debieron de meterse en una bolsa de gas.

El hombre olisqueó el aire, se sacó del bolsillo un mugriento pañuelo rojo con lunares blancos y se secó el sudor de la cara y del cuello.

—Sí, supongo que sería eso, aunque, la verdad, no es que ya importe demasiado. —Asintió un par de veces, como sopesando sus palabras—. Así que es usted yanqui, ¿eh? Ya lo suponía por esa cazadora de aviador norteamericano que lleva siempre puesta.

—¿Me conoce?

—Sí, lo he visto merodeando por ahí, hijo. Esta misma mañana lo he visto huyendo de los Camisas Negras con sus compañeros. Los vi entrar en el metro y me imaginé adonde irían.

Yo me levanté con todo el cuerpo dolorido, me apoyé en la pared y me quedé mirándolo boquiabierto. El alemán y las chicas empezaban a dar señales de vida, aunque no sabía si habían podido seguir la conversación desde el principio.

—¿Cómo supo en qué túnel buscarnos? —le pregunté. Finalmente, la curiosidad había vencido a mi cansancio.

—Como le he dicho, me imaginé adonde irían. Sólo era una suposición. Desde luego, han tenido suerte de que acertase. Y, ahora, ¿cree que podría echarles una mano a sus amigos?

Apenas tenía fuerzas para tenerme en pie, pero, de todas formas, asentí.

—Perfecto. Síganme. —Empezó a subir los escalones de cemento, pisando ruidosamente con sus grandes botas.

—¿Quién es? —preguntó Cissie en un susurro al tiempo que se agarraba a mi brazo para levantarse.

—No tengo ni idea —contesté mientras la ayudaba a incorporarse—, pero me lo comería a besos.

Mientras el alemán ayudaba a Muriel a levantarse, ella vio la preocupación en mis ojos.

—Estoy bien —se apresuró a decir—. En cuanto respire un poco de aire puro estaré bien.

—¿Vienen o no? —nos apremió el vigilante desde la escalera.

El pasillo se fue oscureciendo paulatinamente a medida que la luz de la lámpara se alejaba por la escalera. Sin una palabra más, seguimos al vigilante. Las chicas iban detrás de mí y Stern detrás de ellas. El vigilante nos estaba esperando junto a la puerta que había en lo alto de la escalera. Igual que la que daba al túnel, esta puerta también era de hierro.

—¿Dónde estamos? —le pregunté al llegar arriba.

—En un refugio de Protección Civil. Detrás de la puerta hay un complejo subterráneo. Se construyó bajo tierra para que las bombas no pudieran dañarlo, pero nadie pensó en la posibilidad de la Muerte Sanguínea. Los pobres creían que estaban seguros aquí abajo. Tanto secreto y al final no sirvió para nada.

—¿Cómo lo encontró usted si era tan secreto?

—Formaba parte de mi trabajo. Yo era el responsable de que ninguna de las salidas quedara bloqueada.

Miró detrás de mí para asegurarse de que estábamos todos, giró el picaporte y empujó la puerta. Por el esfuerzo que hizo, debía de ser muy pesada.

Yo lo cogí un momento del brazo.

—Antes ha dicho que se imaginó adonde iríamos. ¿Por qué?

El hombre me miró la mano. Luego me miró a los ojos.

—Sé que suele resguardarse en el Savoy, así que parecía lógico que cogiera la línea de metro que va a la estación de Aldwych, cerca del hotel. Lo he visto entrar y salir muchas veces del Savoy. A veces desaparecía durante unos días, pero siempre acababa volviendo. Supongo que a todos nos gusta el lujo, ¿verdad, hijo? —Incluso se permitió soltar una pequeña risa.

—¿Me ha estado espiando?

Todo rastro de humor desapareció del rubicundo rostro del vigilante.

—Sí, lo he estado observando. —Se volvió, pero no antes de que pudiera ver el nerviosismo que traslucía su mirada.

—Hoke… —Cissie se apretó contra mi espalda, respirando temblorosamente—. ¿De qué estáis…?

—Olvídalo. Ahora lo importante es conseguir salir de aquí. —La cogí de la mano y, sorprendentemente, ella se dejó llevar; al parecer, ya no estaba enfadada conmigo.

Al atravesar la puerta, nos encontramos en otro pasillo, aunque éste era más ancho y tenía numerosas puertas a ambos lados. El suelo de cemento estaba cubierto de agua, y al fondo del pasillo ardía una lámpara de carburo que despedía una luz blanca, mucho más potente que la de la lámpara de parafina del vigilante. En la pared, junto a una de las puertas abiertas, colgaba un póster amarillento con una de las esquinas superiores despegada. Al pasar junto al póster, vi que contenía dos fotos de Adolf Hitler, de frente y de perfil, y las palabras «Se busca» escritas debajo. Más abajo se explicaba por qué: «Por asesinato… por secuestro… por robo…». Deberían haber añadido: «Por genocidio mundial». El aire que desplazamos a nuestro paso hizo que la otra esquina también se despegara y el papel se dobló sobre sí mismo, ocultando al Führer. El suelo tembló bajo nuestros pies, y Cissie me apretó la mano con fuerza.

Al asomarme a una de las puertas, vi una habitación cuadrada llena de tuberías que recorrían las paredes cerca del techo. Una de las más pequeñas tenía varios escapes de los que salían finos hilos de agua. El único mobiliario era una mesa de hierro con un teléfono encima y cuatro sillas de respaldo recto a su alrededor. Fue un alivio ver que, al menos ahí, no había ningún cadáver.

Los demás cuartos eran parecidos, aunque algunos tenían más muebles, sobre todo mesas, archivadores y armarios verdes. En todos los cuartos había tuberías en las paredes, y más fugas de agua, algunas de ellas bastante grandes. Al final del pasillo llegamos a otra escalera. Era más ancha que la anterior y ascendía en espiral hacia los siguientes niveles. Empezamos a subir, ayudándonos con la barandilla de hierro. El vigilante no cesaba de apremiarnos, irritado por la lentitud de las chicas, que estaban retrasando nuestra marcha. Acabábamos de llegar al siguiente nivel cuando una nueva explosión hizo temblar los muros.

El vigilante se sujetó a la barandilla hasta que la escalera dejó de temblar.

—¡Son los generadores! —me gritó con tono acusador, como si yo tuviera la culpa de todo—. Los instalaron para tener luz en caso de emergencia, y ahora su maldito fuego los ha alcanzado.

¿Mi maldito fuego? Sí, claro, sólo faltaba eso. No pude evitar preguntarme quién habría sido el genio que había construido un búnker subterráneo vulnerable a las explosiones que pudieran producirse en los túneles del metro. Empezó a salir humo por debajo de la pesada puerta de hierro.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté mientras Cissie se sentaba, exhausta, en uno de los peldaños y apoyaba la espalda contra el muro. El alemán estaba justo detrás de ella, mirando con impaciencia a su alrededor.

—¡Hay que seguir subiendo! —dijo el vigilante—. Podemos escapar a través de la planta de arriba.

—¿Es que esta escalera no lleva a la superficie?

—Sí, pero el edificio que había encima se derrumbó y bloqueó la salida. Gracias a Dios, hay otras.

—Entonces, supongo que no tiene sentido quedarse aquí a ver qué pasa, ¿verdad? —Lo dije con voz tranquila; de haber gritado sólo habría conseguido que me doliera todavía más la garganta.

—Ningún sentido. —Él también habló con calma, aunque parecía asustado. Soltó la barandilla y siguió subiendo.

—¡Oiga! —grité, y la punzada que sentí en la garganta me hizo contraer la cara de dolor—. ¿Cómo se llama? —acabé en un tono más razonable.

—Potter. Albert Potter. Vigilante del Comité de Protección Civil Antiaérea para los distritos de Kingsway y Strand. —Parecía orgulloso de su cargo; hasta tal punto que no me habría sorprendido que hubiera acabado con un saludo militar. Aunque ya se estaba alejando por la escalera, pude oír su último comentario—. Y no puedo decir que me alegre de haberlo conocido personalmente después de todo este tiempo.

Mi cojera empeoraba por momentos, pero sabía que sólo me había torcido el tobillo; de haberme hecho algo más serio, a esas alturas no podría andar. Lo que nos estaba frenando realmente era el cansancio; supongo que sólo nos mantenían en pie las últimas reservas de adrenalina. Yo había aprendido mucho sobre la adrenalina durante la guerra. Pilotando un Hurricane a más de 450 kilómetros por hora, con un par de Me 109 pegados a la cola, es la adrenalina la que manda. Hace que uno se sobreponga a la fatiga que acompaña al exceso de vuelos y la falta de sueño, y lo mantiene alerta mientras uno espera a que llegue un Spitfire a cubrirle la espalda. E, incluso si lo alcanzaba el enemigo, era la adrenalina lo que permitía aguantar hasta que uno conseguía aterrizar. Sí, sabía perfectamente lo que la adrenalina podía hacer por uno en un momento de apuro y también sabía que no duraba eternamente.

El alemán me cogió del codo.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó. Tenía la cara negra por el hollín. Qué demonios, todos teníamos la cara negra. Excepto el vigilante, que la tenía cada vez más roja.

Me detuve el tiempo necesario para apartarle la mano.

—Tú preocúpate por las chicas —le dije en tono de advertencia. Seguí subiendo. El alemán me seguía de cerca, con Muriel cogida por la cintura. La chica, a su vez, le rodeaba el cuello con un brazo. Dejé que pasaran delante, y Cissie no tardó en alcanzarme.

—Cada vez vas más despacio, yanqui —comentó.

—He tenido un día duro —conseguí decir yo entre jadeos.

Sus dientes blancos se asomaron detrás de la mugre de su cara, dibujando una agradable sonrisa.

—Si necesitas un hombro…

—¿Ya no estás enfadada conmigo?

—Todos nos equivocamos alguna vez —dijo ella—. Además, si esos Camisas Negras de verdad son tan desagradables como dices…

—Tú misma lo has visto.

—Sí, lo de intentar asarnos vivos no ha sido nada agradable. En cuanto a que quisieran nuestra sangre, la verdad es que sólo sabemos lo que nos has contado tú. Lo que quiero decir es que, por todo lo que sabemos, tú puedes ser un criminal y ellos los defensores de la ley y el orden.

—Tienes razón. La próxima vez que los veas, puedes presentarte. Y no te olvides de decirles cuál es tu grupo sanguíneo. Seguro que se alegran de conocerte.

Cissie me miró durante unos instantes y volvió a sonreír.

—Confiaré en ti. Al menos por ahora. Tampoco es que tenga otra opción.

Los dos estábamos agotados y esa conversación sin sentido parecía ayudarnos a seguir avanzando, pero una explosión, la más violenta hasta el momento, la interrumpió bruscamente.

Aunque la explosión procedía de lo más profundo del complejo, los muros temblaron violentamente y empezaron a desprenderse trozos del techo. Un trozo de ladrillo chocó contra la barandilla y se hizo añicos. Como si fueran metralla, los fragmentos de ladrillo salieron disparados en todas las direcciones. Cissie gritó cuando algo la golpeó en la frente y cayó contra la pared. Al sujetarla, tropecé en un escalón, pero conseguí mantener el equilibrio mientras los escombros caían a nuestro alrededor.

—¡Esto está a punto de venirse abajo! —le oí gritar a Potter.

Con Stern y Muriel justo delante de nosotros, conseguimos llegar hasta el siguiente rellano y nos detuvimos un momento, escupiendo el polvo y parpadeando continuamente.

—¡Por aquí! ¡Rápido! —dijo Potter al tiempo que mantenía abierta una puerta de doble hoja para dejarnos pasar. La atravesamos a toda prisa, dejando atrás la lluvia de ladrillos, yeso y astillas de madera. Aunque había otra lámpara de carburo en el suelo, apenas podíamos ver. Era como estar en medio de esa famosa niebla de Londres de las que hablaban las guías, sólo que, en vez de niebla, lo que se arremolinaba en el aire era humo.

Potter nos adelantó corriendo con el casco inclinado hacia un lado, y todos lo seguimos. Afortunadamente, el humo pronto se hizo menos denso, permitiéndonos ver el camino con mayor claridad, aunque cada cierto tiempo teníamos que frotarnos los ojos con la manga o los nudillos. Llegamos a una gran habitación llena de escritorios y grandes mesas con mapas de los distintos distritos de la ciudad. De la pared colgaban más mapas, con alfileres de colores marcando lo que debían de ser otros refugios de Protección Civil. Varias lámparas de metal se balanceaban sobre las mesas y sobre la hilera de teléfonos colocados en perfecto orden encima de cada escritorio. También había un equipo de transmisores de radio alineados contra una pared. Sólo faltaba una cosa, pero ése no era un buen momento para hacerle preguntas a Potter.

En el otro extremo de la habitación había una puerta que daba a un amplio pasillo. Cuando estábamos a punto de atravesarla, una nueva explosión hizo temblar el edificio y nos lanzó contra el suelo. De rodillas, observé las grandes grietas que avanzaban serpenteando a través del cemento.

No tenía la menor idea de lo que habría ocurrido en los niveles inferiores del complejo. ¿Más tuberías reventadas, bidones de combustible, productos químicos? Quién diablos sabía lo que almacenarían en un sitio como ése. Lo que estaba claro es que el búnker entero estaba a punto de venirse abajo. Desde luego, Potter no se había equivocado al hablar de una reacción en cadena. Las bombas alemanas habían sido el detonante inicial, pero los daños aún continuaban. Un desperfecto provocaba un incendio en un edificio, que se propagaba al edificio de al lado, causando una explosión, y otra, y otra más, hasta que el edificio se venía abajo, llevándose consigo al edificio de al lado, que, al derrumbarse, debilitaba la estructura del siguiente. Y así sucesivamente, sin que nadie pudiera reparar los daños para detener la cadena. Como había dicho Potter, era un milagro que toda la ciudad no estuviera en llamas.

Realmente, esas grietas no me gustaban nada. Y supongo que precisamente por eso vacilé durante unos instantes mientras los demás se levantaban y corrían hacia la puerta. Al ver cómo se empezaba a inclinar una sección del suelo, supe lo que iba a ocurrir. Así que me levanté y corrí. Corrí como si me persiguiera el mismísimo diablo, pero eso no fue suficiente.

Mientras me acercaba a los demás, que, a esas alturas, casi habían alcanzado la puerta, noté cómo el suelo empezaba a descender bajo mis pies. Durante un par de segundos, fue como si estuviera corriendo cuesta abajo por una superficie cada vez más inclinada, ganando velocidad a pesar de mi cojera. Fue una sensación extraña ver cómo el mundo se desplomaba a cámara lenta a mi alrededor. Creo que grité aterrorizado cuando empecé a resbalar, justo antes de que se produjera una inmensa sacudida que hizo desprender del resto del suelo la sección de cemento sobre la que estaba.

El instinto, más que una reflexión lógica, me hizo saltar hacia el radiador de hierro que había en la pared más cercana. Conseguí agarrarme al tubo del radiador, pero el tubo empezó a salirse de la pared y, durante unos instantes, pensé que todo el radiador iba a desprenderse. Pero aguantó, conmigo colgando de él, mientras el suelo se desplomaba sobre el nivel inferior con un inmenso estruendo seguido de una enorme nube de polvo.

Las llamas del piso inferior ascendieron hasta acariciarme las piernas y alguien gritó junto a la puerta. Conseguí agarrar la parte superior del radiador con una mano, pero, aun así, notaba cómo las fuerzas me iban abandonando; el esfuerzo era excesivo. Gruñí, demasiado débil para levantar mi peso hasta el borde irregular del suelo, donde me esperaban los demás, extendiendo sus manos hacia mí mientras sus voces se alzaban sobre el crepitar de las llamas.

Miré hacia abajo. Si la caída no me mataba, desde luego el fuego lo haría. Cada vez tenía las suelas de las botas más calientes y supongo que, de alguna manera, al pensar en la horrible muerte que me esperaba, mi cuerpo encontró un último resquicio de energía. Deslicé la mano izquierda sobre la parte de arriba del radiador, aguantando el peso del cuerpo con la derecha; pero, cuando intenté volver a sujetarme con la izquierda, el sudor la hizo resbalar y me quedé colgando de una sola mano, balanceándome impotente en el vacío.

Stern se inclinó sobre el borde del suelo y, durante un instante, el humo que se arremolinaba alrededor de su cara, a apenas un metro del radiador, pareció separarle la cabeza del cuerpo y hacerla flotar en el espacio. El alemán tenía una mano apoyada en el extremo del radiador y extendía la otra hacia mí. Era una maniobra peligrosa, pero no aprecié ningún temor en sus claros ojos. Durante una décima de segundo, un instante tan efímero que puede que sólo existiera en mi imaginación, creí distinguir un cambio en su mirada, una especie de burla que desapareció tan rápido como había surgido. Al principio, su mano extendida estaba fuera de mi alcance, pero después la acercó unos centímetros, como si sólo hubiera estado atormentándome. Pero era posible que yo me hubiera equivocado, que hubiera interpretado mal su expresión, que esa extraña mirada sólo expresara su propio temor, porque, arriesgando su vida, el alemán se había inclinado todavía más para intentar salvar la mía. La verdad es que no podía saberlo.

—Cógeme la mano —lo oí decir entre el estruendo de las llamas y los gritos de los demás. No veía nada en sus ojos que pudiera ayudarme a decidir, tan sólo frialdad, una frialdad desconcertante.

Dudé un último instante. ¿Me dejaría caer? ¿Le diría a los demás que me había resbalado? No podía saberlo y, en cualquier caso, tampoco tenía tiempo para pensarlo. Le agarré la mano.

El alemán me levantó tirando de mí con fuerza y suavidad al mismo tiempo, como si levantarme apenas supusiera un esfuerzo. Conseguí apoyar un tacón en el borde del suelo, y un sinfín de manos me pusieron a salvo. Rodé sobre el cemento mientras mis salvadores retrocedían para dejarme espacio y me quedé ahí boca arriba, inspirando grandes bocanadas de un aire fétido y abrasador. Pero mis compañeros no estaban dispuestos a dejarme descansar. Las dos chicas me levantaron sin esperar a que recuperara el aliento y me sujetaron hasta que la cabeza dejó de darme vueltas.

—Tienes más vidas que un gato, yanqui. —Cissie me estaba dando palmadas en la espalda para ayudarme a expulsar el humo de los pulmones.

—¿Estás bien? —dijo Muriel mientras me limpiaba el hollín de los ojos con la punta de los dedos.

Pero a Potter no le quedaba paciencia para soportar una escena como ésa.

—Ya tendrán tiempo para mimarlo después, señoritas. Como no salgamos de aquí ahora mismo, todos vamos a acabar asados, y no estoy exagerando ni lo más mínimo.

Nos apremió a avanzar hacia la puerta. Cuando miré hacia atrás por última vez, las llamas ya llegaban hasta el techo. Potter abrió la puerta de hierro, y una ráfaga de aire frío nos dio la bienvenida al pasillo. Volvió a cerrar la puerta y, de repente, todo se llenó de silencio. Las chicas se derrumbaron en los primeros peldaños de una estrecha escalera de cemento que ascendía hacia la oscuridad, y el alemán se dejó caer de rodillas, jadeante. Me alegró ver que estaba igual de maltrecho que el resto de nosotros, aunque cualquiera hubiera pensado lo contrario hacía tan sólo un momento. Observé sus inexpresivos ojos, unos ojos que, más que hacia afuera, parecían mirar hacia adentro de sí mismo, y me pregunté por qué no sentía ninguna gratitud hacia él.

Apoyé la espalda contra el duro muro de ladrillo y me fui deslizando lentamente, hasta quedar en cuclillas. Con las muñecas apoyadas sobre las rodillas y los ojos cerrados, respiré profundamente para controlar el temblor de mi cuerpo.

Pero Potter volvió a interrumpir nuestro momento de paz.

—Siento molestar, pero todavía no estamos a salvo.

Parecía molesto, como si, de alguna manera, todavía nos culpara por la destrucción del búnker. Al abrir los ojos de nuevo, vi su cara contraída en una mueca adusta. Y, entonces, lo entendí.

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