35 años, 35 historias

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El sueño del Príncipe

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El sueño del Príncipe

Jesús Rodríguez

Año

2006

: PRIMER Y ÚLTIMO POSADO

Retratamos a don Felipe y doña Letizia en el ala privada del palacio de la Zarzuela. Nunca antes lo había conseguido ningún otro medio. Y nunca lo han vuelto a hacer. Fue con motivo de un número especial para celebrar el 25º aniversario de los Premios Príncipe de Asturias.

El País Semanal, domingo 15 de octubre de 2006 .

Alonso no ganó el Premio Príncipe de Asturias el año pasado por ser mejor piloto que Schumacher; ganó porque su voluntad de triunfo es un ejemplo para la juventud. La selección de baloncesto no ha ganado este año por haber conquistado el Mundial; ha ganado por su ejemplo de superación, espíritu de equipo y compromiso con los valores del deporte.

Así piensa el Príncipe.

Cargada de principios. Universal. Independiente. Un referente para la sociedad. Ese es el espíritu de la Fundación Príncipe de Asturias. Y también el secreto de su éxito. Esfuerzo, prudencia y calma. Como el Príncipe actúa. Gota a gota, le gusta decir. Para explicar una labor de 25 años recurre a un símil televisivo: “Comenzamos en blanco y negro en La 2; pasamos a La Primera en horario de tarde, y ya estamos en prime time...”. No exagera. En 1981, la organización de los premios a punto estuvo de no llenar el teatro Campoamor de Oviedo. Hoy, el acto de entrega cuenta con una audiencia de 1.000 millones de espectadores enganchados “a la ceremonia cultural más importante del mundo”, según definición del sociólogo Anthony Giddens. En España, un 95% de los encuestados valora positivamente los premios; el 80% va más lejos: piensa que mejoran la imagen de nuestro país en el mundo.

Una estructura muy pequeña que hace grandes cosas. Y en la que Felipe de Borbón no es un convidado de piedra. Ha sido desde su mayoría de edad el motor de esa minúscula institución asturiana que nació sin sede, dinero ni plantilla en una España recién salida de la dictadura. Con cabezonería y los deberes hechos. Con el objetivo de conseguir los premios más respetados del planeta. Un referente ético. Y una marca de prestigio para nuestro país. Lo confirman los que trabajaron y trabajan a su lado. “El Príncipe es la autoridad moral”. Él lo dejó claro en un discurso de 1989: “Considero a la fundación como algo profundamente unido a mi destino, en una España impulsada por la seducción del futuro y sus brillantes posibilidades”. Tenía 21 años. Era una declaración de principios.

Olvidada en un rincón de la fundación, en un piso impersonal del centro de Oviedo, hay una desvaída foto de don Felipe de comienzos de los ochenta: un adolescente inocente, lampiño y con los dientes torcidos. La cruza una dedicatoria con letra infantil que el tiempo ha ido borrando. Ese viejo retrato es una buena metáfora de la evolución de la fundación. Su trayectoria -del cero al infinito- enlaza con la biografía de aquel niño rubio que un día será rey. Se han hecho mayores juntos. En 25 años, los premios han conseguido reunir en Asturias a dos centenares de hombres y mujeres que representan lo más noble de la humanidad. Y en ese mismo espacio de tiempo, el Príncipe se ha hecho un hombre; ha comprendido el valor que tienen los galardones para la sociedad y los ha alimentado con los valores en los que cree: libertad, pluralismo, tolerancia y solidaridad. Hoy, gracias a los premios, el Príncipe es más conocido y respetado en el mundo. Y parece una persona en la que uno puede confiar.

Sin embargo, pocos creyeron, en aquel lejano 1979, en la idea de crear una fundación en torno al heredero que le vinculara a Asturias. Y le abriera las puertas de la comunidad intelectual. La iniciativa fue de Graciano García, un periodista y editor inquieto y diletante al que el Príncipe define como un idealista. Graciano García, hoy director de la fundación, no formaba parte del establishment asturiano; había nacido en la cuenca minera y era considerado “demasiado progresista”. El Príncipe, el destinatario de la idea, solo tenía 11 años. Carecía de protagonismo institucional. Se limitaba a acompañar a los Reyes. Y observar. Con esa combinación de timidez y prudencia que ha marcado su carácter. Pocos confiaban en la iniciativa. Pero estaba el Rey, que la acogió con entusiasmo. Y Sabino Fernández Campo, secretario general de la Casa Real, que en cinco minutos la hizo suya, afinó y, sobre todo, canalizó el sutil apoyo de la Corona. Lo explica Graciano García: “El Rey nos recomendó discreción en cuanto a su respaldo. No quería que pareciera una idea salida de la Casa, sino un proyecto nacido de la esperanza que vivía España aquellos días; quería que fuéramos los asturianos los que hiciesemos nuestro el proyecto. Se me encargó que llevara a cabo las gestiones que condujesen a la constitución de la fundación. Pero a título personal. No fue fácil”.

—¿Existía la posibilidad de que la fundación se convirtiera en una corte paralela?

—Sabino no lo hubiese permitido. Y el Rey, menos. La fundación debía ser otra cosa. En la encrucijada, nuestro camino siempre fue el menos transitado.

Un par de años más tarde, en septiembre de 1981, un día, a la vuelta del colegio, le dijeron al Príncipe que iba a asistir “a un acto muy simpático en Asturias”, y que tenía que leer un discurso. Su primer discurso. Cinco párrafos que empolló a conciencia. Aún se ve repitiendo el texto una y otra vez, en una habitación del hotel Reconquista de Oviedo, frente al general Sabino. Lo hizo bien. Fueron minutos de nervios. Las imágenes de la época muestran a un Rey más tenso que su propio hijo. Fernández Campo, de 87 años, recuerda: “Escribí el discurso junto al Rey. Me supuso una emoción enorme que el Príncipe dijera sus primeras palabras en mi tierra. La clave era promover la monarquía. Y todo lo que se hiciera en ese sentido, y además a través del heredero, era positivo. La fundación era una forma de darle a conocer en el mundo entero. Y que en Asturias le consideraran como algo propio. Y esas tradiciones son siempre muy convenientes...”.

El 3 de octubre de 1981 comenzó todo. Los primeros Premios Príncipe de Asturias de la historia. Unidos al espíritu constitucional que se vivía en España. Tiempos de ilusión por la libertad recuperada. Tiempos que parecen remotos. Ocho meses antes, Tejero había asaltado el Congreso. El Rey paró el golpe. El poeta José Hierro, primer premio Príncipe de Asturias de las letras, dejó las cosas claras esa tarde en sus palabras de agradecimiento: “Señor, si el presente no empezase el 24 de febrero, sino que se llamase tarde del 23 de febrero, no estaríamos aquí (...). Vuestra Majestad no pregunta cuántas divisiones puede movilizar un hombre de la cultura. Sabe que un libro o un cuadro creados libremente, importan. Por eso recibe cada año a escritores y artistas. No necesita convertirlos en escritores o pintores de cámara; al respetarlos y admirarlos ha conquistado su respeto y admiración”. Era el espaldarazo. El vínculo entre la Corona y la cultura (y la libertad) comenzaba a ser tangible. El Príncipe reconoce que no comprendió el mensaje de José Hierro hasta años más tarde. Todavía hoy repasa algunos viejos discursos de los premiados. Y se emociona.

En contra de lo que pueda pensarse, aquel año del estreno no es el que don Felipe recuerda con pavor, sino el segundo: el de la confirmación de la alternativa. Cuenta con gracia que la entrega inaugural de los premios fue como lanzarse desde un trampolín por primera vez: como no sabes lo que es, no te lo piensas mucho... y te tiras. En la segunda edición, en 1982, se encontró en Asturias un trampolín mucho más alto. No estaba cómodo, no conocía a nadie y tenía una ortodoncia que le impedía vocalizar bien. A mitad de discurso, en sus propias palabras, se le formó una sopa de letras delante de los ojos. Se atascó. Pasaron segundos que le parecieron minutos. Retomó el texto y salió airoso. Hubo una ovación en el teatro Campoamor. Durante una temporada, aún tuvo pesadillas infantiles en las que se enfrentaba sin palabras a un inmenso auditorio.

Un cuarto de siglo más tarde, los dos anteriores jefes de la Casa de Su Majestad el Rey, Sabino Fernández Campo y Fernando Almansa, coinciden en que el discurso de don Felipe en Oviedo “es el más personal y de mayor trasfondo político de los que pronuncia”. El vizconde del Castillo de Almansa va un poco más allá: “Todo lo que está unido a la fundación supone un auténtico ensayo político para el Príncipe. Una herramienta política e institucional que cada vez se ha hecho mejor y más grande. Ya no es solo el discurso, también la presidencia del patronato, donde ha conocido a gente muy importante de este país”.

—Qué tipo de control ejerce la Casa del Rey sobre la fundación?

—Desde los tiempos de Sabino, y aunque no está escrito, la Casa es la autoridad última. Se le consulta todo. Además, el Príncipe está encima de todo. Y el jefe de la Casa le asiste y asesora en todas sus funciones. Yo estuve a su lado en todos los premios como jefe de la Casa. Y es cierto, los discursos del Príncipe en la fundación son los de más calado político. Siempre se consultan con el Rey. Pero no se pasan al Gobierno, porque el Príncipe no tiene estatuto ni función política. Es el heredero.

—La fundación se ha hecho más grande de lo previsto...

—Si, tiene un impacto que no se esperaba. Una gran trascendencia. Y una enorme visibilidad en los medios de comunicación. Lo que implica una mayor responsabilidad. Pero a mí, en los nueve años que fui jefe de la Casa, nunca me dio un problema.

Esa idea de la trascendencia del discurso del Príncipe es compartida por Plácido Arango, presidente de la fundación entre 1987 y 1996: “Tiene carga política. El Príncipe escucha mucho y luego procura meter mensajes de plena actualidad. Y ha sido así desde que era muy joven. El Príncipe siempre tuvo claro lo que iba a ser y debía ser la fundación. Y en ese sentido, el de los premios es un discurso en el que cree”. El interesado lo recalca: “Es el más mío”.

En ese sentido, es un buen ejercicio histórico recorrer las 24 intervenciones (en 1984 no acudió porque estaba cursando el último año de Bachillerato en Canadá) de don Felipe en Oviedo. No solo supone un repaso a su biografía (su primer viaje oficial, la jura de la Constitución, su carrera militar y estudios universitarios, el compromiso con su generación, la admiración por el Rey, el amor por doña Leticia...); también permite obtener valiosas pistas sobre la forma de pensar de alguien a quien no siempre es fácil conocer ni interpretar.

A través de las palabras que lanza en Oviedo se comprende su pasión por Iberoamérica, la construcción europea y la búsqueda de la paz en Oriente Próximo; la necesidad de un diálogo intercultural; la conexión con los valores del deporte; la adhesión al espíritu constitucional; la creencia en la unidad de España; la preocupación por la globalización y las desigualdades; por el papel de la ciencia en el bienestar de la humanidad; el interés por la información; su reivindicación del papel de la mujer, y, sobre todo, la esperanza en una sociedad mejor. Ese es su sueño. (“Nuestras vidas cobran su sentido más profundo cuando nos esforzamos en hacer realidad nuestros sueños”). Presente, por ejemplo, en las últimas líneas de su discurso de 2002: “Si en cualquier lugar del mundo, si desde algún pueblo perdido en las montañas de un remoto país, un solo niño, una sola niña ve esta ceremonia y siente el deseo de llegar a ser algún día tan generoso, tan brillante, tan sabio como los que nos honran al recibir nuestros galardones, nuestro esfuerzo y nuestra dedicación se habrán llenado de significado”.

Para él, los 24 discursos han sido importantes, pedazos de su vida; pero, de tener que elegir, se quedaría con el de 2004, el primero que asistió por la puerta grande junto a la princesa de Asturias. El año anterior, novios en secreto, Leticia y Felipe se cruzaban por los pasillos de Oviedo ignorándose. Aún no habían anunciado su compromiso. No querían filtraciones. Al año siguiente fue distinto. El Príncipe reconoce que la ceremonia de 2004 ha marcado su vida.

Lo mismo piensa la Princesa, que un día se definió como asturiana, ovetense, monárquica y principista. Doña Letizia temía el momento de enfrentarse a los premios. Un acto que conoce desde niña y siempre la emocionó. Hasta el extremo de saltársele las lágrimas ante los gemidos de las gaitas asturianas mientras transmitía por televisión la edición de 2002. Sabía que en Oviedo podía derrumbarse. Lloró mucho en las vísperas del 22 de octubre de 2004. Y esa tarde, en el teatro Campoamor, aguantó con la cabeza baja y los puños crispados, un nudo en el estómago y la garganta reseca, el emotivo discurso del Príncipe. Si empezaba a llorar, ya no podría parar. Don Felipe estuvo tentado de detener su discurso, pero prefirió seguir adelante. Concluyó con estas palabras, en las que comparaba la fundación con un árbol, “que a partir de ahora contará también con el cuidado y la ayuda entregada de mi esposa, Leticia, la princesa de Asturias”. Después vendrían muchas lágrimas. Pero en privado.

El reverso de la imagen descompuesta de la Princesa lo ofrecía esa tarde el aspecto de felicidad del Príncipe. Después de 18 años presidiendo en solitario la entrega, desde que el Rey le cedió todo el protagonismo, tenía, por fin, a su lado alguien con quien compartir su labor. Una persona a la que considera con criterio. Cuyas ideas siempre tiene en cuenta. Y que es asturiana.

Es una de esas entrañables instantáneas ya unidas a la historia de los premios; como la de Isaac Rabin avanzando a pie por las calles de Oviedo, Woody Allen y Arthur Miller soldados del brazo, Günter Grass y el astronauta John Glenn atónitos ante la minifalda de la tenista Steffi Graf, las amargas lágrimas del líder sefardí Salomón Gaón en su retorno a Sefarad, el discurso emitido por sintetizador de Stephen Hawking, la brillantez del último Adolfo Suárez, el carisma de Nelson Mandela o el abrazo entre los irreconciliables luchadores contra el sida, Luc Montagnier y Robert Gallo.

Sin embargo, detrás de los focos hay también una historia de trabajo, dedicación y entusiasmo unida a unos pocos nombres. Los que creyeron desde el primer día en aquel sueño.

El 24 de septiembre de 1980 quedaba constituida la Fundación Príncipe de Asturias. Tenía su sede social en una vieja sucursal bancaria de la calle Pérez de la Sala, en Oviedo. Y cuatro empleados. En la primera reunión del patronato, la inspiración real se materializó en el nombramiento de Pedro Masaveu como presidente. Tenía, posiblemente, la mayor fortuna de España. Era culto, refinado y asturiano; coleccionista de arte y amante de la música clásica. Y no buscaba protagonismo.

Plácido Arango, fundador del Grupo Vips, patrono de la fundación desde el primer día y presidente entre 1987 y 1996, añade al retrato de Masaveu: “Era un perfeccionista; cuidaba hasta el último detalle. Graciano [al que nombraron director] y él hacían una buena pareja. Uno gestionaba y el otro promovía. La tercera pata era Sabino. Sin Graciano no existiría la fundación, pero sin el apoyo del Rey y el trabajo de Sabino y Masaveu no habría salido adelante”.

La fundación nació pobre. “En el hogar humilde está la auténtica libertad, y nosotros aspirábamos a la independencia. No buscábamos una gran empresa que pagara todo; no queríamos ser la fundación de tal o cual compañía, que decidiese u orientase cómo tenía que ser nuestra actuación. Nuestra credibilidad viene de nuestra independencia. Nunca nos hemos plegado a una presión. Y ha habido muchas”, explica Graciano García. Y no miente. Pasar unas horas a su lado supone compartir un puñado de llamadas de poderosos que preguntan: ¿cómo va lo nuestro? Y Graciano escapándose por la tangente. “Desde el primer momento, Arango dijo: ‘Aquí no hay recomendaciones que valgan’. Y hoy nuestro gran patrimonio es la independencia”.

Eso, en lo moral; porque, en lo económico, nació con solo 11 millones de pesetas. En los siete primeros años, Masaveu pagó de su chequera los gastos de la fundación. En 1987 solicitó abandonar la presidencia por motivos de salud. Sufría una enfermedad degenerativa. Murió seis años más tarde, cuando la fundación a la que dedicó dinero e ilusión era ya una realidad.

En 1987, la inspiración real, interpretada por Sabino Fernández Campo, convirtió a Plácido Arango en nuevo presidente de la fundación. Como su predecesor, Arango tenía una importante fortuna, era coleccionista de arte y amante de la cultura; con raíces asturianas y enormemente discreto (en nueve años de presidencia solo concedería dos entrevistas). Y con dos valores añadidos: era un hombre de mundo (patrono del Metropolitan Museum neoyorquino y amigo de Octavio Paz y Gabriel García Márquez) y con un gran olfato empresarial. Le iba a tocar la delicada misión de conseguir que la fundación reuniera un patrimonio que permitiera su autofinanciación.

Ese diseño no era nuevo. La Fundación Nobel ha vivido, desde su creación en 1901, de las rentas del legado de Alfred Nobel, que dejó dispuesto en su testamento: “Mi capital será invertido por mis albaceas en valores seguros, y sus rentas constituirán un fondo que será distribuido en forma de premios para aquellos que han hecho el beneficio más grande para la humanidad”. “La Príncipe de Asturias no tenía ese patrimonio inicial y Masaveu no tuvo tiempo de reunirlo”, recuerda Plácido Arango. “Esa tarea me tocó a mí. La fundación ya había despegado; estaba bien vista por el Rey y por la sociedad, y los empresarios, que sabían ese interés del Rey y la importancia que la fundación podía tener para el Príncipe, hicieron una aportación de buen grado. Yo me limité a llevar el recado, y el recado y el recadero fueron bien recibidos. No quisimos que fueran más de 50 las empresas consultadas. De la lista original, se abstuvieron ocho; las demás siguen. Los benefactores se incorporaron al patronato no ejecutivo. Además de otras personas, como el presidente de la Real Academia y Octavio Paz”. Graciano García define al patronato que salió de aquella ampliación, y que hoy está en torno a 80 miembros, “la élite cultural y empresarial de España”.

Cuando, en 1996, Plácido Arango abandonó, por decisión propia, la presidencia, en el momento en que el Príncipe concluyó sus estudios de posgrado en Georgetown, el patrimonio de la fundación había pasado de 11 a 2.500 millones de pesetas. Había conseguido músculo financiero. Y en su patronato figuraba lo más selecto del Ibex-35: las dos grandes multinacionales españolas, los dos grandes bancos, las dos grandes cajas de ahorro, las tres grandes constructoras. Además estaba inmersa en la internacionalización de sus premios y había puesto en marcha iniciativas como los coros y la Escuela Internacional de Música.

El perfil del sucesor en la presidencia respondía a los nuevos tiempos. El nuevo presidente no era un culto mecenas, sino un gestor de altura. José Ramón Álvarez Rendueles, en cuyo nombramiento tuvo mucho que ver la inspiración del Príncipe, poseía un currículo impresionante: catedrático de Hacienda Pública, ex secretario de Estado de Economía, exgobernador del Banco de España, expresidente del Banco Zaragozano, vicepresidente mundial de Arcelor y presidente de Aceralia. Respetado, dialogante, asturiano y hombre de centro, era el nombre exacto que hubiese podido salir de una empresa de cazatalentos.

Álvarez Rendueles, que opina que en estos 10 últimos años la fundación ha aumentado en prestigio y cotización -”gracias al equipo y, sobre todo, al nivel de los jurados”-, considera que su misión en estos momentos es “poner énfasis en la dirección internacional, especialmente hacia Asia y Estados Unidos, y mejorar el patrimonio de la fundación, que está en 20 millones de euros, pero aún es insuficiente para autofinanciarnos. En el Nobel, las rentas de la aportación inicial cubren el presupuesto anual; no tienen que basarse en las expectativas de lo que vayan a dar los patronos cada año, como en nuestro caso. Para conseguir imagen, visibilidad, internacionalización necesitaríamos un patrimonio de 100 millones de euros. Piense que damos a cada premiado 50.000 euros, frente al millón que otorga la Fundación Nobel. El problema es que en España el mecenazgo no tiene ventajas fiscales”.

Los Premios Príncipe de Asturias se han convertido en una gran marca española de prestigio internacional. El presidente asturiano, Vicente Álvarez Areces, reconoce que la fundación “ha abierto nuestra imagen al resto del planeta. En estos momentos, nuestros primeros apoyos en el mundo son los premiados. Y estamos aprovechando ese reconocimiento, esa imagen y la utilidad de esos contactos para que se nos abran puertas en el exterior”.

La fundación cuenta con la mejor agenda del país. Más de 200 premiados que son un referente intelectual y ético para la humanidad y que se sienten intensamente unidos a los premios. Para algunas de las personas involucradas, ese es el futuro de la Fundación Príncipe de Asturias: aprovechar esa red de contactos como una herramienta del Estado. Aunque sin renunciar a su papel de premiar cada año “al cuadro de honor de la humanidad”, en definición de Graciano García.

Por eso, cuando el próximo viernes Bill y Melinda Gates, Pedro Almodóvar, Juan Ignacio Cirac, Paul Auster, Mary Robinson, la selección española de baloncesto y los representantes de National Geographic Society y Unicef recojan sus respectivos Premios Príncipe de Asturias, quizá el mejor mensaje que puedan recibir sobre el espíritu que mueve a la fundación sean estas palabras que pronunció don Felipe en 1990: “La vida es un regalo grandioso y una oportunidad única para hacer el bien”.

UNA EDICIÓN HISTÓRICA

Número especial.

En el 25º aniversario de los Premios Príncipe de Asturias, reunimos en un número especial a algunos de los grandes premiados a lo largo de estos años. Como Woody Allen, Oscar Niemeyer, J. K. Rowling, Muhammad Yunus y Fernando Alonso.

Fotografía única.

En La Zarzuela aún recuerdan con terror la reacción de todos los medios de comunicación cuando

El País Semanal

publicó el primer y único posado de los Príncipes de Asturias. Fue la guinda a un número dedicado a los premios. Una sesión cómplice y relajada. La elección de las fotografías publicadas recayó exclusivamente en la dirección de EL PAÍS.

A un paso de la muerte

Álvaro Corcuera

Año

2010

: UNA REUNIÓN NUNCA ANTES CONTADA

Nuestra protesta contra la pena de muerte.

El País Semanal

fue el primero en convivir, durante cinco días, con 21 supervivientes del corredor en EE UU. Comprobamos sus dificultades económicas, sociales, familiares y de salud.

El País Semanal, domingo 17 de enero de 2010 .

El pasado 7 de julio, un juez me devolvió la libertad tras 21 años encerrado en Illinois. Pasé 13 años en el corredor de la muerte por culpa de un chivatazo falso y de una confesión que firmé tras 39 horas de tortura policial. Me llamo Ronald Kitchen”.

—”Buenos días. Mi nombre es Curtis McCarty. El Estado de Oklahoma me condenó injustamente a morir. Estuve encarcelado durante 22 años. Nadie me ha compensado o pedido perdón”.

—”Soy Greg Wilhoit. De Sacramento (California). Pasé cinco años en el corredor de la muerte. Me alegro de estar hoy aquí”.

Birmingham (Alabama, Estados Unidos). Por la autopista 65 llegamos a los límites de la ciudad hacia el Sur. En un cruce, dos hombres-cartel anuncian pizza a 5,99 dólares. A tres manzanas, la carretera se empina y llegamos al Alta Vista Hotel, desde donde se divisa la ciudad entera. El establecimiento, una mole de color blanco construida en los años ochenta, tiene aires de lugar venido a menos y a su alrededor hay edificios enteros cerrados, dicen, por la crisis económica. Alabama es el quinto Estado más pobre del país, y la verdad es que se nota. El hotel está casi vacío. Es perfecto para una reunión tranquila.

Haciendo un círculo en una sala de conferencias se presentan, uno a uno, 21 de los 139 ex condenados a muerte que han logrado demostrar su inocencia en la historia de EE UU. Junto a los 11 negros, nueve blancos y un latino exonerados presentes están sus familiares, amigos y cinco militantes de Witness to Innocence -en castellano, Testigos para la Inocencia, una ONG de Filadelfia que organiza el encuentro y que fue fundada hace cinco años por la monja Helen Prejean, la mujer a la que dio vida en 1995 Susan Sarandon en la película Dead man walking (Pena de muerte, en España)-. Un total de 47 personas van tomando la palabra y, en voz alta, se dan a conocer. Para el grupo, procedente de todo EE UU, esta es su ocasión para reencontrarse unos y darse a conocer otros. A todos les sirve para “cargar pilas”, una suerte de comunión colectiva de cinco días de duración, “una reunión de antiguos alumnos”, como bromeaban algunos. Es su momento privado tras un año en el que algunos de ellos no han parado de viajar y hacer campaña contra la pena capital en escuelas, universidades, iglesias... De manera excepcional, permiten que un medio de comunicación, “por ser extranjero”, se sume por primera vez a su íntimo corro. Y es que algunos, como Curtis McCarty, desconfían de los periodistas estadounidenses: “Si prestaran más atención a la pena de muerte en nuestro país, si dijeran que hay cosas innecesarias, inmorales e inconstitucionales, terminarían con el problema. Pero no lo hacen”.

El círculo aumenta así de tamaño: 48 y 49. Un periodista y una fotógrafa de El País Semanal accedemos a las reuniones y compartimos hotel, comida, bebida y muchas conversaciones durante cinco días de noviembre en Alabama. El sitio elegido por la ONG (cada año escogen uno distinto de la geografía norteamericana) destaca por ser uno de los Estados que se dejó hasta la sangre, en los años cincuenta y sesenta, por la igualdad racial en Estados Unidos. Ubicado en el sur del país, Alabama conserva todavía la herencia del pasado segregacionista y fundamentalista-religioso que tiene en común con otros Estados: Tejas, Florida, Oklahoma, Misuri, Georgia, Carolina del Norte y Carolina del Sur, Luisiana, Arkansas...

No es casualidad que estas regiones sureñas sean también las que concentran la gran mayoría de las ejecuciones de EE UU, el 87% del total en 2009. Pero son muertes que no generan debate social. En Alabama lo comprobamos. El único momento en que los exonerados y sus familias abandonaron el hotel en cinco días fue para acudir a las puertas del Palacio de Justicia de Birmingham, donde habían convocado una rueda de prensa. En un día soleado y agradable, solo se presentaron dos medios: la televisión ABC News y El País Semanal. Apenas una veintena de transeúntes pararon para escucharles.

En el hotel charlamos uno a uno con los exonerados. En una sala adyacente a la que utilizaron para reunirse, los entrevistamos y fotografiamos. Compartimos unos antiguos sofás marrones junto a unos ventanales. Desde ese lugar, estas 21 personas nos explican su milagro y nos guían por el sistema carcelario, judicial y policial estadounidense. El goteo de testimonios dibuja una situación general llena de lugares comunes: corrupción, maltrato, secuelas, racismo... Poco a poco ponemos caras al horror.

La de Derrick Jamison es inolvidable. Este afroamericano de Ohio de 48 años y aspecto de rapero mira a cámara. Sonríe pacientemente con dientes de oro, luce brillantes, anillos y todo tipo de bisutería. Su gorra de los Cincinnatti Reds de béisbol delata su procedencia y su afición al deporte. Con él hablamos también de baloncesto. Se declara seguidor de LeBron James y sus Cavaliers de Cleveland, la otra gran ciudad de su Estado. Derrick es un tipo que al hablar despierta cariño, lo hace pausado, como un niño en la piel de un adulto, con una extraña paz que casi todos los rescatados del corredor contagian al estar a su alrededor. Como si estuvieran ya por encima del sufrimiento, al que Derrick venció y conoce bien: “Estuve a una hora de ser ejecutado, solo a una hora de estar muerto, una hora para ser asesinado. Porque eso es lo que querían hacer. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo? Estuve a una sola hora de que me mataran”, dice clavando sus ojos. Fue el peor momento de sus 17 años en el corredor, el día más crítico de su vida, el de su fecha de caducidad.

En 1985 había sido acusado y condenado a muerte por el asesinato de un camarero en su ciudad. Pero Derrick siempre mantuvo su inocencia. En el camino para demostrarla tuvo que bregarse contra un perezoso sistema de apelaciones. Llegaron a ofrecerle la perpetua a cambio de que admitiera el crimen. No aceptó. No podía, a pesar de que convivía día a día con la amenaza de su propio asesinato legal, porque se sabía inocente. El proceso judicial se alargó y fue tan lento que tuvo que esperar a 2002 para que un juez reconociera que se le había de juzgar de nuevo y le sacara del corredor. Entonces se supieron dos cosas. Una, que otro acusado de dudoso historial había recibido una reducción de condena en su día a cambio de testificar contra Derrick. Y dos, que el fiscal había ocultado premeditadamente declaraciones vitales de varios testigos presenciales del crimen que contradecían a ese falso soplón. En definitiva, nunca hubo pruebas contra él, sino todo lo contrario. Jamison quedó finalmente libre en 2005. 20 años después de una condena injusta: inocente. No le han indemnizado.

Derrick, que describe su primer día en la calle “como el de un niño el día antes de Navidad”, tuvo mucha suerte. Pertenece al club de 139 excarcelados (solo una mujer entre ellos y un español, Joaquín José Martínez) liberados del corredor de la muerte en el que nunca debieron entrar. A pesar de esa desgracia, ellos se consideran generalmente afortunados. Y es que, según las cifras más conservadoras, al menos ocho inocentes han sido ejecutados desde 1976, cuando se reinstauró la pena de muerte en EE UU tras cuatro años de pausa por el caso de un condenado en Georgia que había llegado al Supremo. Tras aquella última gran oportunidad de eliminar la pena capital, EE UU ha liquidado a 1.188 personas mediante diversos métodos. El dato es del pasado 29 de diciembre, pero el goteo sigue, a medida que las inyecciones letales o las sillas eléctricas hacen su trabajo. En Internet hay macabros calendarios con previsiones, nombres y apellidos. Para 2010 se esperan seis muertes en enero, tres en febrero... Estados Unidos es el cuarto país con más ejecuciones, tras China, Irán y Arabia Saudí.

El movimiento abolicionista en EE UU tiene enorme mérito porque lucha contracorriente. “A veces es una batalla solitaria. Sobre todo en el Sur, en el corazón de la pena de muerte, donde se va muy por detrás del resto del país en cuanto a la sensibilización. De todas maneras, si bien en los años ochenta era frustrante estar en contra de la pena de muerte, en los noventa las cosas empezaron a cambiar por la aparición de más y más casos de inocentes en prisión. El movimiento ha crecido”, opina Kurt Rosenberg, uno de los activistas presentes en Alabama y que tomó las riendas de Witness to Innocence al poco de que la monja Helen Prejean fundara la organización. Si bien los últimos tres años han sido positivos, ya que Nuevo México (2009), Nueva York (2007) y Nueva Jersey (2007) han eliminado la pena capital de sus territorios y roto una mala racha que duraba 23 años (Massachusetts y Rhode Island habían sido los últimos en abolirla en 1984), todavía 35 Estados (de 50) mantienen las sentencias de muerte en sus códigos penales con un apoyo popular abrumador. Según una encuesta reciente de Gallup, un 65% de los estadounidenses está a favor, frente a un 31% que se opone. Aunque la diferencia sea aún abismal, es, sin embargo, de las más estrechas desde los años setenta y coincide con el aumento de casos de inocentes excarcelados en los últimos años. En 2009 han salido nueve personas del corredor, la misma cifra que en 2000. Solo el año 2003, con 12 exonerados, les supera. El contador avanza cada vez más rápido, sobre todo gracias a la proliferación de las pruebas de ADN. The Innocence Project, una organización fundada en 1992, ha probado con ese método la inocencia de 248 personas (algunas en el corredor y otras no), demostrando una y otra vez que EE UU tiene un problema. El último caso es el de un hombre condenado a cadena perpetua en Florida, liberado el pasado 17 de diciembre tras 35 años encerrado, un récord en cuanto a permanencia en la cárcel de un inocente.

¿Y la vida tras la cárcel, qué? Al salir hay dificultades económicas, sociales, familiares, de salud... Sentado en una silla de ruedas que parece quedarle pequeña, Paul House, un hombre corpulento de 48 años liberado a mediados de 2009 gracias precisamente a The Innocence Project, habla con dificultades. Su madre, Joyce, hace de portavoz casi todo el tiempo: “¡Me enfado cuando alguien dice que en el corredor hay atención médica!”. Su hijo, con una medio sonrisa muy atrofiada por la falta de cuidados dentales en prisión, corrobora: “Bullshit!” (una palabra soez que significa “mentira”). Paul estuvo 22 años encarcelado en el corredor de Tennessee. Los últimos 10, afectado por una esclerosis múltiple, encerrado las 24 horas del día en su celda, donde comía y hacía sus necesidades. Apenas podía moverse o hablar. Ningún guarda se esforzó en sacarle de su cuadrilátero, aunque solo fuera en la única hora diaria a la que tenía derecho, esposado, al patio.

“Empezó a tener problemas de equilibrio. Él pensaba que sería por una infección de oído. Pero en una de las visitas, otro preso se acercó y me dijo: ‘Señora House, algo le pasa a su hijo. Le he visto apoyarse en las paredes para no caerse’. A la mañana siguiente llamé a mi abogado. Nos costó dos años que un médico entrara a diagnosticarle su enfermedad. Así que los otros presos se ocuparon de él”. Paul afirma a trompicones: “Sé que suena extraño, pero conocí a verdaderos buenos tíos en el corredor”. Tras el diagnóstico, continúa la madre, la prisión solo le dio vitaminas y paracetamol. La batalla legal por las inyecciones que necesitaba fue ardua. Tiempo perdido que deterioró la salud de Paul en medio del desinterés por parte de las autoridades de Tennessee.

A 800 kilómetros de él, Nathson Fields, Nate, otro inocente, vivía condenado a muerte en Illinois. Nate, un negro de Chicago lleno de energía y vitalidad, explica los motivos de esa desatención y comprobamos que lo sucedido a Paul en Tennessee no fue una anomalía, sino un sistema carcelario: “Su mentalidad es ‘¿por qué deberíamos darte atención médica si te vamos a matar de todos modos?’. En el corredor, como mucho te dan un par de aspirinas”. A Nate, que pasó 18 años en la cárcel, 11 de ellos condenado a muerte por un crimen que no cometió, su cabeza le explota de recuerdos. Es su postortura psicológica: “Recuerdo cada día las ejecuciones, a los amigos que vi pasar junto a mi celda de camino a su muerte. Recuerdo estar en la sala de visitas y ver a uno de mis amigos despidiéndose de su madre y sus niños, todos llorando porque solo le quedaban dos días para su ejecución. Algunos se volvían locos. No aguantaban. Hablaban solos. Dejaban de lavarse. Otros se suicidaban. Un día, uno de ellos me dijo: ‘Nate, te voy a echar de menos’. No entendí nada. Al día siguiente le encontraron ahorcado. Otra vez, un tipo cayó fulminado en el patio. Pedimos un médico. Nadie hizo nada. Se recuperó... pero no le hicieron un escáner. ¡Y adivina! Al mes murió de un aneurisma”.

A Nate, claramente la cárcel le hizo más fuerte. Llora al recordar el día que le comunicaron que su madre había muerto: “Ese día pensé: ‘esto es todo, este es mi final”. Pero incluso a eso se pudo recomponer. No cayó ante la presión de la espera de lo inevitable: “No sé cómo lo conseguí. Creo que resistí porque sabía que era inocente. En el instituto fui campeón de lucha. Crecí peleando”. La familia, los amigos, la fe religiosa o la lectura son otros de los salvavidas de los 21 de Alabama. Otros encarcelados no aguantan. Desde 1976, un 11% de las ejecuciones han sido voluntarias, presos que no podían más y renunciaron a todas las apelaciones. Para enero de 2010 se esperan dos casos.

Otro tipo endurecido en prisión es Curtis McCarty, blanco, con perilla, ojos claros y cabeza afeitada. Pasó 22 años en la cárcel, 16 en el corredor de Oklahoma. Eso es un poquito menos de la mitad de su vida entre rejas. A pesar de haber estado tanto tiempo al margen de la sociedad, demuestra conocerla en cada reflexión. Su relato, su mirada y sus lágrimas nos golpean: “Deberías ver lo que les ocurre a esos tíos cuando su tiempo se acorta, cuando les dicen que tienen que empaquetar sus cosas para enviarlas a sus familias porque la ejecución es inminente”. En la pared, los calendarios marcan los días que le quedan a cada uno, un tictac psicológico insoportable. Saben, con unos meses de antelación, su fecha exacta: “Mataron a mi mejor amigo. Billy y yo compartimos celda los 11 últimos años de su vida. Era un buen chaval”. Cuando Curtis habla, lo hace intercalando silencios, buscando unas palabras que en realidad tiene muy claras. Es un tipo con una doble vertiente. Su corazón está dolorido, pero al tiempo es un hombre alegre, que ríe y tiene un gran sentido del humor. De hecho, es un gran placer compartir unas cervezas con él y su novia, Amy. Mientras ella habla, él no para de hacer fotos con una pequeña cámara, como si quisiera documentar cada instante de su vida para que no se le olvide. De hecho, reconoce, tiene problemas para recordar las cosas, una de las consecuencias que muchos padecen tras años sin obligaciones tan sencillas como pagar una factura.

Pero Curtis se pone serio y llora cuando destapa sus recuerdos más duros. “Cuando mataron a Billy, mi tiempo también se acababa. No estaba de humor para ninguna mierda. Varios presos pensamos en hacer una huelga de hambre para protestar. Nos iban a matar igual. Que os jodan, no podéis tratarnos así”, pensaba. Un golpe de suerte en su momento anímico más bajo lo sacó del corredor: el FBI estaba investigando irregularidades en el laboratorio de la policía de Oklahoma City. Un anónimo había enviado una lista a los federales con ocho casos, entre los que estaba el suyo, para que los reinvestigaran. Se supo que aquel laboratorio había falsificado pruebas durante años, y gracias al ADN, Curtis pudo probar su inocencia. Preguntado por si ama a su país, calla en un impás eterno, se atusa la perilla, mira al horizonte y musita tajante: “No”.

El himno estadounidense habla de “la tierra de los libres”, pero paradójicamente pocos americanos han sido compensados por el error judicial que los encarceló. Tras años perdidos, algunos están endeudados, la mayoría tiene nulas o difíciles perspectivas laborales, otros son alcohólicos y todos sufren estrés postraumático. Con ese panorama, la ayuda gubernamental es mínima y casi todo el apoyo se acaba sustentando en las redes familiares y de amigos.

“He gastado 220.000 dólares en abogados. Vendí mi casa, mi granja, mis coches. Todo lo que tenía. Incluso mis familiares hipotecaron sus hogares”, explica Randall Padgett, ex convicto, inocente en el corredor de Alabama durante cinco años. Hablamos con él ante las puertas del Palacio de Justicia de Birmingham. Sonríe porque ya no está en prisión, pero explica con cara de circunstancias que ahora está arruinado por las deudas generadas por su paso por el corredor. Pero resulta que o se gastaba el dinero en sus propios abogados, o quizá hubiera muerto. El letrado que le puso el Estado le reconoció que no iba a luchar demasiado. Era un caso por el que apenas iba a cobrar unos dólares. Para Randall y el resto, conseguir un trabajo es dificilísimo. Hoy peor aún que nunca, debido a la crisis económica. Son personas sin experiencia laboral durante años y en su expediente consta su paso por prisión. A pesar de la inocencia, casi ningún entrevistador se anima a darles una oportunidad.

No hay datos generales, pero de las 21 personas que conoció El País Semanal, solo a dos se les han reconocido indemnizaciones millonarias. A John Thompson, un tipo de habla y risa nerviosas, un juez le ha concedido 14 millones por sus 18 años en prisión. Todavía no ha cobrado. El Estado de Luisiana está peleando con Nueva Orleans para compartir la factura. Mientras, John no ha perdido el tiempo. Ha fundado una ONG y ha comprado una casa en la ciudad, donde acoge a todos los exonerados que necesiten ayuda, estuvieran o no condenados a morir. El que sí cobró fue Ray Krone, cuatro millones por 10 años: lo invirtió en su granja, y no le va mal. Mientras, hay casos como el de Ron Keine. Un juez estableció que 5.000 dólares era el precio por dos años en el corredor. O peor: a Juan Meléndez, la prisión le dio un pantalón, una camisa y 100 dólares cuando lo liberaron tras casi dos décadas encerrado.

En el círculo de Alabama se explica, sobre todo para los nuevos, que solo 27 de los 35 Estados con pena capital tienen leyes de compensación. Pero son incompletas, no se utilizan en la práctica, o solo sirven para casos de ADN. A nivel nacional, existe una ley para presos federales que contempla 50.000 dólares por año erróneo en prisión, aunque nunca se ha aplicado, porque nunca ha habido un exonerado federal. El Congreso norteamericano debate ahora una ley nacional para los casos estatales, unos 500, incluidos los 139 que salieron del corredor. Sin embargo, la propuesta, apoyada de momento solo por 52 de los 435 congresistas, es infinitamente menos generosa que la ley federal: habla de dos años de ayuda económica no directa a las víctimas, a través de ONG que decidirían una por una. Al explicarse esto, la sala de reuniones del hotel se llenó de comentarios de desaprobación.

¿Cómo es posible que en un país como Estados Unidos haya habido al menos 139 personas condenadas a muerte siendo inocentes? Caso tras caso, se repiten varias circunstancias. Policías que ocultan o destruyen pruebas, mala praxis de los fiscales, perjurios, abogados de oficio sin experiencia y con bajos sueldos, soplones que solo actúan en su propio interés... “Los motivos son políticos. Dicen que necesitamos calles seguras. Ponen a los fiscales en una situación de obligación de ganar. La meta de cualquier abogado es convertirse en juez. Para lograrlo necesitan un porcentaje alto de victorias. Algunos llegan al 80%. Es imposible conseguirlo sin haber hecho algo ilegal”, opina John, ya de noche, en el exterior del hotel.

Para colmo, cuando se demuestran los errores, todos se lavan las manos: “Nadie quiere admitirlos. Están en juego muchas carreras y pensiones”, explica Randy Steidl, que pasó casi 18 años encerrado en Illinois (12 de ellos, condenado a morir) y que superó dos fechas de ejecución. La última, por solo seis semanas. Su libertad llegó de manera sorprendente. Los estudiantes de Derecho de la Universidad Northwestern de Chicago revisaron su caso como trabajo de clase. Ellos, “junto con la honestidad” de un policía estatal, demostraron que Randy y otro encarcelado no eran culpables del asesinato de una pareja en un pequeño pueblo en 1986.

En 2003, un año antes de quedar Randy libre, el entonces gobernador de Illinois, George Ryan, eligió esa universidad, no por casualidad, para anunciar que conmutaba la pena de muerte por cadena perpetua a los 167 presos que estaban entonces en el corredor del Estado. La medida perseguía evitar errores irremediables y venía a reconocer que la pena capital se tambaleaba en su territorio. Y es que Illinois, que no ha ejecutado a nadie desde 1999, tiene un historial terrorífico en cuanto a corrupción y equivocaciones. Cuando Ryan tomó esa decisión, muchos problemas ya se conocían o intuían. Uno de los casos más escandalosos fue el del juez Thomas Maloney, que apañó al menos cuatro de sus juicios a cambio de sobornos entre 1977 y 1990. Su carrera judicial, ligada al crimen organizado, terminó cuando una investigación del FBI destapó sus prácticas. En 1993 fue condenado y pasó 12 años en prisión. Poco después de salir, murió. Tenía 83 años.

Perry Cobb, condenado por Maloney en 1979, describe al juez: “Era blanco y muy racista. Toda la gente que metía al corredor o a la cárcel éramos negros”. Los afroamericanos tienen, estadísticamente, más probabilidades de ser condenados a muerte: en 2008 representaban un 41% de los presos del corredor, a pesar de ser menos de un 13% entre la población de EE UU, según el Departamento del Censo de ese país. Perry nunca olvidará lo que perdió: “Fue devastador en mis hijos. Me alejó de mi familia. Tenía una mujer, de la que estaba profundamente enamorado. Me costó año y medio convencerla, con la ayuda de mi padre, para que se divorciara de mí. Ella estaba a punto de morir de los nervios y no quería que criara así a nuestros hijos. Le pedí que se concentrara en ellos. Una de mis hijas fue violada cuando tenía 11 años. ¿Dónde estaba su papi? No le pude ayudar”, lamenta.

Uno de los cuatro juicios apañados por Maloney fue el que le costó 18 años de cárcel a Nate Fields, también negro, como Cobb. Pero aunque Nate entró en el corredor en 1986 y la condena al juez llegó en 1993, su caso no obtuvo una revisión automática y siguió en prisión diez años más: “Este juez había enviado a cientos de personas a la cárcel. Sabían que tendrían que repetir muchos juicios y no querían. Así que preferían ejecutarme antes que revisar mi caso”. Nate logró que un juez fijara en 1998 una fianza de un millón de dólares para su libertad, mientras se esperaba el juicio definitivo. No tenía tanto dinero, pero en 2003, otro preso amigo suyo lo pagó por él y Nate salió libre. Tras seis años en la calle, finalmente un juez de Chicago le declaró inocente el pasado abril.

La falta de escrúpulos en Illinois también ha sacudido a la policía. El ex jefe del cuerpo de Chicago Jon G. Burge fue apartado de su puesto a principios de los noventa tras una investigación interna que reveló que había estado involucrado en al menos 50 graves casos de tortura. Hasta hoy, Burge solo ha pagado los hechos con aquel despido. Pero Ronald Kitchen, en libertad desde el pasado 7 de julio, tiene metido en la cabeza que la persona que ordenó machacarle durante 39 horas, hasta que firmó la confesión de un crimen que no cometió, acabe entre rejas. Este afroamericano sonríe hoy eufórico y se abraza a cada rato a su novia, Katina. “Soy feliz. Y cada día que pasa lo estoy un poco más”, afirma tras 21 años encarcelado, 13 de ellos condenado a morir. De su primer día en libertad, señalaba en Alabama, recuerda que abrazó a su hijo de 20 años por primera vez y que después se comió un helado. En 1988, Ronald era un traficante de drogas, según reconoce él mismo. Entonces, un falso soplón le acusó del asesinato de dos mujeres y tres niños. El tipo estaba encarcelado entonces y recibió una reducción posterior de su condena. Era el cuñado del primo de Ronald. Seguramente, opina, todo fue una trampa para librarse de él. Sin más pruebas que la palabra del chivato, Ronald terminó, tortura mediante, en el corredor. Libre tras dos décadas y con un imperturbable buen rollo, asegura que de momento solo quiere disfrutar del día a día. Solo pone excusas a jugar a baloncesto porque le recuerda a su ocio en prisión.

Un chivatazo falso fue lo que también condenó a Albert Burrell en 1987, este en el Estado de Luisiana. Este hombre humilde, amable y con look de cowboy, cuenta su increíble historia con un hilillo de voz. Tras divorciarse de su mujer, Albert había logrado la custodia del hijo que tenían, Charles, de cinco años.

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