35 años, 35 historias

35 años, 35 historias


A la caza del narco

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A la caza del narco

Arturo Pérez-Reverte

Año

2002

: ABORDAJE AL NARCOTRÁFICO

El escritor Arturo Pérez-Reverte recuperó viejos teléfonos de su agenda de reportero para revivir la lucha contra el trasiego de droga en aguas del sur de España. Una trepidante visita a algunos de los escenarios de su novela

La reina del Sur

.

El País Semanal, domingo 2 de junio de 2002 .

Resulta extraño cómo pueden coincidir a veces la realidad y la ficción. José Luis Domínguez, el observador del pájaro, está atento a la pantalla del visor térmico de Argos, la nave del cielo que lleva un gran ojo nocturno en la proa. “Todavía no nos han visto”, dice. En la pantalla, mientras el helicóptero de Vigilancia Aduanera vuela en la noche, acercándose a la playa desde el mar, la goma es una mancha alargada en la orilla, y los malos una docena de siluetas que se mueven alrededor acarreando fardos de treinta kilos de hachís. La semirrígida de nueve metros a la que seguimos el rastro ha ido a varar en una playa oscura de Guadalmina Baja, a poniente de Marbella. Y mientras Javier Collado, el piloto, lanza el pájaro sobre ellos a ciento cincuenta nudos de velocidad, no puedo evitar una risa incrédula. Esos tíos están alijando el hachís a pocos metros de la casa de Teresa Mendoza, alias la Mejicana, compruebo asombrado. Ni a propósito. Cualquiera diría que acaban de leerse la maldita novela, o que salen de ella.

Veintinueve meses de trabajo concluyen esta noche, aquí mismo, sobre la playa. Quinientas cincuenta páginas que he querido rematar en uno de los escenarios de la historia, para recordar los últimos detalles -estoy a tiempo de corregir las galeradas- y también como excusa para salir una noche más de caza con los viejos amigos, ahora que la realidad se mezcla en mi cabeza con la ficción hasta el punto de que resulta imposible separar una de otra. En realidad nadie pone en una novela lo que no tiene. Ni harto de whisky. Yo, por lo menos, las construyo con lo que he leído, con lo que he vivido y con lo que imagino. Como cualquiera, supongo. Como cualquiera, naturalmente, que haya leído, que haya vivido y que sea capaz de imaginar juntando letras y palabras mientras lo hace. Cada uno es cada uno. En cuanto a la escena que vivo esta noche, suspendido entre cielo y mar en la cabina del BO-105 de Vigilancia Aduanera, ya la viví muchas veces como reportero, en otro tiempo, cuando entre viaje y viaje de la cosa bélica venía de caza al Estrecho; porque Gibraltar era la principal base contrabandista del Mediterráneo Occidental y las imágenes eran rentables y espectaculares, y había adrenalina a chorros, y encima abríamos con esas imágenes los telediarios y nos lo pasábamos -Márquez, Valentín, los viejos colegas de la Betacam- de cojón de pato. Pero de eso hace la tira. Desde entonces han cambiado las cosas; y además, esta noche, lo que hago no tiene fronteras claras entre lo imaginado y lo vivido. Gracias a los viejos amigos de Aduanas -la agenda de un antiguo reportero contiene de todo-, ahora no vuelo para la tele, como cuando era un mercenario más o menos honesto, sino que vuelo para mí. Para la novela en la que trabajo desde hace 29 meses: la joven mejicana que huye a España y tras un largo y accidentado camino de 12 años se convierte en la reina del narcotráfico en el Estrecho de Gibraltar. Y lo paradójico es que, en la historia que se cierra esta misma noche, el escenario que elegí hace mucho tiempo para la imaginaria residencia española de la protagonista, Teresa Mendoza, la Reina del Sur, está a menos de 500 metros de la playa donde ahora el helicóptero de Vigilancia Aduanera cae del cielo sobre la planeadora contrabandista. Lo que tiene mucha guasa, o al menos la tiene para mí. Y lo más curioso es que ni los hombres que están en tierra ni los que se encuentran en la cabina aquí arriba saben nada de eso. Ya ves, me digo. Chaval. Qué extrañas son las coincidencias y las bromas de la vida.

Todo empezó hace tiempo, en una cantina mejicana. Estaba con mis carnales de allá, dándole al tequila, y alguien puso en la rockola el corrido de Camelia la Tejana. Narcocorrido, para ser exactos. Nueva épica de esa frontera que sigue estando, como dijo no sé quién, tan lejos de Dios y tan cerca de los pinches Estados Unidos. Allí, las canciones populares hablaban antes de Pancho Villa, de la Cucaracha y de Adelita; ahora hablan de avionetas Cessna y cuernos de chivo, de perico y de mota, de cargas de la fina en llantas de coches rumbo a la Unión Americana. “Veinte mujeres de negro al panteón van a llegar”, dice una canción. “La lealtad de un pistolero se respeta y se le admira”, dice otra. Aquello es un mundo fascinante y terrible: el México duro, la violencia, la raya del Bravo, la mariguana de la sierra y todo eso. Tipos bigotudos con botas de iguana, con pistolas fajadas a la cintura y con escapularios del santo Malverde, el patrón de los narcos. Tijuana. Sinaloa. Dólares. Lugares donde morir de forma violenta es morir de muerte natural. Y mientras sigues vivo, compadre, pues lo disfrutas para cuando te den picarrón y todo te falte: buenos coches, vino, lujo, música y mujeres. Porque más vale vivir cinco años como rey, me dijo en Culiacán, Sinaloa, el Batman Güemes, con un plato de carne demasiado hecha en una mano y una cerveza Pacífico en la otra, mirándome muy fijo. Más valen cinco años como rey, repitió, que cincuenta como buey. Chale. Y eso es el narcocorrido, ni más ni menos. Vas por la calle y, aunque está prohibida su difusión, lo oyes todo el tiempo en las tiendas, en las cantinas, en las radios de los coches. Pacas de a kilo. Carga ladeada. La muerte de un federal. También las mujeres pueden. La banda del carro rojo. Todo real como la vida misma. Tres minutos de música y palabras con las que los grupos norteños, que salen en las cubiertas de los cedés con avionetas al fondo y pistolas del 45 en el cinto, cuentan historias estremecedoras y fascinantes de contrabandos, pases de frontera, leyendas de hombres y mujeres muertos o que van a morir.

Ese mundo me quedó ahí, en la cabeza. Archivado a la espera de quién sabe qué. A fin de cuentas, la trastienda de un novelista es una mochila donde vas echando cosas, y un día las sacas y las ordenas y las mezclas con otras y te sale una historia. O varias. El día que oí el corrido de Camelia la Tejana sentí la necesidad de escribir yo mismo la letra de una de aquellas canciones. Pero no tengo ni idea de música, ni sé resumir en pocas palabras historias perfectas como las que esa raza cuenta. Carezco del talento de los Tigres del Norte o los Tucanes de Tijuana, o de Chalino Sánchez, que era compositor, vocalista y gatillero de las mafias, y lo abrasaron a tiros, todo exquisitamente canónico, al salir de una cantina, en Sinaloa, por el narco o por una hembra. O por las dos cosas. Así que, tras darle muchas vueltas al asunto, decidí escribir un corrido de quinientas páginas y mezclar en él dos mundos, dos fronteras, dos tráficos. El estrecho de Gibraltar y el norte de México. Recordar cosas viejas, aprender cosas nuevas. Mezclar lo vivido con lo leído y lo imaginado. Vivir de nuevo y vivir más. Ser por fin uno mismo quien, frente a la hoja en blanco, escribe la letra de su propia canción. Eso es agradable, y hasta útil, cuando a partir de cierta edad comprendes que hay más camino recorrido que por recorrer. Te permite encarar viejos fantasmas, serenar recuerdos y remordimientos. Comprender. En realidad es para eso para lo que uno lee, o escribe. Por lo menos es para lo que leo o escribo yo.

“Vamos allá”, dice el piloto. Abajo, en la playa, los malos no nos ven hasta que tienen el pájaro encima, cuando la sombra negra parece salir del mar y Javier les mete el foco en los ojos, y corren en desbandada, arrojando los fardos. Maricón el último. Los hemos pillado justo en el momento: demasiado pronto tiran el hachís al mar, demasiado tarde se largan por tierra y se escapan a bordo de la planeadora vacía. Las palas volando a dos metros del suelo levantan torbellinos de arena, y entre ellos se tira José Luis Domínguez, blandiendo la linterna a modo de arma mientras grita, alto, Aduanas, alto, mientras los malos, que no le hacen por supuesto ni puto caso, corren como conejos y el oleaje atraviesa la goma abandonada en la playa. Hasta hay un cojo, lo juro, que deja la muleta en la playa y sale zumbando a saltos sobre la pierna sana. Pero lo que interesa es asegurar el hachís: esta noche solo somos cuatro porque todo fue rápido y no hubo tiempo de avisar a nadie en tierra, y ya me dirán cómo se para a once o doce tíos alumbrándolos con una linterna. Además, si aparece ahora la Guardia Civil, teme José Luis, y te pillan descuidado, le echan mano a los fardos y se apuntan el servicio. “Que para eso los picos madrugan que te cagas, oye”. Y Jesucristo dijo hermanos y tal, pero nadie dijo primos. Así que los pilotos maniobran el pájaro acercándolo más a la playa, José Luis le pone un pirulo con destellos azules al hachís, y los malos, qué remedio, se piran por esta noche, porque lo que es yo no voy a ponerme a perseguir a nadie. Ni siquiera al cojo, que a estas alturas, salta que te salta, debe de andar ya por Estepona.

El que suscribe es novelista y solo ha venido a mirar. Además, qué carajo. También los malos me son familiares, pienso mientras salto a mi vez del helicóptero y me acerco a la planeadora para observarla de cerca. Varias de las escenas de la novela que acabo de terminar transcurren a bordo de lanchas de goma como esta, con cargas similares a la que transporta. En otro tiempo mantuve también estrechas relaciones con los del otro lado de esa frontera, a veces difusa, que solemos definir como la del delito y la Ley. Eso me ha permitido contar la historia de Teresa Mendoza precisamente desde ese lado: recrear las persecuciones nocturnas, la costa marroquí, las luces de los faros españoles entrevistas en la marejada, cuando aún no había GPS y se navegaba a ojo, a puros huevos, del economato de Al Marsa derecho al norte, por ejemplo; o rumbo sesenta desde Ceuta, y al perder de vista el faro, rumbo norte, entre las farolas de Estepona y de Marbella. Narrar la forma de vida de los narcos del Estrecho, tal y como los conocí hace quince o veinte años. Algunos de los viejos amigos de ese otro lado de la noche -entonces eran jóvenes, y las planeadoras, el tabaco, el hachís y el mar suponían para ellos una gozosa y rentable aventura- ya no están. Se han jubilado. Hola, adiós. Cómo pasa el tiempo, colega. Otros están muertos: completamente RIP. Y a algunos, varios años en cárceles marroquíes los han vuelto casi irreconocibles, amargos y malos de verdad. En fin.

Buenos y malos. No mames, que diría Teresa Mendoza. En realidad es difícil hacer esa distinción a estas alturas de la novela y de la vida. Lo cierto es que ahora digo bueno o digo malos como referencia, porque de algún modo tienes que llamar a la gente cuando te mueves entre ella. Pero la historia que acabo de rematar no juzga, ni define, ni nada de nada. No es una historia moral, entre otras cosas porque fui reportero durante veintiún años, y si algo aprendí es a desconfiar de quienes dicen tener claro donde está el bien y el mal, y de las historias con fondo moral. Todo el mundo tiene razones para hacer lo que hace; y si uno se calla y mira intentando comprender, a veces comprende. En la historia de mi Reina del Sur imaginaria pero no tanto, el mundo del narco mejicano y español es el escenario: el lugar donde transcurre la acción y por donde se mueven los personajes. Eso está ahí, y cada cual puede sacar sus conclusiones. Yo me he limitado a contar la historia de una mujer. De una pava un poquito cabrona que al principio no sabe que lo es, o que puede serlo, y luego sí. Doce años de una vida sin ambición y sin objetivos en la que, paradójicamente, cada golpe, cada desgracia, puede empujarte hacia arriba. Qué cosas, ¿no? Convertirte en leyenda.

También ellos son leyenda aunque no lo sepan, pienso mientras observo moverse por la playa a los tripulantes del pájaro. Y también son cazadores natos, decido una vez más. Nadie se mete en una planeadora solo por dinero. Ni loco. Nadie los persigue jugándose la vida solo por sentido del deber. Ni borracho. Hay algo personal en todo esto. Reglas propias, códigos íntimos de cada cual. Hace muchísimo tiempo que conozco a algunos de ellos, tanto dotaciones de helicópteros como de turbolanchas HJ, y estos tíos siguen asombrándome. Vuelan de noche a ras del mar, empapados por el aguaje de las lanchas contrabandistas, se tiran en la oscuridad sobre planeadoras que huyen entre pantocazos a 50 nudos, aterrizan en playas estrechas y lugares imposibles, abordan mercantes cargados de cocaína en mitad del Atlántico. Tengo un montón de cintas de vídeo hechas con ellos en los viejos tiempos: persecuciones increíbles en Galicia, en el Estrecho, a bordo del pájaro o planeando a cincuenta nudos en palmos de agua por la orilla, o entre las bateas mejilloneras, a oscuras y con la única luz del foco oscilante, los rostros de los contrabandistas mirando atrás, los fardos arrojados por la borda, el aguaje de la planeadora cegando al helicóptero, la adrenalina, el miedo, la caza. Chíngale.

La caza. Esa palabra acude constantemente a mi cabeza esta noche, y tal vez sea porque lo resume todo: lo que ellos hacen, lo que yo hago aquí; la novela que he escrito y de la que por fin, de esta forma casi simbólica y frente a tonelada y pico de chocolate fresco, acabo de librarme. A media historia, capítulo seis, necesité algo concreto. Imaginar sobre el terreno, o más bien sobre el mar, el itinerario de una persecución a lo largo de la costa española, desde Punta Castor, cerca de Estepona -un sitio cojonudo para alijar hachís, dicho sea de paso-, hasta un lugar conocido como la Piedra de León. Anduve por la zona dándole vueltas, sin terminar de verlo del todo, hasta que la gente de Vigilancia Aduanera me sacó del apuro. Chema Beceiro, el patrón de una HJ, me llevó de patrulla nocturna al mar, como en los viejos tiempos, y a bordo de esa embarcación pude establecer, milla a milla, el itinerario que Santiago Fisterra alias el Gallego, el patrón de la planeadora Phantom en la que navega Teresa Mendoza, sigue a lo largo de la costa en una escena de cacería nocturna donde solo los nombres de los personajes son del todo ficción. Roooar. Como la vida misma.

“Estoy sangrando como un jalufo”. José Luis, el observador del helicóptero, se ha cortado profundamente las manos con los cristales de una tapia al perseguir a los malos. Tajos muy feos y sucios, así que se enjuaga los cortes en el agua de la orilla antes de revisar el botín de hoy. Por las infecciones, dice. El yodo y la sal y todo eso. Tan tranquilo. Hace un par de horas se tiró de noche en medio del Estrecho para revisar un pesquerillo sospechoso que se acercaba a la costa sin luces, y luego salió de allí agarrado al patín, en medio de una marejada que me hizo temer que terminara en el agua. Apenas subió a bordo le pregunté cuánto cobraba por aquello, lo dijo, y todavía me estoy partiendo de risa. Atravesada, pero risa. Lo conozco hace mucho tiempo. Lo he visto tirarse a las gomas a oscuras, volando a 50 nudos sobre el mar, y liarse a hostias con los malos hasta que paraban, o sacar a emigrantes de una patera volcada que se estaban ahogando, y hacerlo con una mar infernal, en la oscuridad. También cuenta unos chistes estupendos cuando tomamos copas o tapeamos por Algeciras, La Línea o donde Kuki, en Campamento. Ahora José Luis se pasea feliz entre los fardos capturados, revisa lo que han dejado atrás los malos al poner pies en polvorosa. Ropa, comida. Me enseña un permiso de residencia español a nombre de un marroquí, que en la foto parece joven y guapo. “Mira este espabilao: foto de novia rubia española, que por cierto está buenísima, y dentro, escondida entre una oración del Corán, foto de la novia seria que tiene en Marruecos, esta última para casarse”... El foco del helicóptero, que parece un monstruo detenido sobre la estrecha franja de arena, con las palas girando a dos metros escasos de las tapias y los árboles, alumbra los fardos de hachís. Mil doscientos kilos, calcula el veterano observador con un vistazo de experto. Pastillas de jabón, o sea aceite. Alta calidad. Un tercio en la playa, el resto aún a bordo de la planeadora. Subimos a bordo de la goma, a echar una ojeada cerca. El GPS de los malos todavía está encendido, con la ruta marcada: de Cabo Negro, Marruecos, sur de Ceuta, en línea recta a la playa de Guadalmina Baja. Ahí lo tienes bien clarito, colega. Con waypoints y con su puta madre. El bulevar del hachís.

Javier Collado deja a Juan, el copiloto, vigilando el helicóptero, y viene a reunirse con nosotros. Javier es mi amigo desde hace quince años: desde aquella primera noche en que salimos juntos a cazar planeadoras gibraltareñas, él para Vigilancia Aduanera y yo para los telediarios, o para Informe Semanal, o para algo de la tele, ya no me acuerdo bien, y nos quedamos el uno con el otro para siempre. Durante mi vida como reportero volé muchas veces en helicóptero, en paz y en guerra, con pilotos militares y civiles, y jamás encontré uno como él. He tenido a pilotos españoles, gringos y franceses en casa, viendo los vídeos de sus cacerías nocturnas, y juro por mis muertos más frescos que los he visto ponerse pálidos. Volando, Javier es frío como el hielo. Y doy fe con mi propio pellejo intacto. Como aquella vez que en plena noche, cegados por el aguaje de una Phantom gibraltareña, pegados a su cabezón Yamaha de 250 caballos y al mar, Javier le partió la antena con el patín a la planeadora para incomunicarla de quienes la estaban guiando por radio con unos prismáticos nocturnos y un walkie desde lo alto del Peñón. Cirugía náutica, se llama eso. O como aquella otra noche que, en plena persecución, con mala mar, los malos nos hicieron una pirula muy perra, tocamos con un patín una ola, estuvimos a punto de irnos todos a tomar por saco, se disparó un flotador y todas las alarmas, y Javier nos subió de allí con una sangre fría que todavía hoy me deja patedefuá. La misma sangre fría que en otra ocasión -fuerte marejada, a oscuras y en mitad del Estrecho-, le permitió casi meter la panza del helicóptero en el mar mientras José Luis, de pie en un patín, sacaba del agua a los marroquíes de una patera naufragada -ya se había ahogado la mitad cuando los encontraron en plena noche- que al subir a bordo lo besaban, muá, muá, y José Luis se rebotaba porque para eso de los besos morunos es muy tímido. La misma sangre fría con la que hace un año, dejando la palanca al copiloto, Javier se tiró al agua para salvar a un contrabandista cuya lancha había zozobrado, y se ahogaba. O la que le hizo aterrizar hace unos meses en una playa persiguiendo a otro traficante, varar el malo su lancha y salir zumbando entre las dunas, bajarse Javier del helicóptero, correr tras él y darse una estiba de órdago -esta vez ganó el bueno-, como quien deja un coche con las puertas abiertas en mitad de la calle. Tal cual. De las doce mil horas de vuelo que acaba de cumplir, las cuatro quintas partes las ha hecho volando de noche. Es leyenda viva, y yo he visto a los contrabandistas, al reconocerlo, darse con el codo y mirarlo con respeto. Ahí va ese hijoputa. Fíjate, oye. El piloto del pájaro. Y quiero tanto a este cacereño volador que hasta lo he metido en la novela, con nombre y apellidos. De personaje. Me lo prohibió, claro, porque todo lo agresivo que resulta cuando está allá arriba lo es de tímido en tierra firme, donde no habla por no molestar. Pero me importa un pito. Los amigos están para joderlos, le he dicho. Y para compensar el mal trago de verse como personaje de ficción, acabo de regalarle un dibujo de Joan Mundet, el ilustrador del capitán Alatriste, para las dotaciones de los helicópteros Argos de Aduanas: el Jalufo. Un cerdo con casco de piloto y bufanda de Snoopy bajo un cielo estrellado, con la leyenda VenorNoctu: Cazo de noche. Con dos cojones. Así que ya ven: cazadores y presas, narcocorridos, cocaína, hachís, Sinaloa, Gibraltar. Una mujer que juega en un mundo de hombres, con reglas que ella no eligió; y que sin pretenderlo, escribiendo la letra de su propia vida, sale de la nada para convertirse en leyenda... ¿Cómo no iba a escribir sobre eso una novela?

DEL HACHÍS A LA COCAÍNA

Puerta de Europa.

España, según informes de Europol, es “la puerta de entrada a Europa” en la ruta de la droga. En 2010, la policía española le arrebató al narco 384.315 kilos de hachís y 25.241 kilos de cocaína.

Desde México.

Aunque la novela de Pérez-Reverte se construía sobre la ficción de un narcocorrido, la realidad ha ido en paralelo a su Reina. “Hay datos de mafias mexicanas” en España, constataba en octubre la fiscalía antidroga. Hasta ahora eran colombianas.

Adaptación.

La reina del Sur se adaptó para el canal hispano de EE UU Telemundo, que registró en el estreno el mejor dato de su historia. Mientras, los latinos del país comenzaron a preguntarse qué era el hachís. La resina del cannabis es la droga más popular en España. Con ella se empieza pronto: casi un 20% de los quinceañeros madrileños asegura haberla fumado, según un estudio de 2010. Somos el cuarto país de Europa en consumo de cannabis y el segundo en cocaína, tras Reino Unido, según el Observatorio Europeo de Drogas.

Regreso al exilio

Lola Huete Machado

Año

2003

: MEMORIA DE LA GUERRA EN UNA FOTO

Amadeo Gracia nos envió una carta: “Ni perdono, ni olvido”. Y una imagen: él, de niño, y los suyos cruzando a Francia tras la Guerra Civil. Contamos su historia en un monográfico sobre el exilio republicano en 2003. En 2004 fuimos con él al lugar de la foto.

El País Semanal, domingo 12 de enero de 2003 .

LA PELÍCULA. 22 de septiembre de 2003. Amadeo Gracia Bamala, aragonés, de 69 años, contiene la respiración ante el televisor. Para él, este es un gran momento. Después de 65 años se va a contemplar en una vieja película junto a su familia mientras cruzan a Francia en febrero de 1939. Durante aquellos días, medio millón de españoles, civiles y militares, salió de España, huyendo del acoso del ejército de Franco. Amadeo es el protagonista de Historia de una foto, un artículo publicado en el especial sobre el exilio republicano de EPS (12 de enero de 2003). La imagen de su familia, los Gracia, es un clásico, un símbolo de los refugiados españoles, del éxodo que los franceses llaman “La Retirada”. Amadeo creyó siempre que esta foto, su foto, era el único documento gráfico que quedaba del drama que un día sufrió. Ahora tiene delante el filme Levès avant le jour (producido por la Asociación Francesa de ex Combatientes de las Brigadas Internacionales), en el que aparece en movimiento, de niño, junto a los suyos.

Su padre, Mariano, falleció al poco de cruzar la frontera francesa con sus tres hijos. Su madre había muerto tiempo atrás en Monzón (Huesca) reventada por la misma bomba franquista que a Amadeo le segó media pierna y a su hermana la extremidad entera. De la madre no tiene recuerdos Amadeo; de su progenitor, apenas unos pocos. Hoy lo verá andando, mirando a la cámara, alto, delgado, abatido, con mantas a la espalda, llevando de la mano a su cría, Alicia, inválida; seguido por el pequeño Amadeo, agarrado a un señor también mutilado, y por su otro hijo ya adolescente, Antonio... Pero para entender la situación que se produce en casa de Amadeo es necesario volver atrás en el tiempo, a enero de 2003.

LA CARTA. Primeros días de 2003. El año comienza con un interés creciente de las generaciones más jóvenes por lo sucedido durante y después de la Guerra Civil española (1936-1939). Libros, películas y programas de radio ofrecen testimonios de exiliados, de supervivientes. Una exposición de la Fundación Pablo Iglesias, Exilio, lleva material altamente doloroso de gira multitudinaria por España. EPS pide a los lectores que envíen también sus testimonios. Y una de las cartas que aterrizan en la redacción es la de Amadeo. Su título: Ni perdono ni olvido. En ella se identifica como el niño de una fotografía de la que manda copia. Un detalle que ha ocultado durante décadas. Él es, dice, el que señala con una flecha. Los demás son su padre y sus dos hermanos. De aquel grupo ya no queda nadie, asegura el autor de la misiva. Solo su hermano Antonio habló alguna vez de la triste historia familiar. Hoy, él es el único testigo. Su carta termina: “No creo que nunca, a pesar de los esfuerzos realizados por tantas y tantas personas de bien, se llegue a hacer la más mínima justicia sobre tanto dolor, escarnio y humillación”.

EPS habla con Amadeo en Alcalá de Henares (Madrid), donde vive jubilado. Su condición de hombre contenido no le impide emocionarse al relatar su pasado: huérfano, discapacitado físico, un niño marcado por un acontecimiento político desgraciado... Amadeo expone toda la miseria de la España de su infancia y la que luego sufriría con la posguerra. El 12 de enero, EPS se ocupa de aquellos que tuvieron que huir de España. La vida de Amadeo, contada en el artículo Historia de una foto, era una pequeña parte de un monográfico repleto de recuerdos tristísimos, de pérdidas... El editorial del ELPAÍS del día siguiente decía: “Gracias a cuatro décadas de celo sectario del franquismo, la memoria colectiva de los españoles ha integrado las injustificables atrocidades cometidas desde un bando, el de los vencidos. Afortunadamente, nuestra memoria colectiva va haciendo lo equivalente con las también injustificables atrocidades cometidas por los vencedores. La democracia española no puede acomodarse a la convivencia con la injusticia del olvido...”.

EL LIBRO. Primavera de 2003. La reacción de los lectores al extra sobre el exilio no se hace esperar. Cartas, llamadas telefónicas... Varias personas escriben a la redacción interesándose por este aragonés. Una mujer del sur de Francia, Irene Suñé, insiste en comunicarse con él. Algunas misivas proceden de una localidad francesa llamada Prats de Molló, exactamente el lugar donde Amadeo y su familia fueron a recalar tras atravesar los Pirineos. Así, la presidenta de la asociación Prats Endavant, Marguerite Planell, le escribe: “Pude leer con emoción el artículo en El País Semanal y enterarme de que ignoran el nombre del señor Thomas Coll, que le llevaba de la mano en la foto. Es un habitante de Prats herido en la guerra de 1914 que resultó amputado de una pierna. Era muy gentil y jovial. Sus hijos viven cerca. (...) Esa foto fue sacada al lado de mi casa... En la página 64 del libro que le regalo añado a lápiz rojo el camino que usted siguió, la cruz indica el punto donde se tomó la foto”.

El libro al que se refiere Planell, recién publicado, está escrito por un experto en historia de la zona y testigo de aquella época, Jean Claude Pruja. Se titula Primeros campos del exilio español. Prats de Molló, 1939 (editorial Alan Sutton). Y en él se publican fotografías tomadas espontáneamente por algunos vecinos en las que se contemplan improvisados campamentos de refugiados, miles de hombres y mujeres agotados atravesando las calles, niños cargados con enseres, jefes militares a caballo y soldados a pie... Todos derrotados. También se reproduce en la obra de Pruja el retrato de los Gracia. Le envían a Amadeo un ejemplar y en él se oculta, además, otro tesoro: la imagen de una escultura en el municipio catalán de La Vajol. Se trata de dos figuras, un hombre y una niña coja: el padre y la hermana de Amadeo.

En la redacción de EPS, mientras tanto, la afluencia de testimonios es tal, que se decide publicar una segunda hornada de cartas de lectores titulada El exilio contado por ustedes. Y meses después, Cartas desde la cárcel retoma lo sucedido en España durante aquel oscuro periodo del siglo XX.

EL SOBRE DE LÍSTER. Junio de 2003. La historia de Amadeo queda ahí, aletargada, entre el goteo de noticias sobre hallazgos aquí y allá de restos de fusilados o desaparecidos de la Guerra Civil. La Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica se afana tras los cuerpos de esos 30.000 españoles que se calculan desaparecidos; tras hijos, primos, abuelos o poetas, como García Lorca.

Un día de junio aparece un sobre en la redacción, despistado entre mil papeles. Procede de Poitiers (Francia). El remitente es Enrique Líster, hijo del coronel del VCuerpo del Ejercito Republicano, el último en salir de España tras la derrota... En su carta agradece la información de EPS sobre la imagen de los Gracia: “Resulta agradable (y al tiempo triste) poderles poner nombre y apellido a los personajes de una foto que has estudiado de cerca, analizado, comentado... Gracias a esa identificación... personajes anónimos y ya lejanos adquieren una segunda vida, transformándose en algo cercano, casi familiar”. Habla Líster de cómo en un capítulo de su tesis doctoral (La emigración comunista española, 1939-1950) se ocupó del papel de la prensa francesa durante el éxodo republicano y de cómo le dedicó varias páginas a la foto de los Gracia, que define como “documento histórico”, pues para él vale más “que cien discursos y disertaciones sobre un drama colectivo”. Y añade: “Durante años (hasta 1999) creí que se trataba de un documento fotográfico”. Ahora, dice, ya no lo cree.

“Me explico: en 1999 recuperé una parte de los archivos de mi padre, dispersos por los lugares donde había residido durante los 38 años de exilio (URSS, Francia, Bélgica, Checoslovaquia, Polonia...). En uno de los depósitos en Francia encontré seis cajas que contenían cintas de celuloide... Se trata de un montaje cinematográfico (Levès avant le jour) realizado en 1947-1948 (...). Contiene una corta secuencia donde van avanzando lentamente cinco personajes, entre los cuales -en primer plano- una niña, de 8-9 años, amputada de la pierna izquierda. Efectivamente, la prensa de la época publicó la terrible foto, que era, en realidad, una instantánea de uno de los noticiarios cinematográficos semanales de la época”.

Enrique Líster, hijo, mandó copia de la película a EL PAÍS.

LA FAMILIA EN VIVO. Otoño de 2003. Una realizadora alemana, Cuini Amelio Ortiz, se interesa por la historia publicada por EPS sobre Amadeo. Acude a España para conocerle y filmar un documental (que se titulará luego Ese, el de la foto, soy yo). En ese momento se celebran algunas exposiciones (Las Brigadas Internacionales, recuperadas) y se preparan otras, muy emotivas, para finales de año (El exilio de los niños, organizada por las fundaciones Pablo Iglesias y Largo Caballero, muy activas en este tema). El material en Internet es cada vez más abundante y los foros ayudan a conectar a gente interesada en no dejar las cosas en el olvido. Un best-seller, Soldados de Salamina, de Javier Cercas, se convierte en película de éxito de la mano de David Trueba, la que representará a España en los Oscar de Hollywood.

En las librerías se agolpan nuevas publicaciones sobre la España de hace seis décadas: La batalla del Ebro, de J. M. Reverte;El Ebro, la batalla decisiva de los cien días, de Alonso Baquer; Una inmensa prisión, de Molinero, Sala, Sobrequés; Las fosas de Franco, de Silva y Macias; Vicente Rojo, el general que humilló a Franco, de Blanco; Juan Negrín, de Miralles...

Y al acabar septiembre, Amadeo se contempla a sí mismo en el vídeo de su casa. Se sienta, curioso, en el sofá del salón acompañado de su mujer, Mari Paz Gallego, y sus dos nietos. El mayor, de siete años, hace las veces de comentarista según se proyectan las imágenes del filme enviado por Líster (“Esos son los nacionales”, “Ese es mi abuelo”...). Amadeo, mientras, mantiene su eterna pose de hombre impasible (“He vivido tantas cosas”, dirá). Cuando la secuencia termina (“Mira, mira, esos, esos, ahí estamos nosotros”, susurra) y es preguntado sobre sus sensaciones al ver en vivo a su familia, solo dice: “Lo siento”. Contiene la respiración. Luego añade: “Nunca hablé mucho, siempre me avergoncé. Porque durante años pensé que si todo eso me pasaba a mí, era porque algo había hecho yo, que yo era culpable”.

La escena en la que se ve a la familia Gracia en Levès avant le jour dura apenas unos segundos. Y no parece ser el instante exacto de la famosa imagen. ¿Se trata de un descarte del filme original? ¿Se apostaron aquel día en Prats de Molló más de un cámara y un fotógrafo, o fue uno solo? Según los expertos, la Guerra Civil española fue la primera en ser cubierta por la prensa tal y como se cubren hoy las contiendas: con muchos periodistas y desde muchos frentes (excepciones recientes al margen). En la revista L’Ilustration (que publicó originalmente la foto el 19 de febrero de 1939, página 214) aparecía firmada como “Phot. Safara” y bajo el título Le cheminement pitoyable (El caminante lastimoso). Más tarde aparecerá siempre junto al copyright del archivo gráfico francés Roger Viollet.

La secuencia tomada por el supuesto cámara de la televisión francesa fue usada como documentación en diversos filmes de aquel periodo y se sigue utilizando en otros actuales. Sea como sea, Líster fue el único que relacionó la escena con el personaje real. Gracias a él, Amadeo ha recuperado una pieza de su vida.

EL VIAJE. Noviembre de 2003. Una foto, una película, una escultura y... un viaje. A Amadeo solo le falta ir allí donde se puede seguir su rastro. EPS le propone regresar al lugar por el que cruzó la frontera. Revivir el episodio más importante de su pasado. Él acepta. Se inician contactos con las personas que le escribieron desde los Pirineos orientales. Y según se acerca el día, crece la evidencia: abundan los datos, existen mil organizaciones y gentes que se han ocupado y se ocupan de recopilar, ordenar, proteger la información de aquel tiempo... Se echa en falta un archivo que lo centralice todo, que le dé cuerpo. A los testigos les quedan los días contados. Aquella generación desaparece.

Así, alrededor de la tragedia de Amadeo (“¿A quién le puede interesar mi historia? Lo mío no es nada comparado con tantas y tantas otras que hubo”, dirá) van surgiendo los nombres de personas interesadas, implicadas o afectadas (Marguerite Planell, Irene Suñé, Rosita Pola, Jean Monturiol, Miquel Torner, Jean Claude Pruja, Rosa Mateo...), sus asociaciones (Prats Endavant, Els Amics del Camí del Nord, Els Marxaires Mataró-Canigó, FFREEE, Ancianos Combatientes...) y sus muchas iniciativas. Ahí están las rutas de la “retirada” a través de los Pirineos, el proyecto del museo mundial del exilio, la compra de la maternidad de Elné donde nacieron cientos de hijos de republicanos...

Todos quedan hilvanados a la minúscula historia de Amadeo, oculta durante tantos años y olvidada como tantas otras a las que nadie quiso, pudo o supo dar la importancia debida a su debido tiempo. “A base de olvidos y ensoñaciones, así salió esta mierda de país”, escribe el sociólogo Ignacio Sánchez-Cuenca en un artículo de Claves de la Razón Práctica (número 138) sobre el soldado Miralles (el republicano que decide no liquidar al franquista Sánchez Mazas cuando lo encuentra solo en el bosque), el protagonista de Soldados de Salamina.

UNOS DÍAS EN PRATS DE MOLLÓ. El camino hasta Prats de Molló es soberbio. El pueblo, hoy afamado balneario, está abrazado por un valle que atraviesa el río Tech. Amadeo regresa a este lugar del Vallespir seis décadas después de su primera visita. Ahora, igual que entonces, le esperan. Pero todo tiene otro color en esta población de mil habitantes (en 1939 eran 2.700) con casonas al pie del fuerte Lagarde (siglo XIV al XVII) e imponentes montañas. Todos los que le reciben en Le Firal, la plaza mayor, y los que luego se irán sumando de lugares cercanos (Ceret, Elne, Reynés, Argelès... o Mataró) quieren compartir con él sus experiencias. Están marcados, de un modo u otro, por los sucesos del 39. Ninguna zona mantiene un recuerdo tan vivo del exilio español como el sur de Francia. La aparición de Amadeo es una minúscula revolución para este lugar del Rousillon francés. La noticia de la visita aparece incluso publicada en el diario regional L’Independant. Se organizan cenas, mesas redondas, visitas a lugares simbólicos, Coll d’Ares, La Vajol, el punto exacto donde se tomó la foto en 1939...

Durante gran parte del viaje, Amadeo guarda un silencio obstinado, roto solo por algunas reflexiones en alto: “Por aquí debimos subir, ¡qué frío debimos pasar!”. “Todo esto sucedió porque vivíamos en Monzón, si hubiera sido otro pueblo, no me habría pasado”. “Nos devolvieron a España y nos encerraron a mi hermana y a mí en un orfanato de Huesca: aquello sí que fue un exilio grande”. “Yo habría preferido que me dejaran en Francia. Los que os quedasteis aquí encontrasteis una forma de vivir, pero lo de allí, lo de España, fue tan duro...”. “Me gustaría recuperar el cuerpo de mi padre, nunca he sabido dónde está enterrado. Mi hermano dijo un día: ‘Padre ha muerto’. Quizá él sí, sí que lo supo. Pero nunca me lo dijo”. “Después de morir mi padre, los hermanos no seguimos unidos, su empeño por mantener la familia junta no sirvió de nada. La guerra destrozó mi familia”...

Y casi al tiempo que en España el Partido Popular (en el Gobierno) se niega a participar, tachándolo de “inadecuado” y con “olor a naftalina”, en el homenaje a las víctimas del franquismo que se celebra en el Parlamento, a Amadeo Gracia le hacen entrega de un documento del registro del Ayuntamiento de Prats. Se trata de 17 páginas escritas a mano por Thomas Faitg (un octogenario que bien podría presumir de tener veinte años menos. “Es por el buen aire del lugar”, asegura) y agrupadas bajo el título Informe de éxodo de la población civil y el ejército republicano español hacia Prats de Molló del 27 de enero de 1939 al 16 de marzo de 1939. Allí se dice:

“La huida de la armada republicana española y de la población civil hacia Francia ha marcado profundamente la vida de Prats de Molló, un hecho histórico sin precedentes, que debemos recoger en el registro de deliberaciones de esta comunidad con el fin de que las próximas generaciones se puedan hacer una idea fiable de las miserias y el hambre que han sufrido un número considerable de hombres, de mujeres y niños, estimados aproximadamente de 90.000 a 100.000 personas que habrían penetrado en Francia por la frontera de Prats de Molló (Coll d’Ares, Coll Pragon, Coll Bizern)”.

Desde lo alto del Coll d’Ares, la vista corta la respiración. Hacia el sur se ven los valles españoles; al norte, la mole nevada del Canigó y el Costabonna; en el este, el azul del Mediterráneo; al oeste, más montañas. Miquel Torner, Toni Clos, Jordi Torné y Carles Trinxé, de la asociación Marxaires de Mataró (que despliegan banderas republicanas en la frontera francesa para saludar a Amadeo), explican así la ruta que siguió la familia Gracia en febrero de 1939: “Debieron de llegar a Coll d’Ares desde Camprodón y Molló, único acceso posible por pista y uno de los más transitados con excepción de La Junquera y quizá de algún otro al que se llegaba por carretera. Desde Coll d’Ares siguieron por la antigua pista (hoy carretera, entonces en obras) que iba hasta Prats. Llegaron a Coll de la Guilla, donde cogieron el sendero de Saint Antoine”. Este trayecto forma parte de lo que los Marxaires bautizaron en 2002 como “ruta del exilio”. Por ella, grabadora en mano, fueron recogiendo testimonios de lugareños, de gente que vivió y sufrió aquel drama. A finales de este mes repetirán la experiencia. Su objetivo es mostrar cómo generaciones posteriores a las de la guerra también intentan recuperar “lo que nos negaron y arrebataron”.

THOMAS COLL, MUTILADO DE GUERRA. En un ejemplar de L’Independant del 28 de enero de 1939, que, como tantos otros materiales, se ha encargado de recuperar la incansable Marguerite Planell, se dice: “Poco después del mediodía, los que llegaban anunciaron que 300 niños se encontraban en el Coll d’Ares, dominados por la fatiga, el hambre y el frío...”. En este grupo debía estar un crío de apenas cuatro años, apoyado en un bastón, que al llegar a Prats mira de frente a un cámara apostado en el camino. Amadeo escucha repetir estos y otros detalles de su historia mientras descansa en el bar del único hotel abierto en esta época, L’Relais, frente al pequeño Ayuntamiento en la plaza de la Trinxeria. Mira silencioso a los que se han dado cita para rendirle su homenaje personal y sentido. Marguerite, Irene, Rosita, Jean...

Amadeo sabe por ellos que el que lo sujeta de la mano en la fotografía es Thomas Coll. Que se trata de un vecino de Prats que lo lleva hacia el hospital improvisado en la escuela del pueblo. El hijo de Coll, Jean, aparece también luego en el hotel y se deja retratar feliz junto a Amadeo; le cuenta detalles en un francés cerrado que el aragonés no entiende y luego le enseña la modesta casa paterna en la que, colgada en una pared, aparece de nuevo la famosa imagen de los Gracia. Allí ha estado años. Tampoco Thomas Coll pudo olvidar nunca aquellos días del 39. “Imagina, 100.000 personas, ateridas de frío... Nunca aquí se vivió nada igual”, afirma Jean antes de aclarar que su progenitor falleció en 1947. “Murió mal”, añade alguien. No quería.

Paisanos como el todavía periodista de L’ Independant Roger Coromines, de 79 años, guardan imágenes muy nítidas de lo ocurrido en febrero del 39. Él había cumplido entonces 14 años y andaba ocupado en las tradicionales fiestas de carnaval que nunca se celebraron: “Colas de miles y miles de personas bajaban por la montaña en un estado lamentable. Muchos traían sus caballos, sus ovejas... Primero llegaron civiles; luego, soldados. Desde Camprodón hasta la frontera subían con vehículos, pero como a este lado no había carretera, los tiraban por los barrancos, así ocurrió con camiones, coches, armas... Hay un señor aquí que ha buscado durante años por esas laderas y tiene una colección impresionante de armas, de insignias de uniformes...”.

Cuentan otros que los tratantes de oro se agolparon esos días en Prats para hacerse con lo que los refugiados traían y vendían por comida, que se subastaban animales para alimentar a los llegados... Faitg, el jovial autor del escrito del Ayuntamiento, añade otro toque a los testimonios: “Las mujeres españolas eran realmente guapas”. Y narra anécdotas de milicianas que no quisieron ser separadas de sus compañeros; mujeres que pasaron por hombres durante mucho tiempo hasta que un golpe de viento traidor puso al descubierto su cabellera... Recuerda lo espeluznante del espectáculo al caer la noche: “Se veían las luces de las hogueras a cientos por los descampados del pueblo... Y vistas de lejos eran... Toda esa gente sin nada...”.

El 5 de febrero nevó en Prats. “Es necesario buscar abrigo para estos desgraciados; las clases, las escaleras de servicio de las escuelas, respetadas hasta ese día, se llenaron de racimos humanos, apretujados unos contra otros... es un espectáculo verdaderamente lamentable”, escribió Faitg en el registro.

CAMPOS DE CONCENTRACIÓN. Mujeres y niños fueron evacuados con el correr de los días hacia el interior de Francia;hombres y soldados, distribuidos por los campos de concentración de Argelès-sur-Mer, Saint Cyprien, Barcarès, Rivesaltes... Alguien le entrega a Amadeo un libro, editado por J. Carrasco, que destila amargura por lo que muchos denominan “la gran decepción francesa”. Se titula La odisea de los republicanos españoles en Francia: “Esto era lo que Francia nos tenía preparado”. “Así atendió Francia a los republicanos”. “Los que no se alistaban en la Legión Extranjera (la II Guerra Mundial estaba en marcha) o en las brigadas de trabajo eran devueltos a Franco. Hubo unos 200.000 repatriados”. Lo cuenta Jean Pierre López, estudioso del tema durante la mesa redonda con excombatientes republicanos que organiza la Asociación Reynés Patrimonio Cultural.

No hace falta dar detalles. Conocidas son las fotografías de hombres apiñados, mal alimentados, entre alambradas, lavándose en las playas, custodiados por tropas senegalesas, cobijados del invierno en chamizos imposibles. Un mal recuerdo. “Prats de Molló es una excepción en la tónica del mal recibimiento a los españoles de la Francia de entonces”, asegura emocionado López. El acto en Reynés, al que han invitado a Amadeo, sirve además para inaugurar una muestra sobre el exilio (en la que, naturalmente, está la imagen de los Gracia) y mostrar una película amateur de 1939 con escenas del reguero interminable de españoles agotados andando por las cunetas francesas.

Y es en Reynés donde Amadeo habla en público por primera vez en su vida. Se levanta y en alto, brevemente, con timidez, cuenta su historia. “Él, que nunca dijo nada a nadie...”, susurra entre lágrimas su esposa Mari Paz. Y luego aclara que su emoción no era solo por Amadeo: “No podía dejar de recordar a mi hijo, que desapareció en accidente hace unos años y siempre le decía: ‘Papá, venga, cuéntalo, cuenta tu historia”. Ese día, Amadeo Gracia hasta firma autógrafos sobre la imagen familiar fotocopiada.

“Una señora me ha dicho que va a enmarcarla”, señala divertido.

LA ESCULTURA DE LA VAJOL. “Para mí, la imagen de la familia Gracia es tan simbólica como la de la niña corriendo por la carretera durante la guerra de Vietnam que todo el mundo ha visto alguna vez”, dice Enrique Líster cuando se presenta en La Vajol a conocer a Amadeo tras conducir 750 kilómetros desde Poitiers, donde es profesor universitario en la Facultad de Letras. Ese día, Amadeo se ha desplazado hasta el lugar perdido en el mapa que cobijó al Gobierno de Manuel Azaña y de Companys y donde aún viven republicanos apasionados como Miquel Giralt, de 73 años, que no puede atender a las visitas porque acaba de nacer ¡su primer hijo!

En La Vajol, de apenas cien habitantes, se erigió hace unos años un monumento en honor de los exiliados de 1939. “El único que existe”, señalan al unísono Monsieur Fraile y Monsieur Robles. El padre y la hermana de Amadeo están ahí, convertidos en piedra. Tal y como aparecían en la famosa imagen, sirvieron de inspiración para la artista catalana Lola Reyes. La Asociación de Ancianos Combatientes y Víctimas de Guerra de la República Española corrió con los gastos. Era la primera piedra de un gran proyecto: crear el museo mundial del exilio (que finalmente, con apoyo de la Generalitat, parece que se va a construir en La Junquera, Girona). Los veteranos combatientes charlan con Enrique Líster (alguno perteneció a la brigada de su padre) y se concentran alrededor de la escultura reivindicando con pasión la autoría de su iniciativa.

Amadeo observa el monumento y se deja querer, retratar y grabar por fotógrafos y cámaras, por franceses, catalanes o alemanes... “Ni a mi admirada Marlene Dietrich le han hecho tantas fotos como a mí estos días”, bromea luego durante la multitudinaria comida.

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