35 años, 35 historias

35 años, 35 historias


35 años, 35 historias

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35 años, 35 historias

EL PAÍS Selección, 2011

El artista Juan Gatti interpretó nuestros 35 años de historia a través de una creación exclusiva con el mosaico fotográfico de la portada.

35 AÑOS 35 HISTORIAS

35 AÑOS, 35 HISTORIAS

Jesús Rodríguez

Abortar en Londres

Neliana Tersigni | 1976

Viaje por la emigración

John Carlin | 1999 y 2005

Una cumbre ciudadana

Quino Petit | 2009

El rey de un país libre

Mario Vargas Llosa | 2000

Maestro Pineda

Sol Alameda | 2003

Jomeini, los últimos días del exilio

Rosa Montero | 1979

Un país de mujeres

Luz Sánchez-Mellado | 2002

La década prodigiosa de Bill Gates

Juan Luis Cebrián | 2002

Irak en la línea de fuego

John Carlin | 2007

El infierno según Ingrid

Juan José Millás | 2008

Queremos casarnos

Luz Sánchez-Mellado | 2004

El mejor cocinero del mundo

Agustí Fancelli | 1999

Marilyn oculta

Elsa Fernández-Santos | 2010

Nueva York, año uno

Carlos Ruiz Zafón | 2002

Un sueño en la cabeza

Juan José Millás | 2009

Solo nos quedan 160

Rafael Ruiz | 2002

Presidente Obama

Richard Ford | 2009

Diario de campaña

Pedro Almodóvar | 2000

El sueño del Príncipe

Jesús Rodríguez | 2006

A un paso de la muerte

Álvaro Corcuera | 2010

La metáfora de América Latina

Maruja Torres | 1992

Guille en positivo

Emilio de Benito | 2011

El rostro de la esclavitud

Lola Huete Machado | 2006

Jorge Semprún: “Lo único que he traicionado es a mí mismo”

Juan Cruz | 2010

La orquesta de los pobres

Jesús Ruiz Mantilla | 2007

Testigos del horror

Mario Vargas Llosa | 2009

A la caza del narco

Arturo Pérez-Reverte | 2002

Regreso al exilio

Lola Huete Machado | 2003

Adiós a la vida

Juan José Millás | 2010

Valentino responde

Eugenia de la Torriente | 2007

Hernani, la guerra de unos pocos

Jesús Rodríguez | 1996, 2007, 2011

35 AÑOS, 35 HISTORIAS

Jesús Rodríguez

27/11/2011

: 35 AÑOS DE EL PAÍS SEMANAL

El País Semanal

ha cumplido 35 años. Este número pone en valor nuestro compromiso con el periodismo y con la sociedad. El título,

35 años, 35 historias

, lo dice todo. Seleccionamos algunas historias que han marcado nuestra vida y la vida de la revista. Desde el primer número, en octubre de 1976,

Abortar en Londres

, en el que contábamos cómo la mayor parte de las extranjeras que interrumpían su embarazo en Reino Unido eran españolas, hasta la portada de hace dos semanas,

Álbum de ausencias

, en la que recorríamos 40 lugares vacíos marcados por el terror de ETA. Este ejemplar es un retrato de España y del mundo en las últimas décadas. Una demostración de nuestra mirada a la hora de abordar la realidad: buen periodismo, sensibilidad, compromiso, espectáculo y modernidad. Los temas han sido seleccionados por su vigencia actual –por este motivo hay más historias de las últimas dos décadas–, por su interés y por su exclusividad. Cada una de las 35 piezas de esta revista es un extracto del texto tal y como fue publicado en su día –su orden de aparición en este número no es cronológico–. Aquí tienen una ventana abierta al mundo por la que todos los domingos se han asomado y se asoman millones de lectores.

El País Semanal es más que una revista; es un punto de encuentro. A lo largo de casi 2.000 domingos vertiginosos, salpicados en dos siglos de nuestra historia, periodistas, escritores y diseñadores, artistas, ilustradores y fotógrafos nos hemos dado cita puntualmente cada siete días en este foro con millones de lectores para conocer mejor el mundo en el que vivimos. El País Semanal es un imprescindible escaparate global en español en el que semana tras semana disponemos, con pasión, orden y belleza, los grandes y pequeños elementos que marcan la actualidad para consumo y disfrute de nuestros leales compañeros de viaje. Somos cómplices de nuestros lectores. Les debemos mucho. Hemos aprendido codo con codo. Hoy todos somos mejores y sabemos más. Y, sobre todo, somos más libres.

Estos 35 años de historias de El País Semanal no son propiedad de una redacción ni de un ramillete de ubicuos informadores; son de todos. De ustedes y nosotros. Es un pedazo de nuestra vida en común. Sin embargo, estos 35 reportajes no son un nostálgico elogio a la longevidad ni exactamente una mirada al pasado, sino una fiesta en torno a las experiencias que hemos compartido; a lo que nos ha pasado en estos años y a los asuntos que siguen marcando nuestra existencia; este número no huele a naftalina; lo puede leer un joven y sentirse inmerso en los acontecimientos que volvemos a retratar como lo hicieron sus padres hace 20 años. Este número no gira en torno a nuestro pasado; es, por el contrario, la pista de despegue hacia el futuro catapultados por las nuevas tecnologías de la información. Lo importante es el contenido, no el contenedor. Este número es el aperitivo de lo que nos queda por ver y hacer. Que es mucho.

Cada uno de estos reportajes tiene total vigencia. Son producto del corazón y la cabeza de un equipo de profesionales. Por eso los hemos seleccionado y se los ofrecemos entre miles de buenas historias que hemos puesto a su disposición en estos años. Son algunos de los mejores. Historias eternas que nunca se agotan y vuelven a fluir cada cierto tiempo: las epopeyas humanas, los líderes del planeta, los héroes anónimos, la naturaleza, las migraciones, las tragedias y catástrofes, el espectáculo y la moda con mayúscula, las tendencias, las gestas humanitarias, el sexo, la literatura y el arte, la épica del deporte, el amor y el odio.

El País Semanal nacía en octubre de 1976 dispuesto a dar nuevas respuestas a un nuevo espécimen de ciudadano que acababa de romper con cuatro décadas de dictadura y miraba lejos, hacia delante, con esperanza. Lectores y lectoras hartos de vendas y mordazas que querían saber lo que pasaba en el mundo, fuera muy cerca o muy lejos de ellos. Nuestros caminos se cruzaron en el momento adecuado. A los lectores pioneros se irían sumando a lo largo de los años nuevas generaciones de adictos. La columna vertebral de la revista fue siempre la misma. Desde el primer día, la idea del suplemento dominical de EL PAÍS fue ir más allá de la esforzada noticia que se agotaba a diario entre las páginas del periódico y envolvía pescado a la mañana siguiente en algún mercado del país. El País Semanal llegaba al mundo para, a partir de esa noticia vibrante, pura y dura, añadir información, elementos de juicio, las mejores imágenes y un análisis exhaustivo, y después brindar ese cóctel de forma atractiva a un ciudadano hambriento de conocimiento y decidido a dedicarnos tiempo. Mucho tiempo. Para conseguirlo, para enamorar al lector, para fidelizar al consumidor, había que seguir al pie de la letra las reglas del mejor periodismo. Para empezar, tener grandes temas capaces de enganchar al lector; después, documentación exhaustiva, investigación profunda, las mejores fuentes contrastadas y conversaciones con los protagonistas en el lugar de los hechos. Y para terminar, un complejo trabajo de redacción, comprobación, corrección y edición periodística y gráfica. Todo envuelto en los elementos distintivos de EL PAÍS: rigor, modernidad, europeísmo y una profunda pasión por Latinoamérica.

En un tiempo en que no había televisión privada ni de pago, ordenadores, teléfonos móviles ni Internet, fue posiblemente A sangre fría, el profundo y fascinante trabajo literario-periodístico publicado por Truman Capote en 1966, un punto de inspiración para el bisoño El País Semanal. También estaban entre los padres espirituales los más grandes del reporterismo mundial, desde Gabriel García Márquez, Gay Talese o Chaves Nogales hasta Kapuscinski o Manuel Vicent. Todo envuelto por el manto del gran nuevo periodismo que arrasaba en Estados Unidos, que estaba convirtiendo el reporterismo en un nuevo género donde se sumaban lo mejor de ambos mundos: el periodismo y la literatura. Eran reportajes que se leían como relatos cortos, pero que eran reales. Bien escritos, pero ciertos. El periodista y el fotógrafo de El País Semanal eran testigos de cargo, pero también entraba en escena el lector; aterrizaba en el lugar de los hechos, veía, escuchaba, saboreaba y olfateaba cada situación, y se transformaba en cómplice del reportero en lo que el periodista estadounidense Tom Wolfe definió como El juego del reportaje. En ese nuevo periodismo del fin de semana, el lector era protagonista; tenía un papel estelar; estaba a nuestro lado, en el feudo de ETA; en La Moncloa o La Zarzuela; con Obama o Jomeini, en la cocina de Ferran Adrià, recorriendo con lágrimas en los ojos Nueva York tras el 11-S, luchando por la dignidad de las niñas en Camboya, buscando los últimos linces de nuestro país, en el lecho de muerte de un hombre decidido a morir dignamente o fisgando entre bambalinas el suculento negocio de la alta costura.

Esos rasgos periodísticos que pronto se convertirían en nuestras señas de identidad eran ya evidentes en el primer gran reportaje de aquel primer número de El País Semanal, de octubre de 1976, titulado Abortar en Londres, donde el lector se sumergía en las peripecias de una chica que volaba a la capital británica a interrumpir un embarazo no deseado. Un tema provocador en el que se mezclaban la política, los prejuicios morales y el interés humano, y que representaba un compendio de las intenciones del nuevo producto periodístico de EL PAÍS. Hoy, curiosamente, aquel viejo asunto del aborto mantiene su vigencia y dará muchas historias que contar. Esa era una de las características de ese formato periodístico creado en El País Semanal hace 35 años y que hoy repasamos en pequeñas dosis: se nutre de historias cruciales que, a partir de un desencadenante, se extienden en el tiempo y dan lugar a sucesivos reportajes durante décadas. Así nos encontramos en este número asuntos tan intemporales como la guerra, el terrorismo, el sida, los derechos civiles, la pena de muerte, la inmigración, la solidaridad, la infancia o los derechos de la mujer.

El camino estaba abierto; restaba recorrerlo. Semana a semana. Sin bajar la guardia. Grandes y pequeños reportajes; entrevistas en profundidad; análisis de tendencias; columnas de opinión. Asuntos supuestamente ligeros, como la moda, la gastronomía o la decoración tratados con dignidad. En el esfuerzo para convertir El País Semanal en un medio de referencia global confluiría toda la plantilla de EL PAÍS junto a las mejores firmas de otros mundos, desde los más grandes escritores del planeta, como Mario Vargas Llosa, Laura Esquivel, Richard Ford o Antonio Muñoz Molina, hasta los mejores periodistas por libre. Había sitio para todos. Más allá, a finales de los ochenta, el gran reto de El País Semanal se iba a centrar en el diseño, y sobre todo en la fotografía, que pasaba de ser la actriz secundaria del reportaje a ocupar una posición central en la construcción de cada historia. Las sucesivas e impactantes series de denuncia del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, sobre los trabajadores y los éxodos del planeta, eran el reflejo de los nuevos tiempos del fotoperiodismo que se estaba reinventando en El País Semanal.

Atisbar el futuro desde la indiscreta rendija del periodismo ha sido desde aquel octubre de 1976 la razón de ser de El País Semanal. Bill Gates debatía hace ya diez años junto a Juan Luis Cebrián el camino que iba a seguir el planeta desde Gutenberg hasta el código binario; en 2003, un joven con síndrome de Down, Pablo Pineda, entraba en la universidad; en 2010, un alcalde para la historia, Pasqual Maragall, demostraba que se podía plantar cara al alzhéimer, y en abril de 2002, un número de El País Semanal totalmente protagonizado y realizado por mujeres celebraba el orgullo de su identidad y gritaba, una vez más, por la igualdad. Solo dos años más tarde, en 2004, antes del triunfo socialista, un grupo de parejas homosexuales reivindicaba su derecho a contraer matrimonio. Con esos elementos, hoy, a finales de 2011, se podría volver a construir un gran número de El País Semanal vigente y actual. Por eso, estas 35 historias de ayer son historias de hoy. Y lo serán de mañana.

Abortar en Londres

Neliana Tersigni

Año

1976

: LA PRIMERA PORTADA

Un relato íntimo de la solidaridad que se establecía entre las españolas que viajaban a Reino Unido para abortar. Su historia de soledad y miedo protagonizaba el primer número del suplemento, que nació el 3 de octubre en las páginas interiores del diario.

Primera portada de El País Semanal, domingo 3 de octubre de 1976.

Mari Carmen se ha despertado llorando: “Quiero vomitar”. La enfermera, una negra entrada en carnes, le ha respondido en inglés que era por la anestesia. Mari Carmen no conoce una palabra en inglés, pero siente el brazo de la mujer sobre su espalda, que le da golpecitos en el hombro, y poco a poco se tranquiliza. La enfermera no la abandona ni un minuto e incluso prueba a decirle en un español tan incomprensible para Mari Carmen como el inglés, que “no pasa nada”, que “todo bien”.

Mari Carmen se encuentra en la sala de reanimación de una clínica de un barrio residencial de Londres. Es un sábado por la mañana. Fuera brilla un sol tímido, de septiembre anglosajón. A su lado hay cuatro camas más, donde otras tantas chicas tienen deseos de vomitar por la anestesia. Tres de ellas son españolas. En la antesala se encuentran a la espera seis compatriotas más, que abortarán voluntariamente esta mañana.

Mari Carmen se ha recuperado. La enfermera la levanta en peso, la sienta sobre una silla de ruedas y la lleva hacia su habitación. “Estoy como borracha”, me dice; “me siento como si hubiera bebido muchísimo, pero ahora todo ha pasado”. “Tú que sabes inglés, dale las gracias”, agrega, señalándome a la enfermera, “me ha mimado y me hacía mucha falta”.

Nuestro viaje, el de Mari Carmen y el mío, ha comenzado hace una semana en una cafetería en Madrid. Buen número de españolas -aunque no existen estadísticas precisas- van a abortar a Londres. La cantidad es tal que se puede considerar un problema a escala nacional. ¿Pero quiénes son estas mujeres? ¿De qué clase social proceden? ¿Qué les sucede una vez que llegan a la capital inglesa? Sabemos que Mari Carmen (no es naturalmente su verdadero nombre, como no lo son los de las chicas que aparecen en este reportaje), está a punto de salir para Londres. He pedido a la amiga que le ha ayudado en las gestiones previas que me la presente.

Mari Carmen tiene 28 años. Es alta y morena. No es especialmente guapa. Trabaja como estenodactilógrafa y procede de una familia modesta. Es la menor de cuatro hermanos, y les tiene más miedo a estos que a sus padres. ¿Por qué ha decidido abortar Mari Carmen? “He llegado a los 28 años sin ninguna experiencia sexual. El invierno pasado conocí a un chico muy simpático. Comencé a salir con él. Me gustaba: parecía un tarzán. Todo vino rodado. Me atraía mucho sexualmente. Hicimos el amor solo tres veces: aún no sé si me causaba placer hacerlo. Después comprendí que el muchacho me era simpático, pero nada más. Cuando me di cuenta de que estaba embarazada ya habíamos dejado de salir juntos. No quiero tener este hijo porque me echarían de mi trabajo, y porque mis padres se morirían de dolor. Además yo no lo esperaba; no quiero casarme con un hombre al que no amo”.

Mari Carmen me cuenta la angustia del descubrimiento: la soledad, el no poder hablar con nadie, ni tampoco con el hombre con el cuál había estado. Finalmente, se decide y le cuenta todo a un amigo que la pondrá en contacto con la muchacha que me la ha presentado. Le digo que quiero escribir un reportaje sobre ella. Duda, pero finalmente acepta que la acompañe, con el pacto previo de que no sepa ni siquiera su apellido. “No es porque no me fíe de ti”, se justifica enrojeciendo, “pero es mejor también para ti”. La chica nunca ha estado en el extranjero. No tiene ni siquiera pasaporte. Está tan angustiada, que si no la ayudase su amiga “que sabe todo porque también ha estado en Londres”, no lo hubiese conseguido. El dinero es también un gran problema: el viaje aéreo en chárter, ida y vuelta, cuesta 7.000 pesetas; la operación y el periodo de cama de una enferma, otras 6.500; después hay que añadir el hotel y la comida de tres días. En total, 20.000 pesetas. El sueldo de un mes, que Mari Carmen ha pedido a su hermana con un pretexto cualquiera. Los demás creen que va a pasar cuatro días en la sierra.

Salimos el jueves por la mañana. Ella, en un viaje colectivo que lleva 150 turistas españoles a descubrir Londres. Yo, una hora después, en vuelo regular. Nos hemos dado cita en el hotel que la muchacha ha contratado en la agencia. Hemos decidido que dormiríamos en la misma habitación y que no la dejaría sola ni un minuto. Está aterrorizada, no ya tanto de la operación en sí, como de la ciudad desconocida, de la ignorancia del idioma. Pero es optimista y trata de darse ánimos.

El hotel es viejo y destartalado, pero bastante céntrico. Cuando llega el grupo de turistas, se llena de voces en castellano. Mari Carmen está demasiado cansada para salir a dar una vuelta y nos quedamos a charlar. Tiene unas ganas enormes de hablar. Así busca tranquilizarse. Por la noche salimos. Londres, de repente, la atrae. Mira las tiendas iluminadas de Regent Street Picadilly y se olvida de su problema. Vuelve a ser una muchacha cualquiera que sale por primera vez de su cascarón. “Es una pena que no tenga dinero para comprar cualquier cosa. Quiero volver aquí, pero de otra forma. Podríamos venir otra vez como turistas”.

La cena es silenciosa. Me esfuerzo en hablar de otra cosa: le cuento mis experiencias. Ella escucha. De repente, dice con voz apagada, como si la cosa no le interesase particularmente: “¿Qué sería: un niño o una niña?”. Cuando volvemos al hotel se duerme inmediatamente.

Por la mañana, nos levantamos temprano para ir a la organización (de la que solo sabemos el nombre y las señas) que deberá enviar a Mari Carmen a un médico y de allí a la clínica. El taxi nos deja en una esquina de un barrio en el que edificios muy modernos se mezclan con viejas casas oscuras. La organización que buscamos está en una de ellas. Una pintada de color azul, sobre un muro, señala el portal. Siento que se me encoje el corazón. Sobre los pocos peldaños que conducen a la puerta, también pintada de azul, crece la hierba y todo tiene aspecto de abandono. Cuando entramos, la impresión de desolación crece: la escalera que conduce al primer piso es estrecha y está llena de cosas abandonadas: una botella de leche semivacía, una taza de té, muchos papeles. Me doy cuenta de que Mari Carmen está casi por volverse atrás y pienso que si yo estuviese en su lugar haría lo mismo. Pero se trata solo de un momento: después la chica sube decidida. En el descansillo, junto a la centralita telefónica, hay un joven: se llama Keith, tiene una gran barba y abundantes cabellos rubios. Nos indica amablemente una sala de espera y yo le traduzco a Mari Carmen que Antonia, la mujer que se ocupará de nosotros (como luego sabremos, se trata, a pesar de su nombre, de una inglesa), llegará dentro de unos minutos.

La habitación, pequeña y llena de color, tiene varias sillas, un diván y muchos, muchísimos posters en las paredes. Parece el cuarto de un estudiante sin dinero. Sobre el sofá están sentadas otras dos chicas: las dos, morenas y con pelo largo, llevan un bolso de viaje de plástico y nos miran con atención. También yo las observo con curiosidad. Tienen un aire familiar, sobre todo por los grandes pendientes plateados que llevan. En efecto, cuando comenzamos a hablar, parecen sorprenderse: “¿Pero sois españolas?”, gritan felices. Vienen de una pequeña ciudad de Castilla y tienen gran miedo y muchas ganas de contar sus vidas.

Una de ellas, Lola, de 24 años, empleada en un comercio, había salido una noche con un grupo de siempre; hacia las once, el marido de una amiga la acompañó hasta casa. Había bebido mucho y comenzó a abusar de ella. Ella se asustó, intentó defenderse, pero él -cuenta Lola- había perdido la cabeza. “Yo casi no me di cuenta de nada, vi solo que me salía sangre. Entré en casa intentando no llorar, porque tenía miedo de mis padres. Ellos no me hubieran creído: son viejos. Tengo seis hermanos. No somos ricos, pero nos han educado de una manera estricta. No me hubieran creído. Nadie me cree -agrega mirándonos a la cara-. Preferí callarme. No esperaba quedarme embarazada. Cuando me di cuenta que pasaba algo, se lo dije a mi hermana Pili, que tiene una amiga enfermera. Fue esta quien nos habló de Londres”.

Las dos hermanas -Lola y Pili- están ya en Londres. Pili ha dejado al marido y a su hijo de un año en casa. Han dicho a todos que iban a ver a una amiga. Hasta el momento, el viaje más largo que habían hecho fue a Santander, donde tienen una tía. También ellas tuvieron problemas para encontrar dinero. La madre -con mentalidad provinciana- ha criticado a Pili por dejar al niño y al marido durante tres días. Ambas tenían miedo de venir a Londres sin hablar más que castellano. Me pregunto cómo muchachas tan apocadas como Lola y Pili han podido llegar hasta aquí.

Una nueva chica entra en la sala. Es alta y delgada, con los cabellos castaños, lleva pantalones vaqueros y un jersey de cuello alto. Tiene aspecto nórdico y nosotras continuamos hablando sin hacer caso de su presencia. La recién llegada, por el contrario, parece sorprenderse: “¿Pero sois españolas?”. Cristina, que así se llama, es de Barcelona. Viene de un ambiente distinto. Es abogado, tiene treinta años y trabaja en un despacho colectivo.

“Al principio, había pensado tenerlo”, cuenta Cristina, “pero él está casado y no quiero crearle problemas. Ni tan siquiera sabe que estoy embarazada”. Cristina milita en una organización feminista y conoce desde hace tiempo la casa en la que nos hemos encontrado. Para ella no ha sido tan difícil encontrar el dinero y venir. Sus amigos no se han sorprendido cuando les dijo que venía a pasar un fin de semana a Londres.

Cuando llega Antonia, una inglesa delgada y afable, de unos treinta años, nos encuentra en plena conversación ruidosa. “Well”, dice Antonia, “veo que ya habéis hecho amigas. Siempre pasa lo mismo con las españolas”. Y añade, con la típica flema del país, “pero por favor, no hagáis mucho ruido. Aquí vienen también drogadictos y gentes con otros problemas que se espantan con mucha facilidad”.

“Pero, ¿vienen muchas españolas?”, pregunto extrañada. “Muchísimas”, responde Antonia. “Y no nos explicamos cómo han podido conocer nuestra dirección. No puedo darte cifras, pero me atrevería a decir que las españolas suponen más del 60% de las extranjeras que vienen aquí a abortar”.

Mari Carmen y Lola —que están claramente satisfechas de haberse encontrado y que se entienden a las mil maravillas— se disponen a rellenar el cuestionario de rigor, redactado ya en castellano, aunque con algunas faltas de ortografía: “Edad, profesión. ¿es la primera vez que se queda embarazada? ¿Ha sido operada recientemente o ha padecido alguna enfermedad importante? ¿Es alérgica? ¿Cuándo ha tenido la última menstruación? ¿Qué tipo de anticonceptivo piensa usar en adelante?”.

Luego nos da una cita para todas, a las tres, con el doctor; según dice Antonia, uno de los mejores ginecólogos ingleses. Si no les ve él personalmente, lo hará un ayudante igualmente bueno.

Es la hora de comer. Lola y Pili hablan bajito entre ellas. Tenían miedo de que el dinero no les alcanzase y, en una bolsa de excusión, han traído chorizo, salchichón y fruta. “Si venís al hotel, habrá para todas”, dicen.

A las tres nos volvemos a encontrar en la dirección que nos han dado: un palacete señorial. De estilo victoriano, tiene dos columnas en el exterior, y dentro posee una escalera de madera y mullidas alfombras. La sala de espera es muy diferente a la de la organización en la que hemos estado esta mañana: está puesta con gusto y con sentido del confort típicamente burgueses. Allí esperan una india, envuelta en un sari estampado, y otras dos chicas. Las tres están acompañadas por hombres. Antes que a nosotras, las llaman a ellas. Sus apellidos no dejan lugar a dudas: son de lo más corriente que existen en España. Digamos que López y Pérez.

El médico, un joven indio, toma las muestras de sangre para hacer los análisis; hace una inspección ginecológica y pregunta rutinariamente qué enfermedades han padecido. Las chicas no dudan. Todas afirman estar sanísimas. Ni tan siquiera han tenido el sarampión. Las contestaciones son demasiado mecánicas. ¿Quién puede exponerse al riesgo de no abortar después de haber hecho el viaje?

Mari Carmen, Lola y Cristina tienen ya su papeleta con la dirección de la clínica, y la indicación de presentarse a las ocho de la mañana siguiente, en ayudas y sin haber fumado. Es esto último lo que más les preocupa. “¡Sin poder fumar -se lamentan a coro- estaremos muy nerviosas!”.

Para cenar, Lola y Pili vuelven a echar mano de sus provisiones. Quieren acabar con ellas. Tienen miedo de que el olor a chorizo invada el hotel.

Solo vamos a comer fuera Mari Carmen, Cristina, Cesar Lucas (el fotógrafo del periódico, que acaba de llegar) y yo. Las chicas están completamente relajadas. Ya no tienen miedo a nada. Ni tan siquiera de hablar libremente delante del fotógrafo, un hombre. Cristina dice que el macho hispánico no ha muerto y que para una mujer libre es muy difícil en la actualidad comportarse coherentemente. Mari Carmen, cuya extracción social es evidentemente distinta, me dice al oído: “Cuando una chica está en la cama con un hombre siempre piensa: y si lo supiese mi madre...”.

Al final de la cena el más deprimido es Cesar Lucas, que confiesa: “Con este reportaje se acaba mi carrera de latin lover”.

Por la mañana, el despertador suena a las seis y media. Me cuesta trabajo abrir los ojos, mientras Mari Carmen está muy nerviosa. Para llegar a la cita, atravesamos Hyde Park y medio Londres, brumoso y vacío en el week end. La clínica -una de las siete u ocho en las que se practica el aborto también a las extranjeras- es un delicioso chalet, muy parecido a un college, en un barrio de pequeñas casitas con jardín.

En la recepción, situada en un pabellón aparte, nos recibe una enfermera. Allí están esperando ya la india, otra asiática y dos jovencitas de no más de dieciocho años. Una de las dos juega con un pequeño snoopy de trapo. Las dos hablan también el castellano, con un fuerte acento canario. Otra española más, pienso. Y no acabo de pensarlo cuando entran dos chicas que estaban en nuestro mismo hotel y que también han venido con el grupo de turistas. Más tarde llega una pelirroja, muy aparatosa, que había viajado en el mismo avión. Después, las dos muchachas —Pérez y López— que encontramos la víspera en el médico. Por fin, Cristina, Lola y Pili. Un ejército de españolas. Más tarde, sabría que de las veinte operaciones realizadas esa mañana, tres eran inglesas y diecisiete extranjeras; diez de ellas, españolas.

La enfermera dice que no puedo quedarme acompañando a Mari Carmen. Explico que soy una periodista que está haciendo un reportaje y se acaban los problemas. Me envían a la directora de la clínica, Mrs. McAlistair, que me da permiso para permanecer en la clínica hasta la noche y me invita, más tarde, a tomar un café con ella.

A Mari Carmen le ponen una pulsera de plástico con su nombre, le dan un camisón de papel y le invitan a desnudarse. Ha sido conducida a una habitación pequeña pero acogedora, con una cama y una ventana cubierta por cortinas de flores, que no ocultan el prado, típicamente inglés, situado a espaldas de la casa. Le abrocho el camisón y ella se acuerda, de pronto, de que no ha traído ni la bata, ni las zapatillas. “La próxima vez -dice con espontaneidad- tengo que acordarme de las zapatillas”. Luego se da cuenta de lo que ha dicho y se ríe, viendo mi cara aterrorizada.

Llega el doctor. Se llama Arnold Finks. Tiene una edad indefinible, aunque, sin duda, ya ha pasado la cincuentena. Se parece a David Niven y es muy amable y cariñoso. Él también habla algo de español —”no te preocupes, no pasa nada”— y me invita a conversar con él más tarde.

Mientras Mari Carmen está ya en el quirófano, descubro en la habitación una serie de revistas. Hay también algunas edulcoradas fotonovelas. Dos están en inglés y el resto en español, francés e italiano.

Mari Carmen vuelve. Semidormida, pero con ganas de hablar. “Debes escribir que son muy amables”, me dice. “Me han mimado como si fuera pequeña... ¿Tú qué crees? Yo pienso que iba a ser un niño”, dice otra vez.

La dejo un momento sola y voy a ver cómo están las otras. Lola dice: “Se acabó la pesadilla”. Cristina, al contrario, parece más triste. Está bien, no le duele nada, pero no tiene ganas de hablar. En otra habitación hay dos chicas más, una madrileña, muy segura de sí misma, rubia y gordita, y una sevillana, también rubia. Esta última tiene dolores y tengo que llamar a la enfermera para que le dé un calmante. Las dos han venido sin que sus familias lo sepan. Está, por fin, la jovencita canaria, que me mira con curiosidad y no quiere decir su nombre.

Después del almuerzo voy a tomar café con Mrs. McAlistair, una señora rubia, de unos cuarenta y cinco años, casada y con tres hijos mayores. “En esta clínica no solo se practica el aborto, si bien es esta la operación más frecuente; sobre todo a chicas extranjeras. Vienen de todas partes, también de Sudáfrica, de Chile, de toda Europa, pero he de decir que el porcentaje más amplio lo componen las españolas. Son también las que superan mejor los problemas psicológicos. Eso sí, intentamos siempre situarlas en habitaciones vecinas, porque por la noche se reúnen a charlar y van de una parte a otra de la clínica, despertando a los pacientes”.

Son ya las tres. Mari Carmen tiene hambre. Le traen té, pan y mantequilla. Más tarde cenará copiosamente antes de que lleguen las seis y media, hora de las visitas. Mientras tanto, hace ya tiempo que el teléfono que se encuentra en el pasillo ha comenzado a sonar insistentemente. Son las acompañantes que quieren informarse del estado de las recién operadas, que quieren hablar con ellas. Cuando la enfermera negra no entiende bien los nombres, me llama para que le sirva de intérprete.

Mari Carmen se ha trasladado a la habitación de Lola y las dos se tratan como viejas amigas. También las otras se han reagrupado. La única que continúa sola, ni triste ni alegre, es Cristina. No quiere hablar con nadie.

Es de noche. Tengo que dejar la clínica. El doctor Finks me acompaña al hotel y, por el camino, me cuenta decenas de historias que él ha venido viviendo día a día.

“Doctor, ¿tiene hijos?”. “Sí, e incluso nietos. Hoy uno de ellos cumple tres años. Pero no está en Londres. ¡Es una pena!”.

Me dice que ha escrito un libro que se publicará en poco tiempo y que se llama Los abortistas. “Está lleno de historias verídicas que he ido viviendo a lo largo de estos años. Estoy seguro que será un best seller”.

Pilar me espera en el hotel. Tiene miedo de quedarse sola y viene a dormir en mi habitación. Pasamos una noche de insomnio, llena de ruidos y zozobra. Por la mañana, a las ocho, llegan Mari Carmen y Lola. Han venido en taxi, acompañadas por la joven canaria y las otras dos que viven en nuestro mismo hotel.

“Ayer por la noche nos quedamos a charlar hasta muy tarde y nos comimos todo el chocolate que llevábamos”, cuenta Lola. Tiene un cierto aire de excitación, como si se hubiera escapado del colegio. De pronto, descubrimos un maletín que no pertenece a ninguna de nosotras. “Es de la canaria”, explica Mari Carmen. “Lo ha olvidado en el taxi y ya se ha marchado al aeropuerto”. “Tenemos que buscarla para devolvérselo -les digo-. Pero, ¿cómo se llama?”. A pesar de haber hablado toda la noche, ninguna conoce su nombre.

Mi avión sale a la una. También Cristina ha venido a saludarme al hotel. Ellas salen más tarde. Nos abrazamos sin intercambiar tan siquiera las direcciones.

REGRESO A 1985

Aborto ilegal. 

Hasta 1985 no se legalizó el aborto en España. “Este tema era una bomba en 1976”, recuerda la autora del reportaje, la italiana Neliana Tersigni. “Todo el mundo conocía los vuelos chárter a Londres, pero nadie se atrevía a hablar. Rompimos un tabú. Abrimos una brecha en la sociedad española”. Las cosas han cambiado mucho. En 2009, última cifra disponible, se realizaron 111.500 abortos legales en España, según el Ministerio de Sanidad.

Identidad oculta.

Tersigni y el fotógrafo Cesar Lucas se hicieron pasar por una pareja para acceder a la clínica abortiva que plasmaron en este reportaje. De la protagonista, relata la italiana, ya no recuerda el nombre real: “Elegí el seudónimo de Mari Carmen porque era un símbolo de las mujeres de España, un nombre bonito y común”.

Píldora universal.

En 2009, el Ministerio de Sanidad autorizó la venta de la píldora del día después sin receta médica. Por primera vez desde la legalización del aborto, se redujo el número de intervenciones, en torno al 3%. En 2010 se compraron 390.000 unidades, según Sanidad.

Nueva ley.

En julio de 2010 entró en vigor una nueva Ley de Salud Sexual y Reproductiva. Entre sus medidas, se permite el aborto sin dar explicaciones hasta la semana 14 de embarazo, hasta las 22 si hay riesgo para la salud de la madre y sin plazo alguno en caso de malformaciones del feto. El PP la recurrió ante el Tribunal Constitucional, y ahí sigue pendiente de resolución. Pero Mariano Rajoy se pronunció durante la campaña electoral: “Mi idea es cambiar la ley para volver a la que se hizo con Felipe González”.

Viaje por la emigración

John Carlin

Años

1999

y

2005

: SALTO A EUROPA

Primero, John Carlin recorrió España evaluando el impacto de la incipiente inmigración. Este artículo ganó el Ortega y Gasset. Seis años después, la tensión migratoria en Melilla volvió a ser protagonista; a ese momento pertenece el reportaje gráfico.

El País Semanal, domingo 21 de noviembre de 1999.

Esto en España de llamarme moreno o morenito... No, tío. Nada de eufemismos. Llámame negro. Soy negro. Estoy orgulloso de ser negro. Llámame negro y no pasa nada”.

Albert Bitoden Yaka, camerunés, de 31 años de edad, habla español con un eco andaluz. Hace cuatro años no hablaba nada. Lo aprendió durante los ocho meses que vivió en las calles de Melilla en 1996, durmiendo a la intemperie. Con un diccionario español-francés y leyendo ¡Hola! “y otras revistas del corazón”, como él cuenta, que encontraba tiradas en los basureros de la ciudad. Albert habla también inglés. Y cuatro o cinco idiomas más. De los que se hablan en Nigeria, Costa de Marfil, Benin, Burkina Faso, Ghana, Mali: los países que atravesó, trabajando y ahorrando en cada uno de ellos para poder seguir viaje, durante la odisea de cinco años que le condujo finalmente a España. Odisea que incluyó una expedición de un mes de Sur a Norte, de Mali a Marruecos, a través del Sáhara. A pie.

“Se habla mucho de las pateras, pero la gente no sabe lo que está ocurriendo en el desierto. No sabe, tío. Un caminar sin cesar. Sin cesar. Día y noche. Por el camino ves a chicos de 20 años, chicos con títulos universitarios, muertos o muriéndose. Ves a mujeres jóvenes a punto de morir, desesperadas, vendiendo sus cuerpos. Se me vienen a la cabeza imágenes espantosas. Espantosas, tío”.

Después de atravesar el desierto, la policía marroquí le metió en la cárcel. Durante un mes. “Entonces me fui a la ciudad de Nador. Alguien ahí me dijo: ‘¿Por qué no te vas a España?’. Yo contesté: ‘¿España? ¿Qué es eso?”.

España es la puerta de África hacia Europa desde tiempos inmemoriales, pero los españoles saben menos sobre los africanos que sus vecinos europeos del Norte. Si aquella persona de Nador le hubiera dicho a Albert: ¿por qué no te vas a Francia, o Alemania, o Inglaterra?, Albert habría tenido una idea razonable de lo que era eso. No solo porque Albert es un hombre culto, que ha ido a la universidad, sino porque Francia. Alemania e Inglaterra rebosan de inmigrantes africanos que envían noticias a casa. Para la mayoría de los africanos, España es territorio virgen. Para la mayoría de los españoles, los africanos son criaturas extrañas y desconocidas. Pero eso está cambiando. Hasta hace 10 años, España era un lugar de tránsito hacia las naciones ricas del Norte. Ahora, España es rica, así que los africanos se quedan aquí.

Durante la mayor parte de este siglo, España ha sido exportadora neta de emigrantes. Ahora es importadora neta. El mayor grupo de inmigrantes, después de los europeos occidentales, procede de África. Marroquíes, sobre todo, pero también, cada vez más. argelinos, gambianos, senegaleses, nigerianos. El número de residentes legales africanos en España está en la actualidad en torno a los 200.000, posiblemente con otros 100.000 residentes indocumentados. El Gobierno español anunció en octubre que proyecta acoger a otro millón de trabajadores extranjeros en los tres próximos años. Una vez que adquieren la legalidad, los trabajadores traen a sus familias, como hacen los inmigrantes en todo el mundo. Los inmigrantes africanos, en concreto, se reproducen a un ritmo superior al doble del promedio español.

De aquí a 10 o 20 años, las calles de las grandes ciudades españolas, que son ahora las de color blanco más homogéneo de los principales países europeos, se parecerán a las babeles multicolores y de religiones diversas de Londres. París y Fráncfort.

¿Está preparada España para afrontar el reto? ¿Se ha purgado del sistema español el gen xenófobo que alimentó la expulsión de los moros hace 500 años? ¿O quizá el choque de razas y culturas genere unas tensiones tan lamentablemente arraigadas como en Estados Unidos, donde un apartheid mental reduce la comunicación a un estridente diálogo de sordos? ¿En qué estado se encuentra la nación española ante los eternos problemas creados por la abundancia racial del planeta? ¿Somos, en resumen, racistas los españoles?

El País Semanal ha llevado a cabo su pequeña odisea a través de España, de Sur a Norte, para intentar dar respuesta a algunas de estas preguntas.

Melilla, como Ceuta, es Europa, pero también es África. Un territorio de apenas 12 kilómetros cuadrados que fue conquistado por España en 1497, y en el que se estableció una cabeza de playa para protección y como sistema de aviso en caso de invasión de los moros. Quinientos años después, las señales de alarma suenan todos los días.

A Melilla le gusta decirse la Ciudad de la Tolerancia. Porque cristianos, musulmanes y algunos judíos comparten el mismo espacio y no parece que les preocupe demasiado. La Ciudad de la Tolerancia se defiende de intrusos indeseados con una verja elevada —mejor dicho, dos verjas elevadas paralelas— rematada con alambre de espino y vigilada por vídeo, sensores electrónicos y hombres armados en torretas de vigilancia. Entrar en el perímetro del territorio, en forma de abanico, solía ser mucho más sencillo antes de que empezaran a construir el telón de acero hace un año. Cuando Albert entró en 1996, saltó por encima de la verja. Hoy necesitaría una pértiga.

Aun así, siguen llegando indocumentados, como les llaman los corteses españoles, que se muestran, por una vez, más correctos políticamente que los estadounidenses, con su designación de “extraños ilegales” para los que llegan sin invitación.

En el centro de acogida temporal, conocido como la granja, 400 hombres aguardan novedades. Esperan saber si les han concedido permiso para ir a “la Península” a buscar trabajo. Es su billete hacia la esperanza, pero sobre todo, más necesario, hacia la libertad. Se encuentran vigilados por la policía, tras una verja, hacinados en largos edificios bajos colocados en hileras. Duermen en colchones infestados de pulgas, si tienen suerte, o sobre cartones, si no la tienen, con la misma intimidad que unos pollos de criadero. Quizá sea por eso por lo que al lugar lo llaman la granja.

Los hombres ven a un extraño y se apresuran a acercarse a la verja. Tal vez haya noticias. No hay ninguna. Menean la cabeza. Se enfurecen. Gritan. Maldicen. Son, sobre todo, argelinos. Atraviesan la frontera fingiendo que son marroquíes (20.000 de los cuales cruzan la frontera en ambos sentidos, legalmente, todos los días). Luego se dirigen a la Cruz Roja, que les lleva a la policía, que les dice que rellenen unas solicitudes de asilo y les lleva a la granja.

El País Semanal, domingo 23 de octubre de 2005.

Mohammed tiene mujer y cuatro hijos en su pueblo. Trabajó ilegalmente en los naranjales de Murcia hace cinco años, antes de que le capturaran y le expulsaran, vía Alicante, hacia Orán. Lleva en la granja dos meses esperando un permiso de trabajo, sin saber si van a volver a expulsarle. Quiere vivir en España.

¿No le preocupa el racismo en España? “Es verdad que existe racismo entre los españoles, pero con respecto a la gente mala. Si uno se porta bien, no hay problema. Yo no soy un delincuente”.

La respuesta de Mohammed es diplomática. Sabe demasiado bien que los argelinos tienen fama de ser delincuentes y poco dignos de confianza. No solo entre los españoles de Melilla, sino también entre los marroquíes, que tampoco se privan del hábito de poner etiquetas. Los africanos subsaharianos, los negros, tienen fama de ser buenos. Recientemente hubo un motín en la granja. Se culpó a los argelinos, mientras que los negros quedaron exonerados. Después del motín, llevaron a estos últimos a otro centro de acogida temporal en la ciudad, una nueva construcción llamada Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), donde tienen camas, habitaciones con puerta y duchas limpias.

Oscar Emeka, nigeriano, de 26 años, que dice ser futbolista profesional, atravesó el Sáhara como Albert, llegó a la frontera de Melilla, pagó a un hombre 100 dólares y entró en España oculto en un camión de fruta. Ahora está en el CETI. No acaba de creerse su suerte: “La hospitalidad española ha sido maravillosa. Estoy muy agradecido a España. Recibo clases de español de una señora muy agradable todos los días, de lunes a viernes”.

Casi todos los que son enviados al lujoso CETI obtienen permiso de trabajo. Cuando le llegue su turno. Oscar irá a la Península, donde tendrá que arreglárselas solo. Si no consigue un empleo legal en el plazo de tres meses, corre el riesgo de expulsión. “Tengo gran confianza. He oído que en España te ayudan a encontrar trabajo. Si tengo una oportunidad entraré en algún equipo. En todas partes donde juego me llaman Maradona”.

Si Oscar se permite el lujo de soñar es, en parte, gracias a que Albert encabezó una batalla para obtener mejores condiciones de vida para los africanos de Melilla. Al principio. Albert fue uno de los 16 negros que vivieron en la calle, ante el edificio de la Cruz Roja, durante ocho meses. Cuando aprendió español se convirtió en el portavoz del grupo, su adalid. “Hay un negro que habla español’, dijo un día una persona, muy sorprendida, de la Cruz Roja. Yo le dije a la gente de mi grupo que si te llaman negro, lo fundamental es sacarle algo positivo, algo que te inspire orgullo”.

Con ese espíritu positivo orquestó una huelga de hambre. Habló con los medios de comunicación. Tuvo éxito. Ahora, el mundo es un poquito mejor. Ahora existe el CETI.

Albert vive en Cádiz ahora. Está de visita en Melilla para impartir un curso. Un hombre negro que da clase en un aula llena de españoles. Está contratado por Andalucía Acoge, una red dedicada a ayudar a los inmigrantes. El trabajo de Albert consiste en formar a los que ingresan en la organización. Coordinador del voluntariado, se llama su puesto.

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