35 años, 35 historias

35 años, 35 historias


Jomeini, los últimos días del exilio

Página 6 de 22

Jomeini, los últimos días del exilio

Rosa Montero

Año

1979

: EL DETONANTE DE LA REVOLUCIÓN ISLÁMICA

Entrevistamos a Jomeini un mes antes de su vuelta a Irán. Parte de la opinión pública le saludaba como una solución para el futuro de su país. La autora de este reportaje recuerda 32 años después: “Me pareció un tipo siniestro”.

El País Semanal, domingo 21 de enero de 1979.

Y si el sha se marcha hoy o mañana, como dicen, ¿cuándo volveréis a Irán?

Inch ‘A llah, que significa “Dios dirá”.

Y al contestar esto, Harad, un muchacho barbado y moreno que hace de traductor, deja escapar una sonrisita un poco maliciosa, un mucho esperanzada.

En Nauphle le Chateau, este pequeño pueblecito a 70 kilómetros de Paris, en donde el ayatollah Jomeini ha establecido su cuartel general, ‘el vértice místico de la lucha de liberación’, se viven horas particularmente afanosas y agitadas. Hoy, cuando hacemos el reportaje, se sabe ya que el sha ha perdido, que se marcha. Llegan las últimas noticias: en Irán se forma un Consejo de Regencia con presidencia de Batjiar. Por tanto, en Nauphle le Chateau se constituye un consejo revolucionario provisional, integrado por personajes de la oposición elegidos por Jomeini. Y es que en Nauphle se conspira, se suspira y se reza. Y hay una atmósfera de emocionada fiesta en el entorno.

El pueblo está sepultado por la nieve. Las últimas semanas han sido muy frías, y los hielos han convertido el terreno en una peligrosa pista deslizante. A ambos lados de la estrecha carretera están los dos chalets que la oposición iraní ha alquilado. A la derecha, una casita pequeña en donde vive el ayatollah. Enfrente, un chalet mayor y desvencijado en donde se agrupan los colaboradores y a donde llegan los muchos iraníes venidos de lodo el mundo para ver al ayatollah y compartir el esfuerzo de la última lucha. En medio, en tierra de nadie, sobre la carretera, la policía francesa -dos autobuses llenos- vigila día y noche: hay que asegurar la vida de Jomeini, y la Savak, la policía política del sha, ha sido siempre muy activa.

Cinco veces al día el imán sale de su retiro, cruza la carretera, entra en el chalet de enfrente y dirige los rezos. Son los únicos momentos en los que sus seguidores pueden verle, y así le esperan cada día durante horas, de pie sobre el helado suelo, a la intemperie. Los recién llegados que aún no han gozado de la presencia del ayatollah se distinguen por su mayor nerviosismo, por su maravillada y sobrecogida expresión: patean las nieves con pies congelados y resoplan columnitas de vapor en silencio. Antes, al principio, cuando Jomeini llegó a Nauphle a primeros de octubre, la temperatura era aún tibia y los rezos se hacían en el pelado jardín del chalet comunal. Ahora han montado una gran tienda sobre la tierra para protegerse del frío, es una tienda de lonas azules rayadas en blanco que tiene algo de circense. A la entrada, un entarimado de madera perpetuamente mojado y erizado de cristales de hielo pretende hacer más grata la obligación de descalzarse. Porque es necesario, claro está, quitarse los zapatos antes de entrar a la tienda o al chalet, y así has de descalzarte mil veces al día y en cada ocasión los calcetines se te mojan un poco más y a las pocas horas de tal trajín consigues tener los pies empapados e insensibles.

“Usted tiene que ponerse un pañuelo, ahora se lo traigo...”

Por ser mujer he de cubrir mi cabeza durante todo el tiempo que vaya a permanecer entre ellos. Solo me será permitido descubrirme al salir del jardín y llegar a la carretera intermedia, que es aún francesa: en los chalets se vive el mundo islámico. El amable muchacho que me ha advertido de ello vuelve corriendo con un pañuelo marrón en la mano. Intento ponérmelo a la manera occidental. “No, no”, me dicen, “tiene que taparse el pelo, echárselo hacia delante”. Hay que ocultar la frente, que no se vea ni un cabello, que los laterales del rostro queden bien cubiertos, hay que otear el exterior a través de este improvisado túnel de tela. Y en la esquina del pañuelo hay una etiqueta que dice: “Miss Helen, made in France”.

Es difícil entender desde una perspectiva occidental el fenómeno de Irán. Es difícil comprender una revolución que se mueve bajo banderas religiosas y saber en qué consiste exactamente esa república islámica por sufragio universal que Jomeini quiere implantar. Como el propio ayatollah nos diría después, “la religión en Occidente es la religión de san Jesús. Tal como ha sido concebida se limita a un terreno personal y no tiene ninguna relación ni intervención con la vida cotidiana. En el islam, sin embargo, la religión interviene en todas las actividades del hombre, ya sean políticas o sociales. El islam tiene opiniones precisas sobre cómo han de ser los Gobiernos de un pueblo. No se puede comparar, en este sentido, la religión occidental con la oriental. El islamismo interviene en todos los asuntos del hombre y los reglamenta de forma progresista”.

Es, pues, otro mundo y como tal hay que juzgarlo: “Yo sé que todo esto y que la figura del ayatollah deben resultar muy chocantes para vosotros”, dice Jalil, “pero tampoco he encontrado en Occidente ningún modelo de sociedad envidiable; dejadnos probar el nuestro”.

Jalil tiene 26 años, lleva cinco viviendo en San Francisco, California, en donde estudia Física, y sin poder esperar más ha dejado interrumpida su carrera para trasladarse junto al ayatollah y después junto a su pueblo. “No podía aguantar tan lejos, no podía”.

Es un hombre alto, de barbas rubias y ropas contraculturales, vaqueros desgastados, amplios jerseys. Escuchándole hablar, unas iraníes le han preguntado en inglés: “¿Y usted de dónde es?” “De Irán”, ha dicho él. Y ellas, aún sin creérselo: “¿Y habla usted ara?” A partir de ahí han comenzado una larga, gorgojeante y gozosa conversación en su lengua, dichosos de reencontrarse bajo la patina de culturas extranjeras.

“El sha ha traicionado la historia, la tradición y la cultura de Irán”, dice Jalil; “ha vendido nuestro país a los americanos. Recuerdo que cuando era chico oí al ayatollah hablar contra el sha. Decía entonces: al quitar los velos a la mujer no la estás liberando, la estás mandando a la prostitución, y luego ha sido así. Yo creo en Jomeini, creo en él”.

Está hablando Jalil del año 63. El sha hizo por entonces un simulacro de reforma agraria, dio el voto a la mujer y occidentalizó por decreto las costumbres. Bajo el aliento espiritual de Jomeini hubo en Irán fuertes revueltas, muertos, cárcel y torturas. A partir de entonces el ayatollah hubo de marchar al exilio, primero dos años en Turquía, después 13 en Irak. En aquellas revueltas, precisamente, fue detenido y torturado el padre de Mohamed.

Mohamed tiene 24 años, lleva cinco en Londres estudiando ingeniería. Hace unos días, sus padres fueron a buscarle a Inglaterra y ahora, todos juntos, han acudido a Nauphle a la llamada del imán. Mohamed es creyente y practicante, y piensa que la religión chiita es magnífica, mejor por supuesto que la secta sumnita, que es la mayoritaria en el islam: tan solo hay un país predominantemente chiita en el mundo mahometano, y es Irán, con un 90% de adeptos. Lo cierto es que la doctrina chiita mantiene que la razón predomina sobre la tradición, lo que puede suponer mayor flexibilidad en el dogma.

Pero al hablar sobre esto con Jomeini, al preguntarle si él, como supremo ayatollah, tiene por tanto posibilidad de cambiar el dogma, ha contestado: “No, en absoluto, porque la doctrina islámica es la doctrina de la razón y no habrá ningún cambio en ella. Aunque, por supuesto, en algunos casos concernientes a la vida cotidiana se puede llegar a un entendimiento”. Es decir, que en pequeños detalles cabe el edj tehad o consejo del sabio. No todo el mundo es digno de dar edj tehad; solo aquellos santos varones que han alcanzado el reconocimiento del pueblo pueden aconsejar. só\o\osayatollahs. Y se es ayatollah si se reúnen varias cualidades, si se es sabio, si se es puro, si se es piadoso, si se conocen los problemas del pueblo y de tu tiempo. Y as. Jomeini, haciendo uso de su dignidad, de su derecho al consejo, al edj tehad, ha dirigido y dirige la revuelta del pueblo iraní, encabezando la lucha contra el sha.

Pero son las doce del mediodía y es hora de rezos. La tienda está llena de gente en cuclillas a la espera de su imán, y fuera, sobre las laderas como cristales del jardín, se mantienen en precario equilibrio muchas personas, los más nuevos, los recién llegados, que esperan con ansiedad la visión del líder. Hay un pequeño revuelo, luego un silencio denso: viene Jomeini. Callado. Mirando al suelo, el ayatollah sale de su casa, cruza la carretera con pie pausado. Lleva manto oscuro, babuchas de cuero y calcetines de lana gris, y su turbante es negro, color reservado para los descendientes de Alí, el yerno de Mahoma, su discípulo-. Atraviesa Jomeini las filas de sus seguidores con expresión hermética: Mohamed, el estudiante de Londres; Jalil, el físico de San Francisco, unen sus voces fervorosas a los gritos rituales de rigor.

El ayatollah es un anciano erguido, de barbas blancas y rostro severo. Sus cejas son abruptas, enredadas y negrísimas, y rodeado del fulgor de la nieve, la palidez septuagenaria de su cara tiene algo de falso y enfermizo, como si su rostro fuera de cera, una careta sin vida, tiznada a la altura de las cejas.

Una vez se ha introducido en la tienda, los mirones del exterior entran en febril actividad. Se agolpan en la puerta quitándose los zapatos, se apresuran a entrar para acompañar los rezos. Sobre las alfombras del interior hay arrodilladas unas 60 personas, en filas compactas y perfectamente rectas, cara a la Meca, con el ayatollah al frente. Los hombres, delante; las mujeres, detrás, con los niños. Casi todos visten ropas occidentales, menos ellas, que sobre pantalones o chaquetas muy europeas han vestido unas túnicas hasta los pies. Son grandes lienzos estampados con flores mínimas e ingenuas que las cubren por completo, dejando apenas una abertura para la cara.

Alguien me da en el hombro, musita algo en farsi: es un hombre: de su mano cuelga un hilo de cuentas. Tras un momento de duda deduzco que quiere pasar delante mio, soy una mujer e inadvertidamente me he puesto entre las filas de los hombres. He de retroceder.

Comienzan los rezos. Un ayudante de Jomeini, de pie ante todos, dirige los cantos. Los fieles, arrodillados, se inclinan hacia delante, apoyan la cabeza sobre una piedra pulida que tienen ante ellos o sobre sus rosarios de cuentas. La ceremonia dura media hora escasa: es exactamente la mitad del ritual que ordena el Corán. La doctrina indica que si estás en situación de viaje y en un lugar en el que no piensas pasar más de una semana puedes reducir los rezos a la mitad. Y desde hace aproximadamente 15 días Jomeini ha acortado sus oraciones. Tal es su convicción de triunfo, tan seguro está de marchar a Irán antes de una semana.

“Me emociona siempre verle”, dice reverentemente Mohamed, el londinense, mientras observa cómo se aleja Jomeini. Y se quitan unos a otros la palabra de la boca para describir al imán, para hablar de su bondad, de su rectitud, de que no posee nada material ni nunca ha poseído. El ayatollah es un mito, una figura intocable, mucho más que un hombre: “Yo no siento nada preciso respecto a esa mitificación”, explica el propio Jomeini; “podría decir simplemente que los hombres que son servidores del pueblo y a los que el pueblo reconoce esta servidumbre, suelen contar con el cariño de su gente, si el pueblo considera que este hombre está llevando adelante sus intereses. Yo aconsejo a la próxima generación que ame a su pueblo, que lo sirva y que considere por encima de todo los beneficios y el bien del pueblo”.

Pero el ayatollah Jomeini vive en Neuphle le Chateau como un dios encarnado en anciano ceñudo y cosecha admiraciones y obediencias por parte de todos. O casi todos.

“Yo no soy creyente. Y en Irán, los que mueven de verdad el país, los estudiantes, los intelectuales, no son precisamente los creyentes”.

Esto lo dice un hombre de media edad, de ojos líquidos, enfundado en un abrigo azul marino e impecablemente encorbatado. Es un ingeniero, trabaja en Irán y no quiere dar su nombre: “Tan solo soy un portavoz del Frente Nacional”. En las luchas de Irán, por supuesto, hay comunistas, socialistas o socialdemócratas, como los del Frente Nacional.

Sin embargo, es Jomeini y su autoridad religiosa lo que mueve al país, él es el único capaz de lanzar a la calle a millones de iraníes, aunque el elegante ingeniero sostenga que solo son creyentes el 60% de los ciudadanos. Tres cuartas partes del pueblo iraní pasan hambre, viven en la miseria, carecen de posibilidades vitales y culturales. Tres cuartas partes del pueblo iraní comprenden y obedecen al ayatollah, y solo a él. Y esto lo saben los comunistas, los socialistas, los socialdemócratas del Frente Nacional. Como dice el encorbatado personaje, “nuestro pueblo tiene una fuerte tradición religiosa: establezcamos primero una república islámica. Después ya irá evolucionando la mentalidad de la gente”.

Este ingeniero es, evidentemente, un ministrable. Todos los días “y aún más estos últimos días” el ayatollah es visitado por elegantes, cultos y europeizados personajes recién llegados de Irán, con noticias, con consignas, con decisiones. Son los ministrables, los futuros dirigentes del país, tejiendo su tela de araña de estrategias. Se distinguen perfectamente de los demás porque se deslizan con especial discreción por el entorno, porque permanecen poco tiempo en los hotelitos y porque son todos iguales: hombretones que rozan los 40 años, de labios espesos y pelo negro peinado al agua, de abrigo azul marino cruzado, corbata de seda y pantalones grises, lisos o rayados. Parecen llevar el uniforme del político.

Así es este mundillo que rodea al imán: los ministrables, la policía, los periodistas, sus secretarios, que son serios y sesudos, sus colaboradores. Que son jóvenes entusiastas que forman la infraestructura del movimiento, que barren la casa, que tiran declaraciones a ciclostil, que pintan con cal. sobre un trapo negro, esa leyenda que se ve en el lateral de la tienda: “Es mejor morir que aceptar la humillación”. Y aún quedan por mencionar los fieles, los crédulos, los esperanzados que llegan cada día a Neuphle como en peregrinación. Todo este movimiento efervescente, en suma, te hace pensar en un montaje, en un montaje por otra parte lícito y útil, como si en el 78 la oposición iraní hubiera decidido una labor conjunta, y buscando un líder que pudiera arrastrar a la lucha a todo el pueblo, hubiera coincidido en la necesidad de potenciar a ese ayatollah Jomeini hasta entonces desconocido internacionalmente, pero respetado en su país, un hombre anciano y digno que había sabido mantener sus convicciones en el exilio, y así hubiera lanzado la figura del ayatollah como bandera de la revolución, como enseña emocional y publicitaria.

Y el ayatollah, mientras tanto, reza y reza en su pequeña casa cercada por la nieve. Y tal parecería que Dios le escucha, pues sus rezos han sabido infundir valor suficiente al pueblo iraní para derrocar al sha, a ese Reza Pahlevi que subió al poder en el 41 y que desde entonces ha gobernado dictatorialmente su-país por medio del terror y la tortura.

La supuesta modernización del sha fue una modernización para los clanes imperiales, para las familias poderosas, mientras el pueblo seguía en la miseria privado de su propia cultura. Ahora, la tradición que él quiso borrar le ha vencido y el sha pisa por última vez los alfombrados salones de palacio, se apresura a sacar sus riquezas de Irán -ha evadido 150.000 millones de pesetas-, cierra maletas interminables y prepara sus botas de esquí para el traslado.

“En los dos últimos meses”, dice el hombre del Frente Nacional, “han muerto en Irán 30.000 personas.” En los últimos meses, día tras día, 12 millones de iraníes se han lanzado a la calle. Han sido aporreados, ametrallados, han regado las aceras con su sangre, para volver a salir, horas más tarde, a ofrecer simplemente su fe contra el fuego del ejército. “Entre el propio ejército hay gran división”, dice el ministrable; “sé de soldados y oficiales que han muerto a manos de sus compañeros”.

Jalil, el estudiante de San Francisco, exclama con rostro iluminado: “Es la primera vez que un pueblo se lanza a la calle por motivos puramente políticos y no económicos. Una y otra vez, cada día, el pueblo se ha enfrentado con el ejército; es emocionante, es tremendo”.

Lo es. Por eso es tan difícil de juzgar, desde aquí, el proceso iraní, folclorizado de rezos, de misticismo, de pañuelos con los que has de tapar tu frente. Jaljani, discípulo de Jomeini, un religioso que viste de gris y negro en ropajes flotantes y ciñe blanco turbante, explica que el único fin de todo este movimiento es el de dar el poder al pueblo. El Gobierno se elegirá por votación, y la república islámica tendrá libertad de prensa, de opinión, respetará todo tipo de creencias religiosas y contará con todos los partidos. Lo que se quiere es recuperar la soberanía popular, poner realmente en funcionamiento la Constitución de 1909, limpiar Irán de manos extranjeras, arrebatar el petróleo a los americanos. Lo que se quiere es vivir en paz e independientemente, ni la Unión Soviética ni Estados Unidos, una simple república amistosa que se mantenga dignamente. Y cuando esto se consiga, el ayatollah volverá a Irán y allí seguirá aconsejando espiritualmente al Gobierno y al pueblo, gran ayatollah Ruhollah Jomeini. 78 años, voz del Corán, guía de chiitas.

Se caen. Constantemente está cayendo gente al suelo, la tierra helada parece un metal pulido. Los periodistas se desparraman con estrépito de cámaras por los suelos, crash, crash; los hombres de turbante y grandes mantos se desploman con sordo golpe amortiguado por las ropas, plof, plof; los seguidores resbalan en su aturullamiento por conseguir una buena posición para ver al imán, cataplún. Y luego se levantan sonrientes, sacudiéndose manos y pantalones: ¿qué es una caída en la nieve comparada con el momento que se está viviendo?

Uno de los colaboradores de Jomeini acaba de darse una recia costalada justo en la puerta del ayatollah y al ratito, con eficiencia y rapidez secretarial, reaparece con un pequeño pico y rompe el reciente hielo. Es necesario mantener el estrecho sendero que une la casa con la tienda perfectamente limpio, no vaya a ser que en uno de los rezos Jomeini resbale y deje su anciana y sagrada cabeza estampada en el camino. El ayatollah ha de vivir hasta completar su obra.

Tras los rezos del mediodía es la comida, y con hospitalidad musulmana, todo el mundo está invitado a participar en ella. Antes daban queso; ahora, como hace tanto frío, se distribuye una sopa humeante sobrenadada por lagos de aceite y verduras. Y el pan, esas barras interminables de crujiente pan francés, las baguettes. En el hotelito comunal hay una habitación destinada al uso de todos, allí se sientan los militantes, los secretarios, los recién llegados, los periodistas, todos escrupulosamente descalzos. Es una habitación cuadrangular, empapelada en flores, desprovista de muebles y cubierta con alfombras, al modo iraní. Con otros inquilinos debió ser un dormitorio, pues en la pared aún quedan dos apliques de luz en tul rojo y rizado.

Hay mucha gente, mucho movimiento, se está constantemente entrando o saliendo de la habitación. En una esquina están los hombres; en otra, las mujeres. Las mujeres son todas jóvenes, muy jóvenes y hermosas, de nariz recta, labios gruesos, dientes agresivos y óvalo perfecto. Visten pantalones y ropas occidentales y se cubren la cabeza con pañuelos de tonos oscuros. Están enfrascadas en su trabajo, todas escriben afanosamente arrodilladas y apoyadas en el suelo. Quizá hacen resúmenes de prensa o copian comunicados. Llenan con bellos caracteres árabes interminables hojas en blanco, mientras los niños corretean a su alrededor y los hombres conversan en el rincón de enfrente.

“Pero en el Corán la mujer está supeditada al hombre”, les digo; “Según la doctrina, la mujer es un ser impuro.” Y ellas contestan que no, que en el Corán todos son iguales. “Y además”, añade una muchacha con ingenuo orgullo, “ahora las mujeres en Irán son muy activas, van a las manifestaciones con los niños”. Le digo que el hecho de que sean ellas y no los hombres quienes lleven a los niños ya supone una diferencia, pero la muchacha habla poco inglés y no me entiende.

Entonces interviene Jila. Jila es una mujer de 24 años, muy guapa, madre de dos niños pequeños que trotan descalzos sobre las alfombras (el crío con el pelo al aire, la nena con un pañuelo minúsculo cubriendo la cabeza), es psicóloga y hace nueve años que vive en Alemania. “En estos años he tenido contacto con diversas clases sociales de la sociedad alemana, con trabajadores, profesionales liberales, comerciantes medios, y he podido darme cuenta de que la liberación de la mujer occidental no es tal. En Occidente todo se rige por el dinero, por lo económico, y la liberación de la mujer ha de pasar también por ahí. Sin embargo, las mujeres alemanas que he conocido estaban sometidas a una doble esclavitud: por un lado, trabajaban en condiciones de explotación en un sistema capitalista, y, por otro, tenían que encargarse tras su trabajo de las faenas domésticas, de los niños, de todo...” Jila habla con fluidez y apasionamiento. A nuestro alrededor se han agrupado las demás mujeres: quizá no entienden lo que ella dice, pero cabecean en señal de asentimiento y de vez en cuando me dedican una sonrisa luminosa.

“En nuestra sociedad “añade Jila, no ponemos el énfasis en lo económico, sino en el perfeccionamiento del hombre. Prueba de ello es que entre nosotros cuanto mayor es una persona más respetada es y mayor valor tiene, porque es más sabio, mientras que en Occidente los ancianos son relegados y no sirven para nada porque ya no producen. Claro está que nosotras, las mujeres iraníes, hemos luchado y tenemos que seguir luchando por nuestra liberación. Pero no admito que las occidentales estén más avanzadas que nosotras. En Occidente, por ejemplo, la mujer no está nada politizada. Y sin embargo, nosotras cumplimos un papel político de primera línea y nuestro juicio es respetado y tenido en cuenta.

Y mientras habla recuerdo las últimas fotografías del Irán actual, la imagen de esas mujeres de ropas flotantes y frente cubierta que pelean en las esquinas calzadas con zapatos de tenis para poder correr mejor, es este un irán sorprendente y en ebullición sin duda.

De algún lugar en el interior de la casa surge la voz parpadeante de una radio. El locutor habla en farsi, quizá sea una emisora iraní. Alguien entra y dice que los soviéticos han regado de tropas las fronteras con Irán, dispuestos a intervenir en el país si los americanos intentan algo por su parte. La imagen de un Vietnam desgarrado por voluntariosos salvadores ajenos se cierne un momento en el ambiente, pero están todos demasiado felices como para no ser optimistas. “Quizá esto sea lo que decida el último levantamiento popular”, dice uno.

Y se espera. Mientras tanto hablo con Nader. Nader tiene 40 años, el rostro rasurado, gafas de miope y una gabardina color miel. Vive desde hace mucho en París y en su apariencia hay algo conocidamente religioso, parece un hombre del Opus o un cura jesuíta. Nader dice que sí, que la mujer es un ciudadano de segundo orden en el islam (la descendencia importante es la de Ali y no la de la hija de Mahoma; Nader mismo es descendiente de Mahoma por línea femenina), pero que en Occidente tenemos ideas muy equivocadas respecto a todo esto. En la mujer descansa la responsabilidad cultural de la familia. Por eso, y desde siempre, muchas mujeres iraníes han sido profesoras.

La hembra manda en la casa, en la educación de los hijos, la abuela puede regir a toda una extensa familia y sus consejos son órdenes.

¿El aborto? Bueno, es más factible en el islam que en el cristianismo, puesto que para el cristianismo el feto tiene alma y para el musulmán no. ¿La anticoncepción? El Corán no dice nada al respecto, pero Nader cree que la anticoncepción en Occidente solo sirve para favorecer la promiscuidad sexual, la frivolización de las relaciones, y que eso no le interesa nada. «Pero la anticoncepción libera a la mujer de su papel solo materno», le digo. Y Nader explica que también eso es diferente en Irán, que allí las familias llegan a tener 50 miembros, que es la mujer, sí, quien da a luz, pero el cuidado de los niños es comunal, de tal forma que la madre no ha de verse esclavizada en la casa, puede salir, dar clases, hacer lo que le venga en gana.

¿Las relaciones sexuales? En el islam lo que se busca es la perfección del hombre. Por tanto, las relaciones sexuales, tan importantes, han de ser tomadas seriamente, no con frivolidad. No hay tabúes: en el colegio, junto a los fundamentos del Corán, los niños aprenden lo que es el sexo. Pero tampoco hay relaciones gratuitas: las parejas han de ser estables.

¿Y si el matrimonio sale mal, y si no se congenia? “Entonces”, dice Nader, “está el divorcio, que es muy fácil; solo requiere el consentimiento de ambos cónyuges.” ¿Y no está mal vista una mujer separada? “No”, responde: “yo conozco a una anciana que estuvo casada siete veces, algunos de sus maridos murieron, de otros se separó porque no podían tener hijos. En fin, es algo normal”. Y, sin embargo, cuando después planteo al ayatollah Jomeini una pregunta sobre el papel de la mujer, el imán contesta: “La sumisión de la mujer de que habla el Corán no quiere decir servidumbre. Pero hay terrenos en los que el hombre concibe mejor los problemas que la mujer. Y es mejor que la mujer no se oponga a este tipo de supremacía, pues oponerse estaría en contra de su prestigio, de su dignidad y de su reputación como mujer. La mujer es libre y tiene el derecho de participar en todos los asuntos, pero el islam ha prohibido las cosas que atacan su dignidad y su castidad.

Y se espera. Los iraníes esperan la inminente caída definitiva del sha: los colaboradores de Jomeini esperan la vuelta a casa, los ministrables esperan su nombramiento en el consejo revolucionario que regulará el referéndum y nosotros esperamos que Jomeini nos conceda una brevísima entrevista.

Es difícil ver al imán. Está viejo y ocupado, y en estos días finales, sobre todo, su tiempo se reparte entre los rezos y las decisiones políticas. Cada madrugada, a las dos y media, se levanta para orar, y su jornada termina a las once de la noche. Como es un mito, sus secretarios personales son el único vínculo de Jomeini con el exterior. Para hacer una entrevista has de escribir un cuestionario: “No más de cinco preguntas”, dijeron. Hice nueve. El cuestionario es traducido por escrito al farsi y luego es estudiado por los secretarios. A las pocas horas de haberlo entregado viene Iarad, el traductor, y me pide que lo acorte y que quite las preguntas personales, “a las que nunca contesta”. Quedan seis preguntas, pero aun así es imposible verle el primer día. Hay que volver al siguiente, rogar e implorar a los atareados iraníes, que se deshacen en disculpas y en amables sonrisas. Al fin nos avisan al caer la tarde: el ayatollah espera.

Todos corremos, sus secretarios se afanan, el traductor muestra su agitación. Antes de entrar, tras descalzarme, me piden que oculte más mi cara con el pañuelo, “que no se vea nada del pelo”. Entramos en el pequeño cuarto, también alfombrado, también vacío de muebles. En un rincón, junto a una piel de borrego sin curtir, está sentado el imán con las piernas cruzadas, las manos en el regazo, una sortija de plata con una piedra oscura en el meñique derecho. Jomeini mira fijamente a un punto indeterminado del suelo, frente a él. La escasa luz del interior llena su arrugada cara de sombras, y sus cejas siguen pareciendo un añadido extraño al cuerpo. No levanta los ojos del suelo, no nos mira ni mira a sus colaboradores. Habla con voz pausada y extrañamente joven, como de hombre de cuarenta años. Y entonces comienza la pantomima: en cuclillas, con la cabeza inclinada para que no sobresalga a la del ayatollah, he de decir mis preguntas en francés. Uno de sus secretarios, arrodillado junto a mí, lee posteriormente la traducción hecha al farsi. El ayatollah contesta con su voz sin tonos que parece agua y Harad, el traductor, toma nota de sus palabras acodado en el suelo. Vuelvo a decir otra pregunta en francés, vuelve a leerla el secretario en farsi y así sucesivamente.

Todo resulta bastante absurdo: ni sé lo que Jomeini está diciendo, ni importa lo más mínimo lo que yo diga, si hago la pregunta o cuento un chiste, puesto que el secretario no sabe francés y en cualquier caso se limita a leer las preguntas traducidas. Pero hay que cubrir las apariencias. Y el ayatollah, mientras tanto, habla y habla, sin mover un músculo, sin parpadear, serio y lejano, inhumano en su apariencia. Al terminar -¿10 minutos quizá, con todo?- desaparece sin decir palabra tras levantarse con inusitada agilidad: su mutis, por lo rápido, resulta casi mágico, como si rescatara en su huida el secreto de sí mismo.

Atardece. Hoy hay más policía que ayer, quizá por la crítica situación que se atraviesa. En Neuphle le Chateau se espera que la radio, de un momento a otro, anuncie que el sha ha abandonado Irán. Pero aunque Reza Pahlevi se vaya, se seguirá luchando si Bajtiar sigue empeñado en presidir un consejo de regencia. Así lo ha dicho Jomeini:

“Continuará nuestra lucha hasta que el sistema monárquico desaparezca por completo, hasta que haya un Gobierno elegido por el pueblo, hasta que se establezca una república islámica”.

Hace frío, y muchos de los que han venido para acompañar al gran imán dormirán sobre las alfombras de la casita comunal, aguardando’ el triunfo. Y mientras, rezarán con Jomeini sus plegarias, acortadas según la ley coránica por la idea de no permanecer más de una semana en este sitio. Irán les espera, al mismo tiempo próximo y lejano. Como dice Harad, Inch’A- llah.

DESENCUENTRO CON EL AYATOLÁ

El miedo.

Cuenta la periodista y escritora Rosa Montero que aquel encuentro con Jomeini, hombre que infundía un “miedo” casi irracional en su entorno, transcurrió de forma absurda y alambicada: “Me tuve que cubrir el pelo, hasta las cejas. Y en ningún caso mi cabeza podía estar más alta que la suya. Como era un viejito encorvado, acabé la entrevista casi tumbada”.

Recuerdo siniestro.

“Ya entonces me pareció un tipo siniestro”, dice Montero. Un clérigo envuelto en su “tono de fanatismo”. Pero era 1979 y muchos veían en él un futuro próspero para Irán. “Moderé mi crítica. Aun así, los

progres

de la época me censuraron: ¿cómo podía cuestionar la revolución de Jomeini?”.

Orgía de sangre.

“Y, al final, se convirtió en una orgía de sangre”, resume la periodista. Con la vuelta a casa del ayatolá llegaron también las ejecuciones en los estadios, la mortífera guerra con Irak o la fatua contra el escritor Salman Rushdie, poniendo precio a su cabeza, poco antes de morir Jomeini en 1989.

Un país de mujeres

Luz Sánchez-Mellado

Año

2002

: APOSTAMOS POR LA IGUALDAD

El País Semanl

del 7 de abril fue concebido, dirigido, escrito y protagonizado por mujeres. Una forma de celebrar la identidad femenina y reivindicar la igualdad en un tiempo en que la paridad era una entelequia. Había asignaturas pendientes. Todavía quedan.

El País Semanal, domingo 7 de abril de 2002.

Te estoy provocando, ¿verdad? Pues eso es exactamente lo que pretendo”. El tipo al otro lado del teléfono se ha tomado muchas molestias para preservar su anonimato. Correos electrónicos de ida y vuelta. Negociaciones y contranegociaciones. Es el propietario y director de La Página del Machista. Un sitio de Internet cuyo nombre lo dice todo. La web es mala. Malísima. La típica colección de refranes, chistes y chascarrillos de pésimo gusto sobre la supuesta inferioridad de las mujeres. El celo de su creador a la hora de dar pistas sobre su identidad. Eso es lo nuevo. “No es que me dé vergüenza dar la cara, es que paso de que se me echen encima todas las feministas de España”, se explica. Y añade: “Yo lo que soy es un antisistema. Digo que soy machista porque eso, ahora, es provocar”.

Este veinteañero, universitario, propietario de una empresa on-line -únicos datos que tiene a bien proporcionar-, puede ser más o menos políticamente correcto. Pero, desde luego, está en el mundo. Es un hecho. Declararse abiertamente machista o efectuar declaraciones que lo denoten causa, aquí y ahora, alarma social. Y se paga. Que se lo pregunten a Fernando Trocóniz, el expresidente del Pacto de Toledo. Dijo que no sería mala idea que las mujeres cobraran menos pensión dado que viven más, y había que oírlo al día siguiente en todas las televisiones: “Me arrepiento, lo reconozco”. Daba pena verlo, pero el acto de contrición no le valió de mucho. Al poco, él mismo presentó su cabeza a su partido, el PP, que se limitó a aceptar la ofrenda sin más comentarios.

Pero esta clase de deslices que tan caros salen ahora no son exclusivos de la derecha. Fernando Salinas, juez progresista del Consejo General del Poder Judicial, tuvo otro, glorioso, con motivo de la elección en febrero de la primera magistrada mujer del Tribunal Supremo. Irritado con la designación de Milagros Calvo, candidata del sector conservador, a Salinas se le fue la fuerza por la boca. “Esta señora será el florero del Supremo”, soltó. Quizá expresaba la percepción de casi todos sus compañeros varones y de algunas realistas colegas femeninas, pero fue él quien cometió el error de decirlo en voz alta. Se le escapó, y tuvo que pedir disculpas públicas a la interesada nada más lanzar el exabrupto.

Es evidente. Tras décadas de campar a sus anchas, los machistas de este país han desaparecido del mapa. Literalmente. Ha sido imposible que ningún varón, nombre y apellidos mediante, se reconociera como tal y ofreciera sus razones. ¿Una victoria del movimiento feminista? Menos lobos. Más bien una mezcla de saludable progreso social, una parte de corrección política -¿dónde están, también, homófobos y racistas?- y una estricta aplicación del catálogo de buenas prácticas comerciales.

El cliente siempre tiene la razón, y las mujeres son hoy, más que nunca antes, excelentes parroquianas. Ya sea en el terreno político (son el 51% de la población, mayoría absoluta de electoras), en el social o en el puramente comercial (ellas deciden más del 50% de las compras familiares y el 100% de las individuales), las mujeres votan, compran, influyen, crean y destruyen tendencias, opinan, presionan. Cuentan. Mejor tenerlas contentas. Los publicitarios, oráculos de los cambios sociales y nada sospechosos de saltarse las leyes del mercado, hace tiempo que lo tienen claro. Las chicas se maquillan para ellas mismas y no para sus novios (“L’Oréal, porque yo lo valgo”); son mucho más listas que sus compañeros de piso (Páginas Amarillas) y no se casan con cualquiera (la conductora del Ford Focus y su NO grabado en la tierra).

“El anuncio de la típica tía buena y el deportivo está en desuso. Aparte de que está pasado de moda, es que ya no vende. Lo cual no quiere decir que no quede cierto machismo residual en publicidad. Pero existe otra razón; cada vez hay más mujeres en este negocio y a ninguna se le pasa por la cabeza proponer un anuncio machista, a no ser que sea en clave de humor. Ni se nos ocurren, ni el cliente nos los pide, ni nos gustan”, arguye Marta Rico, socia de la agencia de publicidad Señora Rushmore, que, precisamente, ha sido la encargada de poner al día el legendario “Soberano es cosa de hombres”, que ahora se anuncia con un cortometraje de Miguel Bardem titulado El rey canalla.

Aunque no se deja engañar por las apariencias, a Inés Alberdi, socióloga feminista, no le molesta tanta cortesía. “El patriarcado no ha desaparecido, pero está de capa caída. Hasta hace poco, las mujeres teníamos que aguantar los chistes, las expresiones, los anuncios ofensivos poniendo cara de póquer. Ahora, sabemos que hay machistas, pero por lo menos no pueden chulear de serlo. Si es solo corrección política, bienvenida sea”.

“¿Que dónde están los machistas?”. Enrique Gil Calvo, sociólogo, autor de El nuevo sexo débil. Los dilemas del varón posmoderno (Taurus), acepta divertido el envite. “En la clandestinidad, disfrazados, perfectamente mimetizados con el ambiente. Pero por todas partes”. Lo que sucede, sostiene, es que el machista posmoderno es impecable en sus formas. Usa guantes y no deja huellas. Borra las pruebas. Es imposible de perseguir. “El misógino del siglo XXI practica un machismo condescendiente. Cede el paso a las mujeres. Les concede cuotas, les deja la mitad de todas las representaciones. Ahora sois más en todos sitios. El Estado va a ser pronto vuestro. Pero por debajo de esa realidad intachablemente igualitaria, verbal y jurídica, está la situación real. Y esa es que el verdadero poder está en guetos masculinos donde se manda y se influye de verdad, y allí no podéis entrar”.

—Pero es un hecho que hay mujeres dirigiendo empresas e instituciones.

—Sí, pero cuando una mujer entra en esos clubes es porque los de dentro le han dejado. Es una mujer domesticada. Aquella que es capaz de estar en ámbitos exclusivamente masculinos sin molestar, sin rivalizar con ellos, aceptando sus reglas del juego, soportando los chistes machistas que, allí sí, se cuentan, y muchos, cuando ellos se relajan. Y es en esos entornos masculinos, secretos, clandestinos casi, donde se toman realmente las decisiones políticas o de negocios, lo importante de la vida. Y lo demás da igual que se lo queden las chicas. Porque es verdad, ellas tienen mas títulos y más matrículas de honor y son más empollonas y más brillantes que ellos.

Gil Calvo clava las estadísticas. Más de la mitad (53%) de los universitarios españoles son mujeres. Seis de cada 10 licenciados en 1998 fueron licenciadas. Pero solo el 13,2% de las cátedras están ocupadas por catedráticas. Las chicas suspenden (27%) menos que los chicos (36%) en secundaria. Pero el paro femenino dobla al masculino, y, cuando trabajan, ellas cobran el 22% menos que ellos en todos los sectores laborales. En fin, que las españolas solo ocupan el 31% de los puestos directivos de las empresas públicas y privadas, no llegan al 30% de los escaños de los parlamentos, solo hay un 10% de alcaldesas y ninguna presidenta autónoma. Y recuerden cómo llamó a la única mujer magistrada del Supremo su colega Salinas.

¿No las dejan subir o es que ellas no quieren pagar el precio del ascenso? José Bono, presidente socialista de Castilla-La Mancha, lo decía: “Yo quería tener seis mujeres, pero tres me dijeron que no”. Bono no se refiere a su casa, sino a la composición de su Consejo de Gobierno. Quería más consejeras que consejeros, pero las candidatas rechazaron, según él, su oferta con un argumento irrebatible: “No vamos a tener tiempo”.

¿Tiempo para qué? ¿Qué cosas distintas, además del trabajo, tienen que hacer ellas que los candidatos varones al Gobierno de Bono ni se plantearon? Premio: la casa, los hijos, la vida privada. Ellas se tienen que plantear la disyuntiva. Ellos, no. El peaje, demasiado caro para algunas, determina el perfil de muchas triunfadoras: mujeres solteras, o divorciadas, o sin hijos, o con hijos que ya vuelan solos. Y las que no se ajustan a ese patrón son las reinas del trampeo, del equilibrismo, del salto de obstáculos y del vivir la vida no ya al día, sino al minuto, para salvar el pellejo en casa y en la oficina

Pero mientras la cima aún está lejos, la base se ensancha. Más mujeres se hacen visibles en todas partes. Hasta en la cárcel. Y otras muchas vienen de fuera, solas, a trabajar a este país para que quizá sus hijas no tengan que conformarse con el último peldaño de la pirámide. Porque no pocas de las que suben escalones lo pueden hacer gracias a que una legión silenciosa de inmigrantes cuidan de sus casas y de sus hijos mientras tanto. La periodista Montserrat Domínguez, 38 años, dos niños, directora de La mirada crítica en Tele 5, lo expone gráficamente: “Yo trabajo porque tengo una mujer en casa que cuida de mis hijos y que, a su vez, tiene en su país a una madre-abuela que cuida de los suyos. Benditas sean las dominicanas, las ecuatorianas... Las madres que trabajamos deberíamos manifestarnos en masa para flexibilizar la Ley de Extranjería”.

Montserrat es una baby-boomer. La copiosa generación de mujeres que nació en los 60. Las hijas de las pioneras del feminismo cada una a su manera, las que estrenaron la píldora, mujeres que ahora tienen 55 años, que impulsaron a sus hijas a prepararse y lograr lo que se propusieran; las que aún, como la madre de Montserrat, les echan una mano con los niños y la casa si hace falta.

Las coetáneas de Domínguez son, también, las nietas de las mujeres más mayores de este país, las que andan por los 75-80 años, las que vivieron con la idea de sacar la familia adelante y tuvieron los hijos que Dios o sus renuncias quisieron. Y Montserrat y sus amigas son, ellas sí, las mujeres que han dado por descontada la igualdad.

Un equipamiento de serie “hasta que empiezan a trabajar o tienen un hijo”, dice Inés Alberdi, autora del retrato de abuelas, hijas y nietas. “Entonces es cuando se sorprenden de que las cosas quizá no han cambiado tanto y se enfurecen de que les apliquen, a ellas, criterios tradicionales. Como tienen poca preparación e interés para lo doméstico y sus parejas tampoco, las soluciones a los problemas suelen ser negociadas, pero el conflicto está latente. Además, tienen expectativas muy altas respecto a la sexualidad y a la relación de pareja. No aguantan porque sí, como sus madres y sus abuelas, y el riesgo de quiebra en la relación es constante”.

Ellos y ellas están, pues, en esa edad crítica en que coinciden el mayor grado de exigencia profesional y la absorbente crianza de los hijos, en estado de negociación permanente. Ella y él tienen, para los espectadores de Telemadrid, TV-3 y Canal 9, los rostros de los actores Cristina Solá y Pep Julien. Son los protagonistas de Él y ella, una miniserie —siete minutos— que no bate récords de audiencia, pero que se ha convertido en espacio de culto para miles de parejas que se ven reflejadas en los rifirrafes románticos, económicos, sexuales, laborales, sociales y domésticos de esta pareja de treintañeros estresados.

“Es un choque de trenes”, explica Alberto Rull, director de Trimagen, la productora de la serie. “Cristina ha sido educada para ser la perfecta burguesa, esposa y madre, y a la vez comerse el mundo en el trabajo. Todo ha ido bien hasta que ahora, con el reloj biológico metiéndole prisa, no sabe por dónde tirar y ha de diseñar su propia vida. Pepe, por su parte, con una educación machista tradicional, está enamorado hasta las cejas de esta nueva mujer y se debate entre sus reacciones más primarias y la necesidad de aflorar sus sentimientos. Ambos son pioneros, no tienen referentes, están investigando, y de sus avances y retrocesos salen las claves para llevar bien una relación nueva”. Y de paso unos diálogos desternillantes que han enganchado, insólitamente en una serie sin niños, a muchos críos entre 4 y 10 años, “quizá porque ven retratados a los marcianos de sus padres”, sostiene Rull, clónico él mismo —36 años, casado, una hija de 1 año— del varón de la pareja protagonista.

Son los tipos como Pepe, o como Rull, o como los compañeros de Montserrat Domínguez, “que a las siete de la tarde se ponen a mirar el reloj porque quieren llegar a casa a tiempo para bañar a su bebé”; los que, en palabras de la demógrafa Anna Cabré, están haciendo una revolución de uno en uno. “Me interesa mucho lo que ocurre con los hombres”, decía ya en 2000 esta profesional que “aún” se declara feminista. “Ellos no lo hablan. He llegado a la conclusión de que no hablar de lo que les pasa forma parte de la condición masculina. Por ello, el cambio que se está dando en los hombres es discreto, silencioso e incluso algo vergonzante. El camino de las mujeres hacia la igualdad se ha hecho bajo los focos, y las ha llevado a la esfera pública, pero el de ellos se dirige hacia lo privado, que es íntimo, sin estadísticas. Pero se está haciendo”.

Enrique Gil Calvo es más directo. “Las chicas buscan ahora la cuadratura del círculo. El tipo igualitario, que se relacione con ellas con sensibilidad. Pero el enamoramiento apasionado parece que exige admiración, que el otro te supere, y ahora no hay chicos que las superen porque al menos formalmente son iguales. Por otra parte, pocos chicos se atreven a emparejarse con chicas listas, que deciden; que tienen, digamos, poder ejecutivo; porque eso inhibe mucho, intimida y no funciona sexualmente. Y si resulta que ahora, además, las tías te dejan, los tíos ya no están tranquilos. La pareja está en redefinición, y cada unión es un experimento”.

En fin, se acabó la expedición a la caza del último machista confeso. No se ha dejado atrapar. En el taxi de vuelta, la radio exhala una lánguida canción de Bjork desde el programa Siglo XXI, de Radio 3, la emisora alternativa de RNE. La banda sonora es insólita porque aquí, en Madrid, es difícil imaginar un espacio menos proclive a la modernidad que el habitáculo de un taxi. El taxista sigue negando el tópico. Jovencísimo, melena vagamente rasta y (se vuelve a preguntar la dirección)... ¡pearcing en el labio! Este es mi hombre. “¿Que si mis colegas del taxi suelen ser machistas? No sé, como todos”.

—No me dirás que tú eres machista.

—Pues un poco sí, para qué negarlo. Yo en casa no hago nada, lo hace todo mi hermana; pero es porque ella quiere, yo no la obligo. Si mi madre me hace la comida y la cama y me plancha y todo eso, ese es su trabajo. Cada uno tenemos el nuestro.

—¿Y tú tienes novia?

—Sí.

—¿Y qué piensa ella de todo esto?

Ir a la siguiente página

Report Page