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334 » Quinta parte: Gamba » 27. Tener bebés (2024)

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27. Tener bebés (2024)

La obsesión y el vicio de Gamba era tener bebés, primero el engendrarlos mediante el semen; luego el feto creciendo dentro de ella y, finalmente, el bebé completo saliendo de su cuerpo. Desde la entrada en vigor del sistema de pruebas genéticas era un síndrome muy extendido —la anticoncepción obligatoria había embestido un gran número de los viejos mitos y vacas sagradas de la cultura con la fuerza de un huracán—, pero en el caso de Gamba había adoptado una forma especial. Gamba sabía lo suficiente sobre el psicoanálisis para comprender su perversión, pero a pesar de ello seguía teniendo bebés.

Cuando su madre fue al hospital para que le inyectaran un nuevo hijo, Gamba tenía trece años de edad y aún era virgen. La operación había poseído una doble cualidad sobrenatural, algo muy explicable teniendo en cuenta que el semen procedía de un hombre que llevaba cinco años muerto, y el que todos fueran conscientes de que el resultado tenía que ser un sustituto para el hijo que la señora Hanson había perdido en el disturbio callejero dio el inevitable resultado de que Boz pudiera ser considerado como Jimmie Tom renacido. Eso hacía que cuando Gamba se permitía aquellas fantasías en las que imaginaba a la jeringuilla entrando en su propio útero se sintiera colmada por un fantasma, y el nombre del fantasma era incesto. El hecho de que no se excitara a menos que fuese una mujer quien manejaba la jeringuilla probablemente lo convertía en un incesto todavía más múltiple.

Tigre y Tambor, los dos primeros, no le habían presentado ningún problema a nivel racional. Gamba podía repetirse a sí misma que millones de mujeres lo hacían, que era la única forma de procreación ética abierta a los homosexuales, que los bebés eran más felices y estarían mucho mejor creciendo en el campo o donde fuese rodeados de atenciones profesionales y etcétera etcétera hasta haber terminado con una lista que incluía una docena más de racionalizaciones varias entre la que estaba presente la mejor de todas, el dinero. La maternidad subsidiada por el estado le proporcionaba unos ingresos mucho más sustanciosos de los que habría obtenido matándose a trabajar para la Con Ed o los destinos aún más horribles que había conocido después de que la despidieran de allí. Si lo mirabas de una forma lógica, ¿qué podía ser mejor que el que te pagaran por hacer justo lo que estabas deseando hacer?

Pero eso no impidió que los dos embarazos y los meses de maternidad impuestos por el contrato trajeran consigo frecuentes ataques de vergüenza tan irracional y de una intensidad tan terrible que mientras los sufría Gamba pensó más de una vez en confiar su cuerpo y el de su bebé a la caridad del río. (Si su obsesión hubiera tenido pies se habría avergonzado de caminar. No puedes discutir con Freud.)

El tercer embarazo fue muy distinto. Enero estaba dispuesta a seguirle la comente mientras las cosas se mantuvieran al nivel del fantaseo, pero se oponía con todas sus fuerzas a que la fantasía se convirtiera en realidad. Claro que después de todo el acto de ir allí y rellenar los impresos no era más que disfrutar de la fantasía a un nivel institucional, ¿verdad? A sus años y habiendo tenido dos bebés no parecía probable que aprobaran su solicitud, y cuando la aprobaron la tentación de acudir a la entrevista demostró ser irresistible. De hecho, a partir de entonces todo fue irresistible y la llevó en volandas hasta el momento en el que se encontró acostada sobre la plataforma blanca con las piernas abiertas y los pies colocados en los estribos cromados. El motor ronroneó, su pelvis fue impulsada hacia adelante para acoger a la jeringuilla y fue como si los cielos se abrieran y una mano bajara de ellos para acariciar suavemente el manantial de todos los placeres oculto en el mismísimo centro de su cerebro. El sexo no podía ofrecerle nada remotamente comparable a todo aquello.

Gamba no pensó en el precio que debería pagar por sus vacaciones hasta haber regresado de su fin de semana en el Caribe de los mil deleites. Cuando se enteró de lo de Tigre y Tambor, Enero la había amenazado con abandonarla, y lo de Tigre y Tambor ya era historia antigua. ¿Qué haría en este caso? La abandonaría, evidentemente.

Gamba se lo confesó todo un martes del mes de abril particularmente hermoso después de un desayuno bastante tardío. Ya estaba en el quinto mes de embarazo, y no podría seguir llamándolo menopausia durante mucho tiempo más.

—¿Por qué? —le preguntó Enero con lo que parecía auténtico dolor en la voz—. ¿Por qué lo hiciste?

Gamba se había preparado para enfrentarse a la ira, y aquel repentino desvío hacia el melodrama y lo patético la irritó un poco.

—Porque sí. Oh, ya te lo he explicado, ¿no?

—¿No pudiste contenerte?

—No pude. Fue igual que las otras veces… Como si estuviera en trance.

—Pero ahora ya has salido del trance, ¿no?

Gamba asintió, asombrada ante lo fácil que estaba resultando todo aquello y sin poder creer que fuera a salir tan bien librada.

—Bueno, pues aborta.

Gamba empujó un trocito de patata con la punta de su cuchara e intentó decidir si el fingir que aceptaba la idea durante un día o dos serviría de algo.

Enero confundió el silencio con la rendición.

—Sabes que es la única solución, ¿verdad? Ya hemos hablado de todo esto en otras ocasiones y dijiste que estabas de acuerdo.

—Lo sé, pero he firmado los contratos.

—Eso quiere decir que no piensas abortar. ¡Quieres otro jodido bebé!

Enero perdió los estribos, y antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba haciendo ya estaba hecho, y las dos se quedaron inmóviles contemplando los cuatro diminutos hemisferios de sangre que fueron aumentando de tamaño poco a poco, se unieron y acabaron fluyendo lentamente hacia la oscuridad del sobaco de Gamba. Enero seguía sosteniendo el tenedor culpable de todo en su mano. Gamba lanzó un alarido un poco tardío y echó a correr hacia el cuarto de baño.

Y una vez estuvo dentro de él se apretó la herida haciendo brotar unas cuantas gotitas más.

Enero empezó a golpear la puerta.

—¿Ene?

Con la cabeza vuelta hacia la rendija de la puerta cerrada con llave.

—Será mejor que no salgas de ahí. La próxima vez utilizaré un cuchillo.

—Ene, ya sé que estás muy enfadada y tienes todo el derecho del mundo a estar enfadada. Admito que he obrado mal y que no debería haberlo hecho, pero Ene… Espera a verlo antes de decir nada, ¿de acuerdo? Los primeros seis meses son tan maravillosos…

—Si quieres incluso puedo conseguir una ampliación para cubrir todo el primer año. Tendremos una familia, tú, yo y…

Una silla se abrió paso a través del papel pretensado que formaba el panel de la puerta. Gamba se calló. Cuando consiguió hacer acopio del valor suficiente para echar un vistazo —cosa que ocurrió poco tiempo después—, descubrió que la habitación estaba hecha un desastre y que se había quedado sola. Enero se había llevado consigo un armario, pero Gamba estaba segura de que volvería aunque sólo fuera para echarla de allí —después de todo la habitación pertenecía a Enero, no a Gamba—, pero cuando volvió a última hora de la tarde después de haberse sometido a la terapia de un programa doble (El conejo negro y Billy McGlory, en el Mundo Subterráneo), la posibilidad de la expulsión ya se había materializado, aunque no gracias a Enero, quien se había marchado al oeste llevándose consigo (para siempre, suponía ella) el amor que había dado sentido a la existencia de Gamba.

Gamba volvió al 334 y la bienvenida no fue tan cordial como habría deseado, pero pasados un par de días la señora Hanson se calmó y estuvo en condiciones de comprender que lo que para Gamba era una desgracia podía ser un regalo del cielo para ella. El regreso oficial del espíritu de la felicidad familiar tuvo lugar el día en que la señora Hanson le preguntó qué nombre pensaba ponerle.

—¿Te refieres al bebé?

—Sí, claro. Tendrás que ponerle un nombre, ¿verdad? ¿Qué te parece Helado? O quizá Charquito…

La señora Hanson había bautizado a sus hijos con nombres tan clásicos como irreprochables, y nunca había intentado ocultar lo poco que le gustaba que Tigre se llamara Tigre y Tambor Tambor, a pesar de que se trataba de nombres no oficiales que desaparecieron para siempre cuando Gamba dejó de cuidar a los bebés.

—No, Helado sólo queda bien para una niña y Charquito es muy vulgar. Preferiría un nombre con más clase.

—Bueno, entonces… ¿Qué te parece Garabatín?

—¡Garabatín! —Gamba le siguió la comente. El chiste no tenía mucha gracia, pero en aquellos momentos habría vendido su alma por cualquier cosa que la hiciera reír unos momentos—. ¡Garabatín! ¡Maravilloso! Sí, se llamará Garabatín. Garabatín Hanson…

28. Cincuenta y tres películas (2024)

Garabatín Hanson nació el 29 de agosto del año 2024, pero su fase de vegetal no había sido demasiado esplendorosa y su nueva condición animal no parecía mucho más robusta, por lo que Gamba volvió al 334 sola. Su cheque semanal seguía llegando tan puntualmente como siempre, y el resto se reducía a una cuestión de indiferencia. La idea de tener bebés ya había dejado de emocionarla, y ahora comprendía perfectamente la afirmación tradicional de que las mujeres daban a luz entre el llanto y el crujir de dientes.

El 18 de septiembre Williken saltó —o fue empujado— por la ventana de su apartamento. La teoría de su esposa era que no había pagado al superintendente a cambio del privilegio que suponía contar con un cuarto oscuro para sus pequeños negocios pero, naturalmente, ¿qué esposa está dispuesta a creer que su esposo se suicidará sin ni tan siquiera una discusión teórica previa? El suicidio de Juan había tenido lugar hacía un poco menos de dos meses, y comparado con aquello el de Williken casi parecía justificable.

Gamba no se había dado cuenta de lo mucho que había llegado a depender de Williken después de su regreso al 334, y apenas era consciente de que su presencia la ayudaba a soportar las largas tardes y el transcurrir de las semanas. Lottie siempre estaba fuera absorta en sus espíritus o muy ocupada bebiéndose el dinero de la indemnización hasta quedar inconsciente. Las interminables inanidades que brotaban de los labios de su madre no tenían nada que envidiar al suplicio chino de la gota de agua, y la televisión no podía defenderla de ellas. En cuanto a Charlotte, Kiri y el resto…, bueno, Enero se había asegurado de convertirlas en una parte más del pasado.

Gamba empezó a ver películas y más películas por la única razón de que eso le permitía escapar del apartamento, y se convirtió en una asidua de los minicines especializados en programas dobles esparcidos por la Primera Avenida y por los alrededores de la Universidad de Nueva York. A veces veía el mismo programa doble dos o tres veces, y no era raro que entrara en el cine a las cuatro de la tarde y saliera de él a las diez o las once de la noche. Descubrió que era capaz de ver una película —cualquier película— con la atención más absoluta imaginable, y que luego podía recordar diálogos, detalles, imágenes o canciones con una increíble precisión. Podía estar caminando por la Octava abriéndose paso entre las multitudes para volver a casa, y de repente se veía obligada a detenerse porque un rostro o el movimiento de una mano o un paisaje magnífico desaparecido hacía ya muchos años habían irrumpido en su mente borrando cualquier otro dato; y lo más curioso era que se sentía totalmente aislada de quienes la rodeaban y, al mismo tiempo, apasionadamente involucrada en sus existencias.

Sin contar las repeticiones, del uno de octubre al 16 de noviembre vio un total de cincuenta y tres películas. Vio Una chica de Limberlost y Extraños en un tren; a Don Hershey en Melmoth y Stanford White; El fondo del infierno de Penn; La historia de Irene Castle; Huida de Cuernavaca y Cantando bajo la lluvia; Thomas l’imposteur y Judex, ambas de Franju; Dumbo, a Jacquelynn Colton en Las confesiones de santa Agustina; las dos partes de Daniel Deronda; Cándido; Blanca Nieves y Julieta; a Brando en La ley del silencio y Aquí abajo; a Robert Mitchum en La noche del cazador; Rey de reyes de Nicholas Ray y Contemplad al hombre de Mai Zetterling; las dos versiones de Los diez mandamientos; a Loren y Mastroianni en Los girasoles y Ojos negros y limonada; Owens y Darwin de Rainer Murray; El loco mundo de Abbott y Costello; Las colinas de Suiza y Sonrisas y lágrimas; a Garbo en Margarita Gautier y Ana Christie; Zarlah el marciano; Walden e Imagen, carne y voz, ambas de Emshwiller; la segunda versión de Equinoccio; Casablanca y El reloj asesino; El templo del pabellón dorado; Estrella y tripa y Valentine Vox; Lo mejor de Judy Canova; Pálido fuego; Felix Culp; Los boinas griegos y Como plaga de langosta; Los tres Cristos de Ipsilanti de Sam Blaze; En el patio; Los miércoles fiesta; las dos partes de Apestillo en la tierra de Poop; las diez horas del serial Les vampires; Las posibilidades de la derrota y la versión abreviada de Cosas en el mundo, y de repente Gamba decidió que las películas habían dejado de interesarle y no vio ninguna más.

29. El uniforme blanco, continuación (2021)

El mensajero que se lo entregó parecía estar a punto de caerse en pedazos. Enero no sabía qué hacer con el uniforme, pero la tarjeta comprada en una tienda de regalos baratos que Gamba había incluido en el paquete consiguió hacerla sonreír. Se la enseñó a los compañeros del trabajo, a los Lighthall —que siempre sabían disfrutar de una buena broma—, y a su hermano Ned; y todos soltaron la carcajada en cuanto la vieron. La tarjeta mostraba a un pobre gorrión de lo más vulgar, y debajo había las notas de la melodía que estaba trinando:

La letra de la canción sólo se veía cuando abrías la tarjeta: ¿Quieres joder? ¿Quieres joder? ¡Yo sí quiero! ¡Yo sí quiero!

Al principio, Enero se sentía bastante incómoda jugando a las enfermeras. Era una chica bastante robusta, y aunque Gamba había conseguido adivinar su talla el uniforme se negaba a seguir los movimientos de su cuerpo. Cuando se lo ponía se sentía avergonzada de su auténtico trabajo, cosa que no le había ocurrido desde hacía mucho tiempo.

Cuando se conocieron un poquito mejor la una a la otra Enero logró encontrar unas cuantas formas de combinar las cualidades abstractas de las fantasías de Gamba con la prosaica mecánica del sexo. Una de las que utilizaba más frecuentemente era empezar con un prolongado «examen». Gamba permanecía inmóvil sobre la cama con el cuerpo fláccido y los ojos cerrados o cubiertos por una venda no muy apretada mientras los dedos de Enero le tomaban el pulso, le palpaban los pechos, le separaban las piernas e iban explorando su sexo. El sondeo a que la sometían los dedos y los «instrumentos» iba haciéndose más y más profundo. Enero acabó consiguiendo encontrar una tienda de suministros médicos cuyo dependiente accedió a venderle una auténtica pipeta que podía ser conectada a una jeringuilla corriente. La pipeta podía producir unos cosquilleos de lo más morboso. Enero fingía que Gamba estaba demasiado tensa o demasiado nerviosa, lo cual no dejaba más solución que abrirla al máximo utilizando algún otro instrumento. En cuanto hubo logrado perfeccionar el guion las diferencias prácticas existentes entre aquella y cualquier otra modalidad de las actividades sexuales quedaron reducidas al mínimo.

Y mientras ocurría todo aquello Gamba oscilaba locamente entre los polos opuestos de un placer insoportable y una culpabilidad no menos insoportable. El placer era sencillo y absoluto, la culpabilidad era muy complicada. ¿Por qué? Porque amaba a Enero y quería tenerla junto a ella para llevar a cabo todos los actos que habrían realizado cualquier pareja de mujeres normales y corrientes, y eso era lo que hacían con regularidad —cunnilingus en esta posición y en aquella otra, consoladores aquí y allá, labios, dedos, lenguas, todos los orificios y artificios—, pero tanto Gamba como Enero sabían que esos actos no eran más que el poner en práctica lo que habías aprendido leyendo un libro de texto titulado Salud y sexo, no el auténtico relámpago surgido de la nada de la fantasía sexual que puede conectar el hueso del tobillo con el hueso de la pantorrilla, el hueso de la pantorrilla con el del muslo, el hueso del muslo con el hueso de la cadera, el hueso de la cadera con la pelvis, la pelvis con la columna vertebral y así sucesivamente cada vez más y más arriba hasta llegar a la cabeza, que es la fuente de todos los deseos y todos los pensamientos. Gamba interpretaba su papel, pero mientras lo hacía su pobre cabeza estaba distraída asistiendo a la enésima proyección de viejos clásicos como Historia de una ambulancia, El uniforme blanco, La dama y la aguja o Bebé de arte y semen. No eran tan emocionantes como los recordaba, pero no había ningún otro programa disponible con el que matar las horas.

30. La bella y la bestia (2021)

Siempre que pensaba en sí misma Gamba se consideraba básicamente una artista. Sus ojos veían los colores de la misma forma que los ojos de un pintor ven los colores, y como espectadora y enjuiciadora de la comedia humana creía estar a la altura de Oscar Stevenson o Deb Potter. Una observación aparentemente casual oída en la calle podía estimular su imaginación hasta el extremo de que ésta acababa produciendo argumento suficiente para rodar todo un largometraje. Era sensible, inteligente (la puntuación que había obtenido en las pruebas lo demostraba) y estaba al día. Que ella supiera sólo le faltaba una cosa, y era una dirección; y en el fondo eso se reducía a alzar un dedo y señalar con él, ¿no?

La familia Hanson era un auténtico linaje de artistas. Jimmie Tom había estado a punto de convertirse en cantante. Boz sufría la misma carencia de objetivos concretos que afligía a Gamba, pero era un verdadero genio verbal. Amparo sólo tenía ocho años, pero ya estaba haciendo dibujos increíblemente detallados de gran profundidad psicológica, y cuando creciese quizá acabaría siendo la primera artista indiscutible de la familia.

Y no se trataba sólo de su familia. Muchas si es que no la gran mayoría de sus amistades más íntimas poseían algún don artístico —Charlotte Blethen había publicado poemas; Kiri Johns se conocía al dedillo todas las grandes óperas; Mona Rosen y Patrick Shawn habían interpretado papeles en varios montajes teatrales, y había otros—, pero la alianza de la que se sentía más orgullosa era la que había forjado con Richard M. Williken, cuyas fotos habían sido vistas en todo el mundo.

El arte era la atmósfera que respiraba, la acera sobre la que caminaba para llegar al jardín secreto de su alma, y vivir con Enero era como tener un perro que no paraba de cagarse en esa acera. Sí, de acuerdo, era un cachorrito inocente y adorable al que nunca te cansabas de mimar y hacer caricias, un animalito al que resultaba imposible no querer, pero aun así… Oh, cielos.

Si el terrible defecto de Enero hubiese consistido sencillamente en una total indiferencia al arte, Gamba habría podido soportarlo sin ninguna clase de problemas y, en cierta forma, incluso le habría gustado; pero, ay, Enero tenía sus propios y horrendos gustos en todo y esperaba que Gamba los compartiera. Traía a casa cintas de la biblioteca que Gamba jamás había sospechado pudieran existir, verdaderos engendros en los que trocitos de canciones pop y fragmentos de sinfonías eran incorporados a efectos de sonido para contar historias tan chirriantes como «Vacaciones en Vermont» o «Cleopatra en el Nilo».

Enero aceptaba los comentarios altivos y las pullas de Gamba con el mismo espíritu de tolerancia y buen humor que creía los originaba. Gamba le tomaba el pelo y bromeaba porque era una Hanson y todos los Hanson tendían a ser sarcásticos; y Enero no podía creer que algo que le gustaba tanto pudiera resultar aborrecible para otra persona. Sí, se daba cuenta de que la música que le gustaba a Gamba pertenecía a un estrato del arte musical superior al de la música que le gustaba a ella y eso no impedía que le gustase escucharla cuando sonaba, pero ¿continuamente y sólo esa clase de música? No, gracias, acabarías volviéndote loca.

Sus ojos eran como sus oídos. Enero le infligía auténticas barbaridades bienintencionadas que cobraban la forma de joyas y prendas de vestir, y Gamba las llevaba como símbolos de su cautiverio y su degradación. Las paredes de su habitación eran un inmenso mural formado por recortes indeciblemente cursis y carteles de propaganda sentenciosos, como esta perla surgida de los labios de un Espartaco negro: «Una Nación de Esclavos siempre está dispuesta a aplaudir la clemencia del Amo que ejercita su Poder Absoluto sin llegar a los últimos extremos de la Injusticia y la Opresión». Uf, bufuf, rebuf. Pero, naturalmente, ¿qué podía hacer? ¿Entrar en la habitación y empezar a arrancarlos de las paredes? Enero valoraba su basura.

¿Qué puedes hacer cuando te has enamorado de alguien que no merece tu amor? Pues justamente lo que hacía ella, tratar de rebajarte hasta su nivel. Gamba chapoteó diligentemente en el cenagal perdiendo a la gran mayoría de sus antiguas amistades durante el proceso, pero compensó más que sobradamente esas pérdidas con las amistades que Enero trajo consigo como dote. Sus nuevas relaciones nunca llegaron a caerle realmente bien, desde luego, pero mirar a través de sus ojos le reveló que su amada no sólo tenía encantos sino también virtudes, problemas además de virtudes y una mente dotada de sus propios pensamientos, recuerdos y proyectos, y una historia personal tan conmovedora como cualquier partitura de Chopin o Liszt. De hecho Enero era un ser humano, y aunque hacía falta un día entero de la atmósfera más límpida y el sol más brillante para que ese rasgo del paisaje de Enero llegara a ser visible, cuando aparecía era un espectáculo tan maravilloso y conmovedor que su presencia compensaba más que de sobras todos los inconvenientes del estar y el permanecer enamorada de ella.

31. Un empleo deseable, continuación (2021)

Después de que la licencia de barrendera se le escurriese entre los dedos Lottie pasó por una de sus malas etapas. Llegó a dormir hasta quince horas al día, no paraba de meterse con Amparo, se burlaba de Mickey, vivió días enteros a base de píldoras y, finalmente, destrozó la nevera durante una rabieta. Su hermana se encargó de sacarla de aquel abismo. Vivir con Enero parecía haber servido para que Gamba se volviera un cien por cien más humana, e incluso Lottie lo admitía.

—El sufrimiento —dijo Gamba—. Ésa ha sido la causa… He sufrido mucho.

Hablaban, jugaban a las cartas e iban a cualquier clase de acontecimientos para los que Gamba pudiera conseguir pases gratis, pero, sobre todo, hablaban —en la Plaza Stuyvesant, en el tejado, en el parque de la Plaza Tompkins—; hablaban sobre el envejecer, el estar enamorada, el no estar enamorada, sobre la vida y sobre la muerte.

Las dos estaban de acuerdo en que envejecer era terrible, aunque Gamba creía que tanto en su caso como en el de Lottie aún les quedaba mucho camino por recorrer antes de que la situación llegara a ser realmente terrible. Las dos estaban de acuerdo en que estar enamorada también era terrible, pero que el no estar enamorada era todavía más terrible. Las dos estaban de acuerdo en que la vida era un asco. En cuanto a la muerte, era uno de los pocos temas sobre los que no estaban de acuerdo. Gamba creía en la reencarnación y en los fenómenos psíquicos, aunque no siempre de una forma literal; y para Lottie la muerte era algo que carecía de sentido. Lo que temía no era tanto la muerte como el dolor que acompañaba al morirse.

—Hablar ayuda, ¿verdad? —dijo Gamba durante un crepúsculo soberbio.

Estaban en el tejado viendo cómo las nubes teñidas de rosa desfilaban velozmente sobre sus cabezas.

—No —dijo Lottie con una sonrisa amarga de la variedad ya-estoy-aquí-de-nuevo para demostrar a Gamba que podía sostenerse en pie sin ayuda y que no debía preocuparse por ella—. Hablar no ayuda.

Esa misma noche Gamba se refirió a la posibilidad de ejercer la prostitución.

—¿Yo? ¡No digas tonterías!

—¿Por qué no? Antes lo hacías.

—Ya han pasado más de diez años de eso. ¡No, más! E incluso entonces nunca gané el dinero suficiente para que valiera la pena.

—No pusiste el alma en ello.

—¡Gamba, por el amor de Dios, mírame!

—Muchos hombres se sienten atraídos por las mujeres opulentas…, el tipo Rubens, ya sabes. Bueno, de todas formas sólo era una posibilidad, y te iba a decir que si…

—¡Sí!

Lottie soltó una risita.

—Si cambias de parecer Enero conoce a una pareja que podría ayudarte. Es más seguro que trabajar por libre, o eso me han asegurado, y también resulta más profesional.

La pareja a la que Enero conocía era los Lighthall, Jerry y Lee. Lee era negro, estaba muy gordo y recordaba un poquito al Tío Tom. Jerry parecía un espectro, y tenía cierta tendencia a sumirse en silencios repentinos que parecían estar cargados de significados ocultos. Lottie nunca logró decidir quién de los dos mandaba. El negocio tenía como sede lo que Lottie creyó durante meses era un falso bufete, una creencia igualmente falsa que se desvaneció en cuanto se enteró de que Jerry era miembro del Colegio de Abogados de Nueva York. Los clientes que acudían al bufete siempre se comportaban de una forma más bien solemne y rígida, como si todos hubieran acudido allí para obtener asesoramiento legal en vez de para pasar un buen rato. La gran mayoría pertenecían a esa clase de individuos con los que Lottie no había tenido ninguna clase de experiencia personal. Eran ingenieros o programadores, lo que Lee definía como «nuestra clientela de la elite tecnológica».

Los Lighthall estaban especializados en lluvias doradas, pero cuando Lottie hizo ese descubrimiento ya había tomado la decisión de seguir adelante ocurriera lo que ocurriese. La primera vez fue realmente horrible. El cliente insistía en que le mirara a la cara mientras repetía una y otra vez «Me estoy meando encima tuyo, Lottie, me estoy meando encima tuyo», ¡como si no se hubiera enterado de que lo estaba haciendo!

Jerry le sugirió que si se tomaba una píldora rosa un par de horas antes de atender al cliente y reforzaba el efecto con una verde al comienzo de la sesión podría aceptar la experiencia a un nivel impersonal y, quizá, considerarla como algo que estuviera ocurriendo en la pantalla de un televisor. Lottie lo intentó, y el resultado no fue tanto el de convertir la sesión en algo impersonal como el de transformarla en algo irreal. En vez de convertir la escena en una pantalla de televisor tenía la sensación de que una pantalla de televisor se le estaba meando encima.

La única gran ventaja del trabajo era que los ingresos no fuesen oficiales. Los Lighthall no creían en el pagar impuestos, y operaban de forma ilegal a pesar de que eso significaba cobrar unas tarifas considerablemente inferiores a las de los burdeles que poseían licencia gubernamental. Lottie no perdió ninguno de los subsidios a que la hacía acreedora estar incluida en el programa MODICUM, y la necesidad de gastar lo que ganaba en el mercado negro significaba que podía comprar todas aquellas cosas interesantes que deseaba en vez de todas las cosas desprovistas de atractivo que habría debido adquirir. Su guardarropa se triplicó. Se acostumbró a comer en los restaurantes. Su habitación se llenó de juguetes y baratijas, y no tardó en quedar impregnada por la pestilencia afrutada del perfume Molly Bloom de Fabergé.

Cuando los Lighthall la conocieron un poco mejor y fueron confiando en ella empezaron a enviarla a casa de los clientes, y no era raro que Lottie se quedara a pasar la noche allí. Eso siempre significaba algo más que lluvias doradas, y Lottie comprendió que había encontrado un trabajo que quizá acabaría gustándole. No por el sexo, claro, ya que el sexo carecía de importancia, pero a veces después de la sesión —sobre todo si estaban lejos de la calle Washington—, los clientes se relajaban lo suficiente para hablar de algo que no fuera sus propias e invariables preferencias sexuales. Ése era el aspecto del trabajo que realmente atraía a Lottie, el contacto humano.

32. Lottie en la Plaza Stuyvesant (2021)

—El paraíso. Estoy en el paraíso.

»Lo que quiero decir es que si la gente mirase a su alrededor y comprendiera realmente lo que estaba viendo… Pero eso no es lo que se supone que debo decir, ¿verdad? El objeto es ser capaz de decir lo que quieres decir, y supongo que lo que estaba diciendo era que más me valdría contentarme con lo que tengo porque no voy a conseguir ninguna otra cosa. Pero si no pido nada más entonces… Es un círculo vicioso.

»El paraíso. ¿Qué es el paraíso? El paraíso es un supermercado, como ese que construyeron junto al museo, un supermercado repleto de todo lo que puedas desear y todo lo que se te pueda pasar por la cabeza; un sitio lleno de carne fresca —oh, no, yo nunca podría vivir en un paraíso vegetariano—, lleno de masas para preparar pasteles y cartones de leche fría y latas de bebidas carbónicas, oh, sí, de todo, y montones de recipientes desechables. Y yo iría recorriendo los pasillos con mi enorme carrito en una especie de trance, tal y como dicen que hacían las amas de casa en aquella época, sin pensar ni por un momento en lo que me iba a costar todo lo que cogiera. Sin pensar. Año del Señor mil novecientos cincuenta y tres…, sí, tienes toda la razón, era el paraíso.

»No. No, supongo que no. Ése es el gran problema del paraíso. Dices algo que suena estupendamente al principio, pero luego piensas si realmente querrías repetir la experiencia una segunda vez. ¿Y una tercera? Es como tu autopista, eso sería maravilloso una vez. ¿Y luego? ¿Qué pasa luego?

»Tiene que venir del interior, ¿comprendes?

»Bueno, así que lo que deseo, lo que realmente deseo… No sé cómo expresarlo. Lo que realmente deseo es desear algo de verdad, de la misma forma en que…, bueno, ya sabes, como un bebé cuando quiere algo. Su manera de alargar las manos hacia ese lo que sea… Me encantaría ver algo y alargar las manos para cogerlo igual que un bebé, sin saber que no podía ser mío o que no era mi turno. A veces Juan se suelta el pelo y actúa de esa forma con el sexo pero, naturalmente, en el paraíso tendría que haber algo más que eso, ¿no?

»¡Ya lo tengo! ¿Te acuerdas de la película japonesa que vimos la otra noche en televisión cuando no había forma de que mamá se callara? ¿Te acuerdas del festival del fuego y de la canción que cantaban? He olvidado la letra, pero la idea era que debías dejar que tu vida se consumiera entre las llamas. Eso es lo que quiero. Quiero que la vida me consuma.

»Bueno, así que el paraíso llega en ese momento… El paraíso es el fuego que te hace sentir eso, una inmensa hoguera rugiente con montones de mujercitas japonesas bailando a su alrededor y de vez en cuando todas lanzan un grito y una de ellas se arroja a las llamas. ¡Buuuf, y ya no está!

33. Gamba en la Plaza Stuyvesant (2021)

—Una de las reglas que te imponía la revista es que no puedes dar nombres, porque de lo contrario podría limitarme a decir que el paraíso sería vivir con Enero, y luego lo describiría; pero si estás describiendo una relación no dejas que tu imaginación trabaje al máximo y al final resulta que no has aprendido nada.

»Bien, ¿dónde me deja eso?

»El artículo te aconsejaba que intentaras verlo con los ojos de la imaginación.

»De acuerdo. Bueno, en el paraíso hay hierba porque puedo verme tumbada sobre la hierba, pero no está en el campo porque no hay vacas ni nada de eso. Y no puede ser un parque porque la hierba de los parques o se está muriendo o está prohibido caminar sobre ella. Está al lado de una autopista. ¡Una autopista en Texas! Digamos que…, sí, en el año mil novecientos cincuenta y tres. Un día muy, muy despejado del año mil novecientos cincuenta y tres, y puedo ver la autopista alejándose de mí hasta que llega al horizonte y se pierde más allá de él.

»Alejándose y alejándose sin terminar nunca.

»¿Y luego qué? Bueno, supongo que luego querría conducir mi coche por la autopista, pero… No, no lo conduciría yo porque eso me pondría tensa y acabaría produciéndome ansiedad, así que voy a quebrantar la regla y dejaré que Enero conduzca. Una moto. Sí, eso. No creo que ir en moto juntas pueda considerarse como una auténtica relación, ¿verdad?

»Bueno, nuestra motocicleta va muy deprisa, va terriblemente deprisa, y hay coches y camiones gigantescos que se mueven casi tan deprisa como nosotras, y todos vamos hacia ese horizonte. Vamos de un lado a otro, nos adelantamos y nos quedamos atrás, y vamos cada vez más deprisa, más deprisa, cada vez más deprisa.

»¿Y luego qué? No lo sé. No consigo ver nada que esté más allá de ese punto.

»Ahora te toca a ti.

34. Gamba en el Asilo (2024)

—¿Qué siento? Ira. Miedo. Autocompasión. No lo sé. Siento un poco de todo, pero no… Oh, esto es una idiotez. No me apetece malgastar el tiempo de todo el mundo con…

»De acuerdo, lo intentaré. Repetirlo una y otra vez hasta que… ¿Hasta que ocurra qué?

»Te amo. Ya está, no ha sido tan difícil. Te amo. Te amo, Enero. Te amo, Enero. Enero, te amo. Enero, te amo. Si estuviera aquí me resultaría mucho más fácil, ¿sabe? De acuerdo, de acuerdo… Te amo. Te amo. Adoro tus grandes tetas que siempre están calientes. Me encantaría apretarlas. Y adoro tu…, tu jugoso coño negro. ¿Qué le ha parecido eso? Sí, hablo en serio. Te amo, todo lo tuyo me gusta y lo adoro. Ojalá volviéramos a estar juntas. Me gustaría saber dónde estás para que lo supieras. No quiero al bebé, no quiero ningún bebé. Te quiero a ti. Quiero casarme. Quiero estar casada contigo. Para siempre. Te amo.

»¿Que siga?

»Te quiero. Te quiero. Te quiero muchísimo. Y eso es una mentira. Te odio. No te aguanto. Me asombras y me repeles. Tu estupidez, tu vulgaridad, esas ideas tuyas de tercera mano que has sacado de la línea de contactos telefónicos y que… Me aburres. Me aburres tanto que me entran ganas de llorar cada vez que estoy contigo. ¡Estúpida basura negra! Puta negra. ¡Idiota! Y no me importa si…

»No, no puedo. No me sale de dentro. Pronuncio esas palabras porque sé que quieren oírlas. Amor, odio, amor, odio… Palabras.

»No es que me esté resistiendo, pero no siento lo que estoy diciendo y ésa es la verdad. En fin… Lo único que siento es cansancio. Ojalá estuviera en casa viendo la televisión en vez de estar haciéndole perder el tiempo a todo el mundo, por lo cual les pido disculpas.

»Bueno, que alguien diga algo y así podré estar callada durante un rato.

35. Richard M. Williken, continuación (2024)

—Tu problema —le dijo mientras se bamboleaban de un lado a otro en el vagón del metro volviendo a casa después del gran momento que se había quedado en nada—, es que no estás dispuesta a aceptar tu propia mediocridad.

—Oh, cállate —dijo ella—. Y no bromeo.

—Es el mismo problema que tengo yo. Puede que en mi caso incluso sea más grave, ¿sabes? ¿Por qué crees que he estado tanto tiempo sin hacer nada? Te aseguro que si pusiera manos a la obra acabaría saliéndome algo, pero sé que cuando terminara contemplaría lo que he hecho y me diría «No, no es suficiente» y, de hecho, eso es justamente lo que estabas diciendo anoche.

—Sé que intentas ayudarme, Willie, pero eso no me sirve de nada. No hay comparación posible entre tu situación y la mía.

—Pues claro que la hay. Yo soy incapaz de creer en mis fotos y tú eres incapaz de creer en tus relaciones amorosas.

—Una relación amorosa no es lo mismo que una jodida obra de arte.

Gamba estaba empezando a dejarse llevar por el calor de la discusión. Williken podía ver cómo se iba liberando de su melancolía y su depresión igual que si fueran algo tan insignificante como un traje de baño mojado. ¡Ah, ya volvía a ser la Gamba de siempre!

—¿De veras? —preguntó para picarla un poco más.

Gamba se lanzó sobre el cebo sin darse cuenta de lo que hacía.

—Por lo menos tú intentas crear algo. Hay un intento, ¿entiendes? Yo nunca he llegado tan lejos. Supongo que si lo hiciera sería exactamente lo que tú dices, una mediocridad y nada más.

—Tú también lo intentas…, y de una forma muy visible.

—¿Qué es lo que intento? —preguntó Gamba.

Deseaba que alguien la hiciera pedazos (en el Asilo ni tan siquiera se habían tomado la molestia de soltarle unos cuantos gritos), pero Williken no se dignó ir más allá de la ironía.

—Yo intento crear algo; tú intentas sentir algo. Tú quieres tener una vida interior…, una vida espiritual si prefieres expresarlo así. Y la tienes, sólo que no importa lo que hagas, no importa lo mucho que te agites y te retuerzas intentando alejarte de la verdad…, es mediocre. No es que sea mala, y tampoco es pobre, pero es mediocre.

—Benditos sean los pobres de espíritu, ¿eh?

—Exactamente. Pero tú no crees en eso y yo tampoco. ¿Sabes quiénes somos? Somos los escribas y los fariseos.

—Oh, estupendo.

—Pareces menos triste.

Gamba le hizo una mueca.

—Me río, pero sólo por fuera.

—Las cosas podrían estar mucho peor.

—¿De veras?

—Sí. Podrías ser una perdedora. Como yo.

—¿Y crees que soy una ganadora? ¿Cómo puedes decir eso después de lo que acabo de hacer esta noche?

—Espera —le prometió Williken—. Espera y verás.

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