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La parte de Archimboldi

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Después Wilke se corrió sobre el muro y susurró, él también, su oración de soldado, y poco después Reiter se corrió sobre el muro y se mordió los labios sin decir una palabra. Y después Entrescu se levantó, y ellos vieron, o creyeron ver, gotas de sangre en su pene reluciente de semen y flujo vaginal, y después la baronesa Von Zumpe pidió un vaso de vodka, y después vieron a Entrescu y a la baronesa abrazados, de pie, cada uno sosteniendo con aire absorto sus respectivos vasos, y después Entrescu recitó un poema en su lengua, que la baronesa no entendió pero cuya musicalidad alabó, y después Entrescu cerró los ojos y fingió que escuchaba algo, la música de las esferas, y luego abrió los ojos y se sentó junto a la mesa y puso a la baronesa encima de su verga otra vez erecta (la famosa verga de treinta centímetros, orgullo del ejército rumano), y recomenzaron los gritos y los gemidos y los llantos, y mientras la baronesa descendía por la verga de Entrescu o mientras la verga de Entrescu ascendía por el interior de la baronesa Von Zumpe, el general rumano emprendió un nuevo recitado, recitado que acompañaba con el movimiento de ambos brazos (la baronesa agarrada a su cuello), un poema que una vez más ninguno de ellos entendió, a excepción de la palabra Drácula, que se repetía cada cuatro versos, un poema que podía ser marcial o podía ser satírico o podía ser metafísico o podía ser marmóreo o podía ser, incluso, antialemán, pero cuyo ritmo se acomodaba que ni hecho a propósito para tal ocasión, poema que la joven baronesa, sentada a horcajadas sobre las piernas de Entrescu, celebraba cimbrándose hacia atrás y hacia adelante, como una pastorcilla enloquecida en las vastedades de Asia, clavándole las uñas en el cuello a su amante, refregando la sangre que aún manaba de su mano derecha en la cara de su amante, untando de sangre las comisuras de sus labios, sin que por ello Entrescu dejara de recitar ese poema en el que cada cuatro versos resonaba la palabra Drácula, un poema que seguramente era satírico, decidió Reiter (con una alegría infinita) mientras el soldado Wilke volvía a hacerse una paja.

Cuando todo acabó, aunque para el inagotable Entrescu y la inagotable baronesa todo distaba mucho de haber acabado, desanduvieron en silencio los pasadizos secretos, colocaron en silencio el espejo móvil en su lugar, bajaron en silencio hasta el improvisado barracón subterráneo y se acostaron en silencio junto a sus respectivas armas y petates.

A la mañana siguiente el destacamento abandonó el castillo después de que lo hicieran los dos coches con los invitados. Sólo el oficial de las SS permaneció junto a ellos mientras se dedicaban a barrer, a lavar y a ordenarlo todo. Después el mismo oficial, tras encontrar el trabajo a su entera satisfacción, les ordenó partir y el destacamento subió al camión y comenzaron a bajar hacia la planicie. En el castillo sólo quedó el coche, sin chofer, lo que no dejaba de ser curioso, del oficial de las SS. Mientras se alejaban de allí Reiter lo vio: se había subido a una almena y contemplaba la marcha del destacamento, estirando cada vez más el cuello, poniéndose de puntillas, hasta que el castillo, por un lado, y el camión, por el otro, desaparecieron del todo.

Durante su servicio en Rumanía Reiter solicitó y obtuvo dos permisos que utilizó para visitar a sus padres. Allí, en su aldea, pasaba el día recostado en los roqueríos mirando el mar, pero sin ganas de nadar y mucho menos de bucear, o bien daba largos paseos por el campo que invariablemente terminaban en la casa solariega del barón Von Zumpe, vacía y empequeñecida, que ahora vigilaba el antiguo guardabosques, con el cual en ocasiones se detenía a conversar, aunque las conversaciones, si es que se las podía llamar así, eran más bien frustrantes. El guardabosques preguntaba cómo iba la guerra y Reiter se encogía de hombros. Reiter, a su vez, preguntaba por la baronesa (en realidad preguntaba por la baronesita, que era como la conocían los del lugar) y el guardabosques se encogía de hombros. Los encogimientos de hombros podían significar que uno no sabía nada o bien que la realidad era cada vez más vaga, más parecida a un sueño, o bien que todo iba mal y que lo mejor era no preguntar nada y armarse de paciencia.

También pasaba mucho rato con su hermana Lotte, que por entonces tenía más de diez años y que adoraba a su hermano.

A Reiter esta devoción le daba risa y al mismo tiempo lo entristecía hasta sumergirlo en pensamientos fatales en los que nada tenía sentido, pero se cuidaba de tomar una determinación pues estaba seguro de que una bala acabaría matándolo. Nadie se suicida en una guerra, pensaba mientras estaba en la cama oyendo roncar a su madre y a su padre. ¿Por qué? Pues por comodidad, por dilatar el momento, porque el ser humano tiende a dejar en manos de otro su responsabilidad. La verdad es que durante una guerra es cuando más se suicida la gente, pero Reiter entonces era muy joven (aunque ya no se podía decir poco instruido) para saberlo. También, en ambos permisos, visitó Berlín (de paso hacia su aldea) y trató vanamente de encontrar a Hugo Halder.

No lo halló. En su anterior piso vivía una familia de funcionarios con cuatro hijas adolescentes. Cuando les preguntó si el anterior inquilino había dejado sus nuevas señas, el padre de familia, miembro del partido, le contestó secamente que no lo sabía, pero antes de que Reiter se marchara, en la escalera, una de las hijas, la mayor, la más guapa, alcanzó a Reiter y le dijo que ella sabía dónde vivía Halder en ese momento. Después siguió bajando la escalera y Reiter la siguió. La muchacha lo arrastró hasta un parque público. Allí, en un rincón a salvo de miradas indiscretas, se volvió, como si lo viera por primera vez, y saltó sobre él estampándole un beso en la boca. Reiter la apartó y le preguntó a santo de qué lo besaba. La muchacha le dijo que se sentía feliz de verlo. Reiter observó sus ojos, de un azul desvaído, como los ojos de una ciega, y se dio cuenta de que estaba hablando con una loca.

Aun así, quiso saber qué información poseía la muchacha sobre Halder. Ésta le dijo que si no la dejaba besarlo no se lo diría. Volvieron a besarse: la lengua de la muchacha al principio estaba muy seca y Reiter la acarició con su lengua hasta humedecerla del todo. ¿Dónde vive ahora Hugo Halder?, le preguntó. La muchacha le sonrió como si Reiter fuera un niño un tanto obtuso. ¿No lo adivinas?, dijo. Reiter movió la cabeza negativamente. La muchacha, que no debía de tener más de dieciséis años, se echó a reír tan fuerte que Reiter pensó que si continuaba riéndose así no tardaría en aparecer la policía, y no se le ocurrió mejor forma de callarla que besándola otra vez en la boca.

—Me llamo Ingeborg —dijo la muchacha cuando Reiter quitó sus labios de los suyos.

—Yo me llamo Hans Reiter —dijo él.

Ella miró entonces el suelo de arena y piedrecillas y empalideció visiblemente, como si estuviera en un tris de desmayarse.

—Mi nombre —repitió— es Ingeborg Bauer, espero que no te olvides de mí.

A partir de ese momento hablaron en susurros cada vez más débiles.

—No lo haré —dijo Reiter.

—Júramelo —dijo la muchacha.

—Te lo juro —dijo Reiter.

—¿Por quién me lo juras, por tu madre, por tu padre, por Dios? —dijo la muchacha.

—Te lo juro por Dios —dijo Reiter.

—Yo no creo en Dios —dijo la muchacha.

—Entonces te lo juro por mi madre y por mi padre —dijo Reiter.

—Esos juramentos no valen —dijo la muchacha—, los padres no valen, uno siempre está tratando de olvidar que tiene padres.

—Yo no —dijo Reiter.

—Tú también —dijo la muchacha—, y yo, y todo el mundo.

—Entonces te lo juro por lo que tú quieras —dijo Reiter.

—¿Me lo juras por tu división? —dijo la muchacha.

—Te lo juro por mi división y por mi regimiento y por mi batallón —dijo Reiter, y después agregó que también se lo juraba por su cuerpo y por su ejército.

—La verdad, no se lo digas a nadie —dijo la muchacha—, es que yo no creo en el ejército.

—¿En qué crees? —dijo Reiter.

—En pocas cosas —dijo la muchacha después de meditar un segundo su respuesta—. A veces incluso me olvido de las cosas en que creo. Son muy pocas, muy pocas, y las cosas en las que no creo son muchas, muchísimas, tantas que consiguen ocultar las cosas en que sí creo. En este momento, por ejemplo, no me acuerdo de ninguna.

—¿Crees en el amor? —dijo Reiter.

—No, francamente no —dijo la muchacha.

—¿Y en la honestidad? —dijo Reiter.

—Uf, menos que en el amor —dijo la muchacha.

—¿Crees en las puestas de sol —dijo Reiter—, en las noches estrelladas, en los amaneceres diáfanos?

—No, no, no —dijo la muchacha con un gesto de evidente asco—, no creo en ninguna cosa ridícula.

—Tienes razón —dijo Reiter—. ¿Y en los libros?

—Menos todavía —dijo la muchacha—, además en mi casa sólo hay libros nazis, política nazi, historia nazi, economía nazi, mitología nazi, poesía nazi, novelas nazis, obras de teatro nazi.

—No tenía idea de que los nazis hubieran escrito tanto —dijo Reiter.

—Tú, por lo que veo, tienes idea de muy pocas cosas, Hans —dijo la muchacha—, salvo de besarme.

—Es verdad —dijo Reiter, que siempre estaba bien dispuesto a admitir su ignorancia.

Para entonces ambos paseaban por el parque tomados de la mano y de vez en cuando Ingeborg se detenía y besaba a Reiter en la boca y quienquiera que los hubiera visto habría pensado que sólo eran un joven soldado y su novia y que no tenían dinero para ir a otro lugar y que estaban muy enamorados y que tenían muchas cosas que contarse. No obstante si ese observador hipotético se hubiera acercado a la pareja y los hubiera mirado a los ojos se habría dado cuenta de que la joven estaba loca y de que el joven soldado lo sabía y sin embargo no le importaba. En realidad, a Reiter, a esas alturas del encuentro, ya no sólo no le importaba que la joven estuviera loca ni mucho menos la dirección de su amigo Hugo Halder, sino enterarse de una vez por todas de cuáles eran las pocas cosas que a Ingeborg le parecían dignas de un juramento. Así que preguntó y preguntó y nombró tentativamente a las hermanas de la muchacha y la ciudad de Berlín y la paz en el mundo y los niños del mundo y los pájaros del mundo y la ópera y los ríos de Europa y las imágenes, ay, de antiguos novios, y su propia vida (la de Ingeborg), y la amistad y el humor y todo cuanto se le ocurrió, recibiendo una respuesta negativa tras otra, hasta que por fin, después de dar vueltas por todos los recovecos del parque, la muchacha recordó dos cosas por las que ella daba por bueno un juramento.

—¿Quieres saber cuáles son?

—¡Naturalmente que quiero saberlo! —dijo Reiter.

—Espero que no te rías cuando te lo diga.

—No me reiré —dijo Reiter.

—¿Te diga lo que te diga no te reirás?

—No me reiré —dijo Reiter.

—La primera son las tormentas —dijo la muchacha.

—¿Las tormentas? —dijo Reiter extrañadísimo.

—Sólo las grandes tormentas, cuando el cielo se vuelve negro y el aire se vuelve gris. Truenos, rayos y relámpagos y campesinos muertos al cruzar un potrero —dijo la muchacha.

—Ya te entiendo —dijo Reiter, que francamente no amaba las tormentas—. ¿Y cuál es la segunda cosa?

—Los aztecas —dijo la muchacha.

—¿Los aztecas? —dijo Reiter, más perplejo que con las tormentas.

—Sí, sí, los aztecas —dijo la muchacha—, los que vivían en México antes de que llegara Cortés, los de las pirámides.

—Así que los aztecas, esos aztecas —dijo Reiter.

—Son los únicos aztecas —dijo la muchacha—, los que vivían en Tenochtitlán y Tlatelolco y hacían sacrificios humanos y habitaban en dos ciudades lacustres.

—Así que vivían en dos ciudades lacustres —dijo Reiter.

—Sí —dijo la muchacha.

Durante un rato pasearon en silencio. Después la muchacha dijo: yo imagino esas ciudades como si fueran Ginebra y Montreaux. Una vez estuve con mi familia de vacaciones en Suiza. Tomamos un barco de Ginebra a Montreaux. El lago Leman es maravilloso en verano, aunque tal vez haya demasiados mosquitos. Pasamos la noche en una posada de Montreaux y al día siguiente volvimos en otro barco a Ginebra. ¿Has estado en el lago Leman?

—No —dijo Reiter.

—Es muy hermoso y no sólo existen esas dos ciudades, hay muchos pueblos a la orilla del lago, como Lausanne, que es más grande que Montreaux, o Vevey, o Evian. En realidad hay más de veinte pueblos, algunos diminutos. ¿Te haces una idea?

—Vagamente —dijo Reiter.

—Mira, éste es el lago —la muchacha con la punta del zapato dibujó el lago en el suelo—, aquí está Ginebra, aquí, en el otro extremo, Montreaux, y el resto son otros pueblos. ¿Te haces una idea, ahora?

—Sí —dijo Reiter.

—Pues así imagino yo —dijo la muchacha mientras borraba con el zapato el mapa— el lago de los aztecas. Sólo que mucho más bonito. Sin mosquitos, con una temperatura agradable todo el año, con multitud de pirámides, tantas y tan grandes que es imposible contarlas, pirámides superpuestas, pirámides que ocultan otras pirámides, todas teñidas de rojo con la sangre de la gente sacrificada cada día. Y luego imagino a los aztecas, pero eso tal vez no te interese —dijo la muchacha.

—Sí, me interesa —dijo Reiter, quien nunca antes había pensado en los aztecas.

—Son gente muy extraña —dijo la muchacha—, si los miras a los ojos, con atención, te das cuenta al cabo de poco tiempo de que están locos. Pero no están encerrados en un manicomio. O tal vez sí. Pero aparentemente no. Los aztecas visten con suma elegancia, son muy cuidadosos al elegir los vestidos que se ponen cada día, uno diría que se pasan horas en el vestidor, eligiendo la ropa más apropiada, y luego se encasquetan unos sombreros emplumados de gran valor, y joyas en los brazos y en los pies, además de collares y anillos, y tanto los hombres como las mujeres se pintan la cara, y luego salen a pasear por las orillas del lago, sin hablar entre ellos, contemplando absortos los botes que navegan y cuyos tripulantes, si no son aztecas, prefieren bajar la mirada y seguir pescando o alejarse rápidamente de allí, pues algunos aztecas tienen caprichos crueles, y después de pasear como filósofos entran en las pirámides, que son todas huecas, con el interior semejante al de las catedrales, y cuya única iluminación es una luz cenital, una luz filtrada por una gran piedra de obsidiana, es decir una luz oscura y brillante. A propósito, ¿has visto alguna vez una piedra de obsidiana? —dijo la muchacha.

—No, nunca —dijo Reiter—, o tal vez sí y no me he dado cuenta.

—Te habrías dado cuenta en el acto —dijo la muchacha—. Una obsidiana es un feldespato negro o de un verde oscurísimo, cosa de por sí curiosa porque los feldespatos suelen ser de color blanco o amarillento. Los feldespatos más importantes son la ortosa, la albita y la labradorita, para que lo sepas. Pero mi feldespato preferido es la obsidiana. Bueno, sigamos con las pirámides. En lo más alto de éstas está la piedra de los sacrificios. ¿Adivinas de qué material está hecha?

—De obsidiana —dijo Reiter.

—Exacto —dijo la muchacha—, una piedra semejante a la mesa de un quirófano, en donde los sacerdotes o médicos aztecas extendían a sus víctimas antes de arrancarles el corazón. Pero, ahora viene lo que de verdad te sorprenderá, estas camas de piedra eran ¡transparentes! Estaban pulidas de tal manera o elegidas de tal manera que eran unas piedras de sacrificio transparentes. Y los aztecas que estaban dentro de la pirámide contemplaban el sacrificio, como si dijéramos, desde el interior, porque, como ya habrás adivinado, la luz cenital que iluminaba las entrañas de las pirámides provenía de una abertura justo por debajo de la piedra de sacrificios. De tal manera que al principio la luz es negra o gris, una luz atenuada que sólo deja ver las siluetas de los aztecas que están, hieráticos, en el interior de las pirámides, pero luego, al extenderse la sangre de la nueva víctima sobre la claraboya de obsidiana transparente, la luz se hace roja y negra, de un rojo muy vivo y de un negro muy vivo, de modo tal que ya no sólo se distinguen las siluetas de los aztecas sino también sus facciones, unas facciones transfiguradas por la luz roja y por la luz negra, como si la luz ejerciera el poder de personalizarlos a cada uno de ellos, y eso, en resumen, es todo, pero eso puede durar mucho tiempo, eso escapa del tiempo o se instala en otro tiempo, regido por otras leyes. Cuando los aztecas abandonan el interior de las pirámides la luz del sol no les hace daño. Se comportan como si hubiera un eclipse de sol. Y vuelven a sus quehaceres diarios, que consisten básicamente en pasear y bañarse y luego volver a pasear y quedarse mucho tiempo quietos contemplando cosas indiscernibles o estudiando los dibujos que hacen los insectos en la tierra y en comer acompañados de sus amigos, pero todos en silencio, que es casi lo mismo que comer solos, y de vez en cuando en hacer la guerra. Y sobre el cielo siempre hay un eclipse que los acompaña —dijo la muchacha.

—Vaya, vaya, vaya —dijo Reiter, que estaba impresionado con los conocimientos de su nueva amiga.

Durante un rato, sin proponérselo, ambos pasearon en silencio por aquel parque, como si fueran aztecas, hasta que la muchacha le preguntó por quién iba a jurar, si por los aztecas o por las tormentas.

—No lo sé —dijo Reiter, que ya había olvidado a santo de qué tenía que jurar.

—Escoge —dijo la muchacha—, y piénsatelo bien porque es mucho más importante de lo que crees.

—¿Qué es importante? —dijo Reiter.

—Tu juramento —dijo la muchacha.

—¿Y por qué es importante? —dijo Reiter.

—Para ti no lo sé —dijo la muchacha—, pero para mí es importante porque marcará mi destino.

En ese momento Reiter recordó que tenía que jurar que nunca la olvidaría y sintió una enorme pena. Por un momento le costó respirar y luego sintió que las palabras se le atoraban en la garganta. Decidió que juraría por los aztecas, ya que las tormentas no le gustaban.

—Te lo juro por los aztecas —dijo—, nunca te olvidaré.

—Gracias —dijo la muchacha y siguieron paseando.

Al cabo de un rato, aunque ya sin interés, Reiter le preguntó la dirección de Halder.

—Vive en París —dijo la muchacha con un suspiro—, la dirección no la sé.

—Ah —dijo Reiter.

—Es normal que viva en París —dijo la muchacha.

Reiter pensó que tal vez tenía razón y que lo más normal del mundo era que Halder se hubiese mudado a París. Cuando empezó a anochecer Reiter acompañó a la muchacha hasta la puerta de su casa y luego se fue corriendo hacia la estación.

El ataque a la Unión Soviética empezó el día 22 de junio de 1941. La división 79 estaba encuadrada en el 11 Ejército alemán y pocos días después las vanguardias de la división cruzaron el río Prut y entraron en combate, hombro con hombro, con los cuerpos de ejército rumanos, que se mostraron mucho más animosos de lo que los alemanes esperaban. El avance, sin embargo, no fue tan rápido como el que experimentaron las unidades del Grupo de Ejército Sur, compuesto por el 6 Ejército, el 17 Ejército y el entonces así llamado 1.º Grupo pánzer, que con el correr de la guerra cambiaría su denominación, junto con el 2.º Grupo pánzer y el 3.º Grupo pánzer y el 4.º Grupo pánzer, por la más intimidante de Ejército pánzer. Los medios materiales y humanos del 11 Ejército eran, como cabe deducir, infinitamente menores, sin contar con la orografía de la región y la escasez de carreteras. El ataque, además, no contó con el factor sorpresa que había favorecido al Grupo de Ejército Sur, Centro y Norte. Pero la división de Reiter dio de sí lo que de ella esperaban sus mandos y cruzaron el Prut y combatieron y luego siguieron combatiendo por las llanuras y las colinas de Besarabia y luego cruzaron el Dniester y llegaron a los arrabales de Odessa y luego avanzaron, mientras los rumanos se detenían, y combatieron con tropas rusas en retirada y luego cruzaron el río Bug y siguieron avanzando, dejando tras de sí una estela de aldeas ucranianas incendiadas y graneros incendiados y bosques que de pronto echaban a arder, como por efecto de una combustión misteriosa, bosques que parecían islas oscuras en medio de interminables campos de trigo.

¿Quién prende fuego a esos bosques?, le preguntaba a veces Reiter a Wilke y Wilke se encogía de hombros y lo mismo hacían Neitzke y Kruse y el sargento Lemke, agotados de tanto caminar, pues la división 79 era una división hipomóvil, es decir una división que se movía por tracción animal, y allí los únicos animales eran las mulas y los soldados, y las mulas servían para arrastrar el material pesado y los soldados servían para caminar y combatir, como si la guerra relámpago jamás hubiera asomado su ojo blanco en el organigrama de la división, como en los tiempos napoleónicos, decía Wilke, marchas y contramarchas y marchas forzadas, más bien siempre marchas forzadas, decía Wilke, y luego decía, sin levantarse del suelo, como el resto de sus compañeros, no sé quién demonios incendia los bosques, nosotros seguro que no hemos sido, ¿verdad, muchachos?, y Neitzke decía no, nosotros no, y Kruse y Barz decían lo mismo, y hasta el sargento Lemke decía que no, nosotros hemos quemado esa aldea de allá o hemos bombardeado esa aldea de la izquierda o de la derecha, pero el bosque no, y sus hombres asentían y nadie decía una palabra más, sólo se quedaban mirando el fuego del bosque, cómo el fuego iba convirtiendo la isla oscura en isla roja anaranjada, tal vez ha sido el batallón del capitán Ladenthin, decía uno, ellos venían por allí, han debido encontrar resistencia en el bosque, tal vez ha sido la compañía de zapadores, decía otro, pero la verdad es que no habían visto nada, ni soldados alemanes en los alrededores ni soldados soviéticos resistiendo en ese sector, sólo el bosque negro en medio de un mar amarillo y bajo un cielo celeste brillante, y de pronto, sin previo aviso, como si estuvieran en un gran teatro de trigo y el bosque fuera el escenario y el proscenio de ese teatro circular, el fuego que lo devoraba todo y que era hermoso.

Después de cruzar el Bug la división cruzó el Dniéper y penetró en la península de Crimea. Reiter combatió en Perekop y en varias aldeas cercanas a Perekop cuyo nombre nunca supo pero por cuyas calles de tierra anduvo, apartando cadáveres, ordenando a los viejos, a las mujeres y a los niños que entraran en sus casas y no salieran. A veces se sentía mareado. A veces notaba que al levantarse bruscamente la visión se le nublaba, se le volvía negra, llena de puntitos granulados semejantes a una lluvia de meteoritos. Pero los meteoritos se movían de una manera muy extraña. O no se movían. Eran meteoritos inmóviles. A veces se lanzaba, junto con sus compañeros, a la conquista de una posición enemiga sin tomar la más mínima precaución, lo que le acarreó fama de temerario y valiente, aunque él sólo buscaba una bala que pusiera paz en su corazón. Una noche, sin proponérselo, habló del suicidio con Wilke.

—Los cristianos nos masturbamos pero no nos suicidamos —le dijo Wilke y Reiter, antes de dormirse, se quedó pensando en sus palabras, pues sospechaba que tras la broma de Wilke tal vez se escondía una verdad.

Sin embargo no por ello cambió de parecer. Durante la batalla por la toma de Chornomorske, en donde tuvo un papel destacado el regimiento 310 y en especial el batallón de Reiter, éste expuso su vida al menos en tres ocasiones, la primera al asaltar una casamata hecha con ladrillos en las afueras de Kirovske, en el empalme entre Chernishove, Kirovske y Chornomorske, una casamata que no hubiera resistido ni una sola andanada de artillería, una casamata que a Reiter lo emocionó nada más verla porque revelaba pobreza e inocencia, como si hubiera sido construida por niños y estuviera defendida por otros niños. La compañía carecía de munición de morteros y decidieron tomarla al asalto. Pidieron voluntarios. Reiter fue el primero en dar un paso al frente. Se le unió casi enseguida el soldado Voss, que también era un valiente o un suicida en potencia, y otros tres soldados más. El asalto fue rápido: Reiter y Voss avanzaron por el flanco izquierdo de la casamata, los otros tres por el derecho. Cuando estaban a veinte metros unos disparos de fusilería salieron del interior de la casamata. Los tres que iban por el flanco derecho se echaron a tierra. Voss dudó. Reiter siguió corriendo. Oyó el zumbido de una bala que le pasó a pocos centímetros de la cabeza pero no se agachó. Por el contrario, su cuerpo pareció empinarse en un vano afán de ver los rostros de los adolescentes que iban a acabar con su vida, pero no pudo ver nada. Otra bala le rozó el brazo derecho. Sintió que alguien lo empujaba por la espalda y lo derribaba. Era Voss, que aunque temerario aún conservaba algo de sentido común.

Durante un rato vio cómo su compañero, tras haberlo arrojado al suelo, se ponía a reptar en dirección a la casamata. Vio piedras, yerbajos, flores silvestres y las suelas herradas de Voss que lo dejaba atrás, levantando una diminuta nube de polvo, diminuta para él, se dijo, pero no para las caravanas de hormigas que cruzaban la tierra de norte a sur mientras Voss reptaba de este a oeste. Luego se levantó y se puso a disparar hacia la casamata, por encima del cuerpo de Voss, y volvió a oír las balas que silbaban cerca de su cuerpo, mientras él disparaba y caminaba, como si estuviera paseando y tomando fotos, hasta que la casamata explotó alcanzada por una granada y luego por otra y otra, arrojadas por los soldados del flanco derecho.

La segunda ocasión en la que estuvo a punto de morir fue en la toma de Chornomorske. Los dos principales regimientos de la división 79 comenzaron el ataque después de que toda la artillería divisionaria se concentrara en el sector de los muelles, una zona desde la que partía la carretera que unía Chornomorske con Evpatoria, Frunze, Inkerman y Sebastopol, y que carecía de accidentes geográficos de consideración. El primer ataque fue rechazado. El batallón de Reiter, que se mantenía en la reserva, salió con la segunda oleada. Los soldados echaron a correr por encima de las alambradas mientras la artillería corregía el tiro y machacaba los nidos de ametralladora soviéticos que habían sido localizados. Mientras corría, Reiter empezó a sudar como si de pronto, en una fracción de segundo, hubiera enfermado. Pensó que esta vez sí que moriría y la cercanía del mar contribuyó a reafirmar esta idea. Primero atravesaron un descampado y luego salieron por un huerto, con una casita desde una de cuyas ventanas, una ventana diminuta, asimétrica, los miró un viejo de barba blanca. A Reiter le pareció que el viejo estaba comiendo algo porque movía los carrillos.

Al otro lado del huerto había un camino de tierra y poco más allá vieron a cinco soldados soviéticos arrastrando con dificultad un cañón. Los mataron a los cinco y siguieron corriendo. Unos continuaron por el camino y otros se metieron en un bosquecillo de pinos.

En el bosque Reiter vio una figura entre la hojarasca y se detuvo. Era la estatua de una diosa griega o eso creyó. Tenía el pelo recogido y era alta y la expresión era impasible. Bañado en transpiración Reiter se puso a temblar y alargó el brazo. El mármol o la piedra, fue incapaz de precisarlo, estaba frío. La ubicación de la estatua no carecía de cierto sinsentido, pues aquel lugar oculto por las ramas de los árboles no era el sitio más idóneo para colocar una escultura. Durante un instante, breve y doloroso, Reiter pensó que debía preguntarle algo a la estatua, pero no se le ocurrió ninguna pregunta y su rostro se deformó en una mueca de sufrimiento. Luego echó a correr.

El bosque terminaba en una quebrada desde la que se veía el mar y el puerto y una especie de paseo marítimo bordeado de árboles y bancos para sentarse y casas blancas y edificios de tres pisos que parecían hoteles o clínicas de salud. Los árboles eran grandes y oscuros. Entre las colinas se distinguía alguna casa en llamas y en el puerto, empequeñecidas, un grupo de personas se agolpaban para subir a un barco. El cielo era muy azul y el mar parecía calmo, sin una ola. Por la izquierda, siguiendo un camino que descendía zigzagueante, aparecieron los primeros hombres de su regimiento mientras unos pocos rusos huían y otros levantaban los brazos y salían de unos almacenes de pescado cuyas paredes estaban ennegrecidas. Los hombres que iban con Reiter bajaron por la colina en dirección a una plaza alrededor de la cual se levantaban dos edificios nuevos, de cinco pisos, pintados de blanco. Al llegar a la plaza, desde varias ventanas, les dispararon. Los soldados se pusieron a cubierto detrás de los árboles, menos Reiter, que siguió caminando como si no hubiera oído nada hasta alcanzar la puerta de uno de los edificios. Una de las paredes estaba decorada con un mural en el que se veía a un viejo marinero leyendo una carta. Algunas líneas de ésta eran perfectamente visibles para el espectador, pero estaban escritas en alfabeto cirílico y Reiter no entendió nada. Las baldosas del suelo eran grandes y de color verde. No había ascensor por lo que Reiter empezó a subir por las escaleras. Al llegar al primer rellano le dispararon. Vio una sombra que se asomaba y luego sintió un aguijón en el brazo derecho. Siguió subiendo. Le volvieron a disparar. Se quedó quieto. La herida casi no sangraba y el dolor era perfectamente soportable. Tal vez ya esté muerto, pensó. Luego pensó que no lo estaba y que no debía desmayarse, no hasta recibir un balazo en la cabeza. Se dirigió a uno de los pisos y abrió la puerta de una patada. Vio una mesa, cuatro sillas, un aparador de cristal lleno de platos y con algunos libros encima. En la habitación encontró a una mujer y a dos niños de corta edad. La mujer era muy joven y lo miró aterrorizada. No te haré nada, le dijo, y trató de sonreír mientras retrocedía. Luego entró en otro piso y dos milicianos con el pelo cortado al rape levantaron las manos y se rindieron. Reiter ni siquiera los miró. De los otros pisos fue saliendo gente con traza de hambrientos o de reclusos de reformatorio. En una habitación, junto a una ventana abierta, encontró dos viejos fusiles que arrojó hacia la calle al tiempo que hacía señas a sus compañeros para que dejaran de disparar.

La tercera ocasión en que estuvo a punto de morir fue semanas después, durante el ataque a Sebastopol. El avance esta vez fue contenido. Cada vez que las tropas alemanas intentaban tomar una línea de defensa la artillería de la ciudad descargaba sobre ellos una lluvia de proyectiles. En las inmediaciones de la ciudad, junto a las trincheras rusas, se hacinaban los cuerpos destrozados de los soldados alemanes y rumanos. En más de una ocasión la lucha fue cuerpo a cuerpo. Los batallones de asalto llegaban a una trinchera en donde encontraban a marineros rusos y combatían durante cinco minutos, al cabo de los cuales uno de los dos bandos retrocedía. Pero luego volvían a aparecer más marineros rusos gritando hurra y la pelea recomenzaba. Para Reiter la presencia de los marineros en aquellas trincheras polvorientas estaba cargada de presagios funestos y liberadores. Uno de ellos, seguramente, lo mataría y entonces él volvería a sumergirse en las profundidades del Báltico o del Atlántico o del Mar Negro, pues todos los mares, finalmente, eran un único mar y en el fondo del mar lo aguardaba un bosque de algas. O simplemente desaparecería, sin más.

Según Wilke aquello era cosa de locos, ¿de dónde salían los marineros rusos?, ¿qué hacían los marineros rusos allí, a varios kilómetros de su elemento natural, el mar y los barcos? A menos que los Stukas hubieran hundido todos los barcos de la flota rusa, fantaseaba Wilke, y que el Mar Negro se hubiera secado, cosa que él, evidentemente, no creía. Pero esto sólo se lo decía a Reiter, pues los demás aceptaban todo lo que veían o les sucedía como algo normal. En uno de los ataques murió Neitzke y varios más de su compañía. Una noche, en las trincheras, Reiter se irguió en toda su estatura y se puso a contemplar las estrellas pero su atención, inevitablemente, se vio desviada hacia Sebastopol. La ciudad, a lo lejos, era una mole negra con bocas rojas que se abrían y se cerraban. Los soldados la llamaban la trituradora de huesos, pero esa noche a Reiter no le pareció una máquina sino la reencarnación de un ser mitológico, un animal vivo a quien le costaba respirar. El sargento Lemke le ordenó que se agachara. Reiter lo contempló desde lo alto, se sacó el casco, se rascó la cabeza y antes de que pudiera ponerse de nuevo el casco una bala lo tumbó. Mientras caía sintió cómo otra bala penetraba en su tórax. Miró al sargento Lemke con ojos apagados: le pareció similar a una hormiga que paulatinamente se iba haciendo más y más grande. A unos quinientos metros de allí cayeron varios proyectiles de artillería.

Dos semanas después recibió la cruz de hierro. Un coronel se la entregó en el hospital de campaña de Novoselivske, le dio la mano, le dijo que había estupendos informes sobre su actuación en Chornomorske y Mykolaivka y luego se marchó. Reiter no podía hablar pues una bala le había atravesado la garganta. La herida en el tórax ya no revestía gravedad y poco después fue trasladado de la península de Crimea hacia Krivoi Rog, en Ucrania, en donde había un hospital más grande y en donde volvieron a operarlo de la garganta. Tras la operación volvió a comer con normalidad, a mover el cuello como antes, pero siguió sin poder hablar.

Los médicos que lo trataban no sabían si darle un permiso para que volviera a Alemania o si reenviarlo hacia su división, que por entonces seguía sitiando Sebastopol y Kerch. La llegada del invierno y el contraataque soviético que consiguió desmoronar en parte las líneas alemanas pospuso la decisión y finalmente Reiter ni fue enviado a Alemania ni se reincorporó a su unidad.

Pero como tampoco podía permanecer en el hospital fue enviado, con otros tres heridos de la división 79, a la aldea de Kostekino, a orillas del Dniéper, que algunos llamaban por el nombre de Granja Modelo Budienny y otros por el nombre de Arroyo Dulce, debido a un arroyo, afluente del Dniéper, cuyas aguas eran de una dulzura y pureza inusuales en la comarca. Kostekino, por lo demás, no llegaba ni siquiera a ser una aldea. Unas cuantas casas desperdigadas bajo las colinas, cercas de madera que se caían de viejas, dos graneros podridos, una carretera de tierra que en invierno se volvía intransitable por la nieve y el barro que comunicaba la aldea con un pueblo por donde pasaba el tren. En las afueras había un sovjoz abandonado que cinco alemanes intentaban volver a poner en marcha. La mayor parte de las casas estaban abandonadas, según algunos porque los aldeanos habían huido ante la irrupción del ejército alemán, según otros porque el ejército rojo los había enrolado a la fuerza.

Los primeros días Reiter durmió en lo que debía de haber sido una oficina agrónoma o tal vez la sede del Partido Comunista, el único edificio de ladrillos y cemento del pueblo, pero la convivencia con los pocos alemanes que vivían en Kostekino, los técnicos y los convalecientes, no tardó en resultarle intolerable. Así que decidió instalarse en una de las muchas isbas vacías. Todas parecían, a primera vista, iguales. Una noche, mientras tomaba café en la casa de ladrillos, Reiter escuchó una versión distinta: los aldeanos ni habían sido enrolados a la fuerza ni habían huido. El despoblamiento era consecuencia directa del paso por Kostekino de un destacamento del Einsatzgruppe C, los cuales procedieron a eliminar físicamente a todos los judíos de la aldea. Como no podía hablar no hizo ninguna pregunta, pero al día siguiente se dedicó a estudiar con mayor atención todas las casas.

En ninguna de ellas encontró rastro alguno que indicara el origen o la religión de sus antiguos moradores. Finalmente se instaló en una que estaba cerca del Arroyo Dulce. La primera noche que pasó allí tuvo pesadillas que lo despertaron varias veces. Era incapaz, sin embargo, de recordar con qué estaba soñando. La cama en la que dormía era una cama estrecha y muy mullida, junto a la chimenea, en el primer piso de la casa. El segundo piso era una especie de buhardilla en donde había otra cama y una ventana redonda y mínima, como el ojo de buey de un barco. En un arcón encontró varios libros, la mayoría en ruso, pero algunos, para su sorpresa, en alemán. Como sabía que muchos de los judíos del este conocían la lengua alemana supuso que la casa, en efecto, había pertenecido a un judío. A veces, en medio de la noche, tras despertar gritando de una pesadilla y encender la vela que siempre dejaba a un lado de la cama, se quedaba quieto durante mucho rato, sentado con las piernas fuera de las mantas, contemplando los objetos que danzaban con la luz de la vela, sintiendo que nada tenía remedio, mientras el frío lo iba helando paulatinamente. A veces, por la mañana, al despertar, volvía a quedarse quieto mirando el techo de barro y paja y pensaba que aquella casa tenía un no sé qué de femenino.

Cerca de allí vivían unos ucranianos que no eran de Kostekino y que habían llegado hacía poco para trabajar en el antiguo sovjoz. Cuando salía de casa los ucranianos lo saludaban quitándose los gorros e inclinándose levemente. Reiter, los primeros días, ni siquiera contestaba a los saludos. Pero después, tímidamente, levantaba la mano y los saludaba como si les dijera adiós. Cada mañana iba al Arroyo Dulce. Con el cuchillo hacía un agujero y luego metía un cazo y sacaba algo de agua que bebía allí mismo sin importarle lo fría que estuviera.

Con la llegada del invierno todos los alemanes se recluyeron en el edificio de ladrillo y a veces celebraban fiestas que duraban hasta el amanecer. Nadie se acordaba de ellos, como si el colapso del frente los hubiera hecho desaparecer. A veces, los soldados salían en busca de mujeres. Otras veces hacían el amor entre ellos y nadie decía nada. Esto es el paraíso congelado, le dijo a Reiter uno de sus antiguos compañeros de la 79. Reiter lo miró como si no entendiera nada y el compañero le palmeó la espalda y dijo pobre Reiter, pobre Reiter.

En cierta ocasión, después de mucho sin hacerlo, Reiter se miró en un espejo encontrado en un rincón de su isba y le costó reconocerse. Tenía una barba rubia y enmarañada, el pelo largo y sucio, los ojos secos y vacíos. Mierda, pensó. Luego se quitó la venda de la garganta: la herida cicatrizaba aparentemente sin mayores problemas, pero la venda estaba sucia y las costras de sangre le daban un tacto acartonado, por lo que decidió arrojarla a la chimenea. Después se puso a buscar por toda la casa algo que le sirviera para reemplazar la venda y así encontró los papeles de Borís Abramovich Ansky y el escondite detrás de la chimenea.

El escondite era extremadamente simple pero también extremadamente ingenioso. La chimenea, que también servía de cocina, tenía la boca lo suficientemente ancha y el tiro lo suficientemente alargado como para que una persona, agachada, pudiera introducirse en ella. Si la anchura era perceptible a simple vista, la profundidad de la chimenea, vista desde fuera, resultaba indescifrable, pues las paredes tiznadas ejercían aquí la función del más sutil camuflaje. El ojo no podía apreciar la hendidura que se formaba al final de la bocana, hendidura escasa pero suficiente para que una persona, sentada y con las rodillas bien levantadas, permaneciera allí protegida por la oscuridad. Aunque para que el escondite funcionara a la perfección, meditó Reiter en la soledad de su isba, era necesario que hubiera dos personas: el que se escondía y alguien que se quedaba afuera y ponía una olla con sopa a calentar y luego encendía el fuego de la chimenea y lo atizaba una y otra vez.

Durante muchos días este problema ocupó su mente, pues creía que su resolución lo llevaría a conocer mejor la vida o la forma de pensar o el grado de desesperación que alguna vez aquejó a Borís Ansky o a alguien a quien Borís Ansky conocía muy bien. En varias ocasiones intentó encender el fuego desde dentro. Sólo una vez lo logró. Colgar una olla de agua o poner el samovar junto a los tizones resultaba una tarea imposible, por lo que finalmente decidió que quien había construido el escondrijo lo hizo pensando en que alguien, algún día, se escondería y otra persona lo ayudaría a esconderse. El que se salva, pensó Reiter, y el que lo salva. El que vivirá y el que morirá. El que huirá cuando caiga la noche y el que se quedará y se convertirá en víctima. A veces, por las tardes, se metía dentro del escondite, armado sólo con los papeles de Borís Ansky y una vela, y se estaba allí hasta bien avanzada la noche, hasta que se le acalambraban los músculos y se le helaba el cuerpo, leyendo, leyendo.

Borís Abramovich Ansky había nacido en el año 1909, en Kostekino, en aquella misma casa que ahora ocupaba el soldado Reiter. Sus padres eran judíos, como casi todos los habitantes de la aldea, y se ganaban la vida con el comercio de blusas, que el padre compraba al por mayor en Dnepropetrovsk y en ocasiones en Odessa y luego revendía por todas las aldeas de la comarca. La madre criaba gallinas y vendía huevos y no necesitaban comprar verduras pues poseían un huerto pequeño pero muy bien aprovechado. Sólo tuvieron un hijo, Borís, ya a avanzada edad, como el Abraham y la Sara bíblicos, algo que los llenó de alegría.

En ocasiones, cuando Abraham Ansky se reunía con sus amigos, solía bromear al respecto y decía, hablando de lo consentido que era su hijo, que a veces pensaba que hubiera debido sacrificarlo cuando aún era pequeño. Los ortodoxos de la aldea se escandalizaban o hacían como que se escandalizaban y los demás se reían abiertamente cuando Abraham Ansky concluía: ¡pero en vez de sacrificarlo a él sacrifiqué una gallina! ¡Una gallina!, ¡una gallina!, ¡no un cordero ni a mi primogénito sino una gallina!, ¡la gallina de los huevos de oro!

A los catorce años Borís Ansky se alistó en el ejército rojo. La despedida de sus padres fue conmovedora. Primero se puso a llorar desconsoladamente el padre, luego la madre y finalmente Borís se lanzó a sus brazos y también se puso a llorar. El viaje hasta Moscú fue inolvidable. En el camino vio rostros increíbles, oyó conversaciones o monólogos increíbles, leyó en las paredes proclamas increíbles que anunciaban el principio del paraíso, y todo lo que encontró, ya fuera caminando o en tren, lo afectó vivamente pues aquélla era la primera vez que salía de su aldea, si se exceptúan dos viajes en los que acompañó a su padre vendiendo blusas por la comarca. En Moscú se dirigió a una oficina de reclutamiento y al alistarse para combatir a Wrangel le dijeron que Wrangel ya había sido derrotado. Entonces Ansky dijo que quería alistarse para combatir a los polacos y le dijeron que los polacos ya habían sido derrotados. Entonces Ansky gritó que quería alistarse para combatir a Krasnov o a Denikin y le dijeron que Denikin y Krasnov ya habían sido derrotados. Entonces Ansky dijo que, bueno, él se quería alistar para combatir a los cosacos blancos o a los checos o a Koltschak o a Yudenitsch o a las tropas aliadas y le dijeron que todos ellos ya habían sido derrotados. Las noticias llegan tarde a tu pueblo, le dijeron. Y también le dijeron: ¿de dónde eres, muchacho? Y Ansky dijo de Kostekino, junto al Dniéper. Y entonces un soldado viejo que fumaba en pipa le preguntó su nombre y luego le preguntó si era judío. Y Ansky dijo que sí, que era judío, y miró al viejo soldado a los ojos y sólo entonces se dio cuenta de que era tuerto y además le faltaba un brazo.

—Tuve un camarada judío, en la campaña contra los polacos —dijo el viejo echando una bocanada de humo por la boca.

—Cómo se llama —preguntó Ansky—, tal vez lo conozca.

—¿Es que conoces a todos los judíos del país de los sóviets, muchacho? —le preguntó el soldado tuerto y manco.

—No, claro que no —dijo Ansky poniéndose colorado.

—Se llamaba Dimitri Verbitsky —dijo el tuerto desde su rincón— y murió a cien kilómetros de Varsovia.

Luego el tuerto se removió, se tapó con una manta hasta el cogote y dijo: nuestro comandante se llamaba Korolenko y también murió aquel mismo día. Entonces, a una velocidad supersónica, Ansky imaginó a Verbitsky y a Korolenko, vio a Korolenko burlándose de Verbitsky, escuchó las palabras que Korolenko decía a espaldas de Verbitsky, entró en los pensamientos nocturnos de Verbitsky, en los deseos de Korolenko, en las vagas y cambiantes esperanzas de ambos, en sus convicciones y en sus cabalgatas, en los bosques que dejaban atrás y en las tierras inundadas que cruzaban, en los ruidos de las noches al raso y en las conversaciones ininteligibles de los soldados por las mañanas, antes de volver a montar. Vio aldeas y tierras de labranza, vio iglesias y humaredas inciertas que se levantaban en el horizonte, hasta llegar al día en que ambos murieron, Verbitsky y Korolenko, un día perfectamente gris, totalmente gris, absolutamente gris, como si una nube de mil kilómetros de largo hubiera pasado por aquellas tierras, sin detenerse, interminable.

En ese momento, que no alcanzó a durar ni un segundo, Ansky decidió que no quería ser soldado, pero también en ese momento el suboficial de la oficina del ejército le extendió un papel y le dijo que firmara. Ya era un soldado.

Los siguientes tres años se los pasó viajando. Estuvo en Siberia y en las minas de plomo de Norilsk y recorrió la cuenca del Tunguska escoltando a técnicos de Omsk que buscaban yacimientos de carbón y estuvo en Yakutsk y ascendió por el Lena hasta el océano Glacial Ártico, más allá del círculo polar, y acompañó a un grupo de ingenieros y a un médico neurólogo hasta las islas de Nueva Siberia en donde dos de los ingenieros se volvieron locos, uno de ellos en la variante de loco pacífico, pero el otro en la variante de loco peligroso, a quien tuvieron que liquidar allí mismo por indicación del neurólogo, que explicó que esa clase de locos no tenía remedio, menos aún en medio de la blancura de aquel paisaje que enceguecía o disturbaba la mente, y luego estuvo en el mar de Ojotsk con un destacamento de intendencia que llevaba suministros a un destacamento de exploradores perdidos, pero el destacamento de intendencia, al cabo de pocos días, también se perdió y terminaron comiéndose ellos las provisiones de los exploradores y luego estuvo en un hospital de Vladivostok y luego en Amur y luego conoció las riberas del lago Baikal, adonde llegaban miles de pájaros, y la ciudad de Irkutsk y finalmente estuvo persiguiendo bandidos en Kazajastán, antes de volver a Moscú y dedicarse a otros asuntos.

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