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La parte de los crímenes

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whisky. En el barrio no vivía ningún policía y el único que parecía despierto era un profesor universitario, un tipo calvo y larguirucho que finalmente resultó un imbécil que sólo sabía hablar de deportes. Un policía o un expolicía, pensaba a veces, con quien mejor está es con una mujer o con otro policía, otro poli de su mismo rango. En su caso, sólo era verdad la segunda parte. Hacía mucho que ya no le interesaban las mujeres, salvo si eran policías y se dedicaban a la investigación de homicidios. En cierta ocasión, un colega japonés le dijo que dedicara los ratos libres a la jardinería. El tipo era un poli jubilado como él y durante una época, o eso decían, había sido el as de la brigada criminal de Osaka. Siguió su consejo y al volver a casa le dijo a su mujer que despidiera al jardinero, que a partir de entonces se ocuparía él personalmente del jardín. Por supuesto, no tardó en estropearlo todo y el jardinero volvió. ¿Por qué he intentado curar, y además mediante la jardinería, un estrés que no tengo?, se preguntó. A veces, cuando regresaba después de veinte o treinta días de gira, promocionando el libro o asesorando a escritores policiacos y directores de thrillers o invitado por universidades o por departamentos de policía que estaban estancados con un asesinato irresoluble, contemplaba a su mujer y tenía la vaga impresión de que no la conocía. Pero la conocía, sobre eso no tenía la menor duda. Tal vez era su forma de caminar y de moverse por la casa o su forma de invitarlo a ir, por las tardes, cuando ya empezaba a anochecer, al supermercado al que ella iba siempre y en donde compraba ese pan congelado que comía por las mañanas y que parecía recién salido de un horno europeo y no de un microondas norteamericano. A veces, después de hacer la compra, se detenían, cada uno con su carrito, delante de una librería en donde estaba la edición de bolsillo de su libro. Su mujer lo señalaba con el índice y le decía: aún sigues allí. Él, invariablemente, asentía con la cabeza y luego seguían curioseando por las tiendas del mall. ¿La conocía o no la conocía? La conocía, claro que sí, sólo que a veces la realidad, la misma realidad pequeñita que servía de anclaje a la realidad, parecía perder los contornos, como si el paso del tiempo ejerciera un efecto de porosidad en las cosas, y desdibujara e hiciera más leve lo que ya de por sí, por su propia naturaleza, era leve y satisfactorio y real.

Lo vi una sola vez, dijo Haas. Fue en una discoteca o en un sitio que parecía una discoteca pero que tal vez sólo era un bar con la música demasiado alta. Yo iba con unos amigos. Amigos y clientes. Y allí estaba este joven, sentado a una mesa, con gente conocida por algunos de los que iban conmigo. Junto a él estaba su primo, Daniel Uribe. A ambos me los presentaron. Parecían dos jóvenes bien educados, los dos hablaban inglés y vestían como si fueran rancheros, pero estaba claro que no eran rancheros. Eran fuertes y altos, más alto Antonio Uribe que su primo, se notaba que iban al gimnasio y que hacían pesas y cuidaban su cuerpo. Se notaba también que la apariencia les preocupaba. Llevaban una barba de tres días, pero olían bien, el corte de pelo era el adecuado, las camisas limpias, los pantalones limpios, todo de marca, las botas rancheras relucientes, la ropa interior probablemente limpia y también de marca, dos jóvenes, en una palabra, modernos. Yo platiqué un rato con ellos (sobre cosas sin interés, las cosas que uno habla y escucha en un lugar así y que podría decirse que son cosas de hombres: coches nuevos, dvd,

compact discs de canciones rancheras, Paulina Rubio, narcocorridos, la negra esta cuyo nombre no recuerdo, ¿Whitney Huston?, no, ésa no, ¿Lana Jones?, tampoco, una negra que ahora no me acuerdo cómo se llama), y bebí una copa con ellos y con los demás, y luego todos salimos fuera de la discoteca, no recuerdo el motivo, todos de golpe para afuera, y allí, en la noche, dejé de ver a estos Uribe, fue la única vez que los vi, pero eran ellos, y luego uno de mis amigos me metió en su coche y salimos de allí como si fuera a explotar una bomba.

El diez de octubre, cerca de los campos de fútbol de PEMEX, entre la carretera a Cananea y la vía férrea, se encontró el cadáver de Leticia Borrego García, de dieciocho años de edad, semienterrada y en avanzado estado de descomposición. El cuerpo estaba envuelto en una bolsa industrial de plástico y según el informe forense la muerte se debía a estrangulamiento con rotura del hueso hioides. El cadáver fue identificado por su madre, que había denunciado la desaparición un mes atrás. ¿Por qué el asesino se tomó la molestia de cavar un pequeño agujero y hacer como que la enterraba?, se preguntó Lalo Cura mientras estuvo curioseando por el lugar. ¿Por qué no arrojarla directamente a un costado de la carretera a Cananea o entre los escombros de los antiguos almacenes del ferrocarril? ¿Es que el asesino no se dio cuenta de que dejaba el cuerpo de su víctima al lado de unos campos de fútbol? Durante un rato, hasta que lo echaron, Lalo Cura estuvo de pie contemplando el lugar donde encontraron el cuerpo. En el agujero con dificultad hubiera cabido el cuerpo de un niño o de un perro, en modo alguno el de una mujer. ¿Se trataba de un asesino con prisa por deshacerse de su víctima? ¿Era de noche y no conocía el lugar?

La noche antes de que llegara el investigador Albert Kessler a Santa Teresa, a las cuatro de la mañana, Sergio González Rodríguez recibió la llamada telefónica de Azucena Esquivel Plata, periodista y diputada del PRI. Cuando contestó al teléfono, temeroso de que lo llamara alguien de su familia para comunicarle un accidente, escuchó una voz de mujer, recia, mandona, imperativa, una voz que no estaba acostumbrada a pedir perdón ni a que le dieran excusas. La voz le preguntó si estaba solo. Sergio dijo que estaba durmiendo. ¿Pero estás solo, buey, o no estás solo?, dijo la voz. En ese momento su oído o su memoria auditiva la reconoció. No podía ser más que Azucena Esquivel Plata, la María Félix de la política mexicana, la más-más, la Dolores del Río del PRI, la Tongolele de la lascivia de algunos diputados y de casi todos los periodistas políticos mayores de cincuenta años, más bien cercanos a los sesenta, que se hundían como caimanes en el pantano, más mental que real, regentado, algunos decían que inventado, por Azucena Esquivel Plata. Estoy solo, dijo. Y además en pijama, ¿me equivoco? No, no se equivoca. Pues vístase y baje a la calle, lo paso a buscar en diez minutos. En realidad, Sergio no estaba en pijama pero le pareció poco delicado contradecirla ya desde el principio, así que se puso unos

jeans, los calcetines y un suéter y bajó hasta el umbral de su edificio. Enfrente de la puerta vio un Mercedes con las luces apagadas. Desde el Mercedes también lo vieron a él, pues una de las puertas traseras se abrió y una mano con los dedos enjoyados le hizo una seña para que subiera. En una esquina del asiento trasero, arrebujada en una manta escocesa, estaba la diputada Azucena Esquivel Plata, la más-más, que pese a la oscuridad de la noche, y como si fuera la hija bastarda de Fidel Velázquez, cubría sus ojos con unas gafas negras, de montura negra y con patillas anchas y negras, similares a las que a veces se ponía Stevie Wonder y que suelen usar algunos ciegos para que los curiosos no les vean los globos oculares vacíos.

Primero voló a Tucson y desde Tucson tomó una avioneta que lo dejó en el aeropuerto de Santa Teresa. El procurador del estado de Sonora le comentó que dentro de poco, un año, un año y medio tal vez, se iniciarían los trabajos de construcción del nuevo aeropuerto de Santa Teresa, que iba a ser lo suficientemente grande como para que allí aterrizaran aviones Boeing. El presidente municipal de la ciudad le dio la bienvenida y mientras pasaban por el control de aduanas un mariachi empezó a tocar en su honor y a cantar una canción en la que se mencionaba, o eso creyó, su nombre. Prefirió no preguntar nada y sonrió. El presidente municipal apartó de un empujón al funcionario de aduanas que sellaba los pasaportes y fue él mismo el que le puso el sello al ilustre invitado. En el momento de timbrar el pasaporte de Kessler adoptó una pose de inmovilidad total. El sello en alto, la sonrisa esculpida de oreja a oreja, para que los fotógrafos reunidos pudieran hacer sus fotos con total tranquilidad. El procurador del estado hizo una broma y todos se rieron, menos el funcionario de aduanas, cuya expresión no parecía feliz. Luego todos subieron a una caravana de coches y se dirigieron a la alcaldía, en cuyo salón de actos principal el exagente del FBI procedió a dar su primera conferencia de prensa. Le preguntaron si ya tenía en sus manos el

dossier o algo parecido a un

dossier sobre los asesinatos de mujeres en Santa Teresa. Le preguntaron si era verdad que Terry Fox, el protagonista de la película

Los ojos manchados, era realmente, es decir en la vida real, un psicópata, como había declarado su tercera mujer antes de divorciarse. Le preguntaron si ya había estado en México y, en caso de ser afirmativa la respuesta, si le gustaba. Le preguntaron si era cierto que R. H. Davis, el novelista que escribió

Los ojos manchados y

El asesino entre los niños y

Nombre codificado, era incapaz de dormir con las luces de su casa apagadas. Le preguntaron si era verdad que Ray Samuelson, el director de

Los ojos manchados, le prohibió a Davis la entrada al set donde estaban rodando la película. Le preguntaron si una serie de asesinatos como los de Santa Teresa hubiera sido posible en los Estados Unidos. Sin comentarios, dijo Kessler y después, con movimientos muy medidos, saludó a los periodistas, les dio las gracias y se marchó rumbo a su hotel, en donde tenía reservada la mejor

suite, que no era la

suite presidencial o la

suite matrimonial, como suele pasar en casi todos los hoteles, sino la

suite del desierto, porque desde su terraza, que estaba de cara al sur y al oeste, se apreciaba en toda su extensión la grandeza y soledad del desierto de Sonora.

Son de Sonora, dijo Haas, pero también son de Arizona. ¿Y eso cómo se come?, dijo uno de los periodistas. Son mexicanos, pero también norteamericanos. Tienen doble nacionalidad. ¿Existe la doble nacionalidad entre mexicanos y norteamericanos? La abogada asintió sin levantar la cabeza. ¿Y dónde viven?, dijo uno de los periodistas. En Santa Teresa, pero también tienen casa en Phoenix. Uribe, dijo uno de los periodistas, me suena de algo. Sí, a mí también me suena, dijo otro de los periodistas. ¿No estarán emparentados con el Uribe de Hermosillo? ¿Cuál Uribe? Este buey de Hermosillo, dijo el periodista de

El Sonorense, el de los transportes. El de la flota de camiones. Chuy Pimentel fotografió en ese momento a los periodistas. Jóvenes, mal vestidos, algunos con cara de venderse al mejor postor, muchachos trabajadores con pinta de sueño y mala noche que se miraban entre sí y ponían a funcionar una especie de memoria compartida, incluso el enviado de

La Raza de Green Valley, que más que periodista parecía bracero, entendía y se aplicaba con cierta eficiencia al ejercicio de recordar, de aportar un grado más de definición al cuadro. Uribe de Hermosillo. El Uribe de la flota de camiones. ¿Cómo se llama? ¿Pedro Uribe? ¿Rafael Uribe? Pedro Uribe, dijo Haas. ¿Tiene algo que ver con los Uribe de esta historia? Es el padre de Antonio Uribe, dijo Haas. Y luego dijo: Pedro Uribe tiene más de cien camiones de transporte. Traslada mercancías de varias maquiladoras, tanto de Santa Teresa como de Hermosillo. Sus camiones cruzan la frontera cada hora o cada media hora. También tiene propiedades en Phoenix y Tucson. Su hermano, Joaquín Uribe, posee varios hoteles en Sonora y Sinaloa y una cadena de cafeterías en Santa Teresa. Es el padre de Daniel. Los dos Uribe están casados con norteamericanas. Antonio y Daniel son los hijos mayores. Antonio tiene dos hermanas y un hermano. Daniel es hijo único. Antes Antonio trabajaba en las oficinas de su padre en Hermosillo, pero desde hace tiempo ya no trabaja en ninguna parte. Daniel siempre ha sido un bala perdida. Los dos son protegidos del narcotraficante Fabio Izquierdo, que a su vez trabaja para Estanislao Campuzano. Se dice que Estanislao Campuzano fue el padrino de bautizo de Antonio. Sus amigos son hijos de millonarios, como ellos, pero también policías y narcos de Santa Teresa. Allá por donde van gastan el dinero a manos llenas. Ellos son los asesinos en serie de Santa Teresa.

El diez de octubre, el mismo día en que se encontró el cuerpo de Leticia Borrego García cerca de los campos de fútbol de PEMEX, fue hallado el cadáver de Lucía Domínguez Roa, en la colonia Hidalgo, en una acera de la calle Perséfone. En el primer informe policial se dijo que Lucía ejercía la prostitución y era drogadicta y que la causa de la muerte probablemente había sido una sobredosis. A la mañana siguiente, sin embargo, la declaración de la policía varió ostensiblemente. Se dijo entonces que Lucía Domínguez Roa trabajaba como mesera en un bar de la colonia México y que su muerte fue ocasionada por un disparo en el abdomen, con munición del calibre 44, probablemente un revólver. No había testigos del asesinato y no se descartaba que el asesino hubiera disparado desde el interior de un coche en marcha. Tampoco se descartaba que la bala apuntara a otra persona. Lucía Domínguez Roa tenía treintaitrés años, estaba separada y vivía sola en una habitación de la colonia México. Nadie supo decir qué hacía en la colonia Hidalgo, aunque era probable, según la policía, que hubiera estado dando un paseo y que se topara con la muerte por pura casualidad.

El Mercedes entró en la colonia Tlalpan, dio varias vueltas y finalmente enfiló por una calle empedrada, llena de bardas, con casas iluminadas por la luna que parecían deshabitadas o destruidas. Durante todo el trayecto Azucena Esquivel Plata permaneció en silencio, fumando arrebujada en su manta escocesa, y Sergio se dedicó a mirar por la ventana. La casa de la diputada era grande, de una sola planta, con patios en donde antiguamente entraban carruajes y viejas caballerizas y abrevaderos tallados directamente en la piedra. La siguió hasta una sala en donde colgaba un Tamayo y un Orozco. El Tamayo era rojo y verde. El Orozco negro y gris. Las paredes de la sala, blanquísimas, evocaban de alguna manera un hospital privado o la muerte. La diputada le preguntó qué quería beber. Sergio dijo que un café. Un café y un tequila, dijo la diputada sin levantar la voz, simplemente como si comentara lo que ambos querían a aquellas horas de la madrugada. Sergio miró a sus espaldas, por si había algún sirviente, pero no vio a nadie. Al cabo de unos minutos, sin embargo, apareció una mujer de mediana edad, más o menos de la generación de la diputada, pero mucho más avejentada por el trabajo y los años, con un tequila y una taza de café humeante. El café era espléndido y Sergio así se lo dijo a su anfitriona. Azucena Esquivel Plata se rió (en realidad sólo mostró los dientes y dejó escapar un sonido de ave nocturna que remedaba la risa) y le dijo que si probara el tequila que ella tenía entonces sí se iba a enterar de lo que era bueno. Pero vayamos a lo nuestro, dijo sin quitarse las enormes gafas negras. ¿Ha oído usted hablar de Kelly Rivera Parker? No, dijo Sergio. Me lo temía, dijo la diputada. ¿De mí ha oído usted hablar? Claro, dijo Sergio. ¿Pero no de Kelly? No, dijo Sergio. Así es este puto país, dijo Azucena, y durante unos minutos permaneció en silencio, mirando el vaso de tequila al trasluz de una lámpara de mesa o mirando el suelo o con los ojos cerrados, porque todo eso, y más, podía hacer bajo la impunidad de sus gafas. Yo conocía a Kelly desde que éramos chicas, dijo la diputada como si hablara en sueños. Al principio no me cayó bien, creo que era demasiado remilgada, o eso creía yo entonces. Su padre era arquitecto y trabajaba para los nuevos ricos de la ciudad. Su madre era gringa y el padre la había conocido mientras estudiaba en Harvard o en Yale, una de las dos. Por supuesto, no había ido allí, el padre, digo, enviado por sus propios padres, los abuelos de Kelly, sino gracias a una beca del gobierno. Supongo que como estudiante fue bastante bueno, ¿no? Seguramente, dijo Sergio al ver que el silencio volvía a enseñorearse del ánimo de la diputada. Como estudiante de arquitectura fue bueno, sí, pero como arquitecto era una mierda. ¿Conoce usted la casa Elizondo? No, dijo Sergio. Está en Coyoacán, dijo la diputada. Es un horror de casa. La construyó el padre de Kelly. No la conozco, dijo Sergio. Ahora vive allí un productor de cine, un borracho impenitente, un tipo acabado que ya no hace películas. Sergio se encogió de hombros. Cualquier día de éstos lo van a encontrar muerto y sus sobrinos venderán la casa Elizondo a una constructora para que levanten allí un edificio de apartamentos. En realidad, cada vez quedan menos huellas del paso por el mundo del arquitecto Rivera. Qué puta sidosa más caliente es la realidad, ¿no cree usted? Sergio asintió con la cabeza y luego dijo que sí, que así era. El arquitecto Rivera, el arquitecto Rivera, dijo la diputada. Tras un instante de silencio, dijo: la madre era una mujer muy hermosa, bella es la palabra, bellísima. La señora Parker. Una mujer moderna y bella a la que el arquitecto Rivera trataba como a una reina, dicho sea de paso. Y más le valía hacerlo, porque cuando los hombres la veían se volvían locos por ella y si hubiera querido dejar al arquitecto, buenos partidos no le iban a faltar. Lo cierto es que no lo dejó nunca, aunque cuando yo era chica se hablaba a veces de que un general y un político la pretendían y que ella no veía con malos ojos sus requiebros. Ya sabe usted cómo es la gente de mal pensada. Pero ella debió de querer a Rivera pues nunca lo dejó. Sólo tuvieron una hija, Kelly, que en realidad se llamaba Luz María, como su abuela. La señora Parker se quedó embarazada más veces, claro, pero tenía dificultad con los embarazos. Supongo que algo le pasaba a su matriz. Tal vez esa matriz no soportaba más hijos mexicanos y abortaba de forma natural. Puede ser. Cosas más raras se han visto. Lo cierto es que Kelly fue hija única y esa desgracia o esa suerte marcó su carácter. Por un lado era o parecía ser una niña remilgada, la típica güerita hija de arribista, y por otro lado tenía una personalidad, ya desde pequeña, muy fuerte, decidida, una personalidad que me atrevería a llamar original. Lo cierto es que al principio no me cayó bien y luego, cuando la fui conociendo, cuando me invitó a su casa y yo la invité a la mía, fui simpatizando cada vez más con ella, hasta que nos convertimos en inseparables. Esas cosas suelen marcar para siempre, dijo la diputada como si escupiera a la cara de un hombre o de un fantasma. Me lo imagino, dijo Sergio. ¿No quiere otro café?

El mismo día de su llegada a Santa Teresa Kessler salió del hotel. Primero bajó al lobby. Habló durante un rato con el recepcionista, le preguntó por la computadora del hotel y por las conexiones a la red, y luego fue al bar, en donde bebió un vaso de

whisky que dejó a medias tras levantarse y meterse en el lavabo. Cuando salió parecía haberse lavado la cara y no miró a nadie de los que estaban en las mesas del bar o sentados en los sillones y se dirigió al restaurante. Pidió un plato de ensalada César y pan negro de molde y mantequilla y una cerveza. Mientras esperaba la comida se levantó y realizó una llamada telefónica desde el teléfono que está en la entrada del restaurante. Luego volvió a sentarse y sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta un diccionario inglés-español y estuvo buscando algunas palabras. Después un mesero le puso la ensalada en la mesa y Kessler bebió un par de sorbos de cerveza mexicana y untó un trozo de pan con mantequilla. Volvió a levantarse y se dirigió al baño. Pero no llegó a entrar sino que, tras darle un dólar e intercambiar unas palabras en inglés con el hombre encargado de la limpieza de los lavabos del restaurante, dobló por un pasillo lateral y abrió una puerta y atravesó otro pasillo. Al final aparecieron las cocinas del hotel, sobre las que flotaba una nube que olía a salsas picantes y carnes en adobo, y Kessler le preguntó a uno de los pinches por dónde se salía a la calle. El pinche lo acompañó hasta una puerta. Kessler le dio un dólar y salió por el patio. En la esquina lo esperaba un taxi y se subió. Vamos a dar una vuelta por los barrios bajos, le dijo en inglés. El taxista dijo okey y partieron. El recorrido duró aproximadamente dos horas. Estuvieron dando vueltas por el centro de la ciudad, por la colonia Madero-Norte y por la colonia México, casi hasta llegar a la frontera desde donde se divisaba El Adobe, que ya era territorio norteamericano. Luego volvieron a la Madero-Norte y se internaron por las calles de la colonia Madero y la colonia Reforma. Esto no es lo que quiero, dijo Kessler. ¿Qué es lo que quiere, jefe?, dijo el taxista. Barrios pobres, la zona de las maquiladoras, los basureros clandestinos. El taxista volvió a cruzar la colonia Centro y puso dirección a la colonia Félix Gómez, en donde tomó la avenida Carranza y atravesó la colonia Veracruz, la colonia Carranza y la colonia Morelos. Al final de la avenida había una especie de plaza o explanada de grandes proporciones, de un amarillo intenso, donde se acumulaban camiones de carga y camiones de transporte público y tenderetes donde la gente vendía y compraba desde hortalizas y gallinas hasta abalorios. Kessler le dijo al taxista que parara, que tenía ganas de echar una mirada. El taxista le dijo que mejor no, jefe, que allí la vida de un gringo no valía gran cosa. ¿Usted cree que nací ayer?, dijo Kessler. El taxista no entendió la expresión e insistió en que no bajara. Pare aquí, joder, dijo Kessler. El taxista frenó y dijo que le pagara. ¿Piensa usted marcharse?, dijo Kessler. No, dijo el taxista, yo lo espero, pero nadie me garantiza que vaya a volver usted con algo de dinero en los bolsillos. Kessler se echó a reír. ¿Cuánto quiere? Con veinte dólares es suficiente, dijo el taxista. Kessler le dio un billete de veinte y se bajó del taxi. Durante un rato, con las manos en los bolsillos y la corbata desanudada, estuvo curioseando por el improvisado mercadillo. Le preguntó a una viejita que vendía piña con chile hacia dónde iban los camiones, pues todos salían en la misma dirección. Se recogen a Santa Teresa, dijo la viejita. ¿Y más allá qué hay?, dijo en español e indicando con el dedo la dirección contraria. El parque, pues, dijo la viejita. Le compró, por delicadeza, un trozo de piña con chile, que tiró al suelo nada más alejarse de allí. Ya ve que no me ha pasado nada, le dijo al taxista al volver al coche. Habrá sido un milagro, dijo el taxista sonriendo por el espejo retrovisor. Vamos al parque, dijo Kessler. Al final de la explanada, que era de tierra, el camino se bifurcaba en dos direcciones, que luego, a su vez, volvían a bifurcarse en otras dos. Los seis caminos estaban pavimentados y confluían en el Parque Industrial Arsenio Farrel. Las naves industriales eran altas y cada fábrica estaba cercada por barreras de alambre y la iluminación que caía de los grandes postes de luz lo inundaba todo con un halo incierto de premura, de evento importante, lo que no era cierto, pues sólo se trataba de un día más de trabajo. Kessler volvió a bajarse del taxi y respiró el aire de la maquila, el aire laboral del norte de México. Los autobuses que llegaban con trabajadores y los que abandonaban el parque con trabajadores. Un aire húmedo y fétido, como de aceite quemado, le azotó la cara. Creyó escuchar risas y una música de acordeón engarzadas con el viento. Hacia el norte del Parque Industrial se extendía un mar de techados construidos con material de desecho. Hacia el sur, tras las chabolas perdidas, divisó una isla de luz y supo de inmediato que aquello era otro Parque Industrial. Le preguntó al taxista por el nombre. El taxista salió y miró durante un rato en la dirección indicada por Kessler. Ése debe ser el Parque Industrial General Sepúlveda, dijo. Empezó a anochecer. Hacía tiempo que Kessler no veía un atardecer tan hermoso. Los colores se arremolinaban en el ocaso y aquello le recordó un atardecer que había visto hacía muchos años en Kansas. No era exactamente igual, pero en lo que respecta a los colores era lo mismo. Él estaba allí, recordó, en la carretera, con el

sheriff y un compañero del FBI, y el coche se detuvo un momento, tal vez porque uno de los tres tenía que bajarse a orinar, y entonces lo vio. Colores vivos en el oeste, colores como mariposas gigantescas danzando mientras la noche avanzaba como un cojo por el este. Vámonos, jefe, dijo el taxista, no abusemos de la suerte.

¿Y tú qué pruebas tienes, Klaus, para afirmar que los Uribe son los asesinos en serie?, dijo la periodista de

El Independiente de Phoenix. En la cárcel todo se sabe, dijo Haas. Algunos periodistas hicieron gestos afirmativos con la cabeza. La periodista de Phoenix dijo que eso era imposible. Sólo es una leyenda, Klaus. Una leyenda inventada por los reclusos. Un sustituto falaz de la libertad. En la cárcel uno sabe lo poco que llega a la cárcel, sólo eso. Haas la miró con rabia. He querido decir, dijo, que en la cárcel se sabe todo lo que pasa en los márgenes de la ley. Eso no es verdad, Klaus, dijo la periodista. Es cierto, dijo Haas. No, no lo es, dijo la periodista. Eso es una leyenda urbana, un invento de las películas. A la abogada le rechinaron los dientes. Chuy Pimentel la fotografió: el pelo negro, teñido, cubriéndole el rostro, el contorno de la nariz levemente aguileña, los párpados silueteados con lápiz. Si de ella hubiera dependido todos los que la rodeaban, las sombras en los márgenes de la foto, habrían desaparecido en el acto, y también la habitación aquella, y la cárcel, con carceleros y encarcelados, los muros centenarios del penal de Santa Teresa, y de todo no hubiera quedado sino un cráter, y en el cráter sólo hubiera habido silencio y la presencia vaga de ella y de Haas, aherrojados en la sima.

El catorce de octubre, a un lado de un camino de terracería que lleva desde la colonia Estrella hasta los ranchos del extrarradio de Santa Teresa, se localizó el cuerpo de otra mujer muerta. Vestía una camiseta azul marino de manga larga, una chamarra rosa con rayas verticales negras y blancas, pantalón de mezclilla marca Levis, un cinturón ancho con hebilla forrada de terciopelo, botas de tacón fino, de media caña, y calcetines blancos, bragas negras y sostén blanco. La muerte, según el informe forense, fue debida a asfixia por estrangulamiento. Alrededor del cuello conservaba un cable eléctrico de color blanco, de un metro de longitud, con un nudo en medio y cuatro puntas, el que previsiblemente fue utilizado para estrangularla. Se apreciaron asimismo huellas externas de violencia alrededor del cuello, como si antes de usar el cable hubieran pretendido estrangularla con las manos, excoriaciones en el brazo izquierdo y en la pierna derecha y marcas de golpes en los glúteos, como si la hubieran pateado. Según el informe llevaba tres o cuatro días muerta. Se calculó su edad entre los veinticinco y treinta años. Posteriormente fue identificada como Rosa Gutiérrez Centeno, de treintaiocho años de edad, antigua obrera de la maquila y en el momento de su deceso mesera de una cafetería del centro de Santa Teresa, desaparecida desde hacía cuatro días. La identificó su hija, del mismo nombre y de diecisiete años de edad, con la que vivía en la colonia Álamos. La joven Rosa Gutiérrez Centeno vio el cadáver de su madre en las dependencias de la morgue y dijo que era ella. Por si quedaba alguna duda declaró que la chamarra rosa con rayas verticales negras y blancas era suya, de su propiedad, y que con su madre solía compartirla, como compartían tantas cosas.

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