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CISNE Y WAHRAM

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CISNE Y WAHRAM

No costaba identificar al titán, visible junto a la escotilla sur de la ciudad a la hora acordada. Tenía forma esférica, tal vez cúbica. Era tan alto como Cisne, y Cisne era bastante alta. Pelo negro, con rizos pequeños como pelo de oveja, muy corto en torno a su cabeza redonda.

Cisne se le acercó.

—Nos vamos —dijo sin más.

—Gracias otra vez por esta oportunidad.

Terminador empezó a pasar de largo por la plataforma donde se encontraba la estación de tranvía de Tintoretto. Franquearon la escotilla para acceder directamente al andén, donde se aguardaba una docena de personas.

Al partir, el tranvía se desplazó a mayor rapidez que Terminador, deslizándose en dirección a poniente sobre una vía normal y corriente; pronto alcanzaron los doscientos kilómetros por hora.

Cisne identificó una colina baja y alargada en el horizonte como el cráter de Hesíodo. Wahram consultó el panel de la muñeca.

—Nos movemos entre Hesíodo y Sibelius —anunció con una sonrisa imperceptible. Los ojos saltones tenían el iris pardo, manchado de franjas radiales color negro y calabaza. El panel de la muñeca implicaba que probablemente no llevaba un qubo metido en la cabeza, y que si lo hacía, no se trataría de una zorra empeñada en amargarle la jornada. Pauline le murmuraba cosas al oído, y cuando Wahram se levantó para mirar al otro lado del andén, Cisne murmuró:

—No me incordies, Pauline. No me interrumpas, no me distraigas.

—La exergasia es una de las figuras retóricas más débiles —opinó Pauline.

—¡Cállate!

Al cabo de otra hora habían sacado una ventaja considerable a Terminador, y el tranvía ascendía hasta la pared exterior del cráter Tintoretto, donde las vías llevaban a un túnel en la pared desigual formada por antiguos restos. Cuando salieron del tranvía, se anunció que faltaban dos horas para que emprendiera el regreso a la ciudad. Atravesaron el vestíbulo del museo y salieron a una sala alargada con forma de arco. La curva interna de la estancia estaba cubierta por un único ventanal que proporcionaba una vista excelente del interior del cráter. Era un cráter pequeño, pero con una pared pronunciada, un hermoso espacio circular bajo las estrellas.

Pero su saturnino no parecía interesado por Mercurio. Anduvo vuelto a la pared externa de la sala, desplazándose lentamente de cuatro en cuatro. Uno tras otro, fue plantándose delante de todos ellos, contemplándolos impasible.

El tamaño de los lienzos iba de la miniatura al mural gigantesco. La paleta del Renacimiento italiano creaba barrocas escenas inspiradas en episodios bíblicos: la última cena, la crucifixión, el paraíso y etc. Había algunos elementos característicos de la mitología clásica, incluido un retrato del propio Mercurio, con espléndido calzado de oro, incluidos los agujeros por los que asomaban las alas del dios. Había también muchos retratos de individuos venecianos del siglo XVI, vívidos hasta el punto de que parecían a punto de ponerse a hablar. La mayoría de las pinturas eran las originales, trasladadas a ese lugar como medida de seguridad; el resto estaba compuesto de copias tan perfectas que hubiera sido necesario un examen químico para distinguirlas de los originales. Tal como sucedía en muchos de los museos dedicados a un solo artista que había en Mercurio, el objetivo consistía en reunir toda la obra original y dejar únicamente las copias en la Tierra, con tal de combatir la constante agresión de un ambiente más volátil: oxidación, corrosión, fuego, robo, vandalismo, humedad, ácido, luz solar… Ahí, en cambio, todo estaba controlado, era benigno, seguro. O eso decían los encargados de los museos de Mercurio, porque los terráqueos no estaban tan seguros de ello.

El hombre sapo era muy lento. Se quedó un buen rato de pie delante de los cuadros, a veces con la nariz a un centímetro del lienzo. El Paraíso de Tintoretto medía veinte metros de ancho por diez de alto. La explicación decía que se trataba de la mayor pintura realizada en lienzo, y que estaba atestada de figuras. Wahram se alejó hasta la pared interna para pasarse mirándolo un buen rato a sus anchas, luego se acercó como solía casi hasta pegar la nariz.

—Qué interesante que pintase de negro las alas de los ángeles —murmuró, quebrando finalmente el silencio—. Tiene buen aspecto. Y mira esto, ¿ves cómo el contorno blanco de las alas negras de este ángel forma letras? C H E R, ¿lo ves? El resto de la palabra queda oculto en un pliegue. Eso quería comprobar. Me pregunto qué significará.

—¿Un código?

No respondió. Cisne se preguntó si solía reaccionar así en presencia del arte. Anadeó hacia la siguiente pintura. Era probable que estuviese canturreando. No le interesaba la opinión de Cisne, a pesar de tratarse de la opinión de una artista. Ella anduvo a su aire, atenta a los retratos. Las representaciones concurridas eran demasiado para ella, como películas épicas embutidas en un solo marco. Por otro lado, los sujetos de los retratos la miraban con expresiones que reconoció de inmediato. «Siempre soy yo, siempre soy nuevo, siempre soy yo», tal era lo que habían transmitido desde hacía ocho siglos. Hombres y mujeres. Una mujer había desnudado el pezón izquierdo, justo bajo la curva del cuello; creía recordar que en la mayoría de los periodos artísticos se trataba de un gesto transgresor. Casi todas las mujeres tenían poco pecho y eran anchas de cintura. Bien alimentadas, sin músculos; no daban el pecho a sus propios bebés, no trabajaban. Su cuerpo era propio de un miembro de la nobleza. El principio de la evolución biológica de la especie, la especiación. La Leda de Tintoretto parece mostrarse indulgente con el cisne que la viola, de hecho da la impresión de protegerlo ante la irrupción de un intruso. Cisne había sido en una o dos ocasiones el cisne de una Leda, no violentamente, por supuesto, al menos no por medio de una violencia física, y recordó que a algunas de las Ledas les había gustado. A otras, no.

Regresó junto a Wahram, que inspeccionaba de nuevo el Paraíso, esa vez situado tan lejos del lienzo como pudo, motivo por el cual lo miraba desde un lateral. A Cisne no dejaba de parecerle confuso, «está atestado», había dicho. Las figuras forman una pauta demasiado simétrica, y Dios y Jesucristo parecen el dux. Todo el cuadro recuerda una sesión del senado veneciano. Tal vez ése era el concepto que tenía Tintoretto del paraíso.

—Hmm.

—No estás de acuerdo. Te gusta.

—No estoy muy seguro —admitió él, apartándose unos metros de ella.

No quería hablar de ello. Cisne fue a contemplar más venecianos. Para ella, el arte era algo que hacer, sobre todo y ante todo, y después algo de lo que hablar. Inefables respuestas estéticas, en íntima comunión con una obra, aquellas obras le parecían demasiado preciosistas. Uno de los retratados sonreía, otro intentaba contener una leve sonrisa irónica; no era para menos, porque Cisne había ido allí acompañada por un sapo. Mqaret le había dicho que Alex veneraba a ese hombre, pero dudaba que eso fuese cierto. ¿Quién era? ¿Qué era?

Una locución grave les informó de que había llegado la hora de tomar el tranvía de vuelta a Terminador, que pronto alcanzaría su longitud, igual que el sol.

—¡Oh, no! —protestó Wahram tras el anuncio—. ¡Pero si acabamos de empezar!

—Aquí hay cerca de trescientos cuadros expuestos —le recordó Cisne—. No basta con una visita. Hay que volver.

—Eso espero —dijo él—. Son magníficos. Entiendo por qué lo llamaban Il Furioso. Debía de trabajar a diario.

—Creo que así era. Tenía un lugar en Venecia del que salía rara vez. Una tienda cerrada al público. Sus hijos le hacían de ayudantes. —Cisne lo había leído en una de las etiquetas.

—Interesante. —El sapo lanzó un suspiro y la siguió en dirección al tranvía.

En el trayecto de regreso a la ciudad pasaron junto a un grupo de caminantes solares. Su invitado despertó del ensimismamiento para mirarlos con atención.

—De modo que no pueden dejar de moverse —dijo—. ¿Cómo se las apañan para descansar, comer y dormir?

—Comemos de pie, y dormimos en carros de los que tiran los compañeros —respondió Cisne—. Nos turnamos, y así podemos seguir adelante.

Se volvió hacia ella.

—Sentís un constante acicate que os empuja a la acción. Entiendo el atractivo que posee.

A Cisne casi se le escapó la risa.

—¿Tú necesitas ese acicate constante?

—Creo que todo el mundo lo hace. ¿Tú no?

—No. En absoluto.

—Pero te unes a esas salvajes —dijo él.

—Sólo para poder hacerlo. Para contemplar la tierra y el sol. Compruebo cómo se encuentran las cosas que hice, o llevo a cabo algunas labores de minería. No necesito buscar motivos para mantenerme ocupada.

Cerró la boca cuando comprendió la naturaleza de ese comentario.

—Tienes suerte —dijo—. La mayoría de la gente sí lo hace.

—¿Tú crees?

—Sí. —Señaló con un gesto a los caminantes solares, a quienes dejaban rápidamente atrás—. ¿Qué pasa si topáis con un obstáculo que os impida seguir caminando a poniente?

—Hay que evitarlos. En algunos puntos han construido pequeñas rampas para superar riscos, o senderos por los que atravesar rápidamente un trecho caótico del terreno. Existen rutas establecidas. Los hay que se limitan a recorrer un limitado abanico de ellas. Los hay que las recorren todas. Otros prueban a abrir nuevas rutas. Es bastante habitual efectuar una circunnavegación completa.

—¿Tú lo has hecho?

—Sí, pero es demasiado larga para mí. Suelo estar fuera una o dos semanas.

—Comprendo.

Era obvio que no lo entendía.

—Estamos hechos para ello, ¿sabes? —añadió, de pronto, ella—. Nuestros cuerpos son nómadas. Los humanos y las hienas son los únicos depredadores que persiguen a sus presas hasta agotarlas.

—Me gusta caminar —comentó él.

—¿Y tú? ¿A qué dedicas el tiempo libre?

—Pienso —respondió él.

—¿Y te basta con eso?

Él volvió la mirada hacia ella.

—Hay mucho en lo que pensar.

—Pero ¿qué es lo que haces?

—Leer, supongo. Viajar. Escuchar música. Disfrutar de las artes visuales. —Meditó más respuestas—. Trabajo en el proyecto de Titán, que en mi opinión es muy interesante.

—Y también en la liga saturnina, eso me ha dicho Mqaret. Diplomacia del sistema.

—Sí, bueno, apareció mi nombre en la lotería y tuve que servir un tiempo, pero eso ahora está casi zanjado, y después tengo planeado regresar a Titán y volver a mi waldo.

—Y… ¿En qué trabajabais Alex y tú?

Sus ojos saltones adoptaron una expresión alarmada.

—Bueno, ella no hubiera querido que hablase de ello, pero me habló de ti a menudo, y ahora que ha fallecido me preguntaba si te habría dejado un mensaje. O si dispuso las cosas para que en cierto modo pudieras sustituirla en su ausencia.

—¿Qué quieres decir?

—Diseñaste muchos de los terrarios de este lugar, y ahora forman el grueso del Acuerdo Mondragon. Saben que eras persona de confianza de Alex, y quizá prestaran atención a tus palabras. Así que… posiblemente puedas acompañarme y conocer a cierta gente.

—¿Adónde? ¿A Saturno?

—A Júpiter, de hecho.

—No quiero hacerlo. Aquí tengo mi vida, mi trabajo. De joven viajé bastante por todo el sistema.

Él esbozó una sonrisa desdichada.

—Y… ¿estás segura de que Alex no te dejó nada? ¿Algo para mí, por si le pasaba algo?

—¡Sí, estoy segura! ¡No hay nada! No hubiera sido propio de ella.

Él hizo un gesto de negación con la cabeza. Se sentaron en silencio mientras el tranvía se deslizaba por la oscura superficie de Mercurio. Hacia el norte, algunas de las cimas más elevadas centelleaban blancas con el reflejo del sol naciente. Entonces, la cima de la cúpula de Terminador asomó por el horizonte, como la cáscara de un huevo transparente. Cuando se impuso sobre el horizonte, la ciudad adoptó el aspecto de un globo níveo, o de una nave dentro de una botella: un buque marino que surca las aguas de un mar negro, atrapado en una burbuja de luz verde.

—A Tintoretto le habría gustado tu ciudad —opinó Wahram—. Parece una especie de Venecia.

—No, en absoluto —replicó Cisne, molesta, esforzándose por pensar con claridad.

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