1984

1984

George Orwell

Como de costumbre, apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Del público salieron aquí y allá fuertes silbidos. La mujeruca del pelo arenoso dio un chillido mezcla de miedo y asco. Goldstein era el renegado que desde hacía mucho tiempo (nadie podía recordar cuánto) había sido una de las figuras principales del Partido, casi con la misma importancia que el Gran Hermano, y luego se había dedicado a actividades contrarrevolucionarias, había sido condenado a muerte y se había escapado misteriosamente, desapareciendo para siempre. Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por excelencia, el que antes y más que nadie había manchado la pureza del Partido. Todos los subsiguientes crímenes contra el Partido, todos los actos de sabotaje, herejías, desviaciones y traiciones de toda clase procedían directamente de sus enseñanzas. En cierto modo, seguía vivo y conspirando.

Quizás se encontrara en algún lugar enemigo, a sueldo de sus amos extranjeros, e incluso era posible que, como se rumoreaba alguna vez, estuviera escondido en algún sitio de la propia Oceanía.

El diafragma de Winston se encogió. Nunca podía ver la cara de Goldstein sin experimentar una penosa mezcla de emociones. Era un rostro judío, delgado, con una aureola de pelo blanco y una barbita de chivo: una cara inteligente que tenía sin embargo, algo de despreciable y una especie de tontería senil que le prestaba su larga nariz, a cuyo extremo se sostenían en difícil equilibrio unas gafas. Parecía el rostro de una oveja y su misma voz tenía algo de ovejuna. Goldstein pronunciaba su habitual discurso en el que atacaba venenosamente las doctrinas del Partido; un ataque tan exagerado y perverso que hasta un niño podía darse cuenta de que sus acusaciones no se tenían de pie, y sin embargo, lo bastante plausible para que pudiera uno alarmarse y no fueran a dejarse influir por insidias algunas personas ignorantes. Insultaba al Gran Hermano, acusaba al Partido de ejercer una dictadura y pedía que se firmara inmediatamente la paz con Eurasia. Abogaba por la libertad de palabra, la libertad de Prensa, la libertad de reunión y la libertad de pensamiento, gritando histéricamente que la revolución había sido traicionada. Y todo esto a una rapidez asombrosa que era una especie de parodia del estilo habitual de los oradores del Partido e incluso utilizando palabras de neolengua, quizás con más palabras neolingüísticas de las que solían emplear los miembros del Partido en la vida corriente. Y mientras gritaba, por detrás de él desfilaban interminables columnas del ejército de Eurasia,

Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. La satisfecha y ovejuna faz del enemigo y el terrorífico poder del ejército que desfilaba a sus espaldas, era demasiado para que nadie pudiera resistirlo indiferente. Además, sólo con ver a Goldstein o pensar en él surgían el miedo y la ira automáticamente. Era él un objeto de odio más constante que Eurasia o que Asia Oriental, ya que cuando Oceanía estaba en guerra con alguna de estas potencias, solía hallarse en paz con la otra. Pero lo extraño era que, a pesar de ser Goldstein el blanco de todos los odios y de que todos lo despreciaran, a pesar de que apenas pasaba día —y cada día ocurría esto mil veces— sin que sus teorías fueran refutadas, aplastadas, ridiculizadas, en la telepantalla, en las tribunas públicas, en los periódicos y en los libros… a pesar de todo ello, su influencia no parecía disminuir. Siempre había nuevos incautos dispuestos a dejarse engañar por él. No pasaba ni un solo día sin que espías y saboteadores que trabajaban siguiendo sus instrucciones fueran atrapados por la Policía del Pensamiento. Era el jefe supremo de un inmenso ejército que actuaba en la sombra, una subterránea red de conspiradores que se proponían derribar al Estado. Se suponía que esa organización se llamaba la Hermandad. Y también se rumoreaba que existía un libro terrible, compendio de todas las herejías, del cual era autor Goldstein y que circulaba cland

libro.
Pero de estas cosas sólo era posible enterarse por vagos rumores. Los miembros corrientes del Partido no hablaban jamás de la Hermandad ni del libro si tenían manera de evitarlo.

En su segundo minuto, el odio llegó al frenesí. Los espectadores saltaban y gritaban enfurecidos tratando de apagar con sus gritos la perforante voz que salía de la pantalla. La mujer del cabello color arena se había puesto al rojo vivo y abría y cerraba la boca como un pez al que acaban de dejar en tierra. Incluso O’Brien tenía la cara congestionada. Estaba sentado muy rígido y respiraba con su poderoso pecho como si estuviera resistiendo la presión de una gigantesca ola. La joven sentada exactamente detrás de Winston, aquella morena, había empezado a gritar: «¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo!», y, de pronto, cogiendo un pesado diccionario de neolengua, lo arrojó a la pantalla. El diccionario le dio a Goldstein en la nariz y rebotó. Pero la voz continuó inexorable. En un momento de lucidez descubrió Winston que estaba chillando histéricarnente como los demás y dando fuertes patadas con los talones contra los palos de su propia silla. Lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era absolutamente imposible evitar la participación porque era uno arrastrado irremisiblemente. A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante. Y sin embargo, la rabia que se sentía

Incluso era posible, en ciertos momentos, desviar el odio en una u otra dirección mediante un esfuerzo de voluntad. De pronto, por un esfuerzo semejante al que nos permite separar de la almohada la cabeza para huir de una pesadilla, Winston conseguía trasladar su odio a la muchacha que se encontraba detrás de él. Por su mente pasaban, como ráfagas, bellas y deslumbrantes alucinaciones. Le daría latigazos con una porra de goma hasta matarla. La ataría desnuda en un piquete y la atravesaría con flechas como a san Sebastián. La violaría y en el momento del clímax le cortaría la garganta. Sin embargo se dio cuenta mejor que antes de por qué la odiaba. La odiaba porque era joven y bonita y asexuada; porque quería irse a la cama con ella y no lo haría nunca; porque alrededor de su dulce y cimbreante cintura, que parecía pedir que la rodearan con el brazo, no había más que la odiosa banda roja, agresivo símbolo de castidad.

El odio alcanzó su punto de máxima exaltación. La voz de Goldstein se había convertido en un auténtico balido ovejuno. Y su rostro, que había llegado a ser el de una oveja, se transformó en la cara de un soldado de Eurasia, el cual parecía avanzar, enorme y terrible, sobre los espectadores disparando atronadoramente su fusil ametralladora. Enteramente parecía salirse de la pantalla, hasta tal punto que muchos de los presentes se echaban hacia atrás en sus asientos. Pero en el mismo instante, produciendo con ello un hondo suspiro de alivio en todos, la amenazadora figura se fundía para que surgiera en su lugar el rostro del Gran Hermano, con su negra cabellera y sus grandes bigotes negros, un rostro rebosante de poder y de misteriosa calma y tan grande que llenaba casi la pantalla. Nadie oía lo que el gran camarada estaba diciendo. Eran sólo unas cuantas palabras para animarlos, esas palabras que suelen decirse a las tropas en cualquier batalla, y que no es preciso entenderlas una por una, sino que infunden confianza por el simple hecho de ser pronunciadas. Entonces, desapareció a su vez la monumental cara del Gran Hermano y en su lugar aparecieron los tres

slogans
del Partido en grandes letras:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

Pero daba la impresión de un fenómeno óptico psicológico de que el rostro del Gran Hermano persistía en la pantalla durante algunos segundos, como si el «impacto» que había producido en las retinas de los espectadores fuera demasiado intenso para borrarse inmediatamente. La mujeruca del cabello color arena se lanzó hacia delante, agarrándose a la silla de la fila anterior y luego, con un trémulo murmullo que sonaba algo así como «¡Mi salvador!», extendió los brazos hacia la pantalla. Después ocultó la cara entre sus manos. Sin duda, estaba rezando a su manera.

Entonces, todo el grupo prorrumpió en un canto rítmico, lento y profundo: «¡Ge—Hache. Ge—Hache… Ge—Hache!», dejando una gran pausa entre la G y la H. Era un canto monótono y salvaje en cuyo fondo parecían oírse pisadas de pies desnudos y el batir de los
tam-tam.

Este canturreo duró unos treinta segundos. Era un estribillo que surgía en todas las ocasiones de gran emoción colectiva. En parte, era una especie de himno a la sabiduría y majestad del Gran Hermano; pero, más aún, constituía aquello un procedimiento de autohipnosis, un modo deliberado de ahogar la conciencia mediante un ruido rítmico. A Winston parecían enfriársele las entrañas. En los Dos Minutos de Odio, no podía evitar que la oleada emotiva le arrastrase, pero este infrahumano canturreo «¡G—H… G—H … G—H!» siempre le llenaba de horror. Desde luego, se unía al coro; esto era obligatorio. Controlar los verdaderos sentimientos y hacer lo mismo que hicieran los demás era una reacción natural. Pero durante un par de segundos, sus ojos podían haberío delatado. Y fue precisamente en esos instantes cuando ocurrió aquello que a él le había parecido significativo… si es que había ocurrido.

Momentáneamente, sorprendió la mirada de O’Brien. Éste se había levantado; se había quitado las gafas volviéndoselas a colocar con su delicado y característico gesto. Pero durante una fracción de segundo, se encontraron sus ojos con los de Winston y éste supo —sí, lo
supo—

que O’Brien pensaba lo mismo que él. Un inconfundible mensaje se había cruzado entre ellos. Era como si sus dos mentes se hubieran abierto y los pensamientos hubieran volado de la una a la otra a través de los ojos. «Estoy contigo», parecía estarle diciendo O’Brien. «Sé en qué estás pensando. Conozco tu asco, tu odio, tu disgusto. Pero no te preocupes; ¡estoy contigo!» Y luego la fugacísima comunicación se había interrumpido y la expresión de O’Brien volvió a ser tan inescrutable como la de todos los demás.

Esto fue todo y ya no estaba seguro de si había sucedido efectivamente. Tales incidentes nunca tenían consecuencias para Winston. Lo único que hacían era mantener viva en él la creencia o la esperanza de que otros, además de él, eran enemigos del Partido. Quizás, después de todo, resultaran ciertos los rumores de extensas conspiraciones subterráneas; quizás existiera de verdad la Hermandad. Era imposible, a pesar de los continuos arrestos y las constantes confesiones y ejecuciones, estar seguro de que la Hermandad no era sencillamente un mito. Algunos días lo creía Winston; otros, no. No había pruebas, sólo destellos que podían significar algo o no significar nada: retazos de conversaciones oídas al pasar, algunas palabras garrapateadas en las paredes de los lavabos, y, alguna vez, al encontrarse dos desconocidos, ciertos movimientos de las manos que podían parecer señales de reconocimiento. Pero todo ello eran suposiciones que podían resultar totalmente falsas. Winston había vuelto a su cubículo sin mirar otra vez a O’Brien. Apenas cruzó por su mente la idea de continuar este momentáneo contacto. Hubiera sido extremadamente peligroso incluso si hubiera sabido él cómo entablar esa relación. Durante uno o dos segundos, se había cruzado entre ellos una mirada equívoca, y eso era todo. Pero incluso así, se trataba de un acontecimiento memorable en el aislamiento casi hermético en que uno tenía que vivir.

Winston se sacudió de encima estos pensamientos y tomó una posición más erguida en su silla. Se le escapó un eructo. La ginebra estaba haciendo su efecto.

Volvieron a fijarse sus ojos en la página. Descubrió entonces que durante todo el tiempo en que había estado recordando, no había dejado de escribir como por una acción automática. Y ya no era la inhábil escritura retorcida de antes. Su pluma se había deslizado voluptuosamente sobre el suave papel, imprimiendo en claras y grandes mayúsculas lo siguiente:
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO

Una vez y otra, hasta llenar media página.
No pudo evitar un escalofrío de pánico. Era absurdo, ya que escribir aquellas palabras no era más peligroso que el acto inicial de abrir un diario; pero, por un instante, estuvo tentado de romper las páginas ya escritas y abandonar su propósito.

Sin embargo, no lo hizo, porque sabía que era inútil. El hecho de escribir ABAJO EL GRAN HERMANO o no escribirlo, era completamente igual. Seguir con el diario o renunciar a escribirlo, venía a ser lo mismo. La Policía del Pensamiento lo descubriría de todas maneras. Winston había cometido —seguiría habiendo cometido aunque no hubiera llegado a posar la pluma sobre el papel— el crimen esencial que contenía en sí todos los demás. El
crimental (crimen
mental), como lo llamaban. El
crimental

no podía ocultarse durante mucho tiempo. En ocasiones, se podía llegar a tenerlo oculto años enteros, pero antes o después lo descubrían a uno.

Las detenciones ocurrían invariablemente por la noche. Se despertaba uno sobresaltado porque una mano le sacudía a uno el hombro, una linterna le enfocaba los ojos y un círculo de sombríos rostros aparecía en torno al lecho. En la mayoría de los casos no había proceso alguno ni se daba cuenta oficialmente de la detención. La gente desaparecía sencillamente y siempre durante la noche. El nombre del individuo en cuestión desaparecía de los registros, se borraba de todas partes toda referencia a lo que hubiera hecho y su paso por la vida quedaba totalmente anulado como si jamás hubiera existido. Para esto se empleaba la palabra

vaporizado.
Winston sintió una especie de histeria al pensar en estas cosas. Empezó a escribir rápidamente y con muy mala letra:
me matarán no me importa me matarán me dispararán en la nuca me da lo mismo abajo el gran hermano siempre lo matan a uno por la nuca no me importa abajo el gran hermano

Se echó hacia atrás en la silla, un poco avergonzado de sí mismo, y dejó la pluma sobre la mesa. De repente, se sobresaltó espantosamente. Habían llamado a la puerta.

¡Tan pronto! Siguió sentado inmóvil, como un ratón asustado, con la tonta esperanza de que quien fuese se marchara al ver que no le abrían. Pero no, la llamada se repitió. Lo peor que podía hacer Winston era tardar en abrir. Le redoblaba el corazón como un tambor, pero es muy probable que sus facciones, a fuerza de la costumbre, resultaran inexpresivas. Levantóse y se acercó pesadamente a la puerta.
CAPITULO II

Al poner la mano en el pestillo recordó Winston que había dejado el Diario abierto sobre la mesa. En aquella página se podía leer desde lejos el ABAJO EL GRAN HERMANO repetido en toda ella con letras grandísimas. Pero Winston sabía que incluso en su pánico no había querido estropear el cremoso papel cerrando el libro mientras la tinta no se hubiera secado.

Contuvo la respiración y abrió la puerta. Instantáneamente, le invadió una sensación de alivio. Una mujer insignificante, avejentada, con el cabello revuelto y la cara llena de arrugas, estaba a su lado.
—¡Oh, camarada! empezó a decir la mujer en una voz lúgubre y quejumbrosa——, te sentí llegar y he venido por si puedes echarle un ojo al desagüe del fregadero. Se nos ha atascado…

Era la señora Parsons, esposa de un vecino del mismo piso (señora era una palabra desterrada por el Partido, ya que había que llamar a todos camaradas, pero con algunas mujeres se usaba todavía instintivamente). Era una mujer de unos treinta años, pero aparentaba mucha más edad. Se tenía la impresión de que había polvo reseco en las arrugas de su cara. Winston la siguió por el pasillo. Estas reparaciones de aficionado constituían un fastidio casi diario. Las
Casas de la Victoria

eran unos antiguos pisos construidos hacia 1930 aproximadamente y se hallaban en estado ruinoso. Caían constantemente trozos de yeso del techo y de la pared, las tuberías se estropeaban con cada helada, había innumerables goteras y la calefacción funcionaba sólo a medias cuando funcionaba, porque casi siempre la cerraban por economía. Las reparaciones, excepto las que podía hacer uno por sí mismo, tenían que ser autorizadas por remotos comités que solían retrasar dos años incluso la compostura de un cristal roto.

—Si le he molestado es porque Tom no está en casa — dijo la señora Parsons vagamente.

El piso de los Parsons era mayor que el de Winston y mucho más descuidado. Todo parecía roto y daba la impresión de que allí acababa de agitarse un enorme y violento animal. Por el suelo estaban tirados diversos artículos para deportes patines de hockey, guantes de boxeo, un balón de reglamento, unos pantalones vueltos del revés y sobre la mesa había un montón de platos sucios y cuadernos escolares muy usados. En las paredes, unos carteles rojos de la Liga juvenil y de los Espías y un gran cartel con el retrato de tamaño natural del Gran Hermano. Por supuesto, se percibía el habitual olor a verduras cocidas que era el dominante en todo el edificio, pero en este piso era más fuerte el olor a sudor, que se notaba desde el primer momento, aunque no alcanzaba uno a decir por qué era el sudor de una mujer que no se hallaba presente entonces. En otra habitación, alguien con un peine y un trozo de papel higiénico trataba de acompañar a la música militar que brotaba todavía de la telepantalla.

—Son los niños dijo la señora Parsons, lanzando una mirada aprensiva hacia la puerta—. Hoy no han salido. Y, desde luego…

Aquella mujer tenía la costumbre de interrumpir sus frases por la mitad. El fregadero de la cocina estaba lleno casi hasta el borde con agua sucia y verdosa que olía aún peor que la verdura. Winston se arrodilló y examinó el ángulo de la tubería de desagüe donde estaba el tornillo. Le molestaba emplear sus manos y también tener que arrodillarse, porque esa postura le hacía toser. La señora Parsons lo miró desanimada:

—Naturalmente, si Tom estuviera en casa lo arreglaría en un momento. Le gustan esas cosas. Es muy hábil en cosas manuales. Sí, Tom es muy…

Parsons era el compañero de oficina de Winston en el Ministerio de la Verdad. Era un hombre muy grueso, pero activo y de una estupidez asombrosa, una masa de entusiasmos imbéciles, uno de esos idiotas de los cuales, todavía más que de la Policía del Pensamiento, dependía la estabilidad del Partido. A sus treinta y cinco años acababa de salir de la Liga juvenil, y antes de ser admitido en esa organización había conseguido permanecer en la de los Espías un año más de lo reglamentario. En el Ministerio estaba empleado en un puesto subordinado para el que no se requería inteligencia alguna, pero, por otra parte, era una figura sobresaliente del Comité deportivo y de todos los demás comités dedicados a organizar excursiones colectivas, manifestaciones espontáneas, las campañas pro ahorro y en general todas las actividades «voluntarias». Informaba a quien quisiera oírle, con tranquilo orgullo y entre chupadas a su pipa, que no había dejado de acudir ni un solo día al Centro de la Comunidad durante los cuatro años pasados. Un fortísimo olor a sudor, una especie de testimonio inconsciente de su continua actividad y energía, le seguía a donde quiera que iba, y quedaba tras él cuando se hallaba lejos.

—¿Tiene usted un destornillador? dijo Winston tocando el tapón del desagüe.
—Un destornillador dijo la señora Parsons, inmovilizándose inmediatamente—. Pues, no sé. Es posible que los niños…


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