1984

1984

George Orwell

—Pero, ¿cómo vais a controlar la materia? —exclamó sin poderse contener—. Ni siquiera conseguís controlar el clima y la ley de la gravedad. Además, existen la enfermedad, el dolor, la muerte…
O’Brien le hizo callar con un movimiento de la mano:

—Controlarnos la materia porque controlamos la mente. La realidad está dentro del cráneo. Irás aprendiéndolo poco a poco, Winston. No hay nada que no podamos conseguir: la invisibilidad, la levitación… absolutamente todo. Si quisiera, podría flotar ahora sobre el suelo como una pompa de jabón. No lo deseo porque el Partido no lo desea. Debes librarte de esas ideas decimonónicas sobre las leyes de la Naturaleza. Somos nosotros quienes dictamos las leyes de la Naturaleza.

—¡No las dictáis! Ni siquiera sois los dueños de este planeta. ¿Qué me dices de Eurasia y Asia Oriental? Todavía no las habéis conquistado.
—Eso no tiene importancia. Las conquistaremos cuando nos convenga. Y si no las conquistásemos nunca, ¿en qué puede influir eso? Podemos borrarlas de la existencia. Oceanía es el mundo entero.

—Es que el mismo mundo no es más que una pizca de polvo. Y el hombre es sólo una insignificancia. ¿Cuánto tiempo lleva existiendo? La Tierra estuvo deshabitado durante millones de años.
—¡Qué tontería! La Tierra tiene sólo nuestra edad. ¿Cómo va a ser más vieja? No existe sino lo que admite la conciencia humana.
—Pero las rocas están llenas de huesos de animales desaparecidos, mastodontes y enormes reptiles que vivieron en la Tierra muchísimo antes de que apareciera el primer hombre.

—¿Has visto alguna vez esos huesos, Winston? Claro que no. Los inventaron los biólogos del siglo XIX. Nada hubo antes del hombre. Y después del hombre, si éste desapareciera definitivamente de la Tierra, nada habría tampoco. Fuera del hombre no hay nada.
—Es que el universo entero está fuera de nosotros. ¡Piensa en las estrellas! Puedes verlas cuando quieras. Algunas de ellas están a un millón de años—luz de distancia. jamás podremos alcanzarlas.

—¿Qué son las estrellas? —dijo O’Brien con indiferencia—. Solamente unas bolas de fuego a unos kilómetros de distancia. Podríamos llegar a ellas si quisiéramos o hacerlas desaparecer, borrarlas de nuestra conciencia. La Tierra es el centro del universo. El sol y las estrellas giran en torno a ella.
Winston hizo otro movimiento convulsivo. Esta vez no dijo nada. O’Brien prosiguió, como si contestara a una objeción que le hubiera hecho Winston:

—Desde luego, para ciertos fines es eso verdad. Cuando navegamos por el océano o cuando predecimos un eclipse, nos puede resultar conveniente dar por cierto que la Tierra gira alrededor del sol y que las estrellas se encuentran a millones y millones de kilómetros de nosotros. Pero, ¿qué importa eso? ¿Crees que está fuera de nuestros medios un sistema dual de astronomía? Las estrellas pueden estar cerca o lejos según las necesitemos. ¿Crees que ésa es tarea difícil para nuestros matemáticos? ¿Has olvidado el doblepensar?

Winston se encogió en el lecho. Dijera lo que dijese, le venía encima la veloz respuesta como un porrazo, y, sin embargo, sabía
—sabía—
que llevaba razón. Seguramente había alguna manera de demostrar que la creencia de que nada existe fuera de nuestra mente es una absoluta falsedad. ¿No se había demostrado hace ya mucho tiempo que era una teoría indefendible? Incluso había un nombre para eso, aunque él lo había olvidado. Una fina sonrisa recorrió los labios de O’Brien, que lo estaba mirando.

—Te digo, Winston, que la metafísica no es tu fuerte. La palabra que tratas de encontrar es solipsismo. Pero estás equivocado. En este caso no hay solipsismo. En todo caso, habrá solipsismo colectivo, pero eso es muy diferente; es precisamente lo contrario. En fin, todo esto es una digresión —añadió con tono distinto—. El verdadero poder, el poder por el que tenemos que luchar día y noche, no es poder sobre las cosas, sino sobre los hombres. —Después de una pausa, asumió de nuevo su aire de maestro de escuela examinando a un discípulo prometedor—: Vamos a ver, Winston, ¿cómo afirma un hombre su poder sobre otro?

Winston pensó un poco y respondió: —Haciéndole sufrir.

—Exactamente. Haciéndole sufrir. No basta con la obediencia. Si no sufre, ¿cómo vas a estar seguro de que obedece tu voluntad y no la suya propia? El poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas elegidas por ti. ¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando? Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de ración y de tormento, un mundo de pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará cada día más despiadado. El progreso de nuestro mundo será la consecución de más dolor. Las antiguas civilizaciones sostenían basarse en el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el odio. En nuestro mundo no habrá más emociones que el miedo, la rabia, el triunfo y el autorebajamiento. Todo lo demás lo destruiremos, todo. Ya estamos suprimiendo los hábitos mentales que han sobrevivido de antes de la Revolución. Hemos cortado los vínculos que unían al hijo con el padre, un hombre con otro y al hombre con la mujer. Nadie se fía ya de su esposa, de su hijo ni de un amigo. Pero en el futuro no habrá ya esposas ni amigos. Los niños se les quitarán a las madres al nacer, como se les quitan los huevos a la gallina cuando los pone. El instinto sexual será arrancado donde persista. La procreación consistirá en una formalidad anual como la renovación de la cartilla de racionamiento. Suprimiremos

Se calló, como si esperase a que Winston le hablara. Pero éste se encogía más aún. No se le ocurría nada. Parecía helársele el corazón. O’Brien prosiguió:

—Recuerda que es para siempre. Siempre estará ahí la cara que ha de ser pisoteada. El hereje, el enemigo de la sociedad, estarán siempre a mano para que puedan ser derrotados y humillados una y otra vez. Todo lo que tú has sufrido desde que estás en nuestras manos, todo eso continuará sin cesar. El espionaje, las traiciones, las detenciones, las torturas, las ejecuciones y las desapariciones se producirán continuamente. Será un mundo de terror a la vez que un mundo triunfal. Mientras más poderoso sea el Partido, menos tolerante será. A una oposición más débil corresponderá un despotismo más implacable. Goldstein y sus herejías vivirán siempre. Cada día, a cada momento, serán derrotados, desacreditados, ridiculizados, les escupiremos encima, y, sin embargo, sobrevivirán siempre. Este drama que yo he representado contigo durante siete años volverá a ponerse en escena una y otra vez, generación tras generación, cada vez en forma más sutil. Siempre tendremos al hereje a nuestro albedrío, chillando de dolor, destrozado, despreciable y, al final, totalmente arrepentido, salvado de sus errores y arrastrándose a nuestros pies por su propia voluntad. Ése es el mundo que estamos preparando, Winston. Un mundo de victoria tras victoria, de triunfos sin fin, una presión constante sobre el nervio del poder. Ya veo que empiezas a darte cuenta de cómo será ese mundo. Pero acabarás haciendo más que comprenderlo. Lo aceptarás, lo acogerás encantado, te convertirás en parte de él.

Winston había recobrado suficiente energía para hablar: —¡No podréis conseguirlo! —dijo débilmente.
—¿Qué has querido decir con esas palabras, Winston?
—No podréis crear un mundo como el que has descrito. Eso es un sueño, un imposible.
—¿Por qué?
—Es imposible fundar una civilización sobre el miedo, el odio y la crueldad. No perduraría.
—¿Por qué no?
—No tendría vitalidad. Se desintegraría, se suicidaría.

—No seas tonto. Estás bajo la impresión de que el odio es más agotador que el amor. ¿Por qué va a serio? Y si lo fuera, ¿qué diferencia habría? Supón que preferimos gastarnos más pronto. Supón que aceleramos el
tempo
de la vida humana de modo que los hombres sean seniles a los treinta años. ¿Qué importaría? ¿No comprendes que la muerte del individuo no es la muerte? El Partido es inmortal.

Como de costumbre, la voz había vencido a Winston. Además, temía éste que si persistía su desacuerdo con O’Brien, se moviera de nuevo la aguja. Sin embargo, no podía estarse callado. Apagadamente, sin argumentos, sin nada en que apoyarse excepto el inarticulado horror que le producía lo que había dicho O’Brien, volvió al ataque.
—No sé, no me importa. De un modo o de otro, fracasaréis. Algo os derrotará. La vida os derrotará.

—Nosotros, Winston, controlamos la vida en todos sus niveles. Te figuras que existe algo llamado la naturaleza humana, que se irritará por lo que hacemos y se volverá contra nosotros. Pero no olvides que nosotros creamos la naturaleza humana. Los hombres son infinitamente maleables. O quizás hayas vuelto a tu antigua idea de que los proletarios o los esclavos se levantarán contra nosotros y nos derribarán. Desecha esa idea. Están indefensos, como animales. La Humanidad es el Partido. Los otros están fuera, son insignificantes.

—No me importa. Al final, os vencerán. Antes o después os verán como sois, y entonces os despedazarán.
—¿Tienes alguna prueba de que eso esté ocurriendo? ¿O quizás alguna razón de que pudiera ocurrir?
—No. Es lo que creo. Sé que fracasaréis. Hay algo en el universo —no sé lo que es: algún espíritu, algún principio contra lo que no podréis.
—¿Acaso crees en Dios, Winston?
—No.
—Entonces, ¿qué principio es ese que ha de vencernos? —No sé. El espíritu del Hombre.
—¿Y te consideras tú un hombre?

—Sí.
—Si tú eres un hombre, Winston, es que eres el último. Tu especie se ha extinguido; nosotros somos los herederos. ¿Te das cuenta de que estás solo, absolutamente solo? Te encuentras fuera de la historia, no existes. —Cambió de tono y de actitud y dijo con dureza— ¿Te consideras moralmente superior a nosotros por nuestras mentiras y nuestra crueldad?
—Sí, me considero superior.

O’Brien guardó silencio. Pero en seguida empezaron a hablar otras dos voces. Después de un momento, Winston reconoció que una de ellas era la suya propia. Era una cinta magnetofónica de la conversación que había sostenido con O’Brien la noche en que se había alistado en la Hermandad. Se oyó a sí mismo prometiendo solemnemente mentir, robar, falsificar, asesinar, fomentar el hábito de las drogas y la prostitución, propagar las enfermedades venéreas y arrojar vitriolo a la cara de un niño. O’Brien hizo un pequeño gesto de impaciencia, como dando a entender que la demostración casi no merecía la pena. Luego hizo funcionar un resorte y las voces se detuvieron.

—Levántate de ahí —dijo O’Brien.
Las ataduras se habían soltado por sí mismas. Winston se puso en pie con gran dificultad.
—Eres el último hombre —dijo O’Brien—. Eres el guardián del espíritu humano. Ahora te verás como realmente eres. Desnúdate.

Winston se soltó el pedazo de cuerda que le sostenía el «mono». Había perdido hacía tiempo la cremallera. No podía recordar si había llegado a desnudarse del todo desde que le detuvieron. Debajo del «mono» tenía unos andrajos amarillentos que apenas podían reconocerse como restos de ropa interior. Al caérsele todo aquello al suelo, vio que había un espejo de tres lunas en la pared del fondo. Se acercó a él y se detuvo en seco. Se le había escapado un grito involuntario.

—Anda —dijo O’Brien—. Colócate entre las tres lunas. Así te verás también de lado.

Winston estaba aterrado. Una especie de esqueleto muy encorvado y de un color grisáceo andaba hacia él. La imagen era horrible. Se acercó más al espejo. La cabeza de aquella criatura tan extraña aparecía deformada, ya que avanzaba con el cuerpo casi doblado. Era una cabeza de presidiario con una frente abultada y un cráneo totalmente calvo, una nariz retorcida y los pómulos magullados, con unos ojos feroces y alertas. Las mejillas tenían varios costurones. Desde luego, era la cara de Winston, pero a éste le pareció que había cambiado aún más por fuera que por dentro. Se había vuelto casi calvo y en un principio creyó que tenía el pelo cano, pero era que el color de su cuero cabelludo estaba gris. El cuerpo entero, excepto las manos y la cara, se había vuelto gris como si lo cubriera una vieja capa de polvo. Aquí y allá, bajo la suciedad, aparecían las cicatrices rojas de las heridas, y cerca del tobillo sus varices formaban una masa inflamada de la que se desprendían escamas de piel. Pero lo verdaderamente espantoso era su delgadez. La cavidad de sus costillas era tan estrecha como la de un esqueleto. Las Piernas se le habían encogido de tal manera que las rodillas eran más gruesas que los muslos. Esto le hizo comprender por qué O’Brien le había dicho que se viera de lado. La curvatura de la espina dorsal era asombrosa. Los delgados hombros avanzaban formando un gran hueco en el pecho y el cuello se doblaba bajo el peso del cráneo. De no haber sabido que era su propio cuerpo,

—Has pensado a veces —dijo O’Brien— que mi cara, la cara de un miembro del Partido Interior, está avejentado y revela un gran cansancio. ¿Qué piensas contemplando la tuya?
Cogió a Winston por los hombros y le hizo dar la vuelta hasta tenerlo de frente.

—¡Fíjate en qué estado te encuentras! —dijo—. Mira la suciedad que cubre tu cuerpo. ¿Sabes que hueles como un macho cabrío? Es probable que ya no lo notes. Fíjate en tu horrible delgadez. ¿Ves? Te rodeo el brazo con el pulgar y el índice. Y podría doblarte el cuello como una remolacha. ¿Sabes que has perdido veinticinco kilos desde que estás en nuestras manos? Hasta el pelo se te cae a puñados. ¡Mira! —le arrancó un mechón de pelo—. Abre la boca. Te quedan nueve, diez, once dientes. ¿Cuántos tenías cuando te detuvimos? Y los pocos que te quedan se te están cayendo. ¡¡Mira!!

Agarró uno de los dientes de abajo que le quedaban Winston. Éste sintió un dolor agudísimo que le corrió por toda la mandíbula. O’Brien se lo había arrancado de cuajo, tirándolo luego al suelo.
—Te estás pudriendo, Winston. Te estás desmoronando. ¿Qué eres ahora?. Una bolsa llena de porquería. Mírate otra vez en el espejo. ¿Ves eso que tienes enfrente? Es el último hombre. Si eres humano, ésa es la Humanidad. Anda, vístete otra vez.

Winston empezó a vestirse con movimientos lentos y rígidos. Hasta ahora no había notado lo débil que estaba. Sólo un pensamiento le ocupaba la mente: que debía de llevar en aquel sitio más tiempo de lo que se figuraba. Entonces, al mirar los miserables andrajos que se habían caído en torno suyo, sintió una enorme piedad por su pobre cuerpo. Antes de saber lo que estaba haciendo, se había sentado en un ta burete junto al lecho y había roto a llorar. Se daba plena cuenta de su terrible fealdad, de su inutilidad, de que era un montón de huesos envueltos en trapos sucios que lloraba iluminado por una deslumbrante luz blanca. Pero no podía contenerse. O’Brien le puso una mano en el hombro casi con amabilidad.

—Esto no durará siempre —le dijo—. Puedes evitarte todo esto en cuanto quieras. Todo depende de ti.
—¡Tú tienes la culpa! —sollozó Winston—. Tú me convertiste en este guiñapo.
—No, Winston, has sido tú mismo. Lo aceptaste cuando te pusiste contra el Partido. Todo ello estaba ya contenido en aquel primer acto de rebeldía. Nada ha ocurrido que tú no hubieras previsto.
Después de una pausa, prosiguió:

—Te hemos pegado, Winston; te hemos destrozado. Ya has visto cómo está tu cuerpo. Pues bien, tu espíritu está en el mismo estado. Has sido golpeado e insultado, has gritado de dolor, te has arrastrado por el suelo en tu propia sangre, y en tus vómitos has gemido pidiendo misericordia, has traicionado a todos. ¿Crees que hay alguna degradación en que no hayas caído?
—Winston dejó de llorar, aunque seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas. Miró a O’Brien.
—No he traicionado a Julia —dijo.

O’Brien lo miró pensativo.
—No, no. Eso es cierto. No has traicionado a Julia.

El corazón de Winston volvió a llenarse de aquella adoración por O’Brien que nada parecía capaz de destruir. «¡Qué inteligente —pensó—, qué inteligente es este hombre!» Nunca dejaba O’Brien de comprender lo que se le decía. Cualquiera otra persona habría contestado que había traicionado a Julia. ¿No se lo habían sacado todo bajo tortura? Les había contado absolutamente todo lo que sabía de ella: su carácter, sus costumbres, su vida pasada; había confesado, dando los más pequeños detalles, todo lo que había ocurrido entre ellos, todo lo que él había dicho a ella y ella a él, sus comidas, alimentos comprados en el mercado negro, sus relaciones sexuales, sus vagas conspiraciones contra el Partido… y, sin embargo, en el sentido que él le daba a la palabra traicionar, no la había traicionado. Es decir, no había dejado de amarla. Sus sentimientos hacia ella seguían siendo los mismos. O’Brien había entendido lo que él quería decir sin necesidad de explicárselo.

—Dime —murmuró Winston—, ¿cuándo me matarán?
—A lo mejor, tardan aún mucho tiempo —respondió O’Brien—. Eres un caso dificil. Pero no pierdas la esperanza. Todos se curan antes o después. Al final, te mataremos.
CAPITULO IV

Sentíase mucho mejor. Había engordado y cada día estaba más fuerte. Aunque hablar de días no era muy exacto.

La luz blanca y el zumbido seguían como siempre, pero la nueva celda era un poco más confortable que las demás en que había estado. La cama tenía una almohada y un colchón y había también un taburete. Lo habían bañado, permitiéndole lavarse con bastante frecuencia en un barrerlo de hojalata. Incluso le proporcionaron agua caliente. Tenía ropa interior nueva y un nuevo «mono». Le curaron las varices vendándoselas adecuadamente. Le arrancaron el resto de los dientes y le pusieron una dentadura postiza.

Debían de haber pasado varias semanas e incluso meses. Ahora le habría sido posible medir el tiempo si le hubiera interesado, pues lo alimentaban a intervalos regulares. Calculó que le llevaban tres comidas cada veinticuatro horas, aunque no estaba seguro si se las llevaban de día o de noche. El alimento era muy bueno, con carne cada tres comidas. Una vez le dieron también un paquete de cigarrillos. No tenía cerillas, pero el guardia que le llevaba la comida, y que nunca le hablaba, le daba fuego. La primera vez que intentó fumar, se mareé, pero perseveró, alargando el paquete mucho tiempo. Fumaba medio cigarrillo después de cada comida.

Le dejaron una pizarra con un pizarrín atado a un pico. Al principio no lo usó. Se hallaba en un continuo estado de atontamiento. Con frecuencia se tendía desde una comida hasta la siguiente sin moverse, durmiendo a ratos y a ratos pensando confusamente. Se había acostumbrado a dormir con una luz muy fuerte sobre el rostro. La única diferencie que notaba con ello era que sus sueños tenían así más coherencia. Soñaba mucho y a veces tenía ensueños felices. Se veía en el País Dorado o sentado entre enormes, soleadas gloriosas ruinas con su madre, con Julia o con O’Brien, sir hacer nada, sólo tomando el sol y hablando de temas pacíficos. Al despertarse, pensaba mucho tiempo sobre lo que había soñado. Había perdido la facultad de esforzarse intelectualmente al desaparecer el estímulo del dolor. No se sentía aburrido ni deseaba conversar ni distraerse por otro medio. Sólo quería estar aislado, que no le pegaran ni lo interrogaran, tener bastante comida y estar limpio.

Gradualmente empezó a dormir menos, pero seguía sin desear levantarse de la cama. Su mayor afán era yacer en calma y sentir cómo se concentraba más energía en su cuerpo. Se tocaba continuamente el cuerpo para asegurarse de que no era una ilusión suya el que sus músculos se iban redondeando y su piel fortaleciendo. Por último, vio con alegría que sus muslos eran mucho más gruesos que sus rodillas. Después de esto, aunque sin muchas ganas al principio, empezó a hacer algún ejercicio con regularidad. Andaba hasta tres kilómetros seguidos; los medía por los pasos que daba en torno a la celda. La espalda se le iba enderezando. Intentó realizar ejercicios más complicados, y se asombró, humillado, de la cantidad asombrosa de cosas que no podía hacer. No podía coger el taburete estirando el brazo ni sostenerse en una sola pierna sin caerse. Intentó ponerse en cuclillas, pero sintió unos dolores terribles en los muslos y en las pantorrillas. Se tendió de cara al suelo e intentó levantar el peso del cuerpo con las manos. Fue inútil; no podía elevarse ni un centímetro. Pero después de unos días más —otras cuantas comidas— incluso eso llegó a realizarlo. Lo hizo hasta seis veces seguidas. Empezó a enorgullecerse de su cuerpo y a albergar la intermitente ilusión de que también su cara se le iba normalizando. Pero cuando casualmente se llevaba la mano a su cráneo calvo, recordaba el rostro cruzado de cicatrices y deformado que había visto aquel día en el espejo. Se le fue activando el espí


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