1983

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Quinta parte » Capítulo 58

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Oscuridad.

Una oscuridad negra de cojones.

Miércoles, 8 de junio de 1983.

Truenos, sin relámpagos.

La puta historia interminable: Coches en la noche, sirenas y luces azules.

En el corazón de unas tinieblas, en las entrañas de una pesadilla…

Fitzwilliam de los cojones.

Mis tinieblas, mi pesadilla.

Dos radios encendidas.

La emisora de la policía y la local.

El infierno en estéreo:

Se cree que un hombre tiene retenida a una mujer en Fitzwilliam, tras disparar contra los agentes de policía que acudieron al lugar de los hechos alertados de un asalto a una vivienda de Newstead View.

La casa está rodeada por policías armados, si bien el señor Ronald Angus, el director general de la policía, ha insistido públicamente en que las fuerzas de seguridad desean resolver el incidente sin que nadie resulte herido. Esta declaración se produce tras las crecientes críticas de las últimas semanas a la actuación policial, al conocerse que el despliegue de hombres armados se ha convertido en rutina en la zona del Gran Manchester y West Yorkshire.

Di un taconazo a la radio para dejar de oír gilipolleces.

Uno, dos, tres.

¡Crac!

Ellis iba al volante, con la vista puesta en las calles mojadas y el pie en el acelerador.

—¿Señor?

Cuatro, el taconazo final.

¡Craaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaac!

Plástico por los aires y la radio muerta.

Empecé a gritar por la radio de mano:

—¿Alderman? ¿Prentice?

Ruido estático:

—No, señor.

—¿Dónde coño están?

—En Netherton.

—Se fueron hace horas.

—Señor…

—¡Joder! —grito.

—Tenemos una descripción.

—¡Adelante!

—Varón blanco, de entre veinticinco y treinta años, con la cabeza afeitada y una marca profunda en la coronilla.

—¿Una marca?

—Un agujero, señor.

—¿Nombre?

—Estamos trabajando en ello.

—Pues seguid trabajando, cojones —contesté a grito pelado, arrancando el cordón de la radio.

La radio muerta en mis manos.

La lluvia y la noche en el parabrisas.

Lágrimas y sangre en mis mejillas.

—Es él, ¿verdad? —susurró Ellis.

Levanté la pierna derecha y estampé la bota contra el puto parabrisas.

¡Zaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaas!

La lluvia y la noche nos envolvieron por completo.

Las lágrimas y la sangre, las lágrimas y la sangre.

En todas partes.

Aparcamos al final de la calle entre las demás luces azules.

Esperamos. Vigilamos.

Un sargento se acercó, encogido, y se asomó por la ventanilla.

—¿Señor?

—¿Qué hay, sargento?

—Pregunta por usted —dijo con voz jadeante—. El hombre que está dentro de la casa.

—¿Lo ha llamado por su nombre? —preguntó Ellis.

—Sí.

—¿Qué dice?

—Dice que necesita un amigo, señor.

Abrí la puerta y bajé del coche, sangrando por las muñecas y los tobillos.

—Te matará —dijo Ellis.

Asentí y eché a andar entre las luces azules.

Los faros blancos.

La lluvia roja.

Entré en la casa.

Ellis me siguió corriendo. Gritando:

—Te matará.

Asentí de nuevo y abrí la cancela, pensando: Mátame.

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