1983

1983


Primera parte » Capítulo 5

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Te despiertas a eso de las ocho y desayunas en la cama unas tortitas Findus frías…

Crudas en el centro, mientras ves las noticias de la mañana en la tele portátil:

La policía abrirá una investigación sobre la muerte de un detenido en la comisaría de Rotherhithe. Nicholas Ofuso, de treinta y dos años, perdió la conciencia y murió por asfixia al ingerir su propio vómito tras ser detenido por nueve agentes de policía, que irrumpieron en su apartamento al recibir un aviso por una pelea doméstica. Ofuso se resistió al ser trasladado a la comisaría de Rotherhithe y justo antes de llegar vomitó. En el momento de quitarle las esposas perdió el conocimiento. Le practicaron el boca a boca y el masaje cardíaco.

Es martes, 17 de mayo de 1983.

D-23.

Media hora más tarde preparas una taza de té, te lavas y te vistes. Te apetece un curry caliente con gambas bien gordas para comer, pero abres la puerta, ves que está lloviendo a cántaros y te acuerdas de que tienes que ir a ver a la señora Myshkin.

El periódico está en el felpudo. Hazel Atkins: Desaparecida.

Vuelves arriba y vomitas las tortitas y el té: un hombre fofo arrodillado delante del retrete, un hombre fofo que no quiere a su país ni a su dios, un hombre fofo que no tiene ni país ni dios.

No quieres ir a trabajar; no quieres quedarte en casa: Un hombro fofo arrodillado.

Pasas con el coche por encima de un puente y por debajo de otro, dejas atrás bares tapiados con tablones y tiendas cerradas, paradas de autobús incendiadas y pintadas que proclaman su odio contra todo y contra todos, principalmente contra el IRA, el Manchester United y los paquis.

Llegas a Fitzwilliam:

Por segunda vez en una semana, en un año.

Al menos ha dejado de llover.

El rito se presenta bien para variar.

Lo único que está abierto es la tienda de vinos y licores. Aparcas, entras y le das el dinero a un hombre asiático que está detrás de unos barrotes con su hijo pequeño, los dos con su mejor pijama, entre botellas de alcohol sin etiquetar y una sola marca de tabaco. El padre te devuelve el cambio y el hijo te da el paquete de Rothman.

En la calle hay dos chicas sentadas en un banco desvencijado. Están bebiendo sidra Gold Label Merrydown y jarabe para la tos. Un perro le ladra a un niño asustado y sentado en una silla de paseo; una botella de Thunderbird vacía rueda por el asfalto. Las chicas llevan el pelo rapado, con una coletilla teñida; tienen las piernas gordas y cubiertas de pecas y visten de color turquesa y llevan botas de ante con la punta estrecha.

El perro se olvida del bebé, que está gritando, para gruñirte a ti.

—¿Te apetece un polvo, gordito? Diez pavos en tu casa —dice una de las chicas.

—Lo siento. Llego tarde —dices, en la puerta—. Me he perdido.

—Ya está usted aquí —sonríe la señora Myshkin—. Pase.

—¿Está bien el coche ahí? —preguntas, porque no ves otro en toda la calle.

—Sí. Los chicos se levantan tarde.

Miras el reloj y entras en el 54 de Newstead View, en Fitzwilliam.

—Adelante —dice.

Entras en la sala, a la izquierda de la escalera, con una alfombra de flores bien aspirada, los muebles desparejados y relucientes, olor a ambientador y la estufa a tope.

Te duele la cabeza.

La señora Myshkin señala una butaca y te sientas.

—¿Una taza de té?

—Gracias —asientes.

—En seguida vuelvo —dice.

La habitación está llena de fotos y de cuadros, de fotos y de cuadros de hombres, de fotos y de cuadros de hombres que ya no están…

Su marido, su hijo, Jesucristo.

Notas el calor de la estufa en las piernas.

Vuelve con una bandeja de plástico y la deja en la mesa.

—¿Leche y azúcar?

—Por favor.

—¿Cuántas?

—Tres.

—Tome unas galletas.

—Gracias —dices, y te acercas para coger una Digestive de chocolate.

Te pasa el té y llaman a la puerta.

—Es mi hermana —dice—. ¿No le importa?

—No.

Mientras sale a abrir mojas la galleta, coges otra y piensas en apagar la puñetera estufa. Has vuelto a mancharte los dedos y la camisa de chocolate.

La señora Myshkin vuelve con una mujer de pelo gris que lleva las mismas gafas de montura metálica.

—Ésta es mi hermana —dice—. La señora Novashelska, de Leeds.

Te levantas y te limpias los dedos en los pantalones para estrecharle la mano diminuta.

—Encantado de conocerla.

La señora Myshkin sirve una taza de té para su hermana y se sientan las dos en las sillas, cada una a un lado de la butaca.

—El sábado estuvo viendo a Michael —le explica la señora Myshkin a su hermana.

La hermana sonríe:

—¿Lo ayudará entonces?

Dejas la taza y el plato para dirigirte a la señora Myshkin:

—No sé si va a ser posible.

Las dos mujercillas se quedan mirando al hombre gordo que está sentado en la butaca, sudando.

—No sé si se admitirá el recurso a trámite. Verán, lo que hay que hacer, lo que habría que haber hecho en el caso de Michael, es que su abogado hubiera recurrido la sentencia inmediatamente después del juicio. En un plazo de catorce días.

Las mujercillas miran al hombre gordo que se está achicharrando.

—Pero no recurrieron, ¿verdad? —preguntas.

La señora Myshkin y la señora Novashelska dejan las tazas en la mesa.

Te secas la cara con el pañuelo.

—No tenían muchas posibilidades de recurrir. Todos le dijeron que se declarase culpable —dice la señora Novashelska.

Vuelves a secarte la cara con el pañuelo:

—Pero él confesó, ¿no es cierto?

Dos mujercillas sentadas en una sala de estar con sus fotos y sus cuadros de hombres ausentes, de hombres desaparecidos…

Hombres que ya no están.

Sólo estás tú:

Gordo, sudoroso y cubierto de chocolate y migas de galleta.

Dos mujercillas, dos pares de ojos detrás de unas gafas de montura metálica, fríos y acusadores.

Silenciosos.

—No es fácil recurrir tras una confesión y una admisión de culpabilidad —dices en voz baja.

—Señor Piggott —dice la señora Myshkin—. Él no lo hizo.

—Verá —contestas—. Lo lamento mucho y de verdad quisiera ayudarla, pero no creo que sea la persona idónea para este trabajo, y por nada del mundo quiero hacerle perder tiempo y dinero. Necesita un abogado mejor cualificado y con mucha más experiencia que yo.

Dos pares de ojos detrás de unas gafas de montura metálica, fríos y acusadores.

Silenciosos,

traicionados.

—Verá —repites—. ¿Me permite que le explique cómo sería el procedimiento, por qué necesita a otra persona?

Silencio.

—En primer lugar hay que presentar una solicitud de apelación. Es el primer paso antes de convencer al juez de que tenemos pruebas y material suficiente para que se revise la condena o la sentencia. Eso requiere una exposición, aunque sea esquemática, de los fundamentos jurídicos o el hallazgo de nuevas pruebas que demuestren claramente la existencia de dudas razonables sobre la legalidad de la sentencia. Es poco probable, cuando ha habido una confesión, llegar a un acuerdo con la fiscalía y obtener el consentimiento del juez para que se celebre un nuevo juicio, a lo que hay que añadir la necesidad de convencer a la Corona, al juez de segunda instancia y al jurado para que revisen la condena tras una confesión de culpabilidad. Supongamos, para que entiendan lo que trato de explicarles, que conseguimos encontrar pruebas que justifiquen el recurso de apelación: si el juez acepta las pruebas, y eso ya es mucho suponer, el recurso se aceptará a trámite y será entonces cuando empiece el trabajo de verdad. Entonces tendrá que solicitar un abogado de oficio para que lo represente en la vista y otro para que prepare el recurso como es debido. Si se lo conceden se fijará fecha para el juicio y el caso pasará al Tribunal de Apelación. Los tres magistrados que integran este tribunal se ocuparán de estudiar el expediente; analizarán las pruebas, los fundamentos jurídicos, todo, y decidirán si la sentencia previa se ajusta a derecho; a continuación emitirán su resolución detallando su razonamiento. Dicho de otro modo, es un procedimiento interminable y el más mínimo error puede llevarla de nuevo a la maldita casilla de salida. Por eso es esencial que cuente con personas que sepan lo que hacen y lo que dicen.

Dos pares de ojos, cálidos y acogedores.

Aplausos.

—Señor Piggott —dice la señora Novashelska con una sonrisa radiante—. Usted parece saber perfectamente de qué está hablando.

—No, no, no —niegas con la cabeza—. No es tan sencillo como parece. Además, yo nunca he presentado un recurso de apelación y, francamente, no veo ninguna base jurídica en este caso, aparte de que Michael haya cambiado de opinión.

—Él no lo hizo —repite la señora Myshkin.

—Ya veo que usted insiste —dices—. Pero eso no cambia el hecho de que confesó y se declaró culpable de homicidio sin premeditación, en vez de asesinato, alegando perturbación mental, y de que la fiscalía y el juez lo aceptaron y de que el juez dio instrucciones al jurado para que también lo aceptara, y eso, en conjunto, en lo que se refiere a la apelación, es como un gol en propia meta, porque en realidad usted estaría negando la declaración inicial.

—No le asesoraron bien —dice la señora Novashelska.

—Pues más vale que no vuelva a pasarle lo mismo —dices, levantándote.

Las dos mujercillas en la sala de estar, con sus fotos y sus cuadros de hombres ausentes, de hombres desaparecidos…

Hombres que ya no están.

Sólo tú.

Un hombre gordo achicharrado.

A punto de derretirte.

Un charco de pis en una alfombra de flores.

—Lo siento —dices.

Dos pares de ojos detrás de unas gafas de montura metálica.

Callados.

Te abres paso entre la butaca y la mesa camino de la puerta, con la camisa chorreando, pegada al estómago y a la espalda.

Que ya no están.

Las dos mujercillas ven marcharse a otro hombre.

En la puerta te vuelves para despedirte, pero la señora Myshkin se ha levantado.

—Señor Piggott —dice—. Yo conocía a su padre.

Te paras en la puerta dándole la espalda, con la boca seca y la ropa empapada.

—Era un buen hombre —dice—. Lo recuerdo jugando al fútbol con usted y con su hermano, en ese campo de ahí al lado.

Hombres que ya no están.

—Eso no es suficiente —dices—. No es suficiente.

—No —responde, con una mano en tu brazo (en tu corazón)—. Es demasiado.

Sales al vestíbulo.

Hay un periódico vespertino metido en el buzón. Lo sacas y lo abres.

Ves la foto de Hazel Atkins y una palabra:

DESAPARECIDA.

Le das el periódico a la señora Myshkin.

—Está volviendo a pasar lo mismo —susurra su hermana.

—Esto aquí no termina nunca —dice la señora Myshkin.

Aquí no.

—Usted lo sabe —dice, apretándote el brazo (el corazón).

Aquí.

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