1983

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Cuarta parte » Capítulo 43

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Me guardo mi pasamontañas en el bolsillo del abrigo.

Les doy un martillo a cada uno.

Me pongo los guantes, cojo otro martillo y me lo guardo en el otro bolsillo.

Bajamos del coche.

Estamos detrás de una hilera de tiendas, en el centro de Castleford.

—Jim, ve delante y vigila —le digo.

Asiente.

Me pongo el pasamontañas y me vuelvo a Dick:

—¿Estás preparado?

Asiente.

Me siguen por detrás de las tiendas. Me paro delante de una verja en el muro alto con cristales incrustados en el borde. Miro a Dick.

Dick asiente.

Me sujeta de una pierna y me ayuda a saltar el muro con cristales incrustados.

Aterrizo al otro lado del patio del estudio fotográfico Jenkins: Hay luz en el piso de arriba y llevo un martillo en el bolsillo.

Una fotografía.

Abro la verja para que entre Dick.

Cojo una de las tapas metálicas de los cubos de basura. La lanzo contra el suelo.

Nos pegamos a la pared, entre las sombras, junto a la puerta de atrás.

Entre las sombras, junto a la puerta de atrás, esperando.

La puerta sigue cerrada y la luz encendida en el piso de arriba.

Doy la señal con la cabeza.

Dick recoge la tapa de metal. La levanta y la lanza contra la ventana.

Cristal y madera por todas partes.

Se sube al alféizar, se cuela entre los cristales rotos y el marco astillado. Salta al interior y abre la puerta.

No hay marcha atrás.

Cruzo el pasillo hasta la tienda; Dick va derecho al piso de arriba.

Llego al escaparate lleno de retratos escolares y doy un golpe en la puerta. Abro para que entre Jim.

Entra.

Señalo el techo.

Se pone el pasamontañas y me sigue por las escaleras de atrás.

Por las escaleras estrechas y empinadas, pasamos por delante del cuarto oscuro a la derecha y entramos en una sala de estar-dormitorio a la izquierda.

Dick está en medio de la habitación, sobre una alfombra de fotos.

Fotos de niñas.

Retratos escolares.

Miles de ojos y cientos de sonrisas iluminan nuestras caras.

Ojos y sonrisas sobre el mismo fondo azul cielo.

El mismo fondo azul cielo que tanto le gusta al fotógrafo, al señor Edward Jenkins.

Saco la foto que llevo en el bolsillo.

La foto de una niña.

Un retrato escolar.

Un par de ojos y una sonrisa me iluminan la cara: Ojos mongólicos y una sonrisa pícara sobre el mismo fondo azul cielo.

Jeanette Garland.

Me quito el pasamontañas y vuelvo a ponerme las gafas…

De cristales gruesos y montura negra.

El Búho:

Soy el Búho y lo veo todo con esos cristales gruesos de montura negra, todo lo que hay en esta habitación del piso de arriba con su alfombra de ojos inocentes y sonrisas confiadas, maltratadas y expuestas bajo una sola bombilla sucia.

Sin pestañear.

Una sola bombilla sucia que han dejado ahí.

Me guardo la foto de Jeanette en el bolsillo.

—Se ha ido —dice Jim.

Asiento.

Dick me pasa una agenda grande y negra de 1974:

—Se la ha dejado con las prisas.

La abro por la última página y voy pasando hojas con nombres y direcciones.

Iniciales y números de teléfono ordenados alfabéticamente.

Paso las páginas. Leo los nombres. Veo las caras: Busco un nombre, un número, una cara.

Veo John Dawson. Veo Don Foster.

Veo mi nombre.

Veo Michael Myshkin, John Murphy, el

Tejón, y por fin: Ese nombre, ese número, esa cara:

GM: 3657.

Cierro la agenda.

Todos van a morir en este infierno.

Cierro los ojos.

Todos vamos a morir.

—¿Y ahora qué? —pregunta Jim.

Abro los ojos.

Los dos me están mirando.

—Quemadlo todo —digo.

Asienten.

Vuelvo a bajar por las escaleras y salgo al callejón.

Ya ha amanecido.

Me quito las gafas, las limpio, vuelvo a ponérmelas y miro el cielo.

La luna se ha ido.

No hay sol.

Jeanette Garland, desaparecida hace cinco años y seis meses.

Susan Ridyard, desaparecida hace dos años y diez meses.

Clare Kemplay, muerta hace cinco días.

Muerta:

Las ventanas miran hacia dentro y las paredes escuchan los latidos de tu corazón…

Donde un millar de voces gritan.

Dentro.

Dentro de tu corazón calcinado.

Una casa…

Una casa sin puertas.

La tierra calcinada.

Una tierra pagana y siempre invierno.

La habitación del crimen.

Ahí es donde vivo.

El gris se vuelve negro.

Sangre fresca en mis manos.

No hay vuelta atrás

Salgo de Castleford.

Llego a Netherton.

Aparco al final de Maple Well Drive.

El cielo de la mañana negro.

Todas las casas tienen las luces encendidas.

También el número 16.

Joder.

Nunca sale, nunca sale, nunca sale; Bajo del coche.

Echo a andar por la acera.

La luz del cuarto de estar está encendida.

La Ford Transit blanca está aparcada en la puerta.

Entro en el jardín.

Llamo al timbre:

Una mujer de pelo gris abre la puerta, con unos guantes de fregar rosas, goteando.

—¿Sí?

Ha engordado desde la última vez que la vi.

—¿Señora Marsh?

—Sí.

—Policía, guapa. ¿Está su George en casa?

Me mira, tratando de recordarme, y niega con la cabeza.

—No.

—¿Dónde está?

—Está en casa de su hermana, ¿no?

—No lo sé. Por eso se lo pregunto.

—Pues está allí.

—¿Y eso dónde es?

—Camino de Rochdale.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—¿Qué quiere decir?

—¿Que cuándo vio a su marido por última vez?

—El día que se fue.

—¿Cuándo fue eso?

—El jueves pasado.

—He oído decir que estaba enfermo.

—Lo está. Se ha ido a descansar.

—¿De verdad?

—¿No es lo que acabo de decirle?

Tengo ganas de estamparle la puerta en la cara. De abofetearla. De darle puñetazos. De darle patadas. De darle una paliza.

—¿Va todo bien? —pregunta un hombre desde el pasillo que va a la cocina.

Un hombre alto, vestido de negro, con un sombrero en la mano.

Un sacerdote.

Sonrío:

—Gracias por su tiempo, señora Marsh.

Asiente.

Doy media vuelta y salgo por el jardín.

Llego a la cancela y miro por encima del hombro.

La señora Marsh ha cerrado la puerta, pero vuelvo a ver la misma sombra…

Detrás de los visillos del salón.

Dos sombras.

Echo a andar por Maple Well Drive.

Vuelvo al coche.

Subo y espero.

Espero y vigilo.

Espero.

Vigilo.

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