1983

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Cuarta parte » Capítulo 44

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Te quedas dormido en el coche. Te despiertas en el coche. Te quedas dormido en el coche. Te despiertas en el coche.

Miras por el retrovisor central. Luego por el lateral.

El asiento del copiloto está vacío.

Las puertas cerradas por dentro. Las ventanas cerradas. El coche huele mal. Arrancas el motor. Pones en marcha los limpiaparabrisas y enciendes la radio: Los últimos sondeos de opinión siguen arrojando una ventaja del 15% de los conservadores sobre los laboristas. La señora Thatcher acusa a los líderes del SDP de no tener agallas; Gran Bretaña se enfrentará a una crisis económica como la de 1929 en los dos años siguientes, gane quien gane, según Ken Livingstone; Michael Foot participa en un mitin en Hyde Park ante 15.000 personas al final de la Marcha Popular por el Empleo…

Lo apagas todo.

Oyes las campanas, el tráfico y la lluvia:

Es domingo, 5 de junio de 1983.

D-4.

Estás aparcado debajo de los apartamentos City Heights, en Leeds.

Camino del edificio, das media vuelta para comprobar que has cerrado el coche. Cruzas el aparcamiento y subes las escaleras hasta el cuarto piso. Lees las pintadas en las paredes: Extranjeros Fuera, Leeds, Frente Nacional, Leeds, Mata a un paqui, Leeds.

Piensas en tu madre. No paras. Doblas una esquina y ves algo muerto dentro de una bolsa de plástico.

En tu padre. No paras. Doblas la siguiente y ves un montón de mierda humana.

En Fitzwilliam. No paras. Llevas unos zapatos que no son tuyos y piensas en niñas perdidas.

Hazel.

En el cuarto piso recorres el pasillo al aire libre y el viento te azota la cara hasta llenarte los ojos de lágrimas. Aprietas el paso entre ventanas rotas y puertas con la pintura desconchada.

Las puertas dan golpes, sacudidas por el viento y la lluvia.

Lágrimas nuevas en tus ojos viejos; empiezan a encenderse las luces en Leeds.

Pero aquí no.

Aquí no, delante de una puerta donde han escrito:

Pervertido.

Llamas a la puerta del apartamento 405 del edificio City Heights, en Leeds.

Esperas.

Oyes ruidos de cristales rotos y el grito de un niño en el piso de abajo, los frenos de un autobús vacío y una voz histérica en una radio en otro apartamento.

Las campanas han dejado de sonar.

Llamas al timbre.

No funciona.

Te agachas y levantas la solapa de metal de otro buzón. Huele mal. Oyes una tele.

—¡Perdone! —gritas por el agujero.

La tele se apaga.

—¡Perdone!

A través del buzón ves un par de calcetines blancos y sucios que se acercan.

Das un golpe en la puerta.

—Sé que estás ahí —gritas.

—¿Qué quieres?

Te incorporas.

—Sólo hablar un momento —le dices a la puerta.

—¿De qué?

—De tu hermana y de su hija.

El cerrojo se abre. La puerta donde han escrito

Pervertido se abre.

—¿Qué pasa con ellas? —dice Johnny Kelly.

El hombre que lo tenía todo.

—¿Qué pasa con ellas? —repite.

El hombre que lo tenía todo

Con unos vaqueros ceñidos y un jersey, sin camisa, el pelo largo y sin lavar, la cara hinchada y sin afeitar.

—Están muertas —dice.

—Ya lo sé —contestas—. Por eso estoy aquí.

—Vete al carajo.

—No.

Johnny Kelly avanza un paso. Te da un golpe en el pecho.

—¿Quién coño te has creído que eres?

—Me llamo John Piggott —contestas—. Soy abogado.

—No tengo ni un puto duro, si es eso lo que buscas.

—No. No es eso lo que busco.

—Entonces ¿qué quieres?

—La verdad.

Traga saliva. Cierra los ojos y vuelve a abrirlos. Se queda mirando el cielo gris y negro. Oye los cristales rotos y los gritos del niño, los frenos y las voces. Ve el cadáver y la mierda.

—¿Qué verdad?

—La verdad sobre Paula y su hija Jeanette. Sobre Susan Ridyard y Clare Kemplay. Sobre Michael Myshkin y Jimmy Ashworth. Sobre…

Los muertos y la mierda.

Las lágrimas viejas y las nuevas.

Pervertido, escrito en las ventanas y las puertas.

—Sobre Hazel Atkins —dices.

—¿Y qué te hace pensar que yo sé algo?

—He tenido una corazonada —te encoges de hombros.

—¿Eres un puto vidente o qué? —dice, cerrando la puerta.

Metes el pie derecho entre la puerta y el marco. Le impides cerrarla.

—¡Vete al carajo! —grita—. Yo no sé nada.

Le das con la puerta en la cara.

—¿De verdad? Pero ¿a que todos esos nombres sí te los sabes?

Y Johnny Kelly…

El hombre que lo tenía todo…

Johnny Kelly se mira los calcetines blancos y sucios. Asiente. Murmura algo que no llegas a oír.

—¿Qué? —dices.

—Están muertos —repite, mirándote.

Las lágrimas viejas y las nuevas.

Las lágrimas en tus ojos.

—Todos—dice. —Muertos.

—No todos —contestas.

Vuelve a mirarse los calcetines blancos y sucios.

—¿Vas a dejarme pasar?

Da media vuelta y vuelve a su apartamento. Deja la puerta abierta.

Lo sigues por un pasillo estrecho hasta el cuarto de estar.

Se sienta en un sillón de vinilo viejo y arañado, con periódicos abiertos por las páginas de hípica a sus pies y un plato de alubias secas y sin probar.

Una botella de HP vacía y apoyada al revés.

Esconde la cara entre las manos.

Te sientas en el sillón a juego.

El mundo en guerra en una tele en color.

En la chimenea de gas apagada y su caja de plástico, una chica polinesia sonríe en varios tonos de naranja y marrón, con una raja en el pelo y una esquina rota, las paredes llenas de humedad.

Te sientas y piensas en caras llenas de lágrimas.

Piensas en las desaparecidas.

En Hazel.

Un perro ladra sin parar en la casa de al lado.

Johnny Kelly te mira:

—Esto no termina nunca —dice.

Asientes.

—¿Qué quieres saber?

—Todo —susurras.

Vuelves de Leeds a Wakefield, sin encender la radio. Y no paras de repetir: Todo el mundo lo sabe; todo el mundo lo sabe; todo el mundo lo sabe…

Todo el mundo lo sabe y…

Son las cuatro de la tarde, nunca sale el sol, y por el parabrisas del coche resbala la puta lluvia incansable, la eterna llovizna de una puta tarde triste, oscura y silenciosa de domingo.

Miras por el retrovisor central. Luego por el lateral.

Aparcas en una calle tranquila y en penumbra delante de una tapia alta y mojada: Trinity View, Wood Lane, Sandal.

La zona chic de Wakefield; los propietarios de garajes y los constructores, los hombres que se han hecho a sí mismos y que han hecho un montón de pasta, con sus grandes jardines y sus vidas previsibles, los que nunca pagan sus facturas y siempre eluden los impuestos.

Autocomplacientes, protegidos y forrados para afrontar la guerra inminente…

Contra John Piggott.

Subes por la larga avenida de Trinity View, dejas atrás el césped impecable con sus ornamentos de plástico contaminado y su estanque de agua ponzoñosa.

No hay coches en el jardín. No hay luces dentro.

Sólo el odioso resplandor de la historia siniestra.

El más que odioso resplandor de la más que siniestra historia colgado de los árboles, de las ramas.

Sus sombras largas.

Llamas al timbre. Oyes el eco de las solitarias y atroces campanillas dentro de la casa.

—¿Sí? ¿Quién es? —pregunta una voz de mujer al otro lado de la puerta.

—Mi nombre es John Piggott.

—¿Qué quiere?

—Quiero hablar con usted.

—¿De qué?

—De Johnny Kelly.

—Váyase.

Pegas la cara y los labios a la puerta:

—De Jeanette.

Silencio.

Colgado de los árboles.

—De Clare.

Silencio.

En las ramas.

—Señora Foster, no me iré hasta que abra esa puerta y le vea la cara.

Un momento de vacilación. Se retira un cerrojo y la puerta se abre.

Patricia Foster, de cincuenta y pocos años y pelo gris, necesitado de una permanente. Viste de negro y lleva en la mano un mechero y un cigarrillo sin encender.

El filtro ya está manchado de carmín, y le tiemblan las manos.

Da media vuelta y se sienta en un escalón de la espléndida escalinata alfombrada. Sacude la cabeza:

—¡Qué cosas hacemos!— dice.

—¿Perdón?

Te mira y enciende el cigarrillo.

—Sabía que vendría —dice.

—¿Yo?

—Alguien.

—He ido a ver a Johnny Kelly —dices.

Sonríe con la vista en la alfombra:

—Un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer, ¿eh?

Le enseñas una foto de periódico de Hazel Atkins.

Levanta los ojos oscuros y la nariz alta, el rostro de un águila.

Una inicua ave de presa que se alimenta de carne.

Aparta la mirada.

—¿Qué quiere saber? —pregunta.

—Nada —dices.

Te mira fijamente.

—¿Nada?

Asientes y das media vuelta.

—¡Espere! —grita.

Sigues andando.

—¿Adónde va?

Sigues andando.

—¡No puede irse!

Te alejas entre el odioso resplandor de la clase contaminada a la que pertenece.

—¡No! —grita desde el umbral de su puerta.

Dejas atrás el césped impecable con sus adornos de plástico contaminado y su estanque de agua ponzoñosa.

El césped impecable donde su marido fue asesinado el 23 de diciembre de 1974.

Debajo de esos mismos árboles.

Te alejas de Trinity View por la larga avenida.

Patricia Foster sigue gritando, gritando y gritando.

Sus gritos y sus recuerdos.

Colgados de los árboles, en sus ramas…

Tus recuerdos.

Llevas unos zapatos que no son tuyos.

Son de un hombre muerto.

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