1979

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SEGUNDA PARTE CHINA, A FINALES DE 1979 » OCHO

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Después de un largo viaje, en el transcurso del cual primero fui en avión, transbordando en aeropuertos cada vez más pequeños y sórdidos, a continuación en autobús, y, cuando eso ya no fue posible por falta de carreteras, en mulo durante días enteros y finalmente a pie, llegué a una altiplanicie árida y pedregosa.

Mi guía se detuvo, nos desembarazamos de las mochilas, nos dimos media vuelta y, respirando aliviados, miramos detrás de nosotros. Abajo se veía el horizonte en toda su amplitud; grandes y polvorientas llanuras, valles verdes y umbrosos, niebla en la lejanía, la curvatura de la tierra...

Vimos un atisbo de ciudades infinitamente lejanas, que brillaban al sol como la plata. Vimos los ramificados y tranquilos recodos de los ríos, las pardas colinas que ascendían poco a poco hasta nosotros y finalmente, desde arriba, como si fuera un truco de la luz, nos vimos a nosotros mismos.

Nos dimos otra vez media vuelta, cargamos con las mochilas y seguimos caminando. Allí arriba ya no había árboles, hacía tiempo que los habíamos dejado atrás, en el valle. Yo masticaba un pico de pan que aún había encontrado en mi mochila.

Al borde del sendero seguían floreciendo los dientes de león, un viento espantoso me azotaba la cara. Tenía que luchar contra él para poder avanzar. Las semillas de diente de león se arremolinaban en torno a nosotros como pequeñas nubes de insectos.

A la vista de los montes, al principio me sentí cansado y rendido, sin fuerzas, como un niño pequeño, pero no dejé que se me notara. A veces tenía que hacer una pausa, el ascenso era demasiado rápido, primero sudaba, después tenía frío, luego volvía a sudar. De vez en cuando me comía una de las manzanas que llevaba en la mochila. A los pocos días, me había acostumbrado.

Seguíamos subiendo cada vez más, a veces pensaba que el camino tal vez iba a bajar por fin un rato, pero luego sólo había sido un puerto que habíamos alcanzado y atravesado; el sendero que llevaba al puerto siguiente, que era todavía más alto, iba en descenso durante un corto trecho, así que uno se equivocaba siempre, sólo subíamos.

Las piedras que había en los cauces secos de los ríos por los que caminábamos eran planas y lisas. Cogí algunas, las llevé conmigo un trecho y luego las tiré otra vez porque sólo eran piedras.

Encima de nosotros, el cielo era de un azul oscuro que yo no había visto jamás. Allí, en aquel cielo, había unas nubes pequeñas, eran perfectas; como nubes absolutamente perfectas flotaban disociadas, eso me parecía a mí, sobre aquella tierra.

A la izquierda, a lo largo de la llanura, se elevaba, imponente e inmensa, una cadena montañosa que teníamos que rodear. Esas montañas parecían masas de lava enfriadas hacía largo tiempo, obligaban a levantar la vista hacia arriba, la atraían indefectiblemente hacia lo alto, aunque yo hubiese preferido mirar a otro lado...

Allí arriba, sólo podía verlo poniendo la mano sobre los ojos y parpadeando a través de los dedos abiertos, estaba la blancura muerta, aterradora, de las nieves perpetuas. Sobre nosotros se extendían desiertos de hielo, entre grises y negros, ásperos, allá el aire era aún más tenue que aquí abajo, era aún más cortante y más inexorablemente frío, aunque brillaba el sol. En torno a nosotros, todo era como en el país de

Mordor.

El camino pasaba junto a algunos monasterios pintados de rojo oscuro y excavados en las blanqueadas vertientes de los montes; allí estaban, abandonados y desiertos, a la luz del sol del atardecer...

Me había envuelto la nariz y el cuello en varias telas, tuve que cubrirme con ellas incluso los ojos, hice varios agujeros para poder ver a través. No tenía gafas de sol, hablamos de que allí, a esas alturas, se podía tener un desprendimiento de retina si uno no se envolvía la cabeza en paños con rendijas diminutas para los ojos...

Para proteger del viento las orejas, me recubrí además la cabeza con una bufanda de lana que sujeté debajo de la barbilla utilizando para ello los imperdibles de la pernera del pantalón.

De una bala de fieltro que llevaba a la espalda además de la mochila, mi guía había desenrollado largos trozos. Cuanto más subíamos tanto más iba cortando de aquel rollo; en los descansos, nos envolvíamos con ese fieltro cálido de color gris claro las pantorrillas, los brazos y los muslos...

Para sujetar bien los grandes paños de fieltro, cortábamos pequeñas tiras. Más tarde, mucho más arriba, también nos cubrimos con aquello la parte superior del cuerpo; confeccionamos unos blusones sencillos y los atamos por delante del vientre con un delgado cinturón de fieltro. Me pareció que no nos sentaba nada mal.

De vez en cuando, de los abandonados caseríos de los monasterios venían, ladrando y gruñendo, perros piojosos y sucios. Se lanzaban contra nosotros y nosotros les arrojábamos piedras.

Abajo, en la llanura, me había cortado un garrote largo en el que ahora podía apoyarme. Los perros mordedores y medio salvajes nunca se atrevían a acercarse más que hasta poco antes del radio de mi bastón. Me acostumbré a describir círculos en el aire, delante de mis pies, con la punta del bastón, mientras caminaba.

Mi guía plantaba por la noche la tienda de pieles. Nos hacía en un hornillo de gas un poco de té con leche y poco después del anochecer nos acostábamos juntos en la tienda protectora. Fuera silbaba el viento. Nos tapábamos con unas mantas de lana, viejas y rasposas, y con la bala de fieltro que siempre desenrollábamos por la noche, y al momento dormíamos profundamente y sin sueños hasta el amanecer; luego, continuábamos.

Los zapatos Berluti se deshacían poco a poco, aguantarían seguramente unas semanas más, pero después aquello se había terminado, estaba claro. En la suela del zapato izquierdo ya había un agujero. Notaba con los dedos de los pies las piedras de debajo, cuando caminaba se metían por el agujero pequeños guijarros. El zapato derecho estaba completamente abierto por la punta, la piel había tomado una fea combadura y se iba desflecando.

De modo que los mejores zapatos del mundo ni siquiera podían aguantar un mes de montaña, pensé, y entonces me acordé de Christopher, de cómo puse sus zapatos con las puntas contra la pared, en la habitación donde murió, y cuando traté de representarme el rostro de Christopher ya no pude verlo.

Siguiendo las instrucciones de mi guía, por la noche, poco antes de dormir, empecé a fabricarme unos zapatos; metí tres tiras de fieltro, con la forma de mi planta del pie, entre dos piedras, y golpeando éstas pegué las tiras unas con otras y luego las cosí con una aguja de hueso que me prestó. Decía que el fieltro era bueno para todo, que en el fondo para sobrevivir allí arriba sólo se necesitaba fieltro.

Cada día estábamos más sucios, sólo dos veces había visto un riachuelo

y me había desvestido y lavado en el agua helada. Llenamos nuestras cantimploras con aquella agua clara, mi guía también tenía un bidón de gasolina de plástico blanco que llevaba a la espalda cuando caminaba y que ahora llenó del todo, sumergiendo en el agua el tubo de relleno.

La suciedad y el polvo nos cubrieron a nosotros y a nuestra vestimenta de fieltro con una fea capa, era como si poco a poco se nos fuera formando una costra conforme íbamos subiendo. Tenía la impresión de que en nuestros cuerpos estaba surgiendo un barniz, como si fuéramos esos cuadros antiguos que han sido repintados una y otra vez en el transcurso de los siglos de forma que el original ni se reconoce ni se recuerda.

Los labios se nos cortaban y nos dolían las comisuras, yo había aprendido a no pasarme la lengua por los labios resecos, eso lo empeoraba aún más; la saliva se secaba al momento y a pesar de que ya no me mojaba los labios, se me formaban grandes ampollas humectantes en torno a la boca.

Cuando mi guía se dio cuenta —una noche estábamos sentados en la tienda y yo me quité de la cara el fieltro y la bufanda— tocó con la mano primero su boca y luego la mía...

Sacó de su mochila una pequeña vasija de barro, le quitó la tapadera y me indicó que me untara los labios con el contenido. Era una pasta blanca, parecía queso, olía a moho y a cabras viejas que mueren lentamente...

Era mantequilla de yak: que cogiera de ella, dijo, y yo metí el dedo en el tarro y me extendí una pella alrededor de la boca. Entonces las ampollas fueron desapareciendo, ya no me dolía tanto pero en cambio tenía siempre durante el día, al caminar, debido a que las tiras de fieltro habían absorbido la mantequilla, ese intenso y áspero olor a cabra debajo de la nariz.

Le había dado suficiente dinero para que me llevara hasta el pie del monte Kailash, en Tíbet, eran si recuerdo bien unos miles de dólares. Cada pocos días le preguntaba si de verdad tenía bastante, y él sólo asentía con la cabeza y miraba para otro sitio; yo tenía la impresión de que ese preguntar por el dinero le ofendía. Eran dólares de Mavrocordato pero eso lo ignoraba mi guía...

Yo estaba de pie, apoyado en mi bastón, y hablaba del dinero. Las montañas me abrumaban. Por la noche nos mirábamos largo tiempo. Nos habían crecido unas barbas considerables.

A los treinta y un días vimos un viejo monje que caminaba delante de nosotros, como si hubiera estado escondido detrás de unas rocas esperándonos. Estaba allí con la cabeza rapada, llevaba un hábito rojo oscuro, casi de color lila

y hacía señas extrañas con la mano. Llevaba una bufanda amarilla sobre los hombros, en las comisuras de la boca se habían depositado sedimentos costrosos de saliva...

Le adelantamos por la izquierda, como estaba prescrito, y cuando pasábamos a su lado nos dio de pronto a los dos un golpe en la espalda con la palma de la mano. Como yo iba delante, primero me golpeó a mí; me di la vuelta y le vi la cara cuando le pegaba fuerte en la espalda a mi guía. Sólo tenía un ojo bueno, el otro estaba blanco, vacío...

El miró también, sacó la lengua de la boca, se levantó al mismo tiempo rápidamente el hábito y se abanicó sus partes, que había dejado al descubierto. Salí corriendo camino arriba. El monje era un perturbado mental...

Después, mientras caminaba y mientras hubo claridad, describí todo el día círculos delante de mis pies con el bastón, como si de ese modo pudiera apartar de mí el rostro horrible del viejo. Mi guía no lo mencionó con una sola palabra.

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