1969

1969


Juárez

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Juárez

Al día siguiente estaba de mejor humor y pudo aprovechar al máximo las enseñanzas que recibía en el cursillo. La prensa volvía a la carga con que España se encontraba a las puertas del Mercado Común y las tropas rusas estaban de nuevo en Praga. Todo era cíclico. Leyó sin sorprenderse que los implicados en los incidentes de la universidad habían sido detenidos, pese a que algunos de los revoltosos pudieron escapar y no se hallaban en sus domicilios. Sintió pena por aquellos jóvenes inconscientes. Después de las clases, comió con sus compañeros y durmió una siesta. Por la tarde, a eso de las cinco y media, telefoneó al consulado de México desde una cabina, tal como Ruiz Funes le había indicado.

—¿Juárez? —preguntó.

—Un momento —respondió una voz femenina desde el otro lado de la línea.

Aguardó mientras veía pasar a los transeúntes, todos con prisa. Recordó su vida en Madrid y Barcelona y supo que se había acostumbrado demasiado al ritmo cansino y despreocupado de la vida en una pequeña ciudad. Le pareció que pasaban la llamada a otra extensión y escuchó una nueva voz, ésta de hombre, que decía:

—Bar Pepe, calle de Floridablanca, 89. Diga que es usted José.

Decidió ir caminando, no le vendría mal para ordenar sus ideas. ¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Qué era aquello? Comenzó a temer que su amigo Joaquín fuera una especie de espía o algo así.

Llegó al bar de la calle de Floridablanca, un local pequeño y forrado con azulejos blancos manchados de grasa. Estaba atestado. Se dirigió al camarero de más edad y dijo:

—Soy José.

El otro replicó sin detenerse:

—Y yo, Blas, encantado.

Se quedó de piedra. ¿Sería todo aquello una tomadura de pelo? ¿Una broma de Joaquín?

Salió a la calle de nuevo a comprobar el número del inmueble y consultó las señas. Era allí, en efecto. Volvió a entrar y echó un vistazo. Vio a un camarero delgado, moreno, con bigote y aspecto apresurado. Llevaba dos platos con sendos bocadillos de calamares.

—¿Es usted el dueño?

—Hombre, el dueño, el dueño… El dueño es el banco, pero sí, el negocio está a mi nombre.

—Mire usted, yo soy José.

—Espere —dijo el propietario.

El hombre volvió a meterse tras la barra pasando bajo una portezuela. Buscó algo en una estantería junto a una botella de anís con los colores del Barça y le tendió una nota sin mediar palabra.

—Gracias —dijo Alsina cuando su interlocutor ya se había dado la vuelta para entrar en la cocina.

Salió a la calle de nuevo.

«Calle de Floridablanca, 60, ático», rezaba la pequeña esquela. Estaba a un paso. Cruzó la acera y se dirigió al número 60. Pulsó el timbre del ático y subió cinco pisos por las escaleras. Cuando llegó al último llamó a la puerta y le abrió un tipo que parecía realmente un mexicano salido de una película de vaqueros. Era pequeño, rechoncho, de tez morena, pelo abundante muy negro y lucía un impresionante bigote.

—Juárez.

Tras identificarse, el otro le estrechó la mano y lo hizo pasar de inmediato a un inmenso salón con las paredes desconchadas y pintadas de azul que pedían a gritos una buena mano de pintura.

Sólo había una mesa en la estancia y, junto a ella, dos sillas. Tomaron asiento.

—¿Cómo anda mi compadre Ruiz Funes?

—Bien, bien, ya sabe usted que se maneja como nadie.

—Ahórrame el usted, compañero.

Había una botella de tequila sobre la mesa y una carpeta. Juárez llenó dos vasos.

—No bebo cosas tan fuertes —rechazó Alsina.

—¿Cómo? —repuso el mexicano algo molesto.

—Hace un mes que dejé de beber. Soy alcohólico.

Juárez apuró los dos vasitos de un trago y escondió la botella bajo la mesa.

—Perdona, pero… ¿qué hago aquí? —acertó a decir Julio algo confuso—. ¿Y quién eres tú?

—Agregado cultural del consulado.

—Encantado.

—Me dice Joaquín que andas metido en un asunto de altos vuelos.

—No sé muy bien en qué ando metido, la verdad, pero sí que hay gente importante por medio.

—¿Gringos?

—Sí, algunos.

Juárez chasqueó los labios, abrió la carpeta y comenzó a extender fotografías en blanco y negro de tipos de aspecto extranjero.

—Ruiz Funes me habló de un tipo, Richard, que se encarga de la seguridad.

—En efecto.

—¿Lo ves aquí?

Examinó las fotografías con detalle: un tipo pasado de peso con camisa blanca, de manga corta, y corbata negra, acompañado por dos prostitutas mulatas; otro con el pelo cortado a cepillo en bañador; individuos con aspecto de hombres de negocios sentados a la mesa en un restaurante y cosas similares.

—Tómate tu tiempo.

Le agradaba el acento de aquel tipo, sonaba dulce y evocaba lugares lejanos y cálidos.

—No es ninguno de éstos —negó mientras Juárez se atusaba el bigote mirándolo fijamente.

—Espera —dijo el otro levantándose de improviso para perderse por un largo pasillo.

Tuvo unos momentos para recapacitar: ¿qué hacía allí?

Aquél tipo era un agregado del consulado, un diplomático que le enseñaba fotografías de americanos. No hacía falta ser muy listo ni haber visto muchas películas de espías para saber que aquello no era algo inocente. Sintió deseos de salir de allí corriendo, pero confiaba en Joaquín, él no le metería en un lío. Los incidentes de la universidad iban a deparar más detenciones, seguro, todo lo que oliera a comunista debía ser evitado, pero decidió ver en qué acababa aquello.

Juárez volvió con un sobre grande color crema. Lo abrió y sacó tres instantáneas. Alsina reconoció al instante al segundo tipo:

—Es él.

—¡Lo sabía! —exclamó el mexicano—. Pendejo.

—Sospecho que lo conoces.

—Sí, compañero.

Alsina advirtió que era la segunda vez que lo llamaba así.

—¿Y?

Juárez se incorporó un poco sobre su silla y bajó el tono de voz como el que hace una confidencia:

—Richard Black Weaber, alias «Gunboy», alias «Jesús». Estuvo en la Cuba de Baptista, donde hizo de las suyas. Mis últimos informes lo situaban en Vietnam. Pero…, ¡carajo!, ¿qué hace este tipo aquí? No te ofendas, compañero, pero ¿qué se le puede haber perdido a la CIA en Murcia?

Alsina tragó saliva. Luego, sonriente, buscó refugio en el sentido del humor y dijo:

—Fíjate, Juárez, que me ha parecido entender que has dicho que era de la CIA…

—Eso he dicho.

—No.

—Me temo que sí.

—Richard, el jefe de seguridad de Wilcox, ¿es de la CIA?

—Sí.

—Trae esa botella.

Alsina se sirvió un vasito de tequila y se atizó un buen trago. Le supo a rayos.

—Joder —exclamó.

Juárez sonrió como apiadándose de él.

—Definitivamente, estás metido en algo gordo, compañero. Muy gordo —anunció.

—Pero ¿qué demonios hace la CIA metida en esto? ¡Si aquello es una empresa de fertilizante!

—Ése tipo es un carnicero. Es bueno en su trabajo. Ándate con tiento, compañero.

¡Lo que le faltaba! Quedaron en silencio.

—Tengo que tomar el aire —manifestó el policía de improviso, y se levantó para salir de allí. No podía aguantar ni un minuto más en aquel cuarto. Sentía una enorme presión en los pulmones, se ahogaba.

—¡Si necesitas algo llama al consulado…! —oyó decir al mexicano cuando ya salía del ático.

Llegó a la calle medio mareado. Un momento, un momento. Necesitaba poner en orden sus ideas. La gente desaparecía en La Tercia como si aquello fuera el Triángulo de las Bermudas; los del búnker se hallaban tras el asunto, pues tampoco sabían qué estaba pasando; había gente armada en la finca y era imposible acercarse a las instalaciones de Wilcox en la cara sur de la Cresta del Gallo, pues había hombres armados patrullando la zona; el Alfonsito hablaba de ángeles blancos; un ufólogo que decía ser periodista buscaba ovnis en la zona, el cura organizaba rogativas por los desaparecidos…

Y ahora, por si todo eso no fuera suficiente, un mexicano con pinta de ser un espía afirmaba que Richard, el amigo de Robert, era nada menos que un miembro destacado de la CIA.

¡La CIA!

Decidió volver sobre sus pasos e interpelar a Juárez al respecto, pero en cuanto enfiló la calle Floridablanca vio dos coches policiales aparcados frente al portal del edificio donde lo había recibido el mexicano. Temió por él, pero de inmediato se dijo que se trataba de un diplomático. No podrían detenerlo y mucho menos torturarlo, así que se sintió aliviado, aunque algo asustado. No podía evitarlo. Volvió hacia atrás discretamente. Caminaba sin rumbo, perdido, con las manos en los bolsillos y hablando solo, alarmando a los transeúntes que se cruzaban con él.

¿Qué iba a hacer? Aquello se le iba de las manos. Pensó en su amigo Joaquín: era un buen tipo y siempre le había ayudado, pero comenzaba a encargarle cosas un poco raras. Ya le había parecido extraño aquel recado para que avisara a Práxedes, un tipo huraño, antiguo comunista y que parecía obsesionado con sus palomas y sus aparatos de radio. Juárez, el mexicano, le había llamado compañero varias veces, ¿no sería un comunista? Era evidente que sí.

Le daba igual la ideología que profesara cada cual, pero a él la política no le importaba. Bastante tenía ya con la mierda de vida que llevaba como para meterse en más líos.

Más líos. ¿Acaso era posible?

Volvió caminando al hotel. Al día siguiente llegaría Rosa. Eso lo calmó. ¿Y si le proponía fugarse a París? Desde allí, desde Barcelona. Para no volver y dejar todo aquello atrás. Para siempre.

Quizá no fuera una locura.

Se sintió más apaciguado tras pensar en ella. Quizá se estaba volviendo loco y veía conspiraciones por todas partes, pero aquel asunto se complicaba cada vez más, como un rompecabezas cuyas piezas no encajaban y al que se sumaban más y más piezas que no podía colocar en ninguna parte. Lo lógico, en un caso policial, era ir avanzando, obtener pistas, indicios, e ir poco a poco abriéndose paso hacia la verdad. En esta ocasión le estaba ocurriendo lo contrario: cuanto más investigaba, cuanto más creía saber, más lejos se sentía del final. Cada testigo, cada testimonio, no hacía sino enredar más la madeja, complicarlo todo.

Ángeles, ovnis, curas rurales, procesiones, americanos, cazadores furtivos, un crimen, ufólogos, la CIA y putas de lujo. Menuda combinación. ¿Qué podían tener en común?

De locos. Decidió descansar un poco.

En Estudio 1 programaban El enfermo imaginario de Molière, así que decidió relajarse viendo un poco de teatro en la televisión.

El miércoles llegó Rosa. Había viajado en coche cama, así que pese a haber dedicado la mañana y parte de la tarde a una tediosa reunión de las coordinadoras de grupos de Coros y Danzas, llegó al hotel de Julio con la sonrisa en los labios y dispuesta a salir a pasear por la ciudad. Cuando la vio en el hall del hotel, Julio la abrazó y la besó apasionadamente. Salieron del local entre risas, porque un cliente les recriminó su falta de decoro.

Caminaban de la mano por las Ramblas, como si fueran novios, pues nadie los conocía allí y podían comportarse como si sus vidas fueran realmente suyas. Pasearon por los jardines de la Ciudadela y subieron incluso en un tiovivo. Ella vestía la camisa azul, una rebeca, falda gris y el abrigo marrón, pero se había soltado el pelo y pintado los labios. No llevaba gafas. Pasearon por el puerto echando un vistazo, abrazados como una pareja más. Luego, caminaron sin rumbo por la Barceloneta y hallaron un bar donde comieron pescado frito y gambas, regados con un vino blanco que a ella comenzó a subírsele a la cabeza. Alsina no bebió demasiado.

—¿No tienes miedo de volver a caer? —comentó Rosa.

—No. Es raro, parece cosa de magia. Apenas bebo, es verdad, pero no siento la necesidad de hacerlo pese a que pruebe una cerveza o una copa de vino. Todo empezó con la muerte de Ivonne. Desde aquella noche, no sé, me sentí distinto.

—Quizá por eso tu mente tiende a complicar el caso, para que no se acabe nunca.

—No sé, puede ser. De todas maneras, procuraré no caer nunca en la embriaguez. Me da miedo volver a perderme en esa maldita nube.

Había una máquina de discos en aquel pequeño establecimiento, así que Julio se levantó y metió un duro para escuchar una canción. Volvió a la mesa mientras en la máquina comenzaba a sonar «Llorando por Granada», de Los Puntos.

Ella le preguntó por su gestión en el consulado y le contó su extraño encuentro con Juárez.

—Ése es un espía —concluyó Rosa.

—Eso me pareció a mí.

Pidieron dos flanes y los cafés y volvieron a pasear. Rosa se hospedaba en una residencia de la Sección Femenina pero le acompañó. No parecía tener prisa.

Llegaron del brazo a la puerta del hotel.

—¿Quieres subir? —propuso Julio como si aquello fuera lo más natural del mundo.

¡Le estaba pidiendo a una mujer de la Sección Femenina que subiera con él a solas a una habitación de hotel! Parecía que el mundo se hubiera vuelto loco.

—Sí, claro —aceptó ella con decisión.

Subieron en el ascensor intercambiando miradas a espaldas de un joven ascensorista uniformado como un almirante. Cuando llegaron a la habitación se fundieron en un abrazo, besándose, a la vez que cerraban la puerta tras ellos. Se dejaron caer con ansia sobre la cama. Le subió la falda y Rosa hizo ademán de quitarse las medias marrones, que llegaban hasta la mitad de sus muslos.

—No, déjalas así.

A continuación metió la cabeza entre las piernas de la joven, quien comenzó a gemir mientras él repetía lo mismo que unos días antes, en el portal. Cuando sintió que Rosa comenzaba a agitarse, se situó sobre ella, le desabrochó la blusa, apartó el sujetador y le mordisqueó los pezones. Se bajó los pantalones trabajosamente mientras ella lo buscaba con su boca. Entonces la penetró con suavidad y ella emitió una especie de quejido.

—Sigue, sigue —pidió al ver que él, por un momento, se paraba.

Julio comenzó a moverse rítmicamente a la vez que introducía su mano entre los dos para con el pulgar frotar su clítoris, hasta que ambos llegaron al clímax.

El policía dio como un grito a la vez que volvía a sentir aquella extraña sensación que le acompañaba desde el día de Nochebuena. Quedaron tumbados sobre la cama, semidesnudos, en una especie de letargo que lo impregnaba todo.

—Me siento como si hubiera vuelto a la vida —murmuró Julio—. Cásate conmigo.

Ella sonrió.

—No digas tonterías. ¡Si me vieran mis compañeras…! ¿Te das cuenta? Esto es exactamente lo que digo a mis chicas que no deben hacer.

Él estalló en una carcajada y ella lo secundó.

—Estaba equivocada —dijo abrazándole—. Esto es lo más maravilloso que hay en este mundo.

—Vaya…

—¿Sabes? Estoy loca, me he vuelto loca. He dicho en la residencia que no volvería a dormir, que lo haría en casa de una amiga de mi familia.

Él no supo qué decir.

Silencio.

—Pensarás que soy una cualquiera.

Julio la miró con ternura, sonriendo, y rebatió:

—No pienso eso, Rosa, pienso que eres extraordinaria. Una rareza entre un millón, extraordinaria.

—¿Lo he hecho mal?

—No, mujer, no. Lo haces muy bien.

La atrajo hacia sí, a la vez que ella se le colocaba encima. Entonces ella comenzó a besarlo de nuevo y ambos cerraron los ojos.

Al día siguiente, jueves, Alsina se sintió, por primera vez en muchos años, feliz. Aquélla jornada sólo pensó en televisores, en técnicas de venta y en Rosa. Fueron a Montjuïc y al Tibidabo. Lo pasaron muy bien, como dos adolescentes, y a las primeras luces del anochecer se encerraron en la habitación del hotel, donde hicieron el amor varias veces. Hasta el alba. Tuvieron tiempo de hablar sobre su situación e incluso mantuvieron una especie de pequeña discusión. Ella pensaba que, dadas las circunstancias, bien podían seguir con aquella relación, llevándola en secreto. Lo dijo con toda naturalidad, como si ya lo tuviera pensado y le pareciera algo normal. Julio se sentía mal sólo al oírla mencionar dicha posibilidad. Al parecer, Rosa Gil tenía las cosas muy claras: una mujer de más de veinticinco años sin novio era considerada oficialmente una solterona, y ella tenía veintiocho.

—Nunca pensé en casarme, Julio, nunca. En mi lista de prioridades no aparece hallar un marido, ni tener hijos, en fin, todas esas cosas que hacen las mujeres.

—Todas esas cosas que defendéis en la Sección Femenina.

—Pues sí, siempre anduve metida en política y, la verdad, esas cosas me parecían una pérdida de tiempo.

—¿Y ahora?

—Te conocí a ti, Julio. No me importa seguir con mi trabajo, con mi vida, si al menos puedo verte una o dos veces al mes, así, de esta forma.

—Pero ¿no te gustaría que las cosas fuesen de otra manera?

—Llevo un mes sin pensar en otra cosa y las cosas son como son. Siempre fui práctica, muy práctica, y hoy por hoy, tú y yo no podemos aspirar a nada más que esto. Hazme caso, seremos cautos, nadie se enterará y seremos felices a ratos.

—A ratos.

—Es cuestión de ser prudentes. Por lo único que me siento mal es por mi hipocresía, por las jóvenes a las que inculco la castidad, la sumisión… Yo no sabía lo que era esto. Quizá me equivocaba. Voy a centrarme en el Auxilio Social, en ayudar a la gente, y dejaré el adoctrinamiento para otras compañeras.

—Parece que lo tienes muy claro.

—Lo he pensado mucho. Todo lo que un ser humano puede pensarse algo, y he llegado a una decisión. Vine a Barcelona con la determinación de acostarme contigo, y no me arrepiento de lo que ha pasado, es más, pienso seguir haciéndolo. Además, Julio, la vida da muchas vueltas, y quizá algún día tu mujer…

—Lo he pensado mucho. Yo también, no creas; sé que no está bien desearle el mal a nadie, pero me gustaría ser libre.

—Bueno, no pensemos más en ello. Mi tren sale a las ocho de la mañana, aún tenemos tiempo…

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