1969

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Rosa Gil

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—Es mi trabajo —puntualizó la joven muy seria—. El verano pasado participé en unas jornadas sobre el tema en El Escorial; sepa que se prepara una nueva ley, la de Peligrosidad y Rehabilitación Social.

—Pues yo no los veo lo que se dice… peligrosos.

Rosa lo miró con cara de pocos amigos por su ironía:

—Al Régimen no le resultan bien vistos.

—Ya. Pero a mí no me parece mal lo que hacen. No hacen daño a nadie y cada uno es libre de querer a quien quiera.

—No es natural —sentenció ella por segunda vez en pocos minutos.

Decididamente, era una fanática. Como todos los miembros del Movimiento, repetía una y otra vez las consignas que les habían inculcado. Aun así parecía interesarse por los «descarriados» que tenía a su cargo. Se habían detenido en el primer paso de cebra de la calle.

—Hace un frío tremendo. ¿Le apetece un café con leche?

La joven lo miró perpleja.

—Quisiera agradecerle su ayuda —aclaró Alsina—. Permítame invitarla a merendar en Boccaccio. Una magdalena y algo caliente no me irían mal.

—De acuerdo. Ha dado usted con mi única debilidad.

—¿El café?

—No. El dulce.

—Vaya, pues no se le nota… quiero decir… que está usted delgada.

Ella sonrió.

—Me privo, Alsina, me privo.

—Julio, Rosa, Julio.

En unos minutos llegaron a la cafetería Boccaccio de la calle de Platería y encontraron una mesa pequeña libre, en un rincón. Era un lugar del que se decía que tenía estilo y siempre se hallaba abarrotado.

—Dos cafés con leche y magdalenas, por favor —pidió al camarero.

—¿Por qué piensa que la mataron? —dijo ella de repente, con lo que lo sorprendió.

—¿

Cómo?

—A la prostituta, la amiga del Lolo.

—¿No era Manuel? —dijo él con retintín, haciendo como que le reñía.

Rosa sonrió como si hubiera cometido una travesura.

Alsina pensó en sincerarse con ella y decirle que sospechaba que había sido detenida, torturada y violada, pero de inmediato desechó la idea. Aquélla mujer era falangista.

—Es sólo una corazonada —mintió—. Suelo fiarme de ellas.

El camarero trajo lo que había pedido.

Al tiempo que añadía dos terrones al café, ella dijo:

—¿Cuánto hace que su mujer…?

—¿Qué me dejó? Tres años. Se fugó con un compañero de comisaría.

—Vaya, lo siento.

—No lo sienta, Rosa. Salí ganando.

—Ya, pero la gente murmura.

—Sí, es lo que tiene ser un cornudo —murmuró sonriendo con amargura—. Pero lo que no mata engorda.

Entonces la miró y advirtió por primera vez que tras aquellas gafas se escondían unos ojos de color miel. El local estaba atestado y comprobó que al fondo había varias caras que le resultaban familiares. Uno de sus administrativos, Daniel Yuste, tomaba café con su mujer y unos amigos. Parecían cuchichear.

—¿Y ha pensado qué va a hacer al respecto?

—¿Respecto a qué? Usted lo ha dicho, es para toda la vida.

—Ella se fue, eso es abandono del hogar, podría usted pedir la anulación, rehacer su vida.

—Me sorprende, Rosa.

—¿Cómo?

—Sí, pensaba que diría que el matrimonio es para toda la vida. Ya sabe, como antes.

—Sí, sí, y lo es, lo es. Y de hecho debería usted haber ido por ella, recuperarla. Es su esposa, tiene derechos sobre ella.

El policía sonrió para decir:

—¿Y darle una paliza al otro? ¿Matarla, quizá? La ley me protege, es mía.

Rosa Gil no pudo evitar una sonrisa:

—Así, como usted lo dice, suena hasta ridículo.

—El tipo con quien se fugó era un animal, me mataría él a mí sin despeinarse; además, Adela era una golfa; «a enemigo que huye…

—… puente de plata».

—Exacto. Aunque, debo confesar que eso de la anulación ni se me había ocurrido.

—Si, como usted dice, ella es una…

—Una golfa, Rosa, puede decirlo abiertamente. Todo el mundo lo sabía. Desde el primer día.

—Pues eso, podría usted pedir la nulidad eclesiástica.

—¿Y qué más da? Me hundió y ni me di cuenta de lo que me estaba pasando.

Rosa lo miró a los ojos.

—Sí, he oído su historia.

Alsina sonrió de nuevo con amargura, y repuso:

—Ya, me sé la película: el policía cornudo, el hombre sin agallas…

—Pues no parece usted como dicen —dijo Rosa, en un claro intento de animarlo.

—¿Y qué ha oído por ahí?

—Dicen que perdió usted a su mujer y que lo relegaron en su trabajo, que bebe demasiado…

—Claro —musitó Alsina mojando una magdalena en el café con leche—. ¿Sabe?, no se lo he dicho a nadie, aunque ahora mismo caigo en la cuenta de que tampoco tengo a quién hacerlo, pero llevo varios días sin beber. Increíble, ¿no?

Ella sonrió de nuevo:

—Enhorabuena, Julio. ¿Y eso? ¿A qué se debe?

—Hoy hace una semana. Desde el suicidio de la chica.

Rosa quedó pensativa por un instante. Había apurado su café.

—Ésta noche es Nochevieja. Debo irme, he de ayudar con la cena. Gracias por la invitación.

—No hay de qué, Rosa, gracias a usted —contestó tomándola por el brazo mientras hacía una seña al camarero para que le diese la cuenta.

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