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Asunto de quince días, había diagnosticado Charles tres meses atrás bajo el sol de agosto. Lo mismo que dijo luego Monteil, y lo mismo que muchos creían por aquel entonces. Salvo que quince días después, treinta días más tarde, al cabo de más y más semanas, cuando comenzó a llover y los días pasaron a ser más fríos y cortos, las cosas no se desarrollaron como estaba previsto.

Eso sí, al día siguiente de la llegada de los soldados a las Ardenas, las perspectivas no eran tan malas. No podían quejarse de que el tiempo fuera un poco más fresco que en la Vendée, el aire era más puro y más vivo. No se encontraba uno nada mal. Sí tuvieron que pasar, durante la mañana, la revista de armamento, de las mochilas y pertrechos, pero eso es bastante normal cuando se es militar, serlo así casi resultaría un juego. Si bien Charles seguía manteniendo las distancias con Anthime —y viceversa cada vez más—, se rieron los dos con las bromas de Bossis y se rieron también sin piedad cuando un teniente cruel, durante la revista, se mofó de la torpeza de Padioleau al presentar armas. A continuación todos, menos los que no sabían, escribieron postales amenizadas con un aperitivo milagrosamente hallado —un Byrrh con limón aunque con agua corriente a falta de agua de Seltz—, y la comida no era demasiado mala, hasta pudieron echarse una siestecilla antes de ir a comprar ciruelas en un huerto al caer la tarde.

Transcurridos dos días todo quedó más claro: durante tres semanas no dejaron prácticamente de andar. Casi todas las mañanas salían a las cuatro, en medio del polvo rápidamente reseco de los caminos, a veces atajando a campo través, sin hacer ningún alto. Al cabo de cuatro o cinco días, cuando volvió el intenso calor, les dejaron realizar una pequeña parada cada media hora una vez recorrida la mitad de trayecto, pero muy pronto los hombres comenzaron a desplomarse sin cesar, sobre todo los reservistas, en especial Padioleau. Hasta que, al final de la etapa, estaban todos extenuados, nadie quería encargarse de cocinar y abrían latas de carne en conserva sin apenas bebida con que acompañarlas.

Y es que muy pronto comprobaron que no había modo de procurarse vino en la comarca, ni por lo demás bebida alguna, salvo a veces un poco de aguardiente puro, adquirido ya a cinco veces su valor a los destiladores de los pueblos que atravesaban, quienes se aprovechaban ávidamente de la mina de oro que les deparaban las tropas sedientas. Aquello no podía seguir así, el estado mayor no tardó en comprender la ventaja que suponía saciar la sed de unos hombres, toda vez que la ebriedad aletargaba el miedo, pero todavía no se había llegado a ese punto. Entretanto se seguían viendo cruzar aeroplanos por el cielo, cada vez con más frecuencia, era una distracción, y luego empezó a hacer menos calor.

Con todo, en los pueblos, aparte de los mercachifles —que ofrecían también tabaco, salchichón, confituras—, pero también en la linde de los campos y a lo largo del trayecto, se formaban grupitos de campesinos que aclamaban a los soldados. No era tan infrecuente que sin pedir nada a cambio les ofrecieran flores, fruta, pan y vino conservados por los aldeanos que a veces habían visto aparecer al enemigo y en ocasiones se habían visto obligados a entregarle mucho dinero para conseguir que no los bombardeasen. Mientras caminaban, los hombres observaban a las mujeres congregadas a la orilla de los caminos, y de vez en cuando veían a algunas jóvenes y guapas. Una de ellas, no tan guapa ni joven, les arrojó medallas religiosas camino de Écordal.

Cada vez cruzaban con más frecuencia pueblos abandonados por sus habitantes, a veces incluso derruidos, devastados o incendiados, quizá por no haber pagado el tributo. Las bodegas de las casas vacías en general habían sido saqueadas, a lo sumo descubrían botellas de agua de Vichy. Las calles desiertas estaban sembradas de cosas heterogéneas y degradadas: podían encontrarse, en el suelo y sin que casi nadie los recogiera, cartuchos sin disparar abandonados por una compañía de paso, ropa diseminada, cazuelas sin mango, frascos vacíos, una partida de nacimiento, un perro enfermo, un diez de trébol, una laya rajada.

Sucedió también que las cosas parecieron concretarse un poco más cuando comenzaron a propagarse rumores, sobre todo tocantes al espionaje: al parecer, un maestro traidor fue sorprendido en tal o cual sector, a punto de volar un puente. Hacia Saint Quentin, aparecieron supuestamente dos de aquellos espías amarrados a un árbol, acusados de transmitir con una linterna durante la noche información al enemigo, y cuando se acercaron a ellos vieron cómo el coronel los mataba a quemarropa con su revólver. Una noche, tras quince días de marcha, los hombres recibieron la orden de oscurecer las escudillas para disminuir la visibilidad. Anthime, que no sabía muy bien cómo hacerlo, observó cómo lo hacían los demás, cada cual a su modo, y acabó componiéndoselas haciendo una mezcla de tierra y de betún. Sí, no cabía duda de que todo parecía concretarse.

Dos semanas después de iniciarse la expedición, llegó también el momento en que Anthime constató que había dejado de ver a Charles. A costa de que lo reconvinieran durante la marcha, pasó dos días recorriendo de arriba abajo las filas de la compañía con el fin de por lo menos verlo, sin más resultado que acrecentar su cansancio. Entonces se aventuró a informarse, topándose al principio con suboficiales mudos y altivos, hasta que un sargento más complaciente le reveló una noche que a Charles lo habían trasladado, no se sabía adónde, secreto militar. Anthime apenas reaccionó porque se moría de sueño.

Además, por las noches, resultó todo un problema acostarse llegado el descanso. Por falta de espacio en los pueblos, media compañía se veía obligada por lo general a intentar dormir fuera; en caso de un pueblo vacío, los más afortunados se acantonaban en casas cuyos habitantes habían huido: en algunas de ellas había algún mueble y a veces camas, aunque sin ropa. Pero con más frecuencia se improvisaban camas en campos de avena o de remolacha, jardines o bosques, y se cobijaban bajo montones de ramas, en un almiar providencial, y una vez en una fábrica de azúcar abandonada. Dondequiera que pararan nunca encontraban comodidades, pero se dormían enseguida.

Antes de anochecer, no obstante la fatiga, realizaban actividades de rutina: faenas de lavado de ropa, revista de calzado y de pies. Algunos, con ánimo de relajarse y pensar en otra cosa, jugaban a las cartas, al dominó, a las damas, a la pídola, incluso organizaban campeonatos de salto de altura o carreras de sacos. Arcenel grababa con más calma su nombre, Anthime, con la punta del cuchillo, sólo sus iniciales y la fecha, en un árbol o en un calvario. A continuación cenaban, dormían y partían de nuevo a toque de corneta después de ceñirse en bandolera el fusil, el morral y la cantimplora, y las cartucheras en el cinturón tras colgarse la mochila, modelo as de diamantes 1893 y cuyo armazón era un marco de madera envuelto en lona espesa, que iba desde el verde vivo hasta el castaño. Se fijaba en la espalda con dos tirantes de cuero, articulados en el centro con un dado de latón.

Al principio la mochila, vacía, no pesaba más que seiscientos gramos. Pero no tardaría en llenarse con una primera entrega de accesorios reglamentarios, cuidadosamente repartidos y consistentes en material alimentario —botellas de aguardiente de menta y sucedáneo de café, cajas y bolsitas de azúcar y de chocolate, cantimploras y cubiertos de hierro estañado, taza de hierro forjado, abrelatas y navaja—, ropa —calzoncillos cortos y largos, pañuelos de algodón, camisas de franela, tirantes y polainas de paño—, productos de mantenimiento y de limpieza —cepillos de ropa, de calzado y para las armas, latas de grasa, de betún, botones y cordones de recambio, estuche de costura y tijeras de punta redonda—, artículos de aseo y de sanidad —apósitos individuales y algodón hidrófilo, toallitas, espejo, jabón, navaja de afeitar con su afilador, brocha, cepillo de dientes, peine—, así como objetos personales —tabaco y papel de fumar, cerillas y mechero, linterna, pulsera identificativa con placas de alpaca y aluminio, pequeño misal del soldado, cartilla individual.

Todo aquello parecía ya más que suficiente para una sola mochila, pero no quitaba para que luego le endosaran, con correas, distintos accesorios superpuestos. En la punta, al principio, sobre una manta enrollada rematada por una lona de tienda de campaña con palos, piquetas y cables incorporados, campeó una escudilla individual —oscilante para impedir que chocara con la cabeza—, detrás un pequeño haz de leña seca para el rancho en el vivaque, embutida en una cazuela fijada por una correa que ascendería sobre la escudilla y, lateralmente, colgarían uno o dos útiles de campaña envueltos en una funda de cuero —hacha o cizalla, hocino, sierra, pala, pico o piqueta, a elegir—, así como una bolsa de agua y un farol con su estuche de lona. El conjunto de ese edificio rondaría entonces no menos de treinta y cinco kilos en tiempo seco. Antes de que se pusiera, claro está, a llover.

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