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Martes » Capítulo 25
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El brillo de la luz me abrasaba los ojos. Era como si me estuvieran clavando un picahielos en la cabeza. La luz se apagó y se me nubló la vista. Tenía las piernas frías, mojadas. La camisa también. Estaba tumbado en un sofá. Una silueta se inclinó sobre mí. La luz de la linterna volvió a golpear mis ojos y los cerré. Unos dedos me abrieron los párpados. La luz me alumbró un ojo, luego el otro. La maldije.
—¿Sabes qué, Eddie? Empiezo a pensar que esto de la abogacía no te está yendo muy bien —dijo Harry Ford.
Apagó la linterna, apartándose. Estaba en el sofá de mi despacho.
—Tienes un chichón del tamaño de un huevo en la parte de atrás de la cabeza. Y creo que te has roto al menos una costilla. Tus pupilas reaccionan y tienen el mismo tamaño. No has vomitado. No tienes sangre en la nariz ni en los oídos. Te sentirás como si te hubieran dado una coz en la cabeza y puede que tengas un traumatismo craneoencefálico leve, pero, aparte de eso, estás igual que ayer.
Harry había empezado a trabajar como enfermero en Vietnam, a los dieciséis años. El carné falso que utilizó para alistarse decía que tenía veintiuno. Empezó a ascender de rango rápidamente. Luego abandonó una brillante carrera militar para emprender otra más gratificante en el mundo del derecho. Era el único juez que conocía capaz de desmontar y volver a montar un M16 después de haberse bebido una botella de whisky.
—¿Cuántos dedos ves? —dijo Harry, mostrándome tres dedos.
—Tres.
—¿Qué día es?
—Martes —respondí.
—¿Quién es el presidente de Estados Unidos? —preguntó Harry.
—Un gilipollas —dije.
—Correcto.
Intenté incorporarme. La habitación me daba vueltas. Apoyé la cabeza de nuevo y decidí que sería mejor esperar un poco para incorporarme.
—¿Dónde me has encontrado?
—Delante de la puerta. Al entrar en la calle me cortó el paso un Escalade negro y grande. Y luego se fue como un maldito coche en plena huida. Aparqué y te encontré ahí. Pensé en llamar a una ambulancia, pero te examiné y parecías estar bien. ¿Recuerdas que me hablaste en la calle?
—No. ¿Qué te dije?
—Que encontrara esto.
Harry tenía una alianza de oro en la mano.
Esta vez sí logré incorporarme. El costado me estaba matando. Harry dejó el anillo sobre la mesa y fue a coger dos tazas de café. Vi una botella de whisky encima de la mesa, todavía dentro de su bolsa de papel marrón.
—Gracias, Harry.
—Nada. Me llamó Christine. Me dijo lo que había pasado. ¿Te importaría decirme cómo has acabado tirado en la calle? ¿Te metiste en una pelea en un bar o algo así? —preguntó.
—Es complicado —dije.
—Me defraudarías si no fuera así. No, en serio. ¿Qué demonios ha pasado?
—Un puñado de polis me ha asaltado. Ayer cabreé a un inspector llamado Granger. No se lo tomó muy bien. Los del depósito municipal debieron de darle el soplo de que había retirado mi coche. Se vino a mi despacho a esperarme con una banda de polis.
—No me gusta lo que estoy oyendo. Deberías hablar con…
—¿Con quién? ¿Con la policía? Ya me encargo yo —dije.
Harry rompió el precinto de la botella de whisky, nos sirvió una copa a cada uno. Cada vez que respiraba, sentía un chorro de dolor que me iba desde el costado hasta mi ya dolorida cabeza. Cogí la taza que estaba más llena. La volví a dejar vacía sobre la mesa. Harry me puso un poco más. Otro trago. Volvió a servir.
—Con calma —dijo.
Me tumbé y cerré los ojos para dejar reposar la cabeza. Sabía que estaba al límite. Mi matrimonio se había desmoronado definitivamente y mi cuerpo lo seguía de cerca. Tras unos minutos, el dolor de cabeza empezó a disminuir. El del costado no. Suponía que Granger se acojonaría al verme caer redondo después de recibir un porrazo en la cabeza. Querían hacerme daño, pero no matarme. Una buena patada en las costillas y Granger habría dado orden de parar. Aunque no lo pareciera, había tenido suerte.
Llevaba una foto de Amy y de Christine en la cartera. Quería cogerla para mirarla. Y luego destrozar mi despacho.
En su lugar, seguí bebiendo whisky. Sabía que necesitaba empezar a pensar en el caso. Tenía que apartar a Christine de mi mente. Al menos, por ahora. Luego, cuando volviera a la superficie después del caso, la cosa no estaría tan reciente ni sería tan dolorosa. Necesitaba tiempo. Ella también. Había tardado en dejar el anillo sobre el montón de billetes en el restaurante. Tal vez, y solo tal vez, podría convencerla. Quizás hubiera una posibilidad de recuperarla. Tenía que creer que era posible. Lo creía. Pero tendría que esperar hasta que terminara el caso. El caso. Poco a poco, levanté la cabeza y abrí los ojos.
—No deberías estar aquí. A la fiscal del distrito le dará un ataque si se entera.
—Miriam Sullivan ya sabe que estoy aquí. La llamé antes de venir. No vamos a hablar del caso. Además, como no te has presentado formalmente ante el tribunal, no hay ningún problema… de forma oficial. Ella ha vivido un divorcio, así que lo entiende. Es una tía legal. Y tampoco dejará que Art Pryor saque jugo de todo esto. Mira, no te preocupes por eso. ¿Quieres hablar sobre Christine? —dijo Harry.
No quería. No podía.
Pasado un momento, dije:
—¿Miriam fue quien puso a Art Pryor en el caso?
—Sí. ¿Le conoces?
—No. Solo su reputación.
Las oficinas de los abogados del distrito estaban desbordadas de casos de asistencia social. Apartar a los mejores ayudantes de su trabajo habitual para darles un litigio enorme y complejo podía tener resultados catastróficos. No podían llevar sus temas y dedicar el tiempo necesario al caso gordo. Así que la oficina tenía que, o bien contratar a más personal, o bien arreglárselas y hacerse a la idea de que podían perder muchos pleitos por no dedicarles la debida atención. Y cuando, de repente, un ayudante obraba un milagro y ganaba uno, lo más probable era que a los pocos años ese mismo ayudante decidiera presentarse al cargo quitándole el puesto al fiscal.
La única apuesta segura era traer a un llanero solitario. Art Pryor era uno de los mejores. Tenía licencia para ejercer en casi veinte estados. Se dedicaba exclusivamente a casos de homicidio o asesinato. Siempre en la acusación. Y ganaba siempre. Por un precio adecuado, Art lo daba todo. Los fiscales podían dejar a sus ayudantes con su trabajo habitual, aparte de uno o dos que ayudaban a Pryor. Art conseguía una condena. Luego cogía su sombrero y se iba de la ciudad sin meterse en los asuntos de nadie. Además, era bueno. Una escopeta experimentada en la acusación.
En un juicio por asesinato, la mayoría de los abogados de la acusación llenaba el estrado de policías, perfiladores, analistas científicos y todos los expertos que se les ocurrieran. Si un policía paraba su coche en la escena del crimen para llevar dónuts a sus compañeros después de cuatro horas de guardia ininterrumpida, podías apostar que el fiscal del distrito le llamaría a declarar como testigo.
Art Pryor era todo lo contrario. Hacía diez años llevó un caso de asesinato en Tennessee. El juicio debía durar seis semanas. Art consiguió un veredicto de culpabilidad en cuatro días. Solo llamó a cuatro testigos esenciales y no les hizo esperar demasiado en el estrado. Muchos abogados lo consideraban una práctica arriesgada, pero a Pryor siempre le funcionaba.
La primera vez que oí hablar de aquel caso fue en boca de un joven fiscal que decía que quería intentar imitar el estilo de Pryor. Aseguraba que era un revolucionario. No pude evitar abrirle los ojos. A ver, Pryor recibía una tarifa fija. Daba igual si el caso duraba seis meses o seis horas: su tarifa era la misma. ¿Por qué trabajar seis meses cuando puedes embolsarte lo mismo ganando en la mitad de tiempo?
Art Pryor no era un estilista legal. Era un hombre de negocios.
—Sé que Art tiene fama de camelarse a los jurados. Es por su acento sureño. A los neoyorquinos les encanta. Pero que no te engañe. Puede que vaya de sabio de provincias, pero, cuando se pone, es demoledor. No puedo hablar del caso, pero pregúntale a Rudy cómo se ha deshecho de un jurado hoy. Ha sido una exhibición de habilidad. El tío es todo un profesional —añadió Harry.
Di otro trago a mi copa. El dolor se iba calmando. Harry me cogió la copa vacía y se la llevó.
—Es más que suficiente por hoy. Recuerda nuestro trato: yo digo cuándo paras.
Asentí. Harry tenía razón. Podía aguantar varias copas, pero solo en su presencia. De repente, ya no estaba pensando en el whisky, solo en Pryor.
—¿Es mejor que yo? —pregunté.
—Supongo que lo vamos a averiguar —contestó Harry.