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Veinte minutos más tarde, el SUV se detuvo en la acera derecha, delante de un edificio de la calle 46 Oeste. La misma que Lane había encontrado en Internet. Aparcó el Ford en un sitio libre a la izquierda y apagó el motor. Cogió el teléfono del soporte y lo metió en su chaqueta. Se bajó del coche y abrió el maletero. Miró a su alrededor para asegurarse de que no había nadie detrás de él en la calle. Nadie. Bajo una manta en el maletero, encontró el juego de cuchillos de cocina que le habían fabricado especialmente. Cogió un fileteador y un cuchillo de carnicero. Ambos llevaban una funda protectora de cuero. Junto a la manta, había una mochila abierta y preparada. Kane metió los dos cuchillos en ella, la cerró y se la echó a la espalda. Cuando estuvieran muertos, aún necesitaría el maletín. Hacía años que había aprendido que la manera más fácil y rápida de seccionar una extremidad era más una cuestión de técnica carnicera que de fuerza bruta. Dando martillazos sobre la muñeca del escolta con el cuchillo de carnicero, probablemente conseguiría seccionársela con entre cinco y diez golpes. Los músculos y los nervios de la muñeca absorberían gran parte del impacto. Con ese método tardaría unos treinta segundos. En su lugar, Kane pensaba cortar los músculos y la carne de la muñeca con el fileteador para dejar el hueso al aire en solo cinco segundos. Luego acabaría el trabajo con un solo golpe con el cuchillo de carnicero, que pesaba casi un kilo y medio. El tiempo estimado ascendía a entre quince y diecisiete segundos.

Kane se ciñó la gorra de béisbol sobre la cara, cerró el maletero y cruzó la calle.

El escolta que llevaba el maletín encadenado a la muñeca ya se había bajado del coche. Estaba de espaldas a Kane, en la calle, con la mano estirada para abrir la puerta trasera del pasajero. La farola más cercana no iluminaba lo suficiente como para que Kane le viera bien. Quince metros entre Kane y su objetivo. La puerta del SUV se abrió y Flynn se bajó. Le reconoció por su forma de moverse. Kane se llevó la mano a la chaqueta, abrazó la empuñadura de la pistola con la mano derecha y presionó ligeramente el gatillo.

Diez metros. Flynn estaba abrochándose el abrigo, preparado para subir los escalones de su oficina.

Kane oyó una puerta de coche cerrándose de golpe delante de él. Se tensó. Un hombre mayor, negro y vestido con traje azul marino rodeó el capó de un descapotable bajo de color verde oscuro. Se subió a la acera a escasos metros delante de Kane, bajo la luz de una farola. Iba en la misma dirección que él, hacia la oficina de Flynn. Kane no le veía el rostro. Solamente veía el pelo cano de la parte trasera de la cabeza.

Cuando Kane estaba a punto de sacar la pistola y apartarle de un empujón, el hombre levantó la mano y gritó.

—¡Eh, Eddie!

Flynn se volvió en dirección a Kane. También lo hizo el escolta. Ambos estaban en las escaleras, en una posición elevada. Kane agachó la cabeza. Podía ver sus torsos bajo la visera de la gorra, pero no sus caras. No quería arriesgarse al contacto visual. Lo último que necesitaba era que le reconocieran. Cuando el escolta se volvió, se apartó el abrigo y asió su arma. Tanto el escolta como Flynn estaban frente a él.

Había perdido el factor sorpresa. Si sacaba el arma, le verían hacerlo. En ese caso, dada la velocidad de reacción media, era probable que el escolta tuviera tiempo para disparar un par de veces, al menos. Él tendría que ser el primer objetivo.

Las botas de Kane golpearon las losas de cemento. Su corazón se disparó. La sangre retumbaba en sus oídos. Ya podía saborear casi el residuo acre de los disparos en el aire. Un delicioso escalofrío le recorrió la columna vertebral. Ya está. Para eso vivía. Esa maravillosa anticipación. Con un movimiento fluido, soltó una exhalación, levantó el codo y, ágilmente, sacó la mano derecha de la chaqueta.

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Había subido el tercer escalón de entrada a mi edificio cuando oí que alguien me llamaba desde la calle. Al instante, noté que Holten se tensaba. De camino no había dicho una sola palabra, más allá de preguntarme si iba cómodo y de educadas contestaciones monosilábicas a mi conversación trivial. ¿Rudy Carp era buen jefe? Sí, Holten trabajaba por cuenta propia, pero era fácil tratar con Carp. ¿Llevaba mucho trabajando con su bufete? Sí. ¿Le gustaba el béisbol? No. ¿El fútbol americano? No. Desistí, suponiendo que iba mirando el camino y no debería distraerle. Cuando estaba de pie en los escalones que conducían a mi portal, me sorprendió que reaccionara protegiéndome. En realidad, no hizo nada. Simplemente, se preparó. Para cualquier cosa. Me giré hacia la voz que había dicho mi nombre y vi al juez Harry Ford saludándome desde la acera. Su viejo descapotable clásico estaba aparcado calle abajo.

Estaba a punto de devolver el saludo a Harry cuando vi al tipo detrás de él. Llevaba una gorra de béisbol bien ceñida sobre la frente. Bajo la luz de las farolas no podía ver su rostro. La visera le cubría las facciones. En ese momento, su cara no me pareció especialmente importante. Me llamó más la atención su mano derecha. La llevaba metida en el bolsillo del abrigo, como si estuviera a punto de sacar una pistola.

Con el rabillo del ojo, me di cuenta de que Holten también le había visto y tenía la palma de la mano sobre el arma en su cinturón. Sentí la boca seca y noté que no podía respirar. Mi cuerpo estaba paralizado. Los instintos primarios y básicos que todavía había dentro de mí estaban concentrados en el hombre que se acercaba con la mano metida en su abrigo. Mi cuerpo no necesitaba distracciones, como respirar o pensar. De repente, hasta el último músculo y terminación nerviosa de mi cuerpo se pusieron en alerta. Toda mi energía se canalizó hacia el «modo de supervivencia». Estaba clavado en el sitio. Si la mano salía de aquel bolsillo con un arma, me tiraría al suelo.

La temperatura estaba desplomándose. El hielo que se formaba en la acera brillaba como cristal aplastado bajo la luz de sodio de las farolas.

El hombre de la gorra se puso a la altura de Harry y sacó la mano derecha del bolsillo. Extendió el brazo apuntando hacia nosotros. Estaba empuñando algo brillante y negro. Oí un ruido hueco de ventosa cuando Holten sacó su pistola de la cartuchera de cuero. Como si se hubiera activado un interruptor dentro de mí, aspiré muy hondo y caí de rodillas. Me cubrí la cabeza con las manos.

Silencio. Ni un disparo. Ningún destello de la bocacha del cañón. Ni una bala golpeando los ladrillos sobre mi cabeza. Noté una mano grande dándome una palmada en el hombro.

—Está bien —dijo Holten.

Alcé la vista. Harry estaba junto al hombre de la gorra. Los dos miraban el móvil que el tipo llevaba en la mano. Harry lo señaló, luego indicó hacia el oeste, calle 46 abajo. El hombre asintió, le dijo algo a Harry y levantó el teléfono. Aunque estaba a unos metros, me pareció ver un mapa en la pantalla de su

smartphone. El hombre pasó por delante de mi edificio y siguió caminando en dirección oeste.

—Por Dios, Holten. Vas a provocar que me dé un ataque al corazón —dije.

—Lo siento —respondió él—. Más vale ir con cuidado.

—Eddie, ¿qué demonios estás haciendo? —preguntó Harry.

Me puse de pie, me limpié el abrigo y me incliné sobre la barandilla.

—Aparentemente, tener cuidado. ¿Qué quería este tipo?

—Solo era un turista. Quería que le diera indicaciones —contestó Harry.

Miré por encima de mi hombro. El hombre seguía su camino, con el

smartphone levantado delante. Estaba de espaldas a nosotros. Vi que se alejaba y me volví hacia Harry.

—Creíamos que llevaba un arma. Por cómo se acercó. Como si estuviera decidido. ¿No le habías visto antes? —pregunté.

—No lo sé. No le he visto bien la cara, por la gorra. De todos modos, aunque la hubiera visto, tampoco habría podido decirte mucho: no llevo las gafas puestas —respondió.

—Entonces, ¿cómo has venido en coche? —dije.

—Con cuidado —contestó Harry.

Holten cogió una de mis sillas de madera, salió del despacho y la colocó junto a la puerta de entrada, que daba al rellano. Volvió a entrar y estudió mi despacho de nuevo. Desde el sofá, Harry le observaba con la indiferencia de un hombre con una copa de buen whisky escocés en la mano y plenamente consciente de su calidad.

—No hay seguridad en este sitio, señor Flynn. Esta noche me quedaré fuera. Por la mañana, me encargaré de que traigan una caja fuerte a su despacho. El ordenador se guardará en la caja cuando no esté usted. ¿Le parece bien? —me preguntó Holten.

—¿Quiere decir que se va a quedar toda la noche fuera de mi despacho?

—Ese es el plan.

—Bueno, puede que haya visto la cama que hay en la parte de atrás. No tengo apartamento como tal: duermo aquí. Probablemente me quede trabajando toda la noche, así que no se preocupe. Váyase a casa y duerma un poco. Estaré bien.

—Si no le importa, me quedo fuera.

—Hay un sofá. Si se va a quedar, al menos póngase cómodo.

Lanzó una mirada al sofá. Hacía unos años, Harry se había desplomado en el centro rompiendo varios muelles y estaba algo hundido. Desde entonces, cada vez que Harry venía, me lo recordaba sentándose en un extremo, pero los muelles le hacían deslizarse hacia el medio; parecía como si fuera a caer al valle central en cualquier momento. Me daba la impresión de que Holten pensaba que estaría más cómodo en una dura silla de madera.

—No se me daría muy bien vigilar si estoy dormido en el sofá cuando alguien derribe su puerta para coger ese ordenador. Me quedo fuera, ¿vale?

Miré el maletín sobre mi escritorio, con las esposas aún cogidas al asa.

—Me parece bien —contesté.

—Les dejo, caballeros —dijo Holten, y cerró la puerta del despacho detrás de sí.

—Es un pelín intenso —apuntó Harry.

—Nada de «pelín» en este tipo. En cualquier caso, me cae bien. Se nota que es un profesional —añadí.

—¿Qué hay en ese ordenador que exija tanta seguridad? —preguntó Harry.

—Podría decírtelo, pero esta noche te vas a emborrachar demasiado como para recordarlo, así que será mejor que tengamos esta conversación mañana.

—Brindo por ello —dijo Harry.

Me serví dos dedos de

bourbon y tomé asiento en el sillón detrás de mi escritorio. Solo una copa. Para calmar los nervios. Necesitaba tener la mente despejada para leer los expedientes. Pero, por el momento, podía relajarme un poco. La lámpara de la esquina y la de mi escritorio, con su pantalla de vidrio verde, daban una luz cálida a mi pequeño despacho. Reclinándome en el sillón, puse una pierna encima de mi escritorio y me llevé el vaso a los labios. Ahora ya podía disfrutar tomando una copa de vez en cuando con Harry. Había logrado desarrollar esa disciplina, aunque me había costado bastante. Harry me había ayudado.

De no ser por Harry, no sería abogado. Años atrás me denunciaron por provocar un accidente de tráfico y llevé mi propia defensa. Un fraude al seguro que salió mal. Harry era el juez. Me enfrenté al abogado del otro tipo, gané el caso y Harry vino a hablar conmigo después. Me dijo que debería plantearme ser abogado. Y entonces, una carrera de Derecho después, acabé trabajando para él mientras me preparaba para el examen de acceso al Colegio de Abogados. Harry me dio una nueva vida, lejos de las estafas y de los timos de la calle. Ahora hacía mis triquiñuelas en el juzgado.

—¿Cómo está la familia? —preguntó Harry.

—Amy está creciendo muy deprisa. La echo de menos. Pero puede que las cosas estén mejor… Christine me llamó para invitarme a cenar —dije.

—Eso está bien —respondió Harry con entusiasmo—. ¿Crees que tal vez podáis arreglar las cosas?

—No lo sé. Christine y Amy están muy asentadas en Riverhead. Me da la sensación de que siguen adelante con sus vidas, sin mí. Necesito un trabajo que no me ponga en peligro. Algo estable y aburrido que no me traiga problemas, ni a mí ni a nadie. Eso es lo que quiere Christine: una vida normal.

Lo dije, pero, en realidad, ya no estaba muy seguro de que fuera así. Siempre habíamos querido un hogar estable y seguro. Mi trabajo lo hizo imposible, pero ahora dudaba que Christine siguiera queriendo tenerme en su vida. Había nacido una distancia entre nosotros. Esperaba que la invitación a cenar fuera una oportunidad para acercarme a ella de nuevo.

Harry dio un sorbo a su whisky y se frotó la frente.

—¿En qué piensas? —le pregunté.

—En ese maletín. Y en ese animal apostado en tu recibidor. En eso pienso. Si estás buscando un trabajo más tranquilo, esto no lo parece, desde luego. Dime que no estás en peligro.

—No estoy en peligro.

—¿Por qué me da la impresión de que eso no es todo?

Acunando el líquido ámbar en el cuerpo de la copa, la levanté a la luz. Di otro sorbo y volví a dejarla sobre mi escritorio.

—Hoy he estado con Rudy Carp. Me ha contratado para formar parte de la defensa de Robert Solomon.

Harry se puso en pie. Apuró el resto del whisky y dejó su copa vacía junto a la mía.

—En tal caso, tengo que irme —dijo Harry.

—¿Cómo? ¿Qué pasa?

Suspiró, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y se quedó mirando al suelo mientras hablaba.

—Supongo que le viste esta mañana. Que Rudy Carp no se puso en contacto contigo antes de eso. Nada de correos electrónicos ni llamadas. ¿Verdad?

—No. ¿Cómo lo sabes?

—¿Por qué te ha dicho Rudy que querían contratarte?

—Más bien lo he deducido. Soy un valor prescindible. Voy a por la policía. Si el jurado no traga, la defensa me aparta y hacen como si nada hubiera pasado. Soy un amortiguador entre Rudy y el jurado. Si el numerito no funciona, su imagen queda intacta ante ellos. No es un buen trato, pero quiero ayudar a ese tipo, Bobby. Sé que es una estrella del cine y todo eso, pero me cae bien. Creo que es inocente.

—Supongo que Rudy necesitaba una historia que pudieras creerte. En cierto modo, es más convincente si crees que no es un buen trato. Eso explica por qué te han contratado el día antes de la selección del jurado.

Había conseguido ponerme nervioso. Me erguí en el asiento y le ofrecí toda mi atención.

—Harry, no te andes con rodeos: suéltalo.

—La jueza Collins me llamó el viernes. Dijo que tenía una sensación muy extraña. No me sorprendió. Se ha pasado todo el año llevando la preparación para el juicio del caso Solomon. Ya ha habido una docena de vistas previas para admitir pruebas, mociones para desechar la causa…, de todo. Hace dos semanas se instaló en un hotel para tener espacio y tranquilidad para trabajar. A pesar de sus defectos, Rowena Collins es una jueza a la que no le importa trabajar duro. En fin, yo creí que era por el estrés. Un caso como ese pasa factura.

Harry dejó la frase en el aire y se perdió en sus pensamientos. Yo no dije nada. Ya diría el resto cuando los hubiese ordenado.

—El sábado me llamaron del hospital. Rita se había desmayado la noche anterior, poco después de hablar conmigo. De no haber sido por el servicio de habitaciones que utilizaba regularmente, podría haber muerto. Un botones la encontró en el suelo. Estaba en parada respiratoria. Menos mal que la encontraron en ese momento. El personal de la ambulancia le salvó la vida. Tuvo una especie de episodio cardíaco y está en cuidados intensivos. En estado crítico, pero estable. La he visto hoy. Está mal. Y bien, aparte de todo esto, este incidente ha puesto en peligro el juicio de Solomon. No conocía a nadie que pudiera dejar su lista de casos dos semanas, así que me ofrecí. Eddie, yo soy el juez del caso Solomon.

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Harry se fue de mi despacho tremendamente cabreado. No le gustaba que los abogados trataran de jugar con el sistema. Según él, Rudy Carp estaba cuestionando su imparcialidad. No hay problema en que abogados y jueces sean amigos. Un juez no deja a sus amigos abogados en cuanto es nombrado juez. Abogados y jueces tienen amistades fuera de los tribunales, y también fiscales y abogados defensores. Y cuando se ven las caras en un juicio, siguen las reglas. Es algo aceptado. Por un único motivo. Si están en bandos opuestos, su relación queda suspendida durante el caso. Mientras formara parte de la defensa de Bobby Solomon, no podría beber ni salir con Harry. Y eso era lo que más le molestaba.

Saqué el portátil del maletín, lo encendí y llamé a Rudy Carp.

—Eddie, es imposible que ya te hayas leído todo el expediente —dijo Rudy.

—Ni siquiera lo he abierto. Estaba tomando una copa con mi amigo, Harry Ford.

Silencio.

Esperé a que Rudy dijera algo. Lo único que escuché fue su respiración al otro lado de la línea. Parte de mí quería que lo admitiera. Punto. Otra parte de mí quería que siguiera en silencio, que sufriera un poco.

—Rudy, debería dimitir.

—No, no, no, no. No lo hagas. Mira, tenía que meterte en el caso de algún modo. Y eres un excelente abogado, Eddie. No te habríamos fichado para esto si no creyera que eres bueno.

—¿Cómo quieres que ahora me crea nada de lo que digas?

—Mira, lo que te dije sigue siendo cierto. Necesitamos a alguien que vaya a por la policía. Tú puedes hacer un gran trabajo desde ese ángulo. Ya lo has hecho antes. Si fallas, te despediremos para quedar bien con el jurado. Si resulta que eres íntimo amigo del juez, pues tal vez no nos crucifique tan fácilmente por la jugada. Porque no dejaría muy bien a su amigo Eddie Flynn, ¿no?

Era una jugada inteligente. Hay muchos abogados buenos en esta ciudad. Muchos con experiencia desollando a la policía en el estrado. Pero pocos eran íntimos de Harry Ford.

—Si crees que Harry va a ponérselo fácil a tu cliente por mí, te equivocas.

—Descuida, no estoy cuestionando el carácter del juez. No es parcial a nuestro favor. No es eso lo que digo, pero esta estrategia es arriesgada. Si el jurado no traga, el juez Ford no dejará que eso repercuta negativamente en nuestro cliente ni en ti. Eso es lo único que digo. Eso no le hace parcial, le hace justo.

Tuve que morderme la lengua. Quería decirle a Rudy que lo dejaba. Que le mandaba el portátil de vuelta con Holten. La pantalla me pedía una contraseña. Mientras pensaba en qué decir, escribí «NoCulpableI» y cambió. Una imagen de Bobby Solomon apareció delante de mí. Bobby y Ariella, con jerséis de Navidad, en su casa de piedra caliza roja, delante de un árbol navideño. La foto mostraba a dos jóvenes claramente enamorados. Estaban cogidos de la mano, mirándose. En sus ojos había una promesa. Una promesa al otro. Si lo dejaba ahora, estaría abandonando a Bobby. Y por un motivo equivocado.

—No me gusta que me utilicen. Si me quieres en el caso, el precio acaba de subir.

—Entiendo que esto pueda cabrearte, pero no tenemos un presupuesto ilimitado. Tal vez podamos mejorar un poco tu sueldo, para evitar resentimientos. ¿Qué te parece un veinticinco por ciento más?

—¿Qué te parece ser socio de Carp Law? Socio minoritario. Con todos los beneficios. Y yo escojo mis casos. No necesito otro aumento de sueldo para sobrevivir los próximos seis meses. Lo que necesito es un trabajo estable que no ponga mi cabeza en peligro.

—Eso es mucho pedir —dijo Rudy.

—Es mucho caso —contesté.

Hizo una pausa. Le oía murmurar mientras pensaba.

—¿Qué te parece un contrato de dos años como asociado sénior? Cobras tus objetivos durante dos años, como el resto de asociados sénior. Luego te hacemos socio minoritario. Es lo más que puedo hacer, Eddie —dijo Rudy.

—Me quedo con el sueldo original y este trato —repliqué.

El sueldo ayudaría, pero necesitaba un trabajo. Christine quería que tuviese un empleo regular que no nos creara problemas ni a mí ni a mi familia. Eso ayudaría a reparar nuestra relación, además de ofrecernos un futuro.

—Hecho —contestó.

—Genial. Y ahora, ¿qué más no me has contado sobre este caso?

—Nada. Lo juro. Lee el expediente. E insisto: siento lo del juez. Tampoco podría habértelo ocultado mucho tiempo. De todos modos, lo habrías acabado descubriendo… en cuanto entraras en la sala. Mira, creo que Bobby es inocente. Lo sé. Lo siento. ¿Sabes lo poco habitual que es eso para mí? Haría lo que fuese para sacarle de esta. Lee el expediente y verás nuestra defensa. Llámame por la mañana. Tengo selección del jurado a las nueve.

Colgó.

En ese momento, me pregunté hasta dónde estaría dispuesto a llegar para salvar a su cliente.

Mis dedos se deslizaron sobre el panel táctil y apareció una selección de archivos en la pantalla de inicio. Ni buscador de Internet ni aplicaciones: solo los expedientes en el ordenador. Eran cinco. Declaraciones y deposiciones. Material fotográfico. Informes científicos. Declaraciones de la defensa. Expertos de la defensa.

Cogí un lápiz de mi escritorio y empecé a darle vueltas entre los dedos. De algún modo, me ayudaba a pensar mejor. Y también mantenía mis manos ágiles. Antes de ser abogado, había hecho toda clase de timos. Algunos requerían habilidad para quitar una cartera, un juego de llaves o un teléfono móvil. Mi padre siempre me decía que mantuviera las manos ágiles, y eso requería práctica para mantener los reflejos y la velocidad manual. Así que, si estaba pensando en algo, me ayudaba coger un bolígrafo o un lápiz y pasármelo por encima de los nudillos.

Los primeros tres archivos constituían la acusación. Los archivos etiquetados como «declaraciones de la defensa» y «expertos de la defensa» los formaban material reunido por Carp Law. La mayoría de los abogados irían directamente a la acusación, abrirían las declaraciones y las deposiciones y se los leerían palabra por palabra. Cada uno es una historia. Los recuerdos de una persona, juntos, formaban una narrativa general. Esa narrativa sería la que el fiscal intentaría venderle al jurado.

El problema con las narrativas es que a menudo no son fiables.

Mi enfoque era ligeramente distinto. La verdadera historia estaba en las fotografías. Las fotos de la escena del crimen nunca mienten. No pueden fallar ni esconder la verdad. Y me hacen adivinar los argumentos del fiscal. Qué clase de argumentos armaría yo contra Bobby Solomon si fuera fiscal. En un juicio por asesinato no basta con saber cómo va a ser tu defensa: tienes que saber qué movimientos va a hacer el fiscal, prepararte para ellos.

Las fotos se cargaron en la pantalla en una visualización en galería. La primera era la única que no era una fotografía. Era un vídeo. Le di al

play.

La pantalla se fundió en negro. Por un momento, pensé que el vídeo no se había cargado bien. Entonces vi que era una cámara de seguridad montada en la puerta de una casa. Se veía la calle. Un hombre con capucha y vaqueros negros subía las escaleras de entrada a la casa. Con la cabeza gacha. Sus ojos estaban clavados en la pantalla del iPod que llevaba en la mano. Pasó rápidamente una especie de lista que había en la pantalla. Un cable blanco llevaba a los auriculares. El hombre se detuvo ante la puerta. Al abrir, levantó un poco la cabeza. Lo suficiente para dar una imagen granulosa de un rostro delgado y pálido, así como de parte de unas gafas de sol oscuras y pesadas. El tipo desapareció de la imagen, probablemente en el interior de la casa.

El registro de tiempo marcaba las 21:02.

Bobby Solomon en vídeo, llegando a casa poco después de las nueve.

Detuve el vídeo y volví a las fotos. Por la primera imagen, era evidente que alguien de la oficina del fiscal del distrito había acudido a la escena de los crímenes. La primera serie de fotografías mostraba la puerta de entrada. Inteligente.

Era una puerta normal, gruesa y forrada de madera. Hacía poco la habían pintado de verde oscuro. Las fotos se habían hecho esa misma noche; el

flash brillaba sobre la pintura relativamente fresca. Tenía un grueso pomo de latón en el centro. Un zum de la cerradura revelaba que estaba en perfectas condiciones. Ninguna mella en la pintura de alrededor. Tampoco daños en la cerradura. La puerta no estaba dañada en absoluto.

Con dos personas asesinadas en el dormitorio de arriba, hacer fotos de una puerta de entrada completamente normal no sería la máxima prioridad de la Policía de Nueva York. Quieren atrapar a un asesino. Esa es su intención, cada minuto que pasan en la escena del crimen. La oficina del fiscal del distrito tiene un planteamiento distinto. Ellos desean asegurarse de que, cuando se atrape al asesino, este sea condenado. Parte del proceso se basa en anticiparse a una posible línea de defensa (a saber, que un intruso asesinó a Ariella Bloom y a Carl Tozer) y cortarla de raíz.

Ningún daño en la puerta de entrada ni en la cerradura.

Abrí la siguiente serie de fotos. Era el comienzo de la historia. Imágenes del recibidor, los salones, la cocina, los cuartos de baño de arriba, los dormitorios de invitados, todas las habitaciones de la casa donde no había dos cadáveres.

La decoración parecía la misma en todo el domicilio. Moderna. Minimalista. Todo en tonos blancos, grises o beis. Solo algún toque de color aquí y allá. Un cojín morado sobre el sofá marrón topo. Un lienzo abstracto rojo en la pared de la cocina y una marina impresionista en tonos azules colgada en la pared del salón, encima de la chimenea. Parecía una casa de catálogo. No tenía sello personal. Nada que dijera que dos jóvenes vivían allí. Tal vez no pasaran demasiado tiempo en ella, debido a sus profesiones.

Con diez minutos mirando las fotos, se me aclararon unas cuantas preguntas. Había puerta trasera. Estaba cerrada con llave. Y esta seguía metida en la cerradura, por dentro. La parte exterior de la puerta tenía una verja metálica ornamental. Cerrada con candado. Ninguna de las dos parecía dañada.

La moqueta era casi blanca. Parecía un fino manto de nieve sobre el suelo. Suave. Acolchada. La típica casa donde uno se quita los zapatos en la entrada. Toda ella estaba enmoquetada. Sería fácil descubrir una gota de sangre. Pero no había ninguna.

La única foto que realmente llamaba la atención era la del rellano del segundo piso. Había una mesa volcada y un jarrón roto en el suelo. La mesa estaba bajo una gran ventana con una florida moldura curvada encima. La gente pagaba mucho dinero por elementos originales en propiedades como aquella. La siguiente foto era la primera de más de dos decenas que mostraban la escena del crimen. Una muerte violenta se cuenta sola. Está escrita en las víctimas. En sus heridas. En su piel. A veces, en sus ojos.

Nunca había visto nada igual.

El fotógrafo del Departamento de Policía de Nueva York había tomado la primera desde el pie de la cama. Ariella estaba boca arriba, en el lado izquierdo de la cama, el más cercano a la ventana que miraba a la calle. Carl estaba junto a ella, en el lado derecho. El edredón estaba hecho un gurruño en el suelo, al lado de Carl. Ariella llevaba unos pantalones, nada más. Tenía los brazos a ambos lados del cuerpo y los pies juntos. La boca abierta. Los ojos también. Su torso estaba rojo. Se había formado un pequeño charco de sangre en su ombligo. Se veían manchas más oscuras sobre su pecho. Heridas de arma blanca. La sábana bajo su cuerpo también estaba roja. En el cuello solo tenía gotas de sangre. Ni la cara ni las piernas estaban manchadas.

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