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0: Calma » Capítulo 1

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Como el maquinista fue el único que murió, no se puede hablar de catástrofe. Cuando debido a un fenómeno meteorológico que sigo sin entender del todo el tren descarriló y no entró como debía en el túnel de Finsenut, había 269 personas a bordo. Un maquinista muerto constituye solo un 0,37 por ciento del número total del grupo. Teniendo en cuenta las circunstancias, fuimos muy afortunados. Aunque en el choque hubo muchos heridos, la mayoría fueron leves: piernas o brazos rotos, traumatismos craneales, arañazos, magulladuras y pequeños cortes, claro; apenas hubo una persona en el tren que no quedara físicamente marcada por el choque. Pero, como ya he señalado, solo una víctima mortal. Y sin embargo, por los gritos que atravesaron el tren en los minutos siguientes al accidente, podía parecer que se trataba de una gran catástrofe.

Permanecí mucho rato sin hablar con nadie. Estaba convencida de que era una de los pocos supervivientes, y además tenía en los brazos un bebé desconocido. Me llegó por los aires desde atrás cuando ocurrió el choque, me rozó el hombro y dio contra la pared que había justo delante de mi silla de ruedas, antes de aterrizar sobre mis rodillas con un suave golpe. En un acto reflejo abracé el bulto, que no paraba de chillar. Volví a respirar y noté el seco olor a nieve.

La temperatura descendió en un espacio de tiempo asombrosamente breve, pasando de un desagradable calor estático a un frío de esos que causan daños por congelación. El tren se inclinó. No mucho, pero lo bastante como para que empezara a dolerme un hombro. Iba sentada en la parte izquierda del compartimento, y era la única usuaria de silla de ruedas de todo el tren. Una pared de un blanco grisáceo hacía presión contra la ventanilla de mi lado. De repente comprendí que nos habían salvado las enormes cantidades de nieve; sin ellas, el tren habría volcado.

El frío resultaba paralizador. En Hønefoss, a cincuenta kilómetros de Oslo, me había quitado el jersey. Ahora llevaba solo una camiseta y apretaba contra mi pecho a un bebé, mientras constataba que estaba nevando dentro del compartimento. Tenía la piel desnuda de los brazos tan fría que los copos que se arremolinaban se posaban en ella un helado segundo, antes de derretirse. Todas las ventanillas del lado derecho del vagón se habían roto.

El viento debía de haber aumentado en los escasos minutos transcurridos desde que el tren se había detenido en la estación de Finse para que los pasajeros subieran y bajaran. Solo habían bajado dos. Cierto es que me había fijado en cómo se encogían contra el temporal cuando recorrían el andén en dirección a la entrada del hotel, pero no parecía peor que el mal tiempo habitual en alta montaña. Allí sentada, con mi jersey envolviendo al bebé, e incapaz de alcanzar mi chaquetón, temía que el viento fuera tan fuerte y la nieve tan fría que muriéramos congelados en poco tiempo. Me incliné lo mejor que pude sobre el bebé. Ahora, al volver la vista atrás, no sabría decir cuánto tiempo permanecí allí sentada, sin dirigirme a nadie, sin decir nada, con los gritos de los otros pasajeros como fragmentos inconexos de sonido en el rugido compacto del vendaval. Tal vez transcurrieran diez minutos. Probablemente solo unos segundos.

—¡Sara!

Una mujer nos miró colérica a mí y al bebé, que era todo rosa, desde el jersey hasta los minúsculos calcetines. También los pequeños puños que yo intentaba proteger con las manos y la carita furibunda que no paraba de chillar tenían un delicado color rosa.

La cara de la madre, en cambio, estaba roja como la sangre. Un profundo corte en su frente sangraba copiosamente. Eso no le impidió, no obstante, arrancarme a la niña. El jersey se me cayó al suelo. La mujer envolvió al bebé en una manta con tanta habilidad y rapidez que no podía tratarse de su primer hijo. Tapó la cabecita con la manta, apretó el bulto contra su pecho y me gritó en tono acusador:

—¡Me caí! Iba hacia la parte delantera del vagón, y en ese momento me caí.

—Todo irá bien —dije yo, despacio; tenía los labios tan rígidos que me resultaba difícil hablar—. Su hija, al parecer, está ilesa.

—Me caí —sollozó la madre, intentando darme patadas sin alcanzarme—. ¡Sara se me cayó! ¡Se me cayó!

Liberada del pesado bebé, cogí el jersey y me lo puse. Aunque iba camino de Bergen, donde me esperaban una lluvia torrencial y dos grados de temperatura, me había llevado una chaqueta de plumas. Por fin conseguí bajarlo de la percha, donde milagrosamente seguía colgado. A falta de gorro, me até la bufanda alrededor de la cabeza. No tenía guantes.

—Relájese —dije metiendo las manos por las mangas de la chaqueta—. Sara está llorando. Es buena señal, creo. Peor está…

Hice un gesto en dirección a su frente. Ella no lo vio. La niña seguía chillando, y no se dejaba tranquilizar, a pesar de que la madre intentaba resguardarla del frío con su chaquetón de piel demasiado estrecho. La sangre seguía chorreándole de la frente y me atrevería a jurar que se congelaba antes de llegar al suelo inclinado, que ya estaba resbaladizo de nieve, sangre y hielo. Alguien había pisado un cartón de zumo de naranja. El trozo de hielo amarillo yacía como una enorme yema de huevo en medio de la blancura.

Mi cuerpo no entraba en calor. Al contrario, era como si la ropa de abrigo empeorara la situación. Es cierto que el entumecimiento iba desapareciendo poco a poco, pero fue sustituido por una aguda picazón. Temblaba tanto que tuve que apretar los dientes para no lastimarme la lengua. Sobre todo quería dar la vuelta a la silla de ruedas, para poner caras a todos los gritos, al llanto de una mujer que debía de estar justo detrás de mí y a la cascada de maldiciones y blasfemias procedente de una voz que sonaba como si perteneciera a un adolescente. Quería enterarme de cuántos muertos había, de la magnitud de las lesiones de los supervivientes, y de si sería posible tapar las ventanas por los sitios por donde estaba entrando la ventisca, que arreciaba por segundos.

Quería volverme, pero era incapaz de sacar las manos de las mangas del chaquetón.

Quería mirar el reloj, pero no soportaba la idea del frío en la piel. El tiempo me resultaba igual de confuso que los torbellinos de nieve fuera del vagón, un caos gris con rayos azules de los tubos de luz del compartimento, que ya habían empezado a parpadear. No entendía cómo podía hacer tanto frío. Debía de haber transcurrido más tiempo desde el choque del que yo pensaba. Debía de hacer más frío de lo que el maquinista había informado por los altavoces al entrar en la estación de Finse. Había advertido a los fumadores que estábamos a veinte grados bajo cero y no era cuestión de aprovechar los dos minutos de la parada para fumar en el andén. El hombre debía de haberse equivocado. He estado muchas veces a veinte grados bajos cero. Nunca lo he sentido como esa vez. Esa vez hacía un frío mortal, y mis brazos se negaron a obedecer cuando por fin decidí mirar el reloj.

—¡Hola!

Un hombre acababa de forzar las puertas automáticas de cristal que había junto a las bandejas para el equipaje. Estaba con las piernas separadas en el suelo inclinado, llevaba traje de moto de nieve, un enorme gorro de piel con orejeras y un par de gafas alpinas amarillas.

—¡He venido a rescatarlos! —gritó en el dialecto del lugar, bajándose las gafas hasta el cuello—. ¡Mantengan la calma! ¡El hotel está aquí al lado!

No se me ocurría qué podía hacer un solo hombre en un compartimento lleno de gente gimiendo. Y, sin embargo, fue como si su mera presencia tuviera un efecto tranquilizador en todos nosotros. Incluso el bebé de rosa dejó de llorar. El chico que llevaba profiriendo maldiciones sin parar desde el choque gritó la última:

—¡Joder, ya era hora de que viniera alguien! ¡Me cago en la madre que te parió!

Y con eso se calló.

Puede que me quedara dormida. Tal vez estuviera a punto de morir congelada. Al menos el frío ya no me molestaba tanto. He leído sobre eso. Aunque no quiero decir que notara ese calor agradable y somnoliento que según dicen inicia la muerte por congelación, lo cierto es que ya no me castañeteaban los dientes. Era como si mi cuerpo hubiese decidido cambiar de estrategia. Ya no quería luchar y temblar. En cambio, notaba cómo un músculo tras otro cedía y se relajaba. Al menos en la parte del cuerpo donde aún tengo movilidad.

No sé con seguridad si me dormí.

Pero hay algo que no recuerdo. Nuestro salvador debió de ayudar a bastantes heridos antes de que yo me despertara sobresaltada.

—Qué diablos…

Estaba inclinado sobre mí. Su respiración me quemaba la mejilla, y creo que sonreí. Al instante se puso en cuclillas y observó detenidamente mis rodillas. O en realidad fue mi pierna lo que miró.

—¿Eres paralítica? ¿Tienes las piernas paralizadas? De antes, quiero decir.

No me dio la gana de contestarle.

—¡Johan! —gritó de repente, sin levantarse—. ¡Johan! ¡Ven aquí!

Eso significaba que ya no estaba solo. Oí el motor de un coche a través de la ventisca, y con las ráfagas de viento de fuera entró un suave olor a gases de tubo de escape. El ruido iba y venía, se oía cada vez más fuerte, para luego desaparecer, lo que me hizo pensar que habría muchas motos de nieve en marcha. El tal Johan se puso de rodillas y se rascó la barba al ver lo que su compañero le señalaba.

—Tienes la pierna atravesada por un bastón de esquiador —dijo por fin.

—¿Qué?

—Tienes un bastón de esquiador atravesándote la pierna.

Ladeó la cabeza fascinado.

—La ruedecilla se ha roto con el golpe y te presiona el pantalón, pero lo que es el propio bastón…

De repente no era capaz de verle la cabeza.

—¡Sale veinte centímetros por el otro lado! —gritó—. Has sangrado. En realidad has sangrado bastante. ¿Tienes frío? Quiero decir… ¿tienes más frío que de…? Parece que el bastón está algo torcido, de modo que…

—No podemos arrancárselo —dijo el hombre de las gafas alpinas en una voz tan baja que apenas podía oírla—. Si lo hacemos, morirá desangrada. ¿Qué idiota ha metido aquí dentro un par de bastones?

Miró a su alrededor con gesto de reproche.

—Tenemos que llevárnosla enseguida, Johan. Pero ¿qué coño hacemos con el bastón?

No recuerdo nada más.

De las 269 personas que iban en el tren número 601 procedente de Oslo y con destino a Bergen el miércoles 14 de febrero de 2007, solo murió una. Era el maquinista que conducía el tren, y seguramente no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que estaba sucediendo antes de morir. No chocamos contra la montaña en sí. Al pie de la montaña de Finsenut, una tubería de hormigón perfora las masas de roca, como si alguien hubiera pensado que el túnel de más de diez kilómetros no fuera lo suficientemente largo y necesitara que le añadieran unos metros de feo hormigón en el bonito paisaje del lago de Finse. La investigación posterior mostraría que el descarrilamiento ocurrió a unos diez metros de la abertura del túnel. La causa fue una extensa formación de hielo en las vías. Muchos han intentado explicarme cómo puede suceder algo así. En el transcurso de la hora previa al accidente pasaron dos trenes de mercancías en dirección contraria. Si lo entendí bien, habían llevado el aire más caliente del túnel al de fuera cada vez más frío, más o menos como en la bomba de una bicicleta. Como el aire frío tiene menos capacidad que el aire caliente de conservar la humedad, el agua condensada dentro se convierte en gotas que caen al suelo en forma de hielo. Y más hielo. Tanto hielo que ni siquiera el peso de un tren consigue romperlo a tiempo. A posteriori, he pensado que la tubería de hormigón, cuya finalidad entonces fui incapaz de entender, está colocada allí para asegurar un enfriamiento gradual del aire dentro del túnel. Hasta ahora nadie ha podido decirme si tengo razón o no.

No entiendo cómo un fenómeno meteorológico que tiene que conocerse desde tiempos inmemoriales puede ocasionar el descarrilamiento de un tren en una vía férrea que lleva funcionando desde 1909. Vivo en un país de innumerables túneles. Los noruegos deberíamos ser duchos en asuntos de nieve, hielo y ventiscas en la montaña. Pero en este milenio de alta tecnología, con aviones y submarinos atómicos, colocación de vehículos en Marte, clonación de animales y cirugía láser de precisión nanométrica, algo tan simple y natural como el aire de un túnel unido a una ventisca invernal en la montaña puede hacer descarrilar un tren y aplastarlo contra una enorme tubería de hormigón.

No lo entiendo.

Más tarde el accidente recibió el nombre de la catástrofe de Finse. Como de hecho no se trató de una catástrofe, sino de un accidente importante, he llegado a la conclusión de que esa denominación se debe a todo lo que ocurrió en y alrededor de la estación de ferrocarril, a 1222 metros sobre el nivel del mar durante las horas y los días siguientes al choque, mientras el vendaval se convirtió en el peor de su especie en más de cien años.

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