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1: Ventolina » Capítulo 3

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—¿Estás dormida?

—No —contesté intentando incorporarme en la silla—. Al menos ya no.

Empezaba a sentirme entumecida. Aunque no notaba la herida de la pierna, cada vez veía más claro que el resto del cuerpo también había recibido una buena paliza. Me dolía la espalda, tenía agujetas en un hombro y la boca seca. El doctor Streng había acercado una silla a la mía. Me ofreció vino tinto.

—No gracias. Pero querría un vaso de agua.

Solo tardó un par de minutos en traérmelo.

—Gracias —dije bebiéndomela de un trago.

—Bien —dijo el doctor Streng—. Es importante que el cuerpo tenga líquido.

—Siempre —dije con una sonrisa rígida.

—Un tiempo horrible —dijo él alegremente.

No contesto a frases de ese tipo.

—He intentado salir hace un rato —prosiguió impertérrito—. Para saborear el frío, por así decirlo. ¡Imposible! Además del huracán, la nevada es la peor que recuerda la gente de aquí. La nieve se amontona junto a las paredes y tapa ventanas y… La temperatura ha descendido a veintiséis bajo cero, y con este viento el frío es…

Reflexionó.

—Helador —sugerí.

Dejé el vaso en el suelo. Solté el freno de la silla, e hice al médico un breve gesto con la cabeza, antes de empezar a moverme lentamente. Él no se dio por aludido.

—Podemos sentarnos aquí —sugirió, contoneándose detrás de mí con dos copas de vino tinto en las manos, con la esperanza de que yo cambiara de parecer—. ¡Así podremos contemplar la ventisca!

Me di por vencida y aparqué junto a la ventana, tal como él había sugerido.

—No hay mucho que contemplar —dije—. Ventisca blanca. Hielo, nieve.

—Y viento —dijo Magnus Streng—. ¡Vaya viento!

En eso tenía razón. Ciertamente el bramido de fuera era tan fuerte que todo el mundo se veía obligado a elevar la voz para hacerse oír, pero lo más llamativo era el viento, ese viento que hacía vibrar las ventanas, como si la ventisca estuviera viva, con un corazón y pulso dificultosos. La vista carecía de puntos de referencia. Ni árboles, ni objetos; incluso las paredes desaparecieron en caóticos remolinos de nieve, no había donde fijar la mirada.

—No se preocupen —dijo una voz detrás de mí—. Estas ventanas aguantan. Tienen tres capas de cristal. Si se rompe una, seguirá habiendo dos.

Era obvio que Geir Rugholmen no era un hombre rencoroso. Se sentó en el borde de la mesa y levantó un vaso para brindar. Parecía lleno de Coca-Cola.

—Claro —contesté.

—Fascinante —dijo el médico en tono alegre—. Estas ventanas no son tan grandes, pero en el Salón Azul puede comprobarse que el cristal realmente es un material elástico. Oye, Rugholmen, ¿puedes decirnos si hay algo de verdad en los rumores sobre que hay miembros de la familia real entre nosotros?

Me pareció notar un cambio en la expresión del hombre de Bergen. Un aire vigilante, una minúscula vacilación en la mirada antes de escudarse detrás del vaso que sostenía.

—No son más que bobadas —dijo—. No hay que creer todo lo que se oye.

—Pero ese vagón —protestó Magnus Streng—. Si no me equivoco, había un vagón de más…

—¿Qué tal vas? —preguntó Rugholmen mirándome con una sonrisita como si quisiera acabar de una vez por todas con nuestra disputa anterior.

Primero hice un gesto afirmativo con la cabeza, y luego uno negativo cuando Magnus Streng intentó darme la copa de vino de nuevo.

—Creo que todo el mundo tiene ya su habitación para esta noche —dijo Rugholmen—. Y menos mal que hemos logrado llevar a tiempo a la gente que va a dormir en otras casas. En este momento no se puede salir. El viento es tan fuerte que se te lleva, y la nieve se arremolina en el suelo.

—¿Cuándo vendrán a rescatarnos? —pregunté.

Geir Rugholmen se echó a reír. Era una risa alegre y melodiosa, como la de una chica. Sacó una caja de rapé.

—No te das por vencida —constató.

—¿Cuánto tiempo durará el vendaval? —pregunté.

—Mucho.

—¿Cuánto es mucho?

—Es difícil de decir.

—Pero estaréis en contacto con el Instituto de Meteorología —señalé. En ese momento ya no intentaba ocultar mi irritación.

El hombre se colocó un poco de rapé bajo el labio y se metió la caja en el bolsillo.

—No tiene buena pinta —constató—. Pero puedes estar tranquila. Aquí hay suficiente comida, suficiente calor y mucha bebida. Relájate y disfruta.

—Dentro de lo que cabe —intervino Magnus Streng— ha sido una suerte que nos encontráramos a solo unos cientos de metros de la estación. Tengo entendido que la velocidad no era excesiva precisamente por esa razón. Por debajo de setenta kilómetros por hora, según dicen. Podemos realmente llamarlo suerte, dadas las circunstancias. Y luego este hotel. ¡Qué lugar! ¡Qué personal! Todo sonrisas y amabilidad. Se comportan como si estuvieran acostumbrados a recibir víctimas de accidentes todos…

—¿Quién es el responsable aquí? —interrumpí mirando a Geir Rugholmen.

—¿Responsable? ¿Del hotel?

Suspiré.

—¿Del accidente? —preguntó con sarcasmo abriendo los brazos—. ¿Del vendaval?

—De nosotros —intervine yo—. ¿Quién es el responsable de las labores de rescate? ¿De sacarnos de aquí? Si no me equivoco, la responsabilidad operativa concierne a la policía local. ¿Quiénes son? ¿Los de la comisaría rural de Ulvik? ¿Hay algún representante local? ¿La Central de Salvamento de Sola está…?

—Qué cantidad de preguntas —me interrumpió Geir Rugholmen en una voz tan alta que los que estaban sentados cerca miraron en nuestra dirección—. Pero ¡si yo no tengo la obligación de contestar a esas cosas!

—Creí que pertenecías al grupo de salvamento. ¿La Cruz Roja?

—Te equivocas por completo.

Dejó la copa en la mesa con estruendo.

—Soy abogado —declaró iracundo—. Y vivo en Bergen. Tengo un apartamento aquí, y me había tomado una semana libre para arreglar la cocina antes de las vacaciones de invierno. Cuando oí el golpe, no me hizo falta mucha imaginación para entender lo que había sucedido. Tengo una moto de nieve. Te ayudé a ti y a muchos otros, y no espero que nadie me lo agradezca. Pero al menos podrías intentar ser un poco amable, ¿no?

Su cara estaba tan cerca de la mía que noté una fina lluvia de saliva cuando prosiguió:

—Si no puedes mostrarte agradecida, al menos podrías ser un poco amable con un tipo que en lugar de pintar armarios de cocina ha hecho de transportista en medio de este jodido vendaval para salvarte a ti y esa maldita silla tuya.

Estoy acostumbrada a que la gente se aleje. Es lo que pretendo. Se trata de encontrar el equilibrio entre la mala educación y la circunspección. Demasiado de lo último no despierta sino la curiosidad y las ganas de entrometerse de la gente, como era el caso de Magnus Streng, que había decidido conocerme más de cerca. Esta vez me había inclinado demasiado hacia lo primero.

—Lo lamento —dije intentando parecer sincera—. Claro que te estoy agradecida por ayudarme. Y sobre todo por haber ido a buscar mi silla cuando el vendaval había empeorado. Gracias. Muchas gracias.

Logré mi propósito. Geir Rugholmen me miró unos segundos con cara inexpresiva, antes de encogerse de hombros y esbozar una sonrisa irónica.

—Vale —dijo—. Y yo puedo decirte que va a haber una reunión informativa dentro de… —echó una mirada a un reloj de buceador de plástico negro— media hora. Se va a celebrar aquí. Por consideración a ti, de hecho. Ha sido idea mía. Y te lo diré de una vez por todas: tardarán en rescatarnos. Es imposible saber cuándo llegarán. Los cables se han caído justo al oeste de Haugastøl. El vendaval es tan fuerte que ni siquiera las máquinas quitanieves con motor diésel consiguen avanzar. No podemos ni soñar con helicópteros. Simplemente, estamos aislados del mundo. Entretanto, deberías intentar relajarte un poco, ¿de acuerdo?

Sin esperar la respuesta, se bebió el resto de la Coca-Cola y se marchó.

Adrian había encontrado a alguien.

Me dejó asombrada. Lo había visto un poco antes; cruzó el viejo y gastado suelo de tablones de madera arrastrando los pies con una joven pisándole los talones. La chica debía de tener unos dieciocho años, aunque era difícil determinarlo. Parecía una versión en feo de Nemi, la figura de cómic. Excesivamente delgada, llevaba ropa oscura y tenía el pelo negrísimo. Solo las raíces de pelo rubio ceniza en la raya de en medio y un piercing plateado en el labio inferior rompían la monotonía del negro. Iba tan maquillada que igual podría haber tenido quince que veinticinco años. Los dos jóvenes estaban sentados en el suelo, apoyados contra la pared y abrazándose las piernas, muy cerca de la puerta de la cocina. Me di cuenta de que no se hablaban. Simplemente estaban allí sentados, como dos individuos miserables y mudos entre un grupo de gente que en el transcurso de la noche se había relajado bastante.

—¿Está segura de que no quiere un poco?

Magnus Streng me ofreció la copa de vino tinto.

Ante todo me habría gustado recordarle que era médico. Que yo acababa de sufrir un accidente de bastante envergadura, y que un bastón de esquí me había atravesado la pierna con la consiguiente pérdida de sangre. Me quedé con las ganas de preguntarle si opinaba que el alcohol era la medicina adecuada para una señora inválida de mediana edad, en un estado general indudablemente debilitado.

—¡No gracias!

Pero no sonreí, lo cual fue igual de eficaz. Dejó la copa con mucho cuidado.

—De acuerdo —dijo levantándose—. Que pase una buena noche. Yo intentaré averiguar algo del misterio de la familia real.

Sonó mi teléfono móvil.

Es decir, se iluminó sin emitir ningún sonido. Siempre lo tengo en silencio. Hasta entonces había estado en el bolsillo de mi chaqueta de plumas. Se había caído al suelo mientras buscaba un trozo de chocolate. Descubrí quince llamadas sin responder.

Seguramente los medios se habían explayado sobre el accidente. Como las antenas parabólicas se habían caído con el viento o habían quedado enterradas por la nieve, no había ningún televisor que funcionara ni en el hotel, ni en los apartamentos privados. Algunos habían escuchado la radio durante la tarde y la noche. Nadie sabía nada nuevo sobre la acción de salvamento en sí. Daba la impresión de que el asunto simplemente se encontraba en punto muerto; tampoco podía decirse que nos encontráramos en peligro. Hasta yo tuve que admitir que sería absurdo arriesgar vidas para salvar a unos supervivientes que se encontraban sanos y salvos, bien alojados en un hotel con encanto. Y el maquinista muerto tampoco tendría mucha prisa en bajar de la montaña. En lo que al misterioso vagón de más respecta, parecía evidente que sus pasajeros estarían sanos y salvos, seguramente en el apartamento más elegante.

Todo estaba más o menos bajo control.

Excepto por el hecho de que me había olvidado por completo de algo importante.

Hay personas muy cercanas a mí; una mujer y una niña.

Había olvidado llamar a casa.

Aunque me preocupaba tener que hablar con Nefis e intenté buscar una estrategia antes de coger el teléfono, no logré olvidar del todo la reacción de Geir Rugholmen a mi pregunta sobre el vagón misterioso. Era altamente improbable que Mette Marit estuviera en el tren. Pero había un vagón de más. Y había guardias junto a la parte vallada del andén de la estación central de Oslo.

—Estoy viva —me apresuré a decir antes de que Nefis tuviera tiempo de abrir la boca—. No me ha pasado nada y estoy más o menos bien.

El rapapolvo duró tanto que dejé de escuchar.

Si no había miembros de la familia real en el último vagón, entonces ¿quién lo ocupaba?

—Perdóname —dije en voz tan baja que se hizo el silencio al otro lado—. Lo lamento de verdad. Debería haber llamado inmediatamente.

Fueran quienes fuesen los que viajaban en el último y totalmente distinto vagón del tren entre Oslo y Bergen, resultaba incomprensible que nadie los hubiera visto después del accidente. Alguien tendría que haberlos ayudado. Alguien de la patrulla de salvamento tendría que haberles asistido en el trayecto desde el túnel al hotel. Como los rumores no habían sino aumentado, la única explicación que encontré era que las personas del último vagón habían sido las primeras en recibir ayuda, y que por eso ya estaban alojadas en el apartamento de la última planta antes de que ninguno de nosotros llegara a Finse 1222.

—Lo siento —repetí—. De verdad.

Nefis estaba llorando al otro lado de la línea.

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