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4: Brisa moderada » Capítulo 2

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—¡Lo único sensato es dividirnos! —gritó Kari Thue—. Tengo derecho a decidir de quién quiero fiarme. Con quién elijo estar encerrada. Al menos debemos formar dos grupos separados.

Me costaba dar crédito a mis oídos. Y a mis ojos. Debía de tener cara de tonta allí sentada, en el rincón junto a la cocina, con una taza de café colocada sobre un antiguo armario pintado, incrédula y boquiabierta, mientras cada vez más gente se iba reuniendo en torno a Kari Thue en el otro extremo de la habitación. Ya nadie se acordaba de la chica vestida de rojo. Ella había aportado su granito de arena, y había desaparecido de mi vista. Ojalá algún adulto la hubiera acompañado a su habitación. Por suerte, nadie miraba en mi dirección. Por primera vez desde el accidente, contemplé la posibilidad de pedirle a Geir que me ayudara a salir de allí. A una habitación para mí sola. Con una llave en la cerradura que me separara de los demás hasta que terminara el vendaval y pudiera regresar a mi casa de la calle Kruse sin tener que intercambiar una sola palabra con nadie. Incluso merecería la pena la humillación de ser llevada en brazos.

Pero Geir estaba ocupado en algo muy distinto.

Tras el accidente del tren la mesa larga se había convertido en una especie de tarima. Ahora Kari Thue se había subido al grueso tablero de madera y hablaba muy alto y muy deprisa, sin parar de gesticular, mientras Berit Tverre intentaba en vano hacerla bajar. Geir estaba abriéndose paso entre la gente para acudir en ayuda de la directora.

—Ya que tenemos acceso a dos edificios —gritó Kari Thue—, sugiero que un grupo se lleve la comida y la bebida que precise, y se vaya al edificio de apartamentos, mientras el otro grupo se queda aquí. Podemos bloquear los extremos del vagón de tren que une los dos edificios. También hay que poner guardias, claro. Yo me presto voluntariamente a formar parte de un comité de selección, que debe constar de… tres miembros. Tú…

Levantó un delgado dedo índice para señalar a la mujer que estaba tejiendo, y que se aferraba a su labor con aspecto de hacer todo lo posible para no derrumbarse.

—Y tú…

El dedo en forma de gancho apuntó hacia ese hombre de negocios que me resultaba familiar, pero que seguía sin ser capaz de identificar.

—Sugiero que durante una hora los tres hagamos un reparto con el que la mayoría se sentirá satisfecha. Según tengo entendido…

En este punto se le quebró la voz. Berit había conseguido agarrarla del brazo e intentaba bajarla de la mesa. Kari Thue se soltó bruscamente; Berit perdió el equilibrio y solo la gente que empujaba desde el otro lado de la mesa impidió que se cayera al suelo.

—¡Bájate! —gritó Berit—. ¡Ahora mismo! Aquí soy yo quien…

El resto de la frase desapareció en medio de la algarabía, y dejé de ver a la mujer. En la recepción se habían congregado unas cincuenta personas. Aún había tres veces ese número repartidas por los dos grandes edificios. Mikkel, el joven del pañuelo en la cabeza de la Taberna de San Paal, había colocado a su pandilla detrás de la multitud, donde se entretenían dando empujones a diestro y siniestro. Parecían totalmente indiferentes a lo que acababa de suceder, excepto como una oportunidad para divertirse. Algunas personas se pusieron a gritar que estaban de acuerdo con Kari Thue, otras intentaban ayudar a Berit. El sudafricano se había subido al alféizar y con un pie en la mesa pedía insistentemente a Kari Thue que se calmara. Yo solo captaba alguna que otra palabra en un noruego algo macarrónico, pero me bastó para entender que el hombre estaba seriamente preocupado. Además, con su traje gris a rayas estrechas, una camisa todavía limpia y una corbata de seda color burdeos con el nudo bien hecho, era el único entre los presentes que parecía tan aseado y correctamente vestido como en el momento de ocurrir el accidente. Le sirvió de poco. Kari Thue levantó la mano para golpearle, pero no acertó. Seguía hablando sin parar:

—¡Se trata de un violento asesino! ¡Estaremos mucho más seguros si nos dividimos! Tengo todo el derecho a elegir a quien quiera…

Geir se había subido de un salto al otro extremo de la mesa. Se apresuró hacia ella, agachó la cabeza al pasar por debajo de las lámparas que colgaban del techo, y sin mediar palabra, inmovilizó a la delgada mujer. La eterna y minúscula mochila de Kari Thue quedó enganchada entre la tripa de él y la espalda de ella, pero, por lo que pude ver, a él no le supuso ningún obstáculo.

—Tienes que tranquilizarte. ¡Y cállate la boca! —Para acentuar la gravedad de sus palabras, la apretó con fuerza y la levantó de la mesa—. ¿Lo entiendes? —gritó antes de susurrarle algo al oído.

No tengo ni idea de lo que le dijo, pero surtió efecto.

Kari Thue se desplomó como una lengua de trapo en sus brazos. Geir dejó que los pies de la mujer tocaran la superficie de la mesa antes de soltarla lentamente. Kari Thue no le pegó. No gritó. Tampoco lo hizo nadie más. Incluso la pandilla de jóvenes retrocedieron, como si de repente se hubieran dado cuenta de que podrían haber lastimado a alguien.

—Baja de la mesa —dije en voz alta—. Baja de la mesa, y decidiremos lo que vamos a hacer.

De repente estaba mirando a unas cincuenta caras que parecían más sorprendidas de que yo hubiera dicho algo que si me hubiese levantado y marchado. A decir verdad, yo misma estaba sorprendida.

—En primer lugar, la responsable de este lugar es Berit Tverre —afirmé—. Y en segundo lugar, la idea de dividirnos en dos grupos es totalmente inaceptable.

Ya que al fin abría la boca, debería haber dicho algo menos evidente. Mi voz sonaba extraña. Hacía mucho tiempo que no tenía necesidad de hablar tan alto. Por otro lado, me parecía que lo más importante no era lo que se decía, sino cómo se decía. Kari Thue se dejó ayudar a bajar de la mesa. Geir ya había bajado. La gente empezó a acercarse lentamente. Yo levanté las palmas de las manos y ellos se pararon como perros obedientes. Solo Kari Thue, Geir y Berit se abrieron paso entre el muro de gente que se encontraba a cuatro metros de mí. El sudafricano era el único que ya no quería formar parte de todo aquello. Se dirigió con paso airado hacia la escalera y desapareció. También me fijé en el kurdo, que estaba en la periferia del grupo, un poco alejado de los demás. Era el único que había dejado de mirarme y, en cambio, contemplaba un cuervo colocado en una vitrina junto a la recepción. El hombre tenía la vista clavada en los ojos resplandecientes del pájaro, y al parecer no tenía ningún interés por nada más en la estancia. La mujer del hiyab, que yo pensaba que era su esposa, estaba a su lado. Al encontrarme con su mirada vi algo que no entendí del todo. Hasta entonces había parecido extremadamente reservada, un ser tímido que evitaba cualquier intento de aproximación por parte de los demás. Ahora me miraba directamente. Sus ojos eran grandes y verdes, con manchas marrones. Me di cuenta de que no la había mirado de cerca hasta entonces. El hiyab atraía toda la atención. Lo cual sin duda era lo que se pretendía. Su rostro era ancho sin ser masculino; fuerte y sorprendentemente franco, con facciones simétricas y una expresión que era incapaz de interpretar.

—Continúa —susurró Geir; no me había percatado de que se me había acercado.

—¿Y quién coño ha dicho que tú vas a decidir nada?

Mikkel se me adelantó. Parecía descontento incluso cuando sonreía. Estaba al lado de Kari Thue con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza echada hacia atrás para subrayar mi estatus de inválida.

—Yo no decido —dije—. La que decide es Berit Tverre.

—¿Y eso quién lo ha decidido?

He de admitir que tengo un montón de prejuicios.

Antaño opinaba que merecía la pena intentar combatirlos. Los últimos años ni me he molestado. Me he rendido, por así decirlo. Como casi siempre me quedo en casa, no tiene sentido gastar energías en intentar ser mejor persona. Además, probablemente es demasiado tarde. Me estoy acercando a los cincuenta a toda velocidad. Dentro de tres años sobrepasaré el medio siglo, y prefiero dedicarme a otras cosas que a mostrar comprensión a niños de papá forrados. Mikkel tendría quince años menos que Kari Thue, pero se dejaba devorar desinhibidamente por la mirada de esa mujer que parecía controlarse para no tocar al chico.

Yo lo he decidido —contesté—. Con el consentimiento de todos los que conservan la cabeza. Somos los huéspedes de Berit Tverre. Empieza tú también a comportarte como tal.

—Vivimos en una democracia —dijo Kari Thue en voz alta—. En una democracia que no deja de existir solo porque estemos aislados. Si la mayoría está de acuerdo conmigo en que lo más seguro sería…

—No lo sabrás nunca —dijo Berit dando unos pasos hacia delante—. Porque no vamos a hacer ninguna votación. Hanne Wilhelmsen tiene toda la razón. Sois mis huéspedes. Yo decido. Y ahora decido que…

El estallido que la interrumpió pareció venir de otro mundo.

Con el paso de las horas, todos nos habíamos acostumbrado al ruido de la tormenta: a sus golpes en las paredes y al intenso aullido del viento por las esquinas y salientes del hotel y sus edificios anexos. El estruendo del vendaval se había convertido en una especie de ruido de fondo que reconocíamos, como el embate de las olas en la costa o el constante bramido de la cascada junto a un viejo molino.

Eso fue algo muy distinto.

Primero creí que se trataba de una fuerte explosión. Resonó en mis oídos e hizo temblar las paredes. Las fuertes vibraciones en el suelo sacudieron la silla de ruedas. Se oyó un tintineo de copas y vasos procedente del Milibar. El setter, que en ese momento era el único perro que yo podía ver, se levantó con un aullido, antes de tirarse sobre los gruesos tablones del suelo. Como si pensara que el techo fuera a caérsele encima. No era el único. La gente se refugiaba debajo de la mesa larga. Otros corrían hacia el edificio anexo, lo que no parecía mala idea, pues el tremendo ruido procedía del otro lado de la recepción. Geir y Berit corrieron contracorriente y se encontraron junto a la escalera. Los perdí de vista cuando Mikkel y su pandilla me pasaron a toda prisa por delante para bajar a la Taberna de San Paal. Solamente Kari Thue se había quedado inmóvil. Sollozaba, tapándose la cara con las manos. Sus hombros eran estrechos y tan delgados que parecían cortar la fina tela de su blusa. Estaba esperando la muerte, y en una situación diferente es probable que me hubiese dado pena.

En ese momento no tenía ni tiempo ni posibilidad de cultivar tales sentimientos.

El ruido continuaba. Al primer estallido le siguió un sonido estridente, mezclado con breves explosiones y golpes mucho peores que los que nos había proporcionado el vendaval durante casi veinticuatro horas. Incluso el griterío de la gente buscando refugio a la desesperada se ahogó en el sonido de eso que decididamente no podía ser una explosión.

Las explosiones son cortas. Pasan.

Aquello duraba.

Y la temperatura bajaba.

No lo noté enseguida. Solo cuando logré cierto control de la situación, y pude fijarme en quiénes corrían y hacia dónde, y dónde intentaba esconderse la gente, me di cuenta del frío que hacía allí dentro.

Cada vez hacía más frío, y ocurría muy deprisa.

Ese sonido que no podía ser una explosión se iba apagando. En cambio el ruido del vendaval parecía haberse metido dentro del edificio. Un viento helador barrió el suelo, alzó un papel de chocolatina y le imprimió un baile desenfrenado en dirección a la cocina.

De repente descubrí a Adrian ante mí. Cogía de la mano a Veronica, que parecía una hermana mayor arrastrando a su hermanito. Tenía el rostro inexpresivo y pálido, pero soltó lentamente la mano de Adrian para pasarle el brazo por los hombros al lloroso chico. Él preguntó entre sollozos:

—¿Vamos a morir ahora, Hanne?

Ojalá hubiera podido responderle. Pero no tenía idea de lo que había sucedido o de lo que nos esperaba. A pesar del ruido, podía escuchar los latidos de mi corazón; estaba aterrorizada. Pero algo estaba a punto de ocurrir. Ya no me sentía oxidada. La adrenalina que mi cuerpo segregaba con cada estallido y ráfaga de viento me había agudizado en lugar de paralizarme. Lo veía todo. Lo había visto todo. Cuando ahora, varios meses más tarde, cierro los ojos con el fin de recrear los sucesos de esos segundos y minutos en Finse 1222, es como ver una película a cámara lenta. Soy capaz de dar parte de cada detalle. Pero en aquel momento, allí y entonces, mientras me castañeaban los dientes de miedo y frío, hubo un solo detalle en el cual realmente mereció la pena fijarse.

En medio del estruendo y el caos, el kurdo se abrió la chaqueta de tonos marrones para coger un arma que llevaba en una pistolera colgada del hombro. Protegido por la columna contigua a la recepción, se puso velozmente en posición de tiro; una rodilla en el suelo y el otro pie delante. Resultaba bastante terrorífico de por sí. Si bien la mayor sorpresa, que fui incapaz de comprender seguramente a causa de mis prejuicios, fue que la mujer kurda hizo lo mismo que él. Al contrario que su marido, sacó el arma de la pistolera y tuvo tiempo suficiente para apuntar a un enemigo imaginario junto a la escalera. Su vestido informe y holgado estaba sin duda hecho para la ocasión, y no le impidió sacar el arma ni moverse muy deprisa. Por fin, cuando el frío de la escalera la alcanzó sin que aparentemente hubiera más amenazas, devolvió el revólver a su funda.

En el transcurso de los minutos siguientes me di cuenta de que nadie más que yo se había fijado en ese extraño episodio. Al principio me pareció muy extraño. Luego, al pensarlo mejor, me pareció más lógico; todo el mundo se había movido o había buscado refugio por instinto con la cara tapada. Los dos kurdos, que no me habían visto, volvieron a desempeñar los papeles del inmigrante protector con su llorosa y aterrada esposa.

Decidí dejar las cosas así por el momento.

Tal vez no fueran kurdos en absoluto.

Y tal vez ni siquiera estaban casados.

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