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5: Brisa fresca » Capítulo 1

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Por alguna razón pensé en Cato Hammer.

En realidad, el asesinato del controvertido pastor era nuestro problema menos grave. Sentada en mi silla junto a la puerta de la cocina me convertí en el testigo más o menos impotente de un exceso de acontecimientos transcurridos en una escasa media hora. El intento de motín de Kari Thue había resultado muy amenazador. El que dos representantes, aparentemente típicos, de nuestras nuevas clases bajas se hubieran comportado como agentes de élite tampoco resultaba fácil de digerir. Sin embargo, el tremendo estruendo procedente de algún punto de la pared oeste fue lo peor. Mientras para ahuyentar el miedo intentaba ordenar las ideas sobre el asesinato de Cato Hammer que había concebido durante las últimas horas, albergaba serias dudas de que la pared oeste siguiera en pie. La temperatura en el hotel descendía a una velocidad inquietante. Durante las últimas veinticuatro horas habíamos vivido inmersos en un aroma de café, comida, sudor y perro. Todos los olores se habían disipado. El sentido del olfato solo percibía un frío seco y amenazador. Fuera, la temperatura era todavía de treinta grados bajo cero, algo que yo no había asimilado del todo. Me había puesto el chaquetón de plumas y había envuelto mis marchitas piernas en una manta de lana. Al hacerlo, había descubierto que se me había abierto la herida de la pierna. En el blanquísimo vendaje brotaba una flor roja que empezaba a desplazarse hacia los jirones de la pernera cortada del pantalón. Busqué otra manta con la mirada.

Y seguí pensando en Cato Hammer.

Resultaba muy curioso que lo conociera tanta gente. No me refiero a que hubieran oído hablar de él, pues ese era el caso de la mayoría de nosotros. Mientras intentaba combatir el miedo a lo que debía de haber causado el brusco descenso de la temperatura en el hotel, reparé en que casi todas las personas con que había tratado tras el accidente del tren habían admitido de buen grado algún tipo de relación con ese hombre. Cato Hammer había sido paciente del doctor Streng. Geir lo conocía de la junta directiva del club de fútbol Brann. Me había parecido que Berit Tverre se sonrojaba al hablar de las anteriores visitas del pastor al hotel. El que Roar Hanson conociera a Hammer no era, claro está, nada raro, pues eran compañeros de carrera y habían trabajado juntos.

Adrian se había limitado a mostrarse cabreado con él.

Cabreado y malhablado. Su trato a Cato Hammer había sido muy distinto al que daba a los demás ocupantes del tren.

—¡El vagón del tren!

Geir apareció ante mí. Al principio solo lo reconocí por las gafas de esquí amarillas, que le cubrían casi toda la cara; se las quitó con violencia y se apoyó sin aliento en mi silla.

—¡El vagón se ha caído!

El vagón.

Me había fijado en ese vagón cuando nos detuvimos en la estación, claro, sin saber que solo unos minutos después estaríamos sentados sobre los restos del tren descarrilado. El viejo vagón unía el hotel y el edificio de apartamentos, que al hallarse muy cerca de la vía parecían formar parte de la estación. Estaba suspendido unos tres o cuatro metros por encima del suelo, y permitía desplazarse entre los dos edificios sin tener que salir. Parecía un enorme tren de juguete, un herrumbroso recuerdo de que Finse era la única ciudad ferroviaria de verdad en todo el país, pues solo se podía llegar allí en tren. El vagón ni siquiera desentonaba con la arquitectura. Todo el complejo era en sí un gran mosaico, y el vagón suspendido constituía un divertido saludo del pueblo de Finse al Ferrocarril Nacional Noruego. Por las conversaciones que había escuchado las últimas horas, comprendí que el vagón se estaba llenando de nieve. La construcción era muy antigua, y en la pared del edificio de apartamentos podían verse grietas. No muy grandes, pero lo suficiente para que ya por la mañana hubieran despertado cierta preocupación. Una preocupación justificada.

—Entre los edificios se han ido amontonando enormes cantidades de nieve —dijo Geir sin aliento—. En realidad, el vagón no ha caído muchos metros. Ahora está inclinado oblicuamente sobre la nieve. Por el otro extremo sigue unido a la pared, y puede que la puerta del vagón siga fijada a ella. En nuestro lado ha arrancado un trozo entero de pared, con puerta y todo. ¡Por suerte no había nadie en el vagón cuando cayó!

—Sí —respondí—, la verdad es que estamos teniendo una suerte increíble en este viaje.

Me miró:

—¿Estás bien?

Asentí con un gesto de la cabeza, y añadí:

—Pero el doctor Streng tiene que verme la pierna. Está sangrando de nuevo. No creo que sea nada grave. ¿Y a ti cómo te va?

Un poco asombrado, frunció el entrecejo y enderezó la espalda. Sonrió y se tomó su tiempo para responder:

—¡A ti esto te está viniendo muy bien!

—¿Qué haréis con el agujero? —pregunté.

—Johan irá a por los polacos. Tenemos material de sobra en el sótano. Estoy seguro de que…

—¿A por los polacos? ¿Los carpinteros? ¿Con este vendaval? ¿A buscarlos a…?

Geir me colocó bien la manta. Su respiración se convirtió en un vapor transparente que me acarició el rostro en cálidas ráfagas, enfriándolo aún más. Según tenía entendido, esos carpinteros estaban en las casas que se hallaban a varios cientos de metros.

—Johan es capaz de conducir una moto de nieve en el polo sur en el mes de junio —dijo Geir—. Sabes que allí es invierno cuando…

—Ya lo sé —lo interrumpí—. Cuando aquí es verano. Pero tengo la clara impresión de que nadie pueda escapar de este lugar. ¡De que nadie puede estar fuera!

—Johan sí. No lo haría si no se viera completamente obligado. Pero puede. Cuando es necesario.

Empezó a levantarme los pies, con el fin de abrigarlos mejor, y le di un empujón para que se apartara.

—¿Y qué tiene ese Johan?

—Ha nacido aquí. Uno de los pocos. La leyenda cuenta que nació al aire libre durante una tormenta de invierno, y que se crio en una cueva de nieve cerca de Klemsbu. Pero todo eso son tonterías, claro. Su padre era jefe de estación y vivían en una casa estupenda. Por otra parte, es verdad que aprendió a conducir una moto de nieve antes de cumplir los cinco años. Su hermano mayor le adaptó una para que fuera físicamente posible para un chiquillo tan pequeño alcanzar el manillar, el acelerador y el freno. En la actualidad Johan vive en Ustaoset, donde dirige un centro de actividades en la naturaleza. Atrae a americanos forrados y luego les da un susto tras otro en la alta montaña. Esas cosas ahora dan dinero. Pero viene a menudo por aquí. Por fortuna, estaba aquí en el momento de la explosión. Hay restricciones muy severas en cuanto al uso de las motos de nieve, así que se ha hecho socio de la Cruz Roja para poder montar a menudo. Por cierto, tú lo conociste. ¿No lo recuerdas? Fue él quien te trajo aquí.

—Pero… ¡con este tiempo!

—Como ya te he dicho, Johan es seguramente el único hombre de Noruega, del mundo entero que yo sepa, que domina toda clase de condiciones climatológicas. Si la moto aguanta, Johan aguanta. Tiene las piernas más torcidas que un vaquero, ¿sabes? La única diferencia es que su caballo se llama Yamaha.

Había nieve en el aire.

La puerta con estrechos paneles de cristal, que separaba la escalera del grotesco agujero de la pared, estaba abierta y destrozada por el viento. Aunque yo seguía sentada junto a la puerta de la cocina, y me separaban del gran agujero la recepción, una escalera y media planta, veía y notaba copos de nieve bailando en el aire revuelto. De momento seguían derritiéndose al alcanzar el suelo.

—A lo mejor debería darse prisa —dije pensando de nuevo en Cato Hammer—. Tengo la sensación de que empieza a ser urgente.

Geir daba palmadas con las manoplas. Luego se inclinó una vez más sobre mí, con una mano en cada rueda. Por suerte, estaban puestos los frenos.

—Puede que dé esa impresión —dijo levantando las cejas—. Pero tenemos todo bajo control. Te lo puedo garantizar. Mientras la gente permanezca dentro…

La sensación de estar dentro no era especialmente fuerte.

—… nadie morirá de frío en Finse 1222. Te doy mi palabra.

Estuve a punto de creer al hombre.

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