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12: Temporal huracanado » Capítulo 1

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—El chico se viene conmigo —dije.

Berit estaba haciendo listas de las personas que iban a ser evacuadas juntas y en un determinado orden. Por fin se había decidido que la gente empezaría a abandonar el hotel esa misma noche. En cualquier caso nadie iba a pegar ojo, y el viento había amainado. Ya no había motivos para retener a la gente. Más bien al contrario. Cuanto antes se vaciara el hotel, antes podrían empezar los trabajos de reparación. Johan había conseguido ayuda para retirar la nieve del andén. Se habían desenterrado los tractores en un tiempo récord. Muchos huéspedes se habían unido al trabajo con palas y un entusiasmo irreprochable. A juzgar por los que entraban con la cara roja y las manos heladas, el andén parecía una enorme piscina, una pista de jockey sobre hielo con nieve polvo en el borde. Los cables a lo largo de la vía seguían enterrados, y ya no tenían corriente.

Ahora los helicópteros podrían aterrizar.

Se esperaba al primero en cualquier momento.

—El chico se viene conmigo —repetí—. Y me gustaría ser la última en irme.

—Entonces no te irás hasta mañana —dijo Berit.

—Está bien —contesté avanzando con la silla por la recepción, que ya se había quedado casi vacía.

Algunos estaban fuera, otros se habían retirado a sus habitaciones, si no para dormir, al menos para reponerse un poco tras todo lo ocurrido. Desde la llegada de la policía ya no se servía alcohol, y la mayoría comprendió que los preparativos y la evacuación llevarían tiempo. A todos les pareció bien. La evacuación estaba a punto de empezar, y eso era lo único que importaba.

Adrian se había sentado a cierta distancia de los demás, junto a la puerta de la cocina. Nadie se fijaba en él. Estaba allí sentado desde que lo habían traído del edificio anexo. No hacía ni decía nada. Se limitaba a estar allí sentado, con la frente apoyada en las rodillas encogidas y abrazándose las piernas, mientras balanceaba el cuerpo de un lado a otro, imperceptiblemente.

De pronto apareció a mi lado el kurdo que no era kurdo.

—Soy Thomas Chrysler —se presentó; esbozó una amplia sonrisa y me tendió la mano—. Un espectáculo impresionante el que diste abajo.

—Thomas Chrysler —repetí dócilmente, pensando que alguien debería haberse inventado algo mejor al procurar al hombre una identidad falsa—. Del Servicio de Seguridad de la Policía, ¿no?

Echó una rápida mirada a su alrededor. Nadie podía oírnos. Aun así no contestó. Debajo del hirsuto bigote se le veía una dentadura uniforme.

—Solo quería preguntarte —dijo en lugar de contestarme— ¿cómo podías estar segura de que Clara y yo nos enfrentaríamos a Veronica Larsen? Los colocaste a los dos a nuestro lado. Les dijiste que se sentaran ahí, Veronica y el chico.

—Os vi cuando cayó el vagón de tren —dije—. Os vi sacar las armas.

Entornó los ojos. Me escrutó unos segundos antes de esbozar otra ancha sonrisa. Sus dientes eran realmente muy blancos y regulares.

—Pero no podías saber que nosotros…

—Un momento —dije levantando una mano para detenerlo—. Tenía bastantes razones para pensar que erais de los buenos, ¿sabes? Un pajarito me había… bien, aunque no me había cantado al oído exactamente, sí me había echado una mirada que me hizo comprender que erais de fiar. Dejémoslo ahí. Encantada de conocerte, ahora tengo que ayudar a ese chico. Ah, solo una cosa más…

Ahora fui yo quien giró la cabeza.

—Supongo que vuestro cometido era vigilar a los pasajeros del tren —añadí, ahogando un bostezo—. Trabajabais bajo identidad falsa por si alguien intentaba matar al terrorista, ¿no es así?

Entornó los ojos un poco más. Sus pestañas eran tan largas que se rizaban sobre los pesados párpados.

—¿Terrorista?

La sonrisa se convirtió en una carcajada cordial.

—No custodiamos a ningún terrorista —dijo aún sin alzar la voz—. ¡Se trata de una maniobra! Un simulacro. ¿Creías que…? ¡No, no! No era más que un simulacro. Uno muy realista, a decir verdad, bajo unas condiciones más que exigentes.

Estaba mintiendo.

Tenía que ser una mentira. No podía ser verdad que toda aquella pesadilla, todo lo que había sucedido en torno al vagón secreto, todos los rumores y disgustos, la rebelión en el edificio de apartamentos… no podía tratarse de un simple simulacro. Yo no podía haber perdido tanta energía en nada, en un simulacro, en un poco de entrenamiento para esos agentes, cuando desde el principio debería haberme centrado en esa única pregunta vital desde la primera noche: ¿Quién mató a Cato Hammer?

—¿Simulacro de qué?

Tragué saliva, intentando mantener la voz en un tono neutro.

—De transporte en tren de presos de alto riesgo. Tú misma dijiste que…

Una vez más esa mirada experta se paseó confiada por la habitación.

—Vivimos en una nueva época con nuevos desafíos. Tú misma mencionaste uno de ellos.

Guiñó el ojo derecho. Las pestañas se le enredaron de un modo que el gesto resultó más cómico que cómplice.

—Vete —dije en voz baja—. Por favor, déjame en paz.

—Vaya —dijo retrocediendo un paso—. No era mi intención…

—Vete. Vete ya.

—Vale, vale.

Le había vuelto la sonrisa. Se puso la chaqueta, sacó un paquete de chicles del bolsillo y me ofreció.

—No, gracias. Quiero estar sola.

—Entonces solo me queda agradecerte este encuentro —dijo y echó a andar—. Y desearte un buen viaje de vuelta a casa.

Había avanzado tres o cuatro metros cuando se volvió.

—Una cosa más —añadió masticando frenéticamente—. Anoche, durante la cena, me di cuenta de que te preguntabas por la lengua que Clara y yo hablábamos.

No contesté. Ni siquiera lo miré. Llevé mi silla lentamente hacia Adrian.

—Esperanto —dijo riéndose—. Ninguno de los dos hablamos el árabe lo suficientemente bien. El esperanto es algo que muy poca gente conoce y suena bastante extraño. ¿Verdad que sí?

Su risa era auténtica. No pretendía burlarse de mí. Estaba tan contento como yo de que todo hubiese acabado y de que nos fuéramos a casa. Sin embargo, en aquel momento podría haberlo matado. No quería volver a verlo jamás.

Un simulacro. Me sentía engañada. Me había dejado engañar de la manera más tonta.

Y lo peor era que me hacía sentirme como una idiota.

—Adrian —dije en voz baja.

Pero el chico ni siquiera levantó la cabeza.

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