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10: Temporal duro » Capítulo 5

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—Adrian. ¡Adrian!

El chico ni siquiera se dignó volverse hacia mí. Estaba sentado con Veronica en el suelo entre la puerta de la cocina y el armario de estilo rústico. No reconocí el juego que los mantenía ocupados. Había un montón de cartas diseminadas por el suelo formando un extraño dibujo, algunas de ellas boca arriba. Veronica tenía muchas más cartas en la mano que Adrian, lo que me pareció una desagradable, pero acertada imagen de la relación entre ellos. Ya no la veía tan joven como al principio, y me parecía muy extraño que pudiera obtener algún placer de estar con un chico de quince años.

Aunque a lo mejor no era placer lo que sentía. Quizá le resultara útil. O tal vez necesario; la actitud de Veronica con el prójimo hacía que yo pareciera una persona alegre, sociable y abierta. Adrian era el único de todos los pasajeros del tren accidentado que desde el primer momento no había evitado a toda costa tropezarse con ese ser flacucho vestido de negro.

—Adrian —repetí cuando ya estaba a su lado—. Tengo que hablar contigo.

—Olvídalo —gruñó.

Ciertamente Adrian y yo habíamos tenido nuestras diferencias, pero el chico debía de ser hipersensible si pensaba que nuestras peleas justificaban ese comportamiento. La única explicación que se me ocurrió fue que Veronica lo hubiera puesto en mi contra.

—Vamos —dije tranquilamente—. Tengo que hablar contigo, de verdad.

—Pero yo no tengo que hablar contigo.

La mujer estudiaba sus cartas. Puso una dama de corazones en el suelo, antes de coger dos de los naipes que estaban boca arriba.

Dos ases.

El chico maldijo con vehemencia, y puso una sota de tréboles encima de la dama. Así pudo hacerse con un rey.

—¿A qué estáis jugando? —pregunté.

Ninguno de los dos me respondió. Me quedé unos minutos observando ese juego que se me antojaba cada vez más absurdo.

—¿Vas a quedarte ahí mucho tiempo? —me preguntó Adrian sin mirarme.

—Sí —contesté—. Me quedaré aquí sentada hasta que estés dispuesto a hablar conmigo.

Toma ya —resopló, tirando con violencia el as de picas sobre el nueve de diamantes que Veronica acababa de echar—. ¡Ja!

En el momento en el que el chico iba a recoger las cartas, Veronica le puso una mano sobre la suya.

—Espera un poco —dijo con esa voz grave que contrastaba tanto con su frágil cuerpo—. ¡Mira!

Puso cuatro doses uno tras otro en el suelo, esbozó una leve sonrisa y cogió todas las demás cartas.

París —dijo ella.

—¡Mierda! —exclamó Adrian.

He jugado mucho a las cartas durante toda mi vida, pero ese era el juego más tonto y más incomprensible que había visto jamás.

—¿Qué quieres? —murmuró Adrian levantándose con dificultad.

—Hablar contigo. A solas.

Ya en el tren el chico apestaba. Ahora, el olor que desprendía ese cuerpo flaco era tan desagradable que fruncí la nariz y retrocedí.

—No tengo habitación, ¿sabes? Y tampoco cuarto de baño, ¿vale?

—¡Qué chorrada! Tú mismo has elegido dormir en el alféizar de la ventana. Y aunque no quieras una habitación, nada impide que te dejen una ducha. En cualquier momento.

—No hay ropa limpia —murmuró el chico—. No sé para qué me voy a duchar entonces.

—Vente conmigo —dije aprovechando que se sentía tan avergonzado que no podía negarse.

El olor era tan fuerte que no podía soportar la idea de encerrarme con él en el pequeño despacho. En lugar de eso me dirigí hasta el pequeño tresillo, que seguía vacío. Kari Thue ya no estaba sentada a la mesa. Hice un gesto hacia uno de los sillones. Adrian se sentó, malhumorado y reticente.

—¿Estás bien? —le pregunté colocando mi silla tan cerca de sus rodillas que no habría podido levantarse sin empujarme.

Hizo una mueca que seguramente significaba que me ocupara de mis propios asuntos.

—Adrian, no sé qué habré hecho para molestarte. Tú decides con quién quieres estar aquí, pero dentro de poco vendrán a buscarnos. Cuando eso ocurra, no creo que Veronica pueda ayudarte tanto como yo. Yo soy, al fin y al cabo…

—¿Me estás chantajeando o qué?

Por un instante me miró a los ojos. Estaba a punto de echarse a llorar. Le temblaba la boca y de repente dio un puñetazo al aire con la mano derecha. No creo que fuera su intención alcanzarme, pero me golpeó la rodilla con fuerza.

—Perdona —dijo retirando la mano a toda prisa—. No era mi… Perdona, ¿vale?

—No importa. No siento nada. No pasa nada.

Me pregunté cómo sería su pelo debajo de ese maldito gorro. Como si me hubiera leído el pensamiento, se lo quitó y se lo puso sobre las rodillas, antes de rascarse enérgicamente la cabeza con los entumecidos dedos de ambas manos.

—¿Qué quieres? —murmuró por fin poniéndose el gorro de lana.

—¿Por qué te enfadaste tanto con Roar Hanson, Adrian?

—¡Era un asqueroso!

—¿Qué tenía de asqueroso?

—¿No lo viste o qué? ¡Pelo graso y boca repelente! Olía mal, y… —Recapacitó y miró al suelo—. Intentó ligarse a Veronica.

—Eso ya me lo dijiste. ¿Qué edad tiene Veronica?

—Veinticuatro. El pastor ese era un cerdo que iba a por las niñas.

—No me parece que Veronica sea una niña, con veinticuatro años. Si el hombre tenía esa clase de preferencias, hay aquí un montón de jugadoras de baloncesto de catorce años.

—¡Ellas no tienen ni tetas! O apenas.

—Por eso mismo —dije secamente—. Si realmente Roar Hanson hubiese preferido chicas muy jóvenes, las habría querido sin tetas. Pero no era el caso, Adrian. No tenemos ninguna base para decir eso. Eres demasiado listo como para creerte esa mierda.

—Pero ¡lo intentó con Veronica! ¡Es verdad! Yo lo vi. Y ella no era la única que encontraba repugnante a ese tío. Dos mujeres del salón de la chimenea también lo mandaron al carajo.

—¿Con esas palabras?

—No exactamente, pero también se les pegó y ellas se cambiaron de sitio varias veces. Qué… qué…

No encontró la palabrota apropiada.

—¿Qué te dijo? —le pregunté mientras seguía pensando.

—¿Qué me dijo? Pero ¡si yo no hablé con ese tipo!

—Sí. Ayer por la mañana. Después de que fueras a la tienda a comprarme patatas fritas y Coca-Cola. Te dijo que te alejases de la botella, o algo así. No lo oí muy bien, porque estaba distraída con las patatas de sabor a pimentón, que no me gusta nada.

Adrian estaba sentado inmóvil, con la mirada perdida. Era como si el esfuerzo de recordar lo confundiera. Tal vez no estaba del todo sobrio; me pareció que la boca le olía un poco a alcohol. La primera mañana había sospechado que Veronica tenía alcohol. Seguramente me equivocaba. Por lo que había podido observar, la joven no bebía nada. Siempre iba con una botella de agua con gas, incluso por la noche.

—No lo recuerdo —dijo tirándose del gorro—. Pero seguro que no dijo nada de alejarme de la botella.

—Sí —dije—. Sí que te acuerdas.

—Me dijo: Aléjate.

—¿Aléjate? ¿Eso fue todo?

—Sí.

—¿Aléjate como que te quitaras del camino?

—No exactamente.

Su cuerpo se movió hacia delante al pronunciar esas palabras, y yo retrocedí en la silla.

—Qué raro que yo no lo oyera —dije desconcertada.

Adrian hizo una mueca de indiferencia.

—No tengo la culpa de que oigas mal.

Dio por terminada la conversación. Como no podía levantarse estando yo sentada tan cerca, intentó empujarme.

—Espera un poco —dije—. Tengo más preguntas.

—Pero yo no tengo más respuestas.

—¿Por qué duermes en el alféizar, Adrian?

Se sonrojó visiblemente. En la lisa piel de su cara crecieron unas pequeñas manchas rosadas.

—Da lo mismo, ¿vale?

—Es porque Veronica no te quiere en su habitación, ¿verdad?

Ahora tenía toda la cara roja.

Al menos Veronica tenía una especie de decencia, pensé, si nunca había tocado al chico. Ponía claros límites a los sueños del chico.

—Me parece —susurró Adrian carraspeando—, me parece bien estar cerca de ti, al menos por la noche.

Esa respuesta fue tan sorprendente que no se me ocurrió otra cosa que sonreírle. Su cara se ensombreció. Y cuando una vez más intentó levantarse, le dejé que lo hiciera. Me había mentido sobre lo que Roar Hanson le había dicho, pero no lograría sonsacarle nada más.

Al menos por el momento.

Como otros experimentados mentirosos, se había movido muy cerca de la verdad, lo que suele ser muy inteligente, pero Adrian me había proporcionado una pieza del puzzle sin comprender que solo me hacía falta un trocito de cielo para intuir los contornos del paisaje final.

Además, empecé a comprender por qué mentía.

No era algo agradable, pero si yo estaba en lo cierto, al menos iba camino de alguna solución.

Una especie de meta, tal vez.

No lo sabía muy bien.

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