12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 10. A la hora de hablar, exprésate con precisión

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REGLA 10A LA HORA DE HABLAR, EXPRÉSATE CON PRECISIÓN

¿POR QUÉ SE HA QUEDADO OBSOLETO MI PORTÁTIL?

¿QUÉ VES CUANDO MIRAS tu ordenador, tu portátil, para ser más precisos? Ves una caja plana, fina, gris y negra. De forma menos evidente, ves algo en lo que puedes escribir y con lo que puedes ver cosas. Sin embargo, aun incluyendo esta segunda percepción, lo que ves no es para nada el ordenador. Esa caja gris y negra resulta ser un ordenador ahora mismo, en este espacio y tiempo, puede que incluso uno caro. Sin embargo, dentro de poco será algo tan absolutamente distinto a un ordenador que será complicado hasta regalarlo.

Todos nos desharemos de nuestros portátiles durante los próximos cinco años, incluso si todavía funcionan a la perfección, incluso si las pantallas, teclados, ratones y conexiones a internet cumplen con sus funciones de forma impecable. Dentro de cincuenta años, los portátiles de principios del siglo XXI serán rarezas como los artilugios científicos de latón de finales del siglo XIX, que ahora causan la misma impresión que los accesorios esotéricos de la alquimia, diseñados para computar fenómenos cuya existencia ni siquiera reconocemos hoy en día. ¿Cómo es posible que máquinas de alta tecnología, cada una de las cuales posee mayor capacidad de procesamiento que todo el programa espacial Apolo, pierdan su valor en un espacio de tiempo tan rápido? ¿Cómo pueden unas máquinas tan útiles, que suscitan ilusión y aumentan el estatus de una persona, transformarse tan rápido en complicadas piezas de chatarra? Pues ocurre a causa de la naturaleza de nuestras propias percepciones y de la interacción, a menudo invisible, entre esas mismas percepciones y la complejidad subyacente del mundo.

Tu portátil es una nota dentro de una sinfonía que está tocando ahora mismo una orquesta de dimensiones incalculables. Es una parte minúscula de un conjunto mucho mayor. La mayor parte de su capacidad reside más allá de su carcasa. Si funciona, es tan solo porque una gran cantidad de otros dispositivos están activados de forma continua y armoniosa. Así, por ejemplo, se alimenta de una red eléctrica cuya operatividad depende de forma invisible de la estabilidad de incontables sistemas complejos de carácter físico, biológico, económico e interpersonal. Las fábricas que producen sus componentes todavía están en activo. El sistema operativo que le permite funcionar se basa en esos componentes y no en otros que todavía están por crearse. Sus dispositivos de vídeo utilizan la tecnología con la que trabajan los creadores que publican su contenido en la red. Tu portátil se comunica con un ecosistema específico formado por otros aparatos y servidores de internet.

Y, por último, todo esto es posible gracias a un elemento aún menos visible: el contrato social basado en la confianza, los sistemas políticos y económicos de interconexión fundamentalmente honestos que hacen que sea posible contar con una red eléctrica fiable. Esta interdependencia de la parte en el todo, invisible en los sistemas que funcionan, resulta de una evidencia palmaria en aquellos que no lo consiguen. Los sistemas globales de mayor rango que posibilitan la informática al nivel de los usuarios apenas existen en los corruptos países del Tercer Mundo, puesto que el cableado eléctrico, los interruptores, las tomas de corriente y todos los otros dispositivos que definen una red de este tipo o no existen o se encuentran en riesgo, de tal modo que apenas consiguen que se suministre electricidad a los hogares o a las fábricas. En semejantes circunstancias se acaban percibiendo los aparatos electrónicos y todos aquellos que en principio funcionan gracias a la electricidad como unidades operativas distintas, como algo frustrante en el mejor de los casos y, en el peor, directamente imposible. En parte es resultado de las carencias técnicas, puesto que se trata de sistemas que, sencillamente, no funcionan. Pero también, y en buena medida, de la falta de confianza que resulta característica de las sociedades sistemáticamente corruptas.

Con otras palabras: lo que percibes como tu ordenador no es más que una hoja en el conjunto de un árbol dentro de un bosque. O mejor dicho, no es sino el tacto de tus dedos, que pasa rápidamente a lo largo de esa hoja. Una simple hoja puede arrancarse de la rama. Puede percibirse, de forma breve, como una entidad individual e independiente, pero una percepción de este tipo más que aclarar nos confunde. En el espacio de unas semanas, la hoja se desintegrará y quedará dispersa. Si no fuera por el árbol, nunca habría estado allí. No puede seguir existiendo en ausencia del árbol. Esta es la posición de los portátiles con relación al mundo. Una gran parte de lo que son se encuentra tan lejos de sus límites que los aparatos con pantallas que llevamos a todas partes únicamente pueden mantener su fachada de ordenadores durante unos pocos años.

Casi todas las cosas que vemos y que sostenemos en las manos son así, aunque a menudo no de forma tan evidente.

HERRAMIENTAS, OBSTÁCULOS Y LA EXTENSIÓN HACIA EL MUNDO

Damos por hecho que vemos objetos o cosas cuando miramos el mundo, pero no es así como las cosas funcionan de verdad. Nuestros desarrollados sistemas de percepción transforman el mundo interconectado, complejo y estratificado en el que vivimos no tanto en «cosas en sí mismas» como en «cosas útiles» (o en sus archienemigas, cosas que nos complican la vida). Se trata de una reducción necesaria y práctica del mundo. Es la transformación de la complejidad casi infinita de las cosas mediante la identificación concreta de nuestro objetivo. Es así como la precisión consigue que el mundo se manifieste de forma razonable. No es en absoluto lo mismo que percibir «objetos».

No vemos entidades carentes de valor y luego les atribuimos significado, sino que percibimos directamente ese significado.[173] Vemos suelos para andar, puertas para escabullirnos y sillas para sentarnos. Por este motivo, un puf y un tocón de árbol, por poco que objetivamente tengan en común, entran en esta misma categoría. Vemos piedras porque podemos lanzarlas, nubes porque puede que nos empiece a llover encima, manzanas para comer y los automóviles de otras personas porque se nos ponen por delante y nos molestan. Vemos herramientas y obstáculos, no objetos o cosas. Es más, vemos herramientas y obstáculos al nivel de análisis accesible que los hace más útiles (o peligrosos) en función de nuestras necesidades, habilidades y limitaciones perceptivas. El mundo se nos revela como algo que utilizar, algo por donde transitar y no meramente como algo que tan solo está allí.

Vemos las caras de las personas con las que hablamos porque necesitamos comunicarnos con esas personas en cuestión y cooperar con ellas. No vemos sus subdivisiones más microscópicas, sus células, o los orgánulos subcelulares, a saber, las moléculas y los átomos que forman esas células. Tampoco vemos el macrocosmos que las rodea: los familiares y amigos que componen sus círculos sociales inmediatos, los sistemas económicos en los que se encuentran insertas o la ecología que las contiene a todas ellas. Por último, y de forma igual de importante, no las vemos a través del tiempo. Las vemos en el inmediato, restringido y apabullante ahora, en vez de aparecer rodeadas por sus ayeres y mañanas, que puede que constituyan una parte más importante que cualquier cosa que esté ocurriendo ahora y que se manifieste de forma obvia. Y tenemos que verlas de esta manera, porque de lo contrario resultaría abrumador.

Cuando miramos al mundo, percibimos tan solo lo que nos basta para que nuestros planes y acciones funcionen y para poder salir adelante. El ambiente donde vivimos compone, pues, lo que nos basta. Se trata de una simplificación del mundo radical, funcional e inconsciente y nos resulta casi imposible no confundirla con el mismo mundo. Pero los objetos que vemos no solo están ahí, en el mundo, para que podamos percibirlos de forma simple y directa[174]. Existen dentro de una relación compleja y multidimensional los unos con los otros y no como objetos manifiestamente separados, delimitados e independientes. No son ellos lo que percibimos, sino su utilidad funcional, y de esta forma los simplificamos lo suficiente para estar en condiciones de entenderlos. De ahí que debamos ser precisos a la hora de seleccionar nuestros objetivos. Si no es el caso, nos ahogamos en la complejidad del mundo.

Esto es válido incluso para las percepciones que tenemos de nosotros mismos, de nuestras propias individualidades. Damos por hecho que terminamos en la superficie de nuestra piel porque eso es lo que percibimos. Pero por poco que nos pongamos a pensar conseguimos entender lo provisorio de ese límite. Por decirlo de alguna forma, cambiamos lo que tenemos por debajo de la piel a medida que el contexto en el que vivimos se altera. Incluso cuando hacemos algo tan aparentemente simple como sujetar un destornillador, nuestro cerebro ajusta automáticamente lo que considera nuestro cuerpo para incluir esa herramienta[175]. Literalmente, podemos sentir cosas tocándolas con el extremo de ese destornillador. Cuando extendemos una mano y tenemos agarrado el destornillador, automáticamente pasamos a tomar en consideración toda su extensión. Podemos rastrear recovecos y rendijas con esta extremidad extendida y entender lo que estamos explorando. Es más, de forma instantánea pasamos a considerar el destornillador que agarramos «nuestro» destornillador y nos comportamos al respecto de forma posesiva. Hacemos lo mismo con las herramientas mucho más complejas que utilizamos en situaciones mucho más complicadas. Los coches que conducimos se vuelven instantánea y automáticamente nosotros mismos. Por eso cuando alguien golpea irritado el capó de nuestro coche durante una discusión en un paso de peatones, nos lo tomamos a nivel personal. No es algo que resulte siempre razonable. Sin embargo, sin la extensión del yo en la máquina, nos sería imposible conducir.

Nuestros límites extensibles también se expanden para incluir a otras personas, tales como familiares, parejas y amigos. Así, una madre se sacrifica por sus hijos. ¿Acaso nuestro padre, nuestro hijo o nuestra mujer representa menos para nuestra integridad que un brazo o una pierna? Podemos responder en parte preguntándonos cuál de los dos preferiríamos perder. ¿Para evitar cuál de las dos pérdidas seríamos capaces de sacrificar más? Practicamos para este tipo de extensión permanente —de compromiso permanente— cuando nos identificamos con los personajes de ficción de libros y películas. Con rapidez y convicción, hacemos nuestros sus tragedias y triunfos. Sin movernos de nuestros asientos representamos numerosas realidades paralelas, extendiéndonos de forma experimental y tanteando múltiples caminos potenciales antes de determinar aquel que acabaremos tomando. Absortos en una obra de ficción podemos incluso llegar a ser cosas que no existen de verdad. Así, en un abrir y cerrar de ojos, dentro de la magia de una sala de cine, nos podemos transformar en criaturas fantásticas. Nos sentamos en la oscuridad delante de una rápida sucesión de imágenes parpadeantes y nos convertimos en brujas, superhéroes, extraterrestres, vampiros, leones, elfos o marionetas de madera. Sentimos lo mismo que ellos y nos encanta pagar para disfrutar de ese privilegio, incluso cuando lo que experimentamos es dolor, miedo o terror.

Algo similar, pero más extremo, es lo que ocurre cuando nos identificamos no con un personaje de una película, sino con todo un grupo dentro de una competición. Piensa en lo que pasa cuando un equipo favorito gana o pierde en un partido de cierta importancia delante de su mayor rival. El gol de la victoria hará que todos los seguidores del mundo se pongan en pie como autómatas, como si fueran una única persona. Es como si todos sus sistemas nerviosos estuvieran directamente conectados al partido que se desarrolla delante de ellos. Los hinchas se toman las victorias y derrotas de sus equipos de forma muy personal, luciendo las camisetas de sus héroes y a menudo celebrando esos partidos ganados o perdidos más que cualquier otro acontecimiento de los que realmente ocurren en sus existencias cotidianas. Esta identificación se manifiesta de forma profunda, incluso a nivel bioquímico y neurológico. Así, las experiencias indirectas de victoria o derrota elevan y reducen los niveles de testosterona entre los seguidores que «participan» en la competición[176]. Nuestra capacidad de identificación es algo que se manifiesta en cada uno de los niveles de nuestro Ser.

De la misma forma, en la medida en que somos patrióticos, no es que nuestro país sea importante para nosotros, sino que es nosotros mismos. Así, puede que lleguemos a sacrificar toda nuestra pequeña entidad en una batalla para mantener su integridad. Durante gran parte de la historia, esta disposición a la muerte se ha considerado algo admirable y valiente, parte de las obligaciones humanas. Pero, paradójicamente, se trata de una consecuencia directa, no de nuestra hostilidad, sino de nuestra extrema sociabilidad y nuestra voluntad de cooperación. Si podemos llegar a ser no solo nosotros, sino también nuestras familias, nuestros equipos y nuestros países, entonces es que tendemos a la cooperación, algo que se apoya en los mismos mecanismos intrínsecamente innatos que nos llevan a nosotros y a otras criaturas a proteger nuestros cuerpos.

EL MUNDO ES SIMPLE SOLO CUANDO SE PORTA BIEN

Es muy difícil encontrarle sentido al caos interconectado que supone la realidad tan solo mirándola. Se trata de un acto muy complejo que quizá requiera la mitad de nuestro cerebro. En el mundo real todo se altera y cambia. Cada elemento hipotéticamente independiente está compuesto de otros más pequeños, también hipotéticamente independientes, y al mismo tiempo forma parte de entidades mayores hipotéticamente independientes. Los límites que existen entre esos niveles, así como entre los elementos que pertenecen al mismo nivel, ni están claros ni resultan obvios de forma objetiva. Tienen que establecerse práctica y pragmáticamente y solo conservan su validez en condiciones específicas muy concretas. La ilusión consciente de una percepción suficiente y completa tan solo se sustenta, tan solo nos basta para nuestros objetivos, cuando todo funciona de acuerdo a lo establecido. En este tipo de circunstancias, lo que vemos es suficientemente exacto, de tal modo que no hay necesidad alguna de mirar más allá. Para ser capaz de conducir no es necesario entender, ni siquiera percibir, el complejo engranaje de nuestros automóviles. Las complejidades ocultas de nuestros respectivos coches tan solo irrumpen en nuestra consciencia cuando parte de la maquinaria deja de responder o cuando de forma imprevista chocamos con algo (o algo choca con nosotros). Incluso en el caso de un simple fallo mecánico (por no hablar de un accidente de cierta gravedad), este tipo de intrusión siempre se percibe, al menos en un principio, como motivo de ansiedad. Es la consecuencia de una incertidumbre que aparece.

Un coche, tal y como lo percibimos, no es una cosa ni un objeto. Es más bien algo que nos lleva allí donde queremos ir. De hecho, solo cuando deja de hacerlo le prestamos cierta atención. Es tan solo cuando un coche, de forma repentina, deja de funcionar, o bien se ve inmerso en un accidente y tienen que arrastrarlo a la cuneta, que nos vemos obligados a aprehender y analizar la enorme cantidad de componentes de los que depende en tanto que cosa que se mueve. Cuando nuestro coche se avería, se pone de manifiesto de forma instantánea nuestra ignorancia al respecto de su complejidad. Es algo que posee implicaciones prácticas, ya que no llegamos allí donde nos proponíamos, pero también psicológicas, ya que nuestra tranquilidad se esfuma en el mismo momento en el que el vehículo deja de funcionar. Por lo general, tenemos que recurrir a expertos que moran en garajes y talleres para que restauren tanto la funcionalidad de nuestro vehículo como la simplicidad de nuestras percepciones. Es así como el mecánico cumple una función de psicólogo.

Es precisamente en esos momentos cuando podemos comprender, si bien raramente lo ponderamos de verdad, la bajísima resolución de nuestra visión y lo inadecuado de nuestra consiguiente capacidad de comprensión. Durante una crisis, cuando ya nada funciona, recurrimos a aquellas personas cuyo conocimiento supera con creces el nuestro para que restablezcan la correspondencia entre lo que deseamos ardientemente y lo que ocurre en la realidad. Esto significa que un fallo de nuestro coche nos puede obligar a enfrentarnos a la incertidumbre del contexto social más amplio, que a menudo nos resulta invisible y en el cual la máquina (y su mecánica) no son sino simples componentes. Cuando nos traiciona nuestro coche, tenemos que hacer frente a todo lo que desconocemos. ¿Ha llegado el momento de comprar otro vehículo? ¿Me equivoqué cuando compré este? ¿El mecánico es competente, honesto y merece confianza? ¿El garaje donde trabaja es un lugar fiable? A veces, tenemos que contemplar incluso cosas peores, de carácter más amplio y profundo. ¿Las carreteras se han vuelto demasiado peligrosas? ¿Me he vuelto demasiado torpe, o siempre lo he sido? ¿Demasiado disperso y descentrado? ¿Demasiado viejo? Las limitaciones de todas nuestras percepciones de las cosas y de nosotros mismos se manifiestan cuando deja de funcionar algo en lo que normalmente nos apoyamos dentro de nuestro mundo simplificado. Entonces, el mundo más complejo que siempre había estado ahí, invisible y convenientemente ignorado, hace acto de aparición. Y es entonces cuando el jardín amurallado en el que vivimos de forma ideal revela sus serpientes ocultas, que siempre habían estado allí.

TÚ Y YO SOMOS SIMPLES SOLO CUANDO EL MUNDO SE PORTA BIEN

Cuando las cosas se desintegran, irrumpe como un torbellino aquello que se había ignorado. Cuando las cosas ya no están especificadas con precisión, las paredes se vienen abajo y el caos se manifiesta. Hemos sido descuidados y hemos dejado que se fueran colando cosas, así que todo aquello que nos habíamos negado a resolver se acumula, adopta forma de serpiente y nos golpea, por lo general en el momento menos oportuno. Es entonces cuando somos conscientes de todo aquello de lo que nos podemos proteger si contamos con un propósito delimitado, si establecemos con precisión nuestros objetivos y prestamos atención de forma minuciosa.

Imagínate a una mujer fiel y honesta que de repente se enfrenta a la revelación de la infidelidad de su marido, con quien ha vivido durante años. Lo veía tal y como cree que es: una persona que merece confianza, que trabaja con abnegación, que la quiere y de quien puede depender. En su matrimonio se apoya en una roca sólida, o al menos eso es lo que piensa. Pero con el tiempo va prestando menos atención, va distrayéndose. Como dictan los tópicos, él empieza a prolongar sus jornadas laborales y a veces lo irritan de forma injustificable algunos pequeños comentarios que ella hace. Un día, la esposa lo ve en un café del centro con otra mujer, interactuando con ella de una forma que resulta difícil de racionalizar e ignorar. Las limitaciones y la inexactitud de sus percepciones anteriores resultan de repente dolorosamente evidentes.

La teoría que tenía acerca de su marido se derrumba. ¿Qué ocurre como consecuencia? Primero, algo —o alguien— aparece en su lugar: un desconocido, complejo y espantoso. Es algo ya de por sí lo suficientemente malo, pero en realidad no es más que la mitad del problema. Así, su teoría acerca de sí misma también se hace añicos como resultado de la traición, con lo que el problema ya no es un desconocido, sino dos. Su marido no es quien percibía que era, pero tampoco lo es ella, la mujer engañada. Ya no es la mujer amada y equilibrada, la valiosa compañera. Por extraño que resulte, puede que nunca lo haya sido, a pesar de nuestra creencia en el carácter permanente e inmutable del pasado.

El pasado no es necesariamente lo que era, aunque ya lo haya sido. El presente es caótico e indeterminado. La tierra gira continuamente bajo los pies de la mujer, y también bajo los nuestros. De la misma forma, el futuro, que aún no ha llegado, se convierte en algo que no tenía que ser. ¿Aquella que antes pasaba por esposa razonablemente satisfecha es ahora una «inocente engañada» o, más bien, una «pobre ilusa»? ¿Tendría que verse a sí misma como una víctima o bien como cómplice en la conspiración que supone un engaño compartido? ¿Y su marido, qué es? ¿Una pareja insatisfecha? ¿Una víctima seducida? ¿Un mentiroso psicópata? ¿El mismo diablo? ¿Cómo ha podido ser tan cruel? ¿Cómo podría alguien hacer algo así? ¿En qué tipo de hogar ha estado viviendo? ¿Cómo ha podido ser tan ingenua? ¿Cómo lo habría podido ser cualquier otra persona? Se mira en el espejo. ¿Quién es ella? ¿Qué está pasando? ¿Acaso alguna de sus relaciones es de verdad? ¿En algún momento lo han sido? ¿Qué le ha ocurrido al futuro? Cuando las realidades más profundas del mundo se nos revelan de forma inesperada, todo se vuelve incierto.

Todo resulta de una complejidad que supera nuestra capacidad de imaginación. Todo se ve afectado por el resto de las cosas. Percibimos una parte muy estrecha de una matriz interconectada de forma caótica, si bien hacemos todo lo posible para no tener que encarar, para no tener que ser conscientes de lo limitado de esa percepción. Sin embargo, el fino barniz de la suficiencia perceptiva se resquebraja cuando algo fundamental sale mal y entonces se revela la estrepitosa ineptitud de nuestros sentidos. Todo aquello a lo que nos aferramos se desmorona y nos quedamos congelados, petrificados. ¿Qué es lo que vemos entonces? ¿Dónde podemos mirar cuando precisamente lo que vemos ha resultado insuficiente?

¿QUÉ VEMOS CUANDO NO SABEMOS QUÉ ESTAMOS MIRANDO?

¿En qué se ha convertido el mundo tras la destrucción de las Torres Gemelas? ¿Qué queda en pie, si es que queda algo? ¿Qué horrible monstruo surge de las ruinas cuando los pilares invisibles que sustentan el sistema financiero mundial se estremecen y se derrumban? ¿Qué vemos cuando nos encontramos atrapados en el fuego y la exaltación de una manifestación nacionalsocialista o cuando estamos aterrorizados y muertos de miedo en medio de una masacre en Ruanda? ¿Qué vemos cuando no podemos entender lo que nos está ocurriendo, cuando no podemos determinar dónde estamos, cuando ya no sabemos quiénes somos ni entendemos lo que nos rodea? Lo que no vemos es el mundo conocido y reconfortante de las herramientas —de los objetos útiles—, de las personalidades. Ni siquiera vemos los obstáculos que nos resultan familiares y que podemos evitar, esos que, por desestabilizantes que sean en tiempos normales, ya hemos aprendido a dominar.

Lo que percibimos cuando las cosas se derrumban ya no es el mismo escenario ni los mismos parámetros del orden habitable. Es, retomando los términos bíblicos, el eterno y líquido tohu va bohu, el vacío informe, y el tehom, el abismo, es decir, el caos, que se mantiene permanentemente al acecho tras los endebles contornos de nuestra seguridad. A partir de ese caos la sagrada palabra divina extrajo el orden al principio de los tiempos, de acuerdo con las opiniones más antiguas expresadas por la humanidad. Y a imagen y semejanza de esa misma palabra fuimos creados, hombre y mujer, de acuerdo con esos mismos pareceres. A partir del caos emergió originalmente cualquier tipo de estabilidad que hayamos tenido la suerte de disfrutar, por un espacio de tiempo limitado, cuando aprendimos a percibir. Es el caos lo que vemos cuando las cosas se derrumban, incluso si no podemos verlo de verdad. ¿Y qué significa todo esto?

Se trata de una emergencia, en el doble sentido de la palabra. Es decir, de la repentina manifestación proveniente de un lugar desconocido de un fenómeno (palabra que viene del griego phainesthai, «resplandecer») previamente desconocido. Es la reaparición del dragón eterno, que sale de su eterna cueva tras haber despertado de su duermevela. Es el inframundo, con sus monstruos que se elevan desde las profundidades. ¿Cómo nos preparamos para una emergencia cuando no sabemos qué es lo que ha emergido o de dónde? ¿Cómo nos preparamos para la catástrofe cuando no sabemos qué esperar o cómo actuar? De alguna forma dejamos a un lado nuestras mentes, que son demasiado lentas y pesadas, y recurrimos a nuestros cuerpos, que pueden reaccionar con mucha mayor rapidez.

Cuando las cosas se derrumban a nuestro alrededor, nuestra percepción desaparece y actuamos. Las antiguas respuestas reflexivas que cientos de millones de años han convertido en automáticas y eficientes nos protegen en esos momentos nefastos en los que falla no solo el pensamiento, sino también la percepción. En tales circunstancias, nuestros cuerpos reaccionan ante posibles eventualidades[177]. En un primer momento, nos quedamos congelados. Los reflejos del cuerpo se empiezan a transformar entonces en emociones, el siguiente paso de las percepciones. ¿Es algo que da miedo? ¿Algo útil? ¿Algo contra lo que hay que luchar? ¿Algo que se puede ignorar? ¿Cómo y cuándo vamos a determinarlo? No lo sabemos.

Ahora nos encontramos en un estado de alerta muy costoso y exigente. En nuestros cuerpos se disparan el cortisol y la adrenalina. El latido del corazón se nos acelera y respiramos de forma más rápida. Con dolor, nos damos cuenta de que nuestro sentido de ser competentes, de estar completos, se ha esfumado, que no era más que un sueño. Entonces echamos mano de recursos físicos y psicológicos que habíamos acumulado abnegadamente justo para estas situaciones y con los que afortunadamente podemos contar. Nos preparamos para lo peor o para lo mejor. Apretamos con furia el acelerador y al mismo tiempo nos apresuramos a echar el freno. Gritamos o reímos, sentimos asco o terror, lloramos. Y entonces empezamos a diseccionar el caos.

Y así, la esposa engañada, cada vez más inestable, siente la motivación de revelarlo todo —a sí misma, a su hermana, a su mejor amiga, a un extraño en un autobús— o se repliega en el silencio y le da vueltas al tema de forma obsesiva con el mismo objetivo: «¿Qué salió mal? ¿Qué hizo que fue tan imperdonable? ¿Quién es esa persona con la que ha estado viviendo? ¿Qué clase de mundo es este en el que pueden ocurrir cosas semejantes? ¿Qué clase de dios podría crear un lugar así?». ¿Qué conversación podría entablar con esta nueva persona tan irritante que habita la piel de quien antes era su marido? ¿Qué clase de venganza podría satisfacer su furia? ¿A quién podría seducir en respuesta a tal insulto? Por momentos oscila entre la rabia, el terror, el dolor insoportable y la euforia ante las posibilidades que se le abren con la libertad que ha descubierto.

Los últimos cimientos sobre los que se sintió segura no eran en realidad estables, no eran incuestionables, no eran en absoluto unos cimientos. Su casa estaba levantada sobre una estructura de arena. El hielo sobre el que estaba patinando era demasiado fino. Se cayó a través de él dentro del agua y ahora se está ahogando. Ha sufrido un golpe tan fuerte que su rabia, su terror y su dolor la consumen. Su sentido de la traición se ensancha hasta que engloba el mundo entero. ¿Dónde está? En el inframundo, con todos sus terrores. ¿Cómo ha llegado ahí? Esta experiencia, este viaje a la subestructura de las cosas…, todo no es más que percepción en su forma primigenia; esta consideración de lo que podría haber sido y de lo que todavía podría ser, toda esta emoción y fantasía. Hablamos de toda la percepción profunda que ahora es necesaria antes de que los objetos familiares que conocía reaparezcan, si es que vuelven a hacerlo, en su forma simplificada y cómoda. Es la percepción que existe antes de que el caos de la posibilidad se vuelva a articular en las realidades funcionales del orden.

«¿Realmente ha sido tan inesperado?», se pregunta y pregunta a los demás a medida que piensa sobre el tema. ¿Debería sentirse culpable por haber ignorado todas las advertencias, por sutiles que fueran, por motivos que tuviera para pasarlas por alto? Recuerda el inicio de su matrimonio, cuando cada noche ardía en deseos de estar con su marido para hacer el amor. Quizá las expectativas eran demasiado elevadas, quizá algo así habría sido incluso difícil de soportar, pero ¿tan solo una vez en los últimos seis meses? Y antes que eso, ¿una vez cada dos o tres meses durante años? ¿Acaso alguien a quien pudiera respetar, ella incluida, soportaría una situación semejante?

Hay un cuento infantil que me encanta, There’s No Such Thing as a Dragon («Los dragones no existen»), de Jack Kent. Es una historia muy simple, o al menos eso parece. En una ocasión le leí unas páginas a un grupo de antiguos alumnos de la Universidad de Toronto y les expliqué su significado simbólico[178]. Trata de un niño, Billy Bixbee, que una mañana se encuentra con un dragón sentado en su cama. Tiene más o menos el tamaño de un gato doméstico y es muy amable. Se lo cuenta a su madre, pero ella le responde que los dragones no existen. Pero el dragón va creciendo. Se come todas las tortitas de Billy y pronto ocupa toda la casa. La madre intenta pasar la aspiradora, pero tiene que entrar y salir de la casa por la ventana porque el dragón está por todas partes, así que tarda muchísimo tiempo. Y después el dragón se escapa con la casa encima. El papá de Billy vuelve a casa y no encuentra más que un lugar vacío allí donde solía vivir. El cartero le cuenta dónde está ahora la casa, así que va a buscarla, trepa por la cabeza y el cuello del dragón, que ahora se extiende por toda la calle, y allí encuentra a su mujer y a su hijo. La madre todavía insiste en que el dragón no existe, pero Billy, que a estas alturas ya está un poco harto, no se rinde: «Mamá, hay un dragón». De repente, la criatura empieza a menguar y al rato vuelve a tener el tamaño de un gato. Todo el mundo se pone de acuerdo en que los dragones de esas dimensiones 1) existen y 2) resultan muy preferibles a los que son gigantes. La madre, que en este punto ya ha abierto los ojos, no sin recelo, pregunta de forma algo llorosa por qué tuvo que hacerse tan grande. Billy responde tranquilamente: «Quizá quería llamar la atención».

¡Quizá! Esa es la moraleja de muchas, muchas historias. El caos emerge en un hogar poco a poco. La infidelidad general y el resentimiento se van acumulando. Todo lo que no está en orden se barre debajo de la alfombra, donde los dragones se ponen las botas comiendo migajas. Pero nadie dice nada a medida que la sociedad compartida y el orden negociado del hogar ponen de manifiesto su inadecuación o se desintegran cuando se produce algo inesperado o amenazante. En su lugar, todos hacen como si nada ocurriera. La comunicación requeriría admitir toda una serie de emociones terribles: el resentimiento, el terror, la soledad, la desesperación, los celos, la frustración, el odio, el aburrimiento… A corto plazo, es más fácil mantener la paz. Pero en el fondo, en la casa de Billy Bixbee y en todas las que son así, el dragón va creciendo. Hasta que, un día, da un salto que nadie puede ignorar. Levanta de cuajo toda la casa. Y entonces es una relación extramarital o un litigio por la custodia que dura décadas y que adquiere proporciones ruinosas económica y psicológicamente. Así se manifiesta de forma concentrada toda la amargura que podría haberse extendido de manera tolerable, tema tras tema, durante años de falso paraíso matrimonial. Cada una de los cientos de miles de cuestiones ocultas sobre las que se ha ido mintiendo, que se han evitado, racionalizado, que se han escondido como un ejército de esqueletos acumulados en una especie de inmenso armario de los terrores, todas ellas explotan como si fuera el diluvio de Noé y lo anegan todo. Y aquí no hay arca, porque nadie la ha construido, aunque todo el mundo pudo ver cómo la tormenta se acercaba.

Nunca menosprecies el poder destructivo de los pecados de omisión.

Quizá la pareja dinamitada podría haber tenido una conversación, o dos, o doscientas acerca de su vida sexual. Quizá la intimidad física que sin duda antes compartían tendría que haberse correspondido, como a menudo no sucede, con una intimidad psicológica análoga. Quizá podrían haber luchado por definir los roles que desempeñaban en la relación. Durante las últimas décadas muchos hogares han visto cómo se ponía fin a la división tradicional de tareas, a menudo en nombre de la liberación y la libertad. No obstante, esta demolición no ha producido tanta gloria como caos, conflicto e indeterminación. A menudo, la huida de la tiranía no conduce al paraíso, sino a una estancia en el desierto, sin rumbo, en la confusión y la privación. Además, en ausencia de una tradición consensuada, con los impedimentos que conlleva —a menudo incómodos e irracionales—, solo existen tres opciones difíciles: la esclavitud, la tiranía o la negociación. El esclavo o la esclava se limita a hacer lo que le indican, feliz, quizá, de evitar la responsabilidad, y resuelve así el problema de la complejidad. Pero no es sino una solución temporal, ya que el espíritu esclavizado se rebela. El tirano lo único que hace es decirle al esclavo qué tiene que hacer y resuelve así el problema de la complejidad. Pero de nuevo es una solución temporal, porque el tirano se aburre del esclavo. No tiene delante a nadie ni nada más que la obediencia más previsible y taciturna. ¿Quién puede vivir siempre así? Pero negociar es algo que exige a ambos jugadores que admitan con franqueza que existe un dragón. Se trata de una dificultad a la que no es fácil plantarle cara, incluso cuando todavía es demasiado pequeño como para poder devorar al caballero que se atreve a enfrentarse a él.

Quizá la pareja dinamitada podría haber especificado de manera más precisa su forma deseada de Ser. Quizá de ese modo podrían haber impedido juntos que las aguas del caos se desbordaran incontrolablemente y los ahogaran. Quizá habrían podido hacer todo eso en vez de replegarse en la agradable, perezosa y cobarde excusa del «está bien así, no vale la pena ponerse a pelear». Pocas cosas en un matrimonio son tan pequeñas que no merezca la pena discutirlas. El matrimonio significa estar atrapado como dos gatos dentro de un barril, unidos el uno al otro por una promesa que en teoría dura hasta que uno de los dos muere. Esta promesa sirve para que os toméis ese puñetero tema con suficiente seriedad. ¿De verdad quieres que el mismo incordio insignificante te atormente cada día de tu matrimonio durante todas las décadas de su existencia?

«Bueno, es algo que puedo aguantar», piensas. Y quizá está bien que lo hagas. No eres ningún modelo de tolerancia auténtica. Y quizá, si sacaras a colación cómo la risita de tu pareja cada vez te suena más como unas uñas arañando una pizarra, él o ella te mandaría al cuerno con toda la razón del mundo. Y quizá tú tienes la culpa y tendrías que madurar un poquito y tener la boca cerrada. Pero a lo mejor rebuznar como un burro en mitad de una reunión social no es la mejor impresión que puede causar tu pareja, con lo que no tendrías que dejar pasar el tema. En tales circunstancias, no hay nada como una pelea, una que tenga la paz como objetivo, para revelar la verdad. Pero te quedas en silencio y te convences de que lo haces porque eres una persona buena, pacífica y paciente, cuando lo cierto es que nada podría estar más lejos de la verdad. Y así el monstruo que vive debajo de la alfombra engorda unos kilos más.

Quizá una conversación franca acerca de la insatisfacción sexual hubiera sido mano de santo de haberse realizado en el momento adecuado, por difícil que hubiera resultado entonces. Puede que ella prefiriese ocultamente poner fin a ese tipo de intimidad porque en lo más profundo y secreto vivía el sexo de forma ambivalente. Dios sabe que hay muchas razones para ello. Puede que él fuera un amante horrible y egoísta. Quizá los dos lo fueran. Aclarar algo así bien merece una pelea, ¿no es así? Es una parte importante de la vida, ¿o no? Puede que abordar el problema y, vete a saber, resolverlo justifiquen dos meses de auténtica miseria diciéndose verdades, pero no con el objetivo de destruir o de vencer, porque en ese caso no serían verdades, sino que se trataría de una guerra abierta.

Quizá no era el sexo. Quizá todas las conversaciones entre marido y mujer se habían convertido en una rutina tediosa, en la ausencia de cualquier tipo de aventura común que pudiera animar a la pareja. Quizá era más fácil soportar ese deterioro momento tras momento, día tras día, que asumir la responsabilidad de mantener la relación a flote. Después de todo, las cosas que viven mueren cuando no se les presta atención. Vivir significa realizar una labor constante de mantenimiento. Nadie encuentra una pareja tan a su medida que desaparece la necesidad de perseverar en el trabajo y la atención, y, de todas formas, si encontraras a esa persona perfecta, acabaría huyendo de tu absoluta imperfección con todas las de la ley. Lo cierto es que lo que necesitas o, a fin de cuentas, lo que te mereces es alguien exactamente tan imperfecto como tú.

Quizá el marido que engañó a su mujer era espantosamente inmaduro y egoísta. Quizá ese egoísmo acabó por imponerse. Quizá ella no se opuso a esta inclinación suya con suficiente fuerza y vigor. Quizá no podían ponerse de acuerdo a propósito de la forma más adecuada para disciplinar a los niños y ella terminó por apartarlo de sus vidas como consecuencia. Quizá eso le sirvió a él para librarse de algo que le resultaba una responsabilidad desagradable. Quizá los niños alimentaron auténtico odio en su interior al presenciar esta batalla soterrada, castigados por el resentimiento de su madre y enajenados poco a poco del bueno de papá. Quizá las cenas que ella le había preparado —o que él le había preparado a ella— estaban frías y se comieron con cierto rencor. Quizá todo ese conflicto que nunca se abordó los dejó a ambos cargados de resentimiento, de una forma que nunca se verbalizó, pero que se materializó invariablemente en acciones. Quizá todos esos problemas mantenidos en silencio comenzaron a erosionar las redes invisibles que sostenían el matrimonio. Quizá el respeto se fue transformando lentamente en desprecio y nadie se molestó en darse cuenta. Quizá el amor se fue transformando lentamente en odio, sin que nadie dijera nada.

Todo lo que se aclara y se articula se vuelve visible. Quizá ni la mujer ni el marido querían ver ni comprender y dejaron a propósito que todo permaneciera en la niebla. Quizá fueron ellos los que crearon la niebla, para esconder lo que no querían ver. ¿Qué es lo que ganó la señora cuando pasó de amante a sirvienta o madre? ¿Fue para ella un alivio que desapareciera su vida sexual? ¿Le resultaba más conveniente quejarse a los vecinos y a su madre cuando su marido no estaba mirando? Quizá, en secreto, eso le resultaba más gratificante que cualquier cosa que pudiera derivarse de un matrimonio, por perfecto que fuera. ¿Qué puede llegar a compararse con los placeres de un martirio sofisticado y bien ejercitado? «Es una auténtica santa, casada con un tipo horrible. Se merecía algo mucho mejor». Es un mito muy gratificante con el que vivir, incluso si se ha elegido de forma inconsciente, por mucho que se lamente la realidad de la situación en cuestión. Quizá nunca le gustó de verdad su marido. Quizá nunca le hayan gustado de verdad los hombres, ni ahora tampoco. Quizá era culpa de su madre, o de su abuela. Quizá no hizo más que reproducir su comportamiento, reproduciendo los mismos problemas que se fueron transmitiendo de forma inconsciente e implícita de generación en generación. Quizá estaba vengándose de su padre, de su hermano o de toda la sociedad.

¿Qué es lo que consiguió su marido, por su parte, cuando agonizó la vida sexual en casa? ¿Lo aceptó de forma voluntaria como un mártir y se lamentó amargamente a sus amigos? ¿Lo utilizó como la excusa que necesitaba de cualquier modo para buscarse una amante? ¿Lo utilizó para justificar el resentimiento que todavía experimentaba hacia las mujeres, en general, por todas las veces que lo habían rechazado antes de caer en el matrimonio? ¿Aprovechó la oportunidad para dejarse llevar por la falta de esfuerzo, engordar y volverse vago, ya que de todos modos nadie lo deseaba?

Quizá los dos, tanto la mujer como el marido, aprovecharon la oportunidad de echar a perder el matrimonio para vengarse de Dios, acaso el único Ser que podría haber resuelto toda la situación.

Aquí está la terrible verdad de estas cuestiones: cada una de las razones del fracaso marital que voluntariamente no se procesaron ni se entendieron, sino que por el contrario se ignoraron, se agravará, conspirará y terminará acechando el resto de su vida a esa mujer que fue traicionada por su marido y por sí misma. Lo mismo ocurre con el marido. Todo lo que ella, o él, o ellos, o nosotros debemos hacer para asegurarnos un resultado semejante es simplemente nada: no darnos cuenta, no reaccionar, no vigilar, no discutir, no sopesar, no buscar la paz, no asumir responsabilidades. No te enfrentes al caos para transformarlo en orden, sino que limítate a esperar, sin ningún asomo de ingenuidad o inocencia, a que el caos se desborde y te arrastre.

¿Por qué evitar las cosas si así envenenamos de forma inevitable el futuro? Porque la posibilidad de que exista un monstruo acecha por debajo de cada uno de nuestros desacuerdos y nuestros errores. Quizá la pelea que tienes (o que no tienes) con tu mujer o tu marido significa el principio del final de vuestra relación. Quizá tu relación está acabándose porque eres una mala persona. Es probable, al menos en parte. ¿No es así? Así pues, desencadenar la discusión necesaria para resolver un problema real requiere aunar la voluntad necesaria de enfrentarse a la vez a dos formas con un potencial miserable y peligroso: el caos (la fragilidad potencial de la relación, de todas las relaciones y de la misma vida) y el infierno (el hecho de que tú y tu pareja podáis ser la persona lo suficientemente mala para destruir todo con vuestra pereza y vuestro rencor). Hay poderosos motivos para entregarse a evitarla, pero hacerlo no nos ayuda.

¿Por qué mantenerse en la indefinición cuando así la vida se estanca y se enturbia? Bueno, si no sabes quién eres, puedes esconderte en la duda. Quizá no eres una persona mala, egoísta y mezquina. ¿Quién sabe? Desde luego tú no. Sobre todo si te niegas a pensarlo y tienes todas las razones para no hacerlo. Pero dejar de pensar sobre algo que no quieres saber no sirve para que eso desaparezca. Lo único que haces es intercambiar un conocimiento ajustado, particular y específico de la lista probablemente finita de tus defectos reales por otra lista mucho más larga de incompetencias indefinidas y carencias potenciales.

¿Por qué negarse a investigar cuando el conocimiento de la realidad permite dominarla como un maestro; o si no dominarla, al menos contemplarla desde la altura de un honesto aficionado? Bueno, ¿y qué pasa si de verdad algo está podrido en Dinamarca? ¿Entonces qué? ¿No es mejor en tales circunstancias vivir voluntariamente ciego y disfrutar la bendición de la ignorancia? Pues no si el monstruo es real. ¿De verdad te parece que es buena idea retirarse, abandonar la posibilidad de armarse ante la marea creciente de problemas y de esta forma rebajarte ante ti mismo? ¿De verdad te parece una sabia decisión dejar que la catástrofe vaya ganando fuerza en las tinieblas mientras te encoges, menguas y sientes cada vez más miedo? ¿Acaso no es mejor que te prepares, que afiles tu espada, que escrutes la oscuridad y entonces desafiar al león en su guarida? Puede que acabes herido. De hecho, es lo más probable. Después de todo, la vida es sufrimiento. Pero quizá la herida no sea mortal.

Si en lugar de eso esperas hasta que aquello que te niegas a investigar vaya a aporrear tu puerta, seguro que las cosas no te irán muy bien. Acabará ocurriendo aquello que no deseas de ninguna forma y será cuando estés menos preparado. Aquello que no quieres encontrarte de ninguna forma se revelará justo cuando estés más débil, justo cuando posea la mayor fuerza. Y te derrotará.

Dando vueltas y vueltas en la espiral creciente

no puede ya el halcón oír al halconero;

todo se desmorona; el centro cede;

la anarquía se abate sobre el mundo,

se desata la marea ensangrentada, y por doquier

se anega el ritual de la inocencia;

los mejores están sin convicción, y los peores

llenos de apasionada intensidad.

 

(William Butler Yeats, El segundo advenimiento)[179]

¿Por qué negarse a ser específicos, cuando especificar el problema nos permitiría solucionarlo? Porque especificar el problema significa admitir su existencia. Porque así te permites saber lo que quieres, digamos, de un amigo o de tu pareja; y entonces sabrás, de forma clara, negro sobre blanco, lo que no te están dando; y eso hará daño de manera aguda y específica. Pero aprenderás algo y lo utilizarás en el futuro. Y la alternativa de ese dolor agudo es la molestia sorda de la desesperanza continua, del fracaso difuso y del sentimiento de que el tiempo, el valioso tiempo, se te escapa de las manos.

¿Por qué negarse a ser específicos? Porque al mismo tiempo que no consigues definir el triunfo, que así se vuelve imposible, también te niegas a definir el fracaso a ti mismo, de tal forma que cuando fracases no te darás cuenta y no te dolerá. ¡Pero algo así no puede funcionar! No te puedes engañar tan fácilmente, a no ser que lo hayas llevado hasta muy lejos. Por el contrario, cargarás con un permanente sentimiento de decepción en tu Ser, así como con el desprecio por ti mismo que conlleva y el odio cada vez mayor hacia el mundo que como resultado se genera (o se degenera).

Alguna revelación se aproxima;

se aproxima el Segundo Advenimiento.

¡El Segundo Advenimiento! Lo digo,

y ya una vasta imagen del Spiritus Mundi

turba mi vista; allá en las arenas del desierto

una figura con cuerpo de león y cabeza de hombre,

una mirada en blanco y despiadada como el sol,

mueve sus lentos muslos, y en rededor planean

sombras de airadas aves del desierto.

Con la oscuridad de nuevo, mas ahora sé

que a veinte siglos de obstinado sueño

meció en su cuna una pesadilla,

¿y qué escabrosa bestia, llegada al fin su hora,

se arrastra a Belén para nacer?

¿Y si la mujer que ha sido engañada y ahora se ve consumida por la desesperación, de repente se siente determinada a encarar toda la incoherencia del pasado, del presente y del futuro? ¿Y si se decide a desenmarañar todo el lío, a pesar de que eso es precisamente lo que ha evitado hasta ahora, justo cuando está más débil y confusa que nunca? Quizá el esfuerzo acabe con ella, pero de todas formas ya está siguiendo un camino que es peor que la propia muerte. Para resurgir, para escapar, para resucitar, tiene que articular de forma meditada la realidad que cubrió bajo un velo de ignorancia de forma cómoda pero peligrosa tan solo para fingir cierta paz. Tiene que separar los detalles particulares de su catástrofe particular de la intolerable condición general del Ser, en un mundo en el que todo se ha derrumbado. Bueno, todo es quizá demasiado. Fueron tan solo cosas específicas las que se derrumbaron, no todo. Las convicciones identificables fracasaron y las acciones particulares fueron falsas y artificiales. ¿Cuáles eran? ¿Ahora cómo pueden resolverse? ¿Cómo puede llegar a ser mejor en el futuro? Nunca volverá a tierra firme si se niega o si es incapaz de averiguarlo. Puede reconstruir el mundo mediante cierta precisión en lo que piensa, cierta precisión en lo que dice, cierta confianza en sus palabras y cierta confianza en la Palabra. Pero quizá sea mejor dejar que todo permanezca entre tinieblas. Quizá por el momento no quede mucho de ella, quizá una gran parte ha quedado sin revelarse, sin desarrollarse. Quizá simplemente ya no tenga la energía suficiente…

Si hubiera prestado cierta atención antes, si hubiera tenido valor y sido honesta a la hora de expresarse, quizá se habría ahorrado todos estos problemas. ¿Y si hubiera comunicado su infelicidad respecto al declive de su vida romántica justo cuando empezó a decaer? ¿Y si lo hubiera hecho con precisión, con exactitud cuando por primera vez lo vivió como una molestia? O bien, en el caso de que no fuera así, ¿y si hubiera manifestado que no la estaba molestando tanto como quizá tendría que molestarla? ¿Y si hubiera encarado con precaución la forma que tenía su marido de despreciar todos sus esfuerzos domésticos? ¿Habría descubierto que estaba resentida con su padre y con la sociedad y que eso emponzoñaba su vida de pareja? ¿Y si hubiera arreglado todo eso? ¿Cuán fuerte se habría vuelto? ¿No le habría costado mucho menos enfrentarse a las dificultades como consecuencia? ¿Y cómo habría podido contribuir entonces a ayudarse a sí misma, a su familia y al mundo?

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