Árbol de cenizas

Árbol de cenizas

Ángel Gabriel Cabrera

Corre la Edad Media durante esta parte de la historia que te voy a contar. Es una historia perturbadora; te lo advierto… no vayas a tener pesadillas. El cuento está dividido en el tramo de la Edad Media, el moderno y el del futuro, y cuenta la historia de sendos adolescentes que vivieron en la época. Si te animás a leerla, ¡adelante! ¡Bienvenido al Árbol de Cenizas!


Capítulo I: La desaparición –Medioevo–


Horacio era un muchacho de la época que te conté. Tenía diecisiete años. Por la mañana, trabajaba en el campo, cosechando maíz y tomates de la finca de Don Lustro, su patrón, en el condado de Malvinas por la Paz.

Según cuentan las malas lenguas, en este sitio –donde se cultivaban las susodichas verduras– habían sucedido hechos aberrantes, pero lo único que sabía Horacio es que antes había habido un cementerio allí.

Lo que nos incumbe… ya lo sabrán; paciencia.

Horacio era un apasionado de las novelas de terror. Había leído sobre asesinatos, fantasmas, apariciones y toda clase de leyendas urbanas, y no les temía: su pasión por la muerte era atemorizante. Los padres de Horacio –dos ancianos de sesenta y setenta y cuatro años– lo sabían y sufrían mucho por esto. Lo que pasa es que, a medida que se metía en ese macabro mundo, su entusiasmo por el deseo de practicar las artes ocultas se manifestaba cada vez más claramente.

El joven había tenido varios episodios violentos en su infancia, como el día que, a los siete años recién cumplidos, golpeó a su madre casi hasta matarla.

Finalmente, un día –tras una riña con su patrón– Horacio se desató y lo insultó, tras lo cual quiso incendiar la hacienda. Y eso fue el colmo. Don Lustro se hartó, subió al chico a su carreta y se lo llevó al pueblo a ver a sus padres. Finalmente, lo internaron en un orfanato luego de quemar sus papeles de nacimiento y hacerse pasar por sus tíos. Se ve que ellos también estaban medio fuera de sus cabales.

La noche en que se lo llevaron, sintió como si le hubiesen arrancado el corazón con un cuchillo. Gimió, lloró, pataleó, insultó a más no poder y todo lo que sus mentes se puedan imaginar; pero, finalmente, los celadores pudieron con él y se lo llevaron.

La primera noche en el orfanato, Horacio conoció a dos otros dos adolescentes con quienes luego integraría una pandilla. Se llamaban Lucio y Mariel.

Mariel era una niña hermosa, de baja estatura, largo cabello lacio, ojos azules y tez blanca. Tenía quince años. Lucio era un muchacho de diecinueve, robusto, moreno, musculoso y de rasgos bien aindiados más allá de aunque en ese tiempo los indios aún no se conocían, y lo había secuestrado de Maité, su pueblo natal de Valencia. Mariel era de San Fermín de La Viña.

Éste era un orfanato muy especial, ya que, de vez en cuando, se dejaba que los chicos salieran a recorrer el pueblo –siempre en compañía de Daniel Villa, el tutor–, y ése fue un grave error, por lo menos para lo que les pasó después.

Resulta que, en esos paseos, Mariel y Lucio siempre se escapaban a un lugar secreto que sólo ellos conocían: la casa de un anciano que había muerto hace un par de años: Marino Ortiz. La recorrían con entusiasmo cada vez que se presentaba la oportunidad. Sus patios eran verdes, llenos de árboles y arbustos frutales. Había un aljibe, un gallinero abandonado y un galpón. Ambos jóvenes se embelesaban al recorrer los antiguos pasillos y escaleras, llenos de muebles de roble, con un piano de cola en la sala de estar, llena de trofeos de caza.

Ellos le habían enseñado a Horacio todos los secretos: cómo acceder a tal y cual lugar por los pasadizos ocultos y dónde estaban cada mueble, cada salón y cada habitación,  y es que la casona era como un laberinto: enorme, llena de recovecos y pasillos sinuosos, como para perderse fácilmente en poco tiempo.

Pero un buen día, tras oírse unos alaridos espantosos durante el paseo, el grupito de Daniel Villa se alarmó y llegó a la casa de Marino. Se espantaron y se asustaron mucho cuando confirmaron que los tres adolescentes no estaban. Ni rastro de ellos por ningún lado; sólo su ropa… Volvieron sin ellos al orfanato, suponiendo que habían logrado escapar… pero no.


Capítulo II: La muerte de la embarazada –Siglo XX–


En esta parte de la historia corre el Siglo XX, luego de la Revolución Industrial y de la conquista de América. Imaginen que estamos en Argentina, en un pueblito de San Luis conocido como Paso de los Molles. Sigamos:

Pablo y Lina eran dos muchachos que se habían conocido en su infancia, en la escuela. Ahora eran novios. Ella, con catorce años; él, con dieciséis.

Vivían una vida de pareja de las que actualmente se llamarían “irresponsables”: frecuente y sin ninguna protección, mas, hasta el momento, no habrían sufrido ningún accidente.

Una noche, Pablo fue a lo de Lina a cenar, invitado por sus padres. Era una casita humilde y pequeña (sólo cuatro habitaciones). En una cama, dormían amontonados Lina y sus padres. En otra habitación, preparaban la comida y la comían; era la cocina–comedor. Otra era el baño. La última, un pequeño lugar oculto de la casa que solamente Lina y Pablo conocían y donde siempre se veían a escondidas.

Mientras cenaban, Lina se descompuso repentinamente. Fue al baño corriendo y vomitó. Tras encontrar que había quedado débil por el esfuerzo pare devolver la comida, dieron por finalizada la cena y Pablo se retiró hasta el día siguiente.

Corría la mañana cuando fue a verla de nuevo. Cuando llegó a la casa, se sorprendió y amargó profundamente al descubrir que su novia había muerto. Le contaron que le habían encontrado un cáncer de hígado en estado avanzado y que la habían llevado a un médico clínico para intentar salvarla, ya que un especialista era demasiado caro y éstos no abundaban en la zona. Tras operarla, murió, y así supieron que estaba embarazada.

Lo que no le contaron era qué pasó con el bebé. Le dijeron que también había muerto, pero, en realidad, un brujo que pasaba por allí, tras una promesa falsa de salvar a Lina de manera sobrenatural, se lo llevó con él, jugando con la desesperación de ambos.

Desde ese entonces, Pablo cayó en la depresión, se hizo alcohólico y, finalmente, de tanta angustia incontenible, se suicidó. Lo enterraron en el Cementerio Parque Los Galápagos, en las afueras del pueblo.


Capítulo III: La tortura de Frodo y el Árbol de las Cenizas –Siglo XXII y desenlace–


Ahora estamos en el Siglo XXII. En la Facultad de Robert Coin, EE. UU., Frodo Santacruz traza un maligno plan…

Frodo Santacruz era rector en una importante Universidad Nacional del Estado de Milton Johnson, en el extremo del sur de los Estados Unidos. Era bastante tirano. Sin que nadie lo supiera, había guardado –en el sótano– los cadáveres de cinco adolescentes que se habían encontrado calcinados cerca de ahí.

Frodo tenía un gran secreto: se dedicaba a invocar a los demonios utilizando los cadáveres de corta edad de las personas que pudieran proveérselos. Había estado estudiando magia negra. Su plan era utilizar el dinero que ganaba en la Facultad para fundar una secta demoníaca y evitar, así, morir, pues era viejo ya: 91 años, sólo que nadie había tenido la iniciativa para intentar sacarlo de su cargo y convocar a elecciones como corresponde. Pasa que el muy pícaro se hacía el bonachón con la gente y además hacía bien su trabajo de rector.

Una tarde, mientras merendaba, el señor Frodo oyó una tremenda explosión. Miró atontado al cielo y observó horrorizado cómo la Facultad se derrumbaba frente a sus ojos. No podía creerlo, pero, al menos, se había salvado el pellejo propio.

Se dispuso a investigar la causa. Salió a la calle; no había nadie. Todas las calles de la ciudad estaban desiertas y él no podía entender qué pasaba. Se abrió camino entre los escombros de su querida Facultad y bajó al sótano. Cuando terminó de bajar por las escaleras, descubrió que los cadáveres ya no estaban.

Confundido y agotado, buscó por todas partes hasta que –según cuentan en las leyendas de mi pueblo– el cielo vio cómo se lo tragaba la tierra.

Apareció en un lugar raro, luminoso y maloliente. Cuando se pudo mover –pues estaba entumecido–, abrió los ojos y avanzó a paso lento por ese lugar hasta encontrar a cinco jóvenes delante de una caldera llena de fuego que parecía venir del mismísimo Infierno.

Les preguntó el nombre. Contestaron que se llamaban Horacio, Mariel, Lucio, Pablo y Lina.

Frodo no pudo más y enloqueció. Tratando de salir de ese espantoso lugar –que, según terminó, con horror, descubriendo, era el Infierno–, les rogó a los muchachos que le dijeran dónde había una salida para volver a la tierra, y le contestaron que se tirara por la caldera de fuego. 

–¡Je! ¿Me quieren ver la cara de tonto? Ni loco me tiro por ahí.

–Si vos no lo hacés, nosotros te obligamos– le respondieron a coro, y, avanzando lentamente hacia él, lo empujaron hasta que cayó por las llamas del Averno.

Frodo creyó que todo se terminaba ahí, pero no. Despertó adentro de un ataúd, rodeado de personas llorando. Se levantó sin comprender lo que estaba pasando y caminó hacia un árbol. La gente no reaccionaba. Seguía llorando como tonta.

Se detuvo frente a un cartel colgado de una rama. Junto a él, alguien había dejado una carta que rezaba lo siguiente:

Si a alguna persona esto le parece extraño, que intente huir, pero no podrá y sufrirá el tormento por toda la Eternidad. Este árbol de cenizas ha sido plantado por el hijo de Lina, niño muerto por la magia negra, quien volvió a vivir para vengarse del alma maldita de Frodo Santacruz y sus rituales oscuros.
Durante cientos de años desde la Edad Media se preparó este plan, pues el Gran Patriarca había visto el futuro. Las desapariciones y muertes fueron para reclutar las almas en pena de las cinco víctimas, quienes ahora tendrán a Frodo en sufrimiento hasta después del Fin de los Tiempos.
Nunca más verás la tierra, pues estás muerto y sepulto bajo ella. La Muerte será tu compañera. Padecerás por todos los hechos dignos de maldición que cometiste.

Frodo se horrorizó una vez más y trató de huir, pero el Árbol de Ceniza lo absorbió y lo llevó nuevamente al Infierno. Nunca más se supo de él, pero se rumorea que su espíritu anda por este lugar… ¿Adivinaron? Sí: el mismo sitio en España donde Horacio plantaba verduras es su cementerio, debajo de la casa de Marino Ortiz estaban las llamas y el Árbol de Cenizas crece y se incinera donde alguna vez estuvo el hogar de Lina.

Ya nadie se acerca a esos parajes olvidados excepto vos, que te atreviste a leer mi cuento. ¡Buenas noches! ¡Muejejejejejejejejejé!


Report Page