Zoya

Zoya


París » Capítulo 19

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19

El médico diagnosticó una simple tos y no tuberculosis. Casi mereció la pena pagar a cambio de aquella buena noticia, pero la visita costó casi todo el dinero que les quedaba. Incluso honorarios tan bajos eran excesivos para su bolsillo. Sin embargo, la joven no le dijo nada a su abuela cuando el príncipe Markovsky las acompañaba de nuevo al apartamento en su taxi. Este dirigió a la joven varias miradas significativas, pero ella no prestó la menor atención. Después, Zoya lo dejó conversando con su abuela en la salita y se marchó al ensayo. Al regresar por la noche, le pareció que su abuela tenía mejor aspecto tras haber tomado la medicina que el médico le recetó.

Antoine ya estaba preparando la cena en la cocina. Aquella noche, compró algo de pollo que no solo les serviría como cena, sino también para una sopa al día siguiente. Mientras ponía la mesa, Zoya se preguntó si Mashka gozaría de los mismos privilegios. Quizá pollo también era un lujo para ella. Si hubieran estado juntas, ambas primas hubieran podido reírse de la situación. Pero Zoya no tenía nadie con quien reír.

—Hola, Antoine —dijo sonriendo, y le dio las gracias por haberle indicado aquel médico.

—No hubieras debido desperdiciar el dinero —la regañó Eugenia desde su silla junto a la chimenea.

Vladimir les regaló la leña, por lo que el día estuvo repleto de inesperadas bendiciones.

—No seas tonta, abuela.

Los tres saborearon el pollo que parecía nadar en su propio caldo y después tomaron un té junto al fuego. Cuando la condesa se acostó, Antoine se quedó un rato hablando con Zoya, la cual se alegraba en cierto modo de tener a alguien con quien conversar un poco. Antoine le habló de las Navidades de su infancia y la miró con un brillo especial en los ojos. Le encantaba estar a su lado.

—Nuestras Navidades se celebran más tarde que las vuestras, el seis de enero.

—Es la fiesta de Reyes.

—Se llevan a cabo maravillosas procesiones en toda Rusia. O, por lo menos, antes se hacían. Supongo que iremos a la iglesia ortodoxa de aquí.

Zoya lo deseaba por una parte, pero, por la otra, pensarlo la deprimía. Todos aquellos seres extraviados, de pie a la luz de las velas, recordando un mundo perdido. No podría soportarlo, pero su abuela insistiría en ir a la iglesia. Aquel año no podrían intercambiarse regalos porque no les quedaba ni un céntimo.

Sin embargo, al llegar las Navidades, Antoine la sorprendió regalándole un chal, unos bonitos guantes y un frasquito del perfume que en cierta ocasión ella había mencionado casualmente. El perfume la conmovió profundamente y le hizo asomar lágrimas a los ojos. Era Lilas, el mismo que Mashka le regaló. Lo destapó y los dulces efluvios trajeron a su memoria el tacto, la sensación y el aroma de todo lo que amaba, y la presencia de su querida Mashka. Miró a Antoine mientras las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas y, sin detenerse a pensarlo, le arrojó los brazos al cuello con gracia infantil y lo besó en la mejilla. Fue un beso de hermana que lo estremeció de emoción. Eugenia contemplaba la escena conmovida. No era lo que hubiera querido para Zoya en otros tiempos, pero el muchacho era honrado y trabajador y estaba segura de que cuidaría bien de su nieta. Para su propia paz de espíritu, quería verla casada con él. Zoya no tenía idea de lo que ambos habían tramado y dio las gracias a Antoine por el perfume. El joven regaló a la condesa un chal bordado y un libro de poemas rusos. Zoya se avergonzó de solo haberle comprado un cuaderno de notas y un libro sobre Rusia. Lo encontró en un tenderete del Quai d’Orsay y pensó que le gustaría. Sin embargo, no tanto como a ella le gustaba el perfume.

Su abuela se retiró discretamente con sus regalos, cerró despacio la puerta del dormitorio y en silencio deseó buena suerte a Antoine, rezando para que Zoya fuera juiciosa y lo aceptase.

—Se habrá usted gastado hasta el último céntimo —dijo Zoya en tono de reproche, atizando el fuego mientras Sava meneaba la cola a su lado—. Ha sido una locura, pero se lo agradezco mucho, Antoine. Solo lo utilizaré en ocasiones especiales.

Ya había decidido ponérselo dos semanas más tarde, cuando se celebrara la Navidad rusa.

Antoine se acomodó en una silla frente a ella y respiró hondo, haciendo acopio de todo su valor. Era trece años mayor, pero jamás en su vida había pasado tanto miedo. Ni siquiera en Verdún.

—Quería hablar con usted sobre una ocasión especial, Zoya, ahora que lo dice.

Antoine notó que le sudaban las palmas de las manos. Ella lo miró extrañada.

—¿Qué quiere usted decir?

—Quiero decir… —El corazón de Antoine parecía a punto de estallar—. Quiero decir que la amo.

—¿Cómo dice?

Zoya lo miró sin dar crédito a sus oídos.

—La amo. La amo desde el día en que llegué aquí. Pensé que ya lo había adivinado.

—¿Y por qué hubiera tenido que adivinarlo? —replicó Zoya, sorprendida y enojada. Antoine acababa de estropearlo todo. ¿Cómo podrían ser amigos ahora, siendo él tan estúpido?—. ¡Pero si ni siquiera me conoce!

—Llevamos dos meses viviendo en esta casa. Es tiempo suficiente. No tendríamos que cambiar nada. Podríamos vivir aquí, solo que usted dormiría en mi habitación.

—Vaya. —Zoya se levantó y empezó a pasear por la estancia—. Un simple cambio de habitación, y todo seguiría como antes. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante idea? Estamos famélicos, no tenemos ni un céntimo, y usted quiere casarse. ¿Por qué? Yo no lo amo, ni siquiera lo conozco, y usted a mí tampoco… ¡Antoine, somos unos desconocidos!

—No somos desconocidos, sino amigos. Algunos de los mejores matrimonios empiezan así.

—Eso no me lo creo. Yo quiero estar total y absolutamente enamorada del hombre con quien me case. Quiero que todo sea maravilloso y romántico.

A Antoine le entristecieron sus gritos; sin embargo, Zoya gritaba más contra su destino que contra el hombre que acababa de regalarle su perfume preferido.

—Su abuela cree que podríamos ser muy felices.

Fue lo peor que hubiese podido decir.

—¡Pues cásese con mi abuela entonces! —contestó Zoya sin poder controlar su furia—. ¡Yo no quiero casarme! ¡Y mucho menos ahora! A nuestro alrededor todo es enfermedad, frío y muerte. La gente es pobre y se muere de hambre. ¡Menuda manera de iniciar una vida!

—Lo que usted quiere decir realmente es que no me ama.

Antoine permaneció humildemente sentado donde estaba, dispuesto a aceptar su suerte. De pronto, la resignación del joven conmovió a Zoya, que se sentó y tomó sus manos entre las suyas.

—No, no lo amo. Pero lo aprecio. Pensé que era usted mi amigo. Nunca creí que hubiera otra cosa. Por lo menos, nada serio. Usted nunca me dijo…

Los ojos de Zoya se llenaron de lágrimas.

—No me atrevía. ¿Querrá usted pensarlo, Zoya?

—Antoine —contestó Zoya, sacudiendo la cabeza—, no podría. No sería justo para ninguno de los dos. Ambos nos merecemos algo más —añadió y miró a su alrededor—. Si nos amáramos de verdad, eso no tendría importancia, pero yo no lo amo.

—Podría intentarlo.

Se lo veía tan joven, a pesar de sus heridas y fracasos…

—No, no podría. Lo siento…

Después, Zoya se levantó y fue a su habitación, sin recoger el perfume, el chal y los guantes de la mesa. Antoine miró a su alrededor, apagó la luz y se dirigió a su dormitorio, pensando que tal vez Zoya cambiaría de idea. Quizá su abuela lograra convencerla. A la condesa le parecía un proyecto muy razonable, aunque Antoine sabía que no se inspiraba en el afecto sino en la desesperación.

—¿Zoya?

Su abuela la miró desde la cama mientras ella se desnudaba de cara a la ventana que daba al jardín. Aunque no podía verle el rostro, Eugenia adivinó que estaba llorando.

—¿Por qué lo hiciste, abuela? —preguntó Zoya y se volvió a mirar a la condesa—. ¿Por qué lo alentaste en esto? Ha sido una crueldad para ambos.

Recordó el dolor de los ojos de Antoine y se sintió culpable. Sin embargo, no al extremo de casarse por compasión. Tenía que pensar también en sí misma. Y estaba segura de que no lo amaba.

—No es una crueldad sino algo muy razonable. Debes casarte con alguien y yo sé que él cuidará de ti. Trabaja como profesor, es un joven respetable y te quiere.

—Pero yo no lo quiero.

—Eres una niña. No sabes lo que quieres.

La condesa sospechaba que Zoya seguía soñando con Clayton, un hombre que le duplicaba la edad con creces y del que no tenía noticias desde noviembre.

—Quiero amar al hombre con quien me case, abuela. ¿Te parece mucho pedir?

Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Zoya mientras se sentaba en la única silla de la habitación y estrechaba a Sava en sus brazos.

—En circunstancias normales, no. Pero en las que ahora nos encontramos, sí. Tienes que ser razonable. Yo soy vieja y estoy enferma. ¿Qué harás cuando me muera? ¿Quedarte sola y seguir bailando? Envejecerás y te convertirás en una persona amargada. Déjate de tonterías, acéptalo y aprende a quererlo.

—¡Abuela! ¿Cómo puedes decir eso?

—Porque he vivido mucho tiempo. Lo suficiente como para saber cuándo luchar y cuándo ceder, y cuándo llegar a un compromiso con mi corazón. No creas que no me agradaría verte casada con un apuesto príncipe allá en San Petersburgo en un palacio como el de Fontanka. Pero ya no hay príncipes y los que quedan conducen un taxi. Fontanka desapareció y Rusia también. Eso es lo que hay, Zoya, tal vez para siempre. Tienes que adaptarte. No quiero dejarte sola. Necesito saber que estás bien atendida.

—¿Y no te importa que no lo ame?

—Eso ahora no importa, Zoya —contestó Eugenia y sacudió la cabeza tristemente—. Cásate con él. No creo que te arrepientas.

Pero si es feo, hubiera querido gritar Zoya, si es tullido y está enfermo… Sin embargo, en el fondo de su corazón sabía que nada de eso hubiera tenido importancia, de haberlo amado. La vida con Antoine siempre sería triste, siempre sería menos de lo que ella soñaba. La idea de tener hijos con él le parecía insoportable. No quería tener hijos suyos porque no lo amaba. No podía amarlo.

—No puedo —dijo con un nudo en la garganta.

—Sí puedes y debes. Hazlo por mí, Zoya…, hazlo por mí antes de que muera. Que yo sepa que estás a salvo con un hombre que te protegerá.

—Protegerme, ¿de qué? ¿De la muerte por inanición? Aquí todos desfallecemos de hambre y él no puede hacer nada por evitarlo. Y a mí no me importa. Preferiría morir de hambre aquí sola antes que casarme con un hombre al que no quiero.

—No tomes todavía una decisión, pequeña. Piénsalo. Dale tiempo. Por favor, hazlo por mí…

La condesa la miró con ojos suplicantes y Zoya lloró con el corazón roto por la pena. Sin embargo, a la mañana siguiente, ya no lloraba. Lo primero que hizo fue hablar con Antoine.

—Quiero que sepa, sin ninguna duda, que yo jamás me casaré con usted, Antoine. Deseo olvidar lo ocurrido.

—Pues yo no podré. No podré vivir aquí con usted, queriéndola tanto como la quiero.

—Hasta ahora lo ha conseguido.

De repente, Zoya temió perder a su huésped.

—Era distinto. Entonces usted no sabía nada; ahora, en cambio, sí.

—Simularé que nunca me ha dicho nada.

—¿Está segura de lo que dice? Eso sería imposible. ¿No puede meditarlo un poco?

—No. Y no quiero darle falsas esperanzas. No deseo casarme con usted y nunca lo haré.

—¿Hay alguien más?

Antoine sabía del amigo norteamericano, pero nunca creyó que hubiera nada serio entre ambos.

—No en el sentido que usted piensa. Hay solo un sueño. Pero, si ahora abandono mis sueños, lo perderé todo. Es lo único que tengo.

—Tal vez las cosas mejoren después de la guerra. Incluso es posible que podamos mudarnos a un apartamento para nosotros solos.

Los sueños de Antoine eran muy sencillos y humildes, mientras que los suyos eran todavía muy grandes, pensó Zoya, y sacudió la cabeza lentamente.

—No puedo, Antoine. Debe creerme.

Esta vez, el joven la creyó.

—En tal caso, tendré que marcharme.

—No, por favor… Le juro que ni siquiera me verá. La abuela se llevará un disgusto si usted se marcha.

—¿Y usted, Zoya? —Ella lo miró en silencio—. ¿Me echará usted de menos?

—Pensé que era usted un amigo, Antoine —contestó Zoya tristemente.

—Lo soy y siempre lo seré. Pero no puedo quedarme aquí.

Aún le quedaba un poco de orgullo. Aquella tarde, mientras Antoine hacía la maleta, Zoya tuvo miedo. Le suplicó que se quedara y se lo prometió casi todo, salvo el matrimonio. Sin su contribución al pago del alquiler y la comida, la situación aún sería más desesperada.

—No puedo —fue la única respuesta de Antoine.

Hasta Eugenia habló con él, asegurándole que trataría de convencer a su nieta, pero él sabía que no sería posible. Vio los ojos de Zoya y oyó sus palabras. La joven tenía razón. No podía casarse con un hombre al que no amaba. Ella no era así.

—Es mejor que me vaya. Mañana me buscaré otra habitación.

—Es una muchacha insensata —dijo Eugenia.

Aquella noche, la condesa le hizo el mismo comentario a su nieta, y agregó que acababa de perder su única oportunidad de casarse.

—No me importa no casarme nunca —contestó Zoya, llorando.

Por la mañana, cuando se levantó, Antoine ya se había ido. Sobre la mesa había tres billetes nuevos y una carta, sujeta bajo el frasco de perfume regalo de Navidad, en la que Antoine le deseaba buena suerte.

Eugenia lloró al ver la carta y Zoya se guardó los tres billetes en el bolsillo.

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