Zoya

Zoya


París » Capítulo 14

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—La próxima vez que envíe a Fiodor contigo a alguna parte, Zoya Nikolaevna, me harás el favor de no mandarlo a casa —dijo la anciana condesa a la mañana siguiente, durante el desayuno.

Fiodor había regresado avergonzado y diciendo que los soldados habían invitado a los bailarines a una fiesta en la que él no podía participar. Cuando Zoya volvió, su abuela la esperaba despierta, pero tan furiosa que apenas podía hablar. Por la mañana, su cólera aún no se había disipado.

—Perdóname, abuela. No podía llevar a Fiodor conmigo. Fue una elegante recepción en la residencia del general Pershing.

Zoya recordó inmediatamente los jardines y al capitán que había conocido, pero no se lo mencionó a su abuela.

—¡Ya! Conque esas tenemos, ¿eh? ¿Divirtiendo a las tropas? ¿Qué otra cosa vas a hacer? Precisamente por eso las señoritas como Dios manda no pueden trabajar en una compañía de ballet. No es correcto y no pienso tolerarlo. ¡Quiero que abandones la compañía inmediatamente!

—Abuela, por favor, ¡sabes que no puedo!

—¡Podrás si yo te lo mando!

—No, abuela, te lo suplico… —Zoya no estaba de humor para discutir. La víspera lo había pasado muy bien y el apuesto capitán era muy simpático, o, por lo menos, eso le pareció. Aun así, prefirió no decirle nada a su abuela, con la certeza de que sus caminos jamás volverían a cruzarse—. Perdona, no volveré a hacerlo.

Tampoco tendría ocasión. No era probable que el general Pershing organizara fiestas para el Ballet Russe después de cada representación.

Cuando se levantó de la mesa, su abuela la miró enfurecida.

—¿Adónde vas ahora?

—Hoy tengo un ensayo.

—¡Ya estoy harta de todo esto! —La condesa se levantó y empezó a pasear arriba y abajo por la estancia—. ¡El ballet, siempre el ballet! ¡Esto se va a terminar!

—Sí, abuela.

La condesa decidió vender otro collar, esta vez el de esmeraldas. Quizá así Zoya olvidaría aquella locura durante algún tiempo. Ya estaba cansada de la situación. Zoya no era una bailarina, sino una niña.

—¿A qué hora volverás?

—Sobre las cuatro. El ensayo empieza a las nueve y esta noche no tengo que actuar.

—Quiero que vayas pensando en dejarlo.

Sin embargo, Zoya lo pasaba muy bien y el dinero era muy necesario por mucho que le pesara a la condesa. La semana anterior, la joven había regalado a su abuela un precioso vestido y un chal. Con su sueldo también podían comprar la comida, aunque sin permitirse más exquisiteces que las que les regalaba Vladimir cuando visitaba a la condesa con la esperanza de ver a Zoya.

—Esta tarde saldremos a dar un paseo cuando vuelva a casa.

—¿Y cómo sabes que me apetecerá salir a dar un paseo contigo? —refunfuñó la abuela.

—Porque me quieres mucho y yo también a ti —contestó Zoya, riéndose.

Después le dio un beso en la mejilla y salió corriendo como una colegiala que llegaba tarde a clase.

La anciana suspiró y quitó de la mesa los platos del desayuno. Resultaba tan difícil vivir allí con la chica. Las cosas eran muy distintas y, aunque ella no quisiera reconocerlo, Zoya ya no era una niña y no se la podía controlar.

Aquel día el ensayo se llevaría a cabo en el Teatro de la Ópera donde, a la noche siguiente, la compañía ofrecería otra función. Zoya practicó horas y horas en la barra y, cuando terminó poco antes de las cuatro, estaba rendida. Era una soleada tarde de la última semana de junio. La muchacha salió a la calle y suspiró de satisfacción.

—Parece usted cansada, señorita Nikolaevna Ossupov.

Al oír su nombre, Zoya se volvió sorprendida y vio a Clayton Andrews de pie junto a uno de los automóviles oficiales del Estado Mayor del general Pershing.

—Hola…, no esperaba verlo.

—Ojalá pudiera yo decir lo mismo. Llevo dos horas aguardando —dijo Clayton, y ella lo miró sorprendida.

—¿Ha estado esperándome todo el rato?

—Pues sí. Anoche no tuve ocasión de despedirme de usted.

—Creo que estaba usted ocupado cuando me fui.

—Lo sé. Debió de marcharse en el primer camión. —Zoya asintió con la cabeza, asombrada de que se hubiera tomado la molestia de buscarla. No esperaba volver a verlo y ahora comprobó que era tan guapo, simpático y elegante como la víspera cuando ambos habían bailado—. Quería invitarla a almorzar, pero ahora ya es un poco tarde.

—De todos modos, mi abuela me espera en casa —dijo Zoya y sonrió como una pícara colegiala—. Está muy enfadada conmigo por lo de anoche.

—¿Regresó usted a casa muy tarde? —preguntó Clayton—. No recuerdo qué hora era cuando se fue.

Eso significaba que la chica era tan joven como él suponía. Tenía la inocencia de una chiquilla y, sin embargo, sus ojos revelaban una enorme sabiduría.

Zoya rio al recordar el momento en que hizo regresar a Fiodor a casa.

—Mi abuela me envió un acompañante, pero yo lo mandé a casa. Creo que él se alegró tanto como yo.

La muchacha se ruborizó levemente mientras él reía.

—En tal caso, mademoiselle, ¿me permite que la acompañe ahora? Puedo llevarla a casa en mi automóvil.

Zoya vaciló, pero Clayton era tan caballero que no podía haber ningún mal en ello, y además, ¿quién se iba a enterar? Podría despedirse de él una o dos manzanas antes de llegar al Palais Royal.

—Muchas gracias.

Clayton abrió la portezuela y ella subió al vehículo. Le dijo dónde vivía y él la condujo sin la menor dificultad. Zoya pidió que se detuviera una manzana antes de llegar.

—¿Es aquí donde usted vive? —preguntó Clayton, mirando a su alrededor.

—No exactamente —contestó Zoya, ruborizada de nuevo—. Después de lo de anoche, prefiero ahorrarle a mi abuela otro disgusto.

Clayton volvió a reír y, de repente, pareció un jovenzuelo a pesar de las hebras plateadas de su cabello.

—Pero ¡qué mala es usted! ¿Y si le pido que cene conmigo esta noche, mademoiselle? ¿Aceptará?

—No lo sé —contestó Zoya, y frunció el ceño—. La abuela sabe que esta noche no hay ensayo.

Sería la primera vez que le mintiera, y Zoya no estaba segura de querer hacerlo. Sin embargo, sabía muy bien lo que pensaba Eugenia de los soldados.

—¿No la deja salir con nadie? —preguntó el capitán, entre divertido y asombrado.

—Pues la verdad es que lo ignoro —confesó Zoya—. Nunca he salido con nadie.

—No me diga… ¿Puedo preguntarle en tal caso cuántos años tiene usted?

Tal vez era todavía más joven de lo que él pensaba, aunque esperaba que no.

—Dieciocho —contestó Zoya en tono casi desafiante.

—¿Y eso le parece a usted que es ser muy mayor?

—Lo suficiente. —Clayton no se atrevió a preguntarle para qué—. No hace mucho tiempo, mi abuela quería que me casara con un amigo de la familia.

Zoya se ruborizó y supuso que era una estupidez haber mencionado a Vladimir, aunque él no pareció extrañarse.

—¿Y cuántos años tenía él? ¿Veintiuno?

—¡Oh, no! —exclamó Zoya, riendo—. Muchísimos más. ¡Por lo menos sesenta años!

Esta vez, Clayton Andrews la miró casi escandalizado.

—¿De veras? ¿Y a su abuela no le importa?

—Es difícil de explicar, y, además, a mí no me gusta…, es un viejo.

—Yo también —dijo Clayton, poniéndose muy serio por un instante—. Tengo cuarenta y cinco años.

Quería ser sincero con ella, ya desde un principio.

—¿Y no está casado? —preguntó Zoya, sorprendida.

—Estoy divorciado. —Se había casado con una Vanderbilt, pero todo había terminado diez años atrás. En Nueva York se lo consideraba un buen partido, pero ninguna de las numerosas mujeres conocidas durante aquellos diez años había conseguido adueñarse de su corazón—. ¿Se asombra usted?

—No. —Zoya lo pensó un momento y después lo miró a los ojos, más convencida que nunca de que era un hombre honrado—. ¿Por qué se divorció?

—El amor se acabó, supongo… Ya éramos muy distintos al principio. Ella se volvió a casar y somos buenos amigos, aunque últimamente no la veo muy a menudo. Ahora vive en Washington.

—¿Y eso dónde está?

A Zoya todo le parecía lejano y misterioso.

—Cerca de Nueva York. Algo así como París y Burdeos. O más bien como París y Londres —Zoya asintió en silencio. Así lo comprendía mejor. Clayton consultó el reloj. Había pasado dos horas esperándola y ya tenía que regresar—. ¿Qué tal la cena de esta noche?

—Creo que no podré —contestó Zoya, mirándolo con tristeza.

—¿Mañana, entonces? —preguntó Clayton con una sonrisa.

—Mañana por la noche tengo que bailar.

—¿Y después?

Clayton persistía porque no quería dejarla escapar tras haberla encontrado de nuevo.

—Lo intentaré.

—De acuerdo. Hasta mañana por la noche, entonces.

Clayton descendió del automóvil y la ayudó a bajar. Ella le dio cortésmente las gracias por haberla acompañado y el capitán la saludó con la mano. Regresó a la rue Constantine con el corazón rebosante de alegría.

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